22/11/91 12.26 hr.

22/11/91 12.26 hr.

Bueno, mi 71.˚ año hay sido un año terriblemente productivo. Es probable que haya escrito más palabras este año que en cualquier otro año de mi vida. Y aunque el escritor es un mal juez de su propia obra, sigo pensando que mi escritura es tan buena como siempre; quiero decir, tan buena como la que he producido en mis buenos momentos. Este ordenador que empecé a utilizar el 18 de enero ha tenido mucho que ver con ello. Es sencillamente más fácil registrar las palabras, se transfieren más rápidamente desde el cerebro (o de donde quiera que salga esto) a los dedos, y de los dedos a la pantalla, donde se hacen visibles inmediatamente; nítidas y claras. No es la velocidad en sí misma, sino cómo todo va fluyendo: un río de palabras, y si las palabras son buenas, las dejas correr con soltura. Se acabó el papel carbón, se acabó el tener que volver a teclear los textos. Yo solía necesitar una noche para hacer el trabajo, y luego la siguiente para corregir los errores y los descuidos de la noche anterior. Las faltas de ortografía, los errores de tiempos verbales, etc., se pueden corregir ahora en el texto original, sin tener que volver a teclearlo todo, ni insertar fragmentos mi tachar cosas. A nadie le gusta leer un texto emborronado, ni siquiera al autor. Ya sé que todo esto debe sonar a tiquismiquis o a exceso de cuidado, pero no lo es; lo que hace es permitir que la fuerza o la suerte que puedas haber engendrado salga claramente a la superficie. Es un gran adelanto, la verdad, y si es así como se pierde el alma, me apunto ahora mismo.

Ha habido momentos malos. Recuerdo que una noche, después de teclear durante 4 horas largas o algo así, sentí que había tenido una asombrosa racha de suerte, y de repente —le di a alguna tecla— hubo un fogonazo de luz azul y las muchas páginas que llevaba escritas se esfumaron. Lo intenté todo para recuperarlas. Pero sencillamente habían desaparecido. Sí, lo tenía puesto en ‹‹Guardar todo››, pero no sirvió de nada. Aquello me había pasado otras veces, pero no con tantas páginas. Y podéis creerme: es una sensación infernal y horrible, cuando las páginas se desvanecen. Ahora que lo pienso, he perdido 3 o 4 páginas de mi novela en otras ocasiones. Un capítulo entero. Lo que hice esa vez fue simplemente volver a escribir todo el maldito capítulo. Cuando haces eso, pierdes algo, pequeñas brillanteces que no recuperas, pero también ganas algo, porque mientras reescribes te saltas algunas partes que no te convencían del todo, y añades otras partes que son mejores. ¿Y entonces? Bueno, en esos casos la noche se alarga mucho. Los pájaros empiezan a cantar. Tu mujer y los gatos creen que te has vuelto loco.

Consulté a algunos expertos informáticos sobre el ‹‹fogonazo azul››, pero ninguno de ellos supo decirme nada. He descubierto que la mayoría de los expertos informáticos no son muy expertos. Ocurren cosas inexplicables que sencillamente no vienen en el manual. Ahora que sé más de ordenadores creo que ya sé de algo que me hubiera permitido recuperar el trabajo que perdí en el ‹‹fogonazo azul››…

La peor noche fue cuando me senté al ordenador y se volvió completamente loco, y empezó a soltar bombazos, extraños ruidos a todo volumen, seguidos de momentos de oscuridad, una oscuridad de muerte, y luché y luché pero no pude hacer nada. Luego me fijé en algo que parecía un líquido, endurecido sobre la pantalla y alrededor de la ranura que hay junto al ‹‹cerebro››, la ranura por donde se insertan los disquetes. Uno de mis gatos había regado de semen mi máquina. Tuve que llevarla al taller. El técnico no estaba, y un vendedor retiró una porción del ‹‹cerebro››; un líquido amarillo le salpicó la camisa blanca, y gritó: ‹‹¡Semen de gato!›› Pobre tipo. Pobre tipo. Pero bueno, dejé allí el ordenador. No había nada en la garantía que cubriera el semen de gato. Prácticamente tuvieron que destripar el ‹‹cerebro››. Tardaron 8 días en arreglarlo. Durante ese tiempo volví a usar mi máquina de escribir. Era como intentar romper rocas con las manos. Tuve que aprender a mecanografiar desde cero otra vez. Tenía que emborracharme bien para hacer que aquello fluyera. Y, nuevamente, necesitaba una noche para escribir la primera versión y otra noche para corregirla. Pero me alegré de tener una máquina. Llevábamos 5 décadas juntos, y habíamos pasado muy buenos momentos. Cuando me devolvieron el ordenador me entristeció un poco volver a guardar la máquina de escribir en su rincón. Pero volví al ordenador y las palabras empezaron a volar como pájaros locos. Y ya no había fogonazos azules ni páginas que se esfumaban. La cosa iba mejor todavía. Esa ducha que le dio el gato a la máquina lo arregló todo. Sólo que ahora, cuando dejo el ordenador, lo cubro con una toalla grande de playa y cierro la puerta.

Si, ha sido mi año más productivo. El vino mejora si envejece en condiciones.

No estoy metido en ninguna competición con nadie, ni pienso en la inmortalidad; me importa un carajo todo eso. Es la ACCIÓN mientras estás vivo. La verja que se abre bajo el sol, los caballos que se abalanzan entre la luz, los jockeys, esos valientes diablillos con sus brillantes blusas de seda, yendo a por todas, corriendo a toda pastilla. La gloria está en el movimiento y en la osadía. Al carajo con la muerte. Es hoy y es hoy y es hoy. Sí.

 

CHARLES BUKOWSKI. El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Editorial Anagrama, Barcelona. 1998

Algunos aforismos

Algunos aforismos

Por Rafael Gumucio

 

El siglo XX fue el siglo del insomnio. La forma más concreta de la desesperación: no dormir, estar siempre vivo, estar doblemente vivo y quizás triplemente muerto también.

 

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El insomnio, dicen los médicos, acorta la memoria. Este siglo que como ninguno maneja archivos, recopila documentos, y que no duerme intentando recordar el más mínimo acontecimiento es el que más rápido olvida.

 

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El siglo XX ha sido el de las complejidades que lo simplifican todo.

 

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Típica confusión periodística: el tiempo y el espacio. Llaman exótico lo que es arcaico.

 

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El rey fue decapitado; pero Versalles y todos los castillos (menos las Tullerías algunos años después de la Revolución) quedaron intactos. Hogares ya no de hombres sino de una idea, de una jerarquía que funciona a la perfección sin que un jerarca la dirija por derecho divino.

 

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Triste destino francés, pasar de ser universal a ser sólo universitario.

 

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Chile país vertical suelta al pasar Jodorowsky. País estrecho y jerárquico; nadie puede sentirse en Chile a sus anchas, nadie puede postular a la amplitud.

 

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Lamento sudamericano: “No tenemos futuro, pero eso no es lo más grave; lo peor es que no tenemos pasado al cual echarle la culpa.”

 

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La palabra “corrupción” de alguna forma exculpa al ladrón. El que recibe sobornos, el que recorta presupuestos, no es un simple delincuente, sino parte de una gran mecánica teologal, de una inevitable caída del estado de gracia al infierno de la tentación.

 

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La obsesión por la corrupción casi siempre denota una nostalgia por un orden anterior a la democracia. En ésta, un vecino cualquiera, un tipo como tú, puede llegar a ser presidente. Un señor cualquiera puede tener poder. En las mentes latinoamericanas (pero también en las mentes españolas o italianas) no sabemos confiar en un igual, vigilar a un igual, juzgar aun igual sin soñar; sin esperar que sus alas de cera se quemen al sol.

 

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El izquierdista suele hablar de sentimientos cuando tiene que dar razones, y enumerar razones cuando se supone que confiesa sentimientos.

 

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Todos los que piensan distinto a mí están equivocados, empezando por mí mismo: el más equivocado de todos.

 

 

Publicado en el número 27 de la revista LÍNEAS DE FUGA, editada por Casa Refugio Citlaltépetl, A.C.

 

 

 

 

 

 

Los rostros / Francisco Hernández

Los rostros / Francisco Hernández

Lectura de Cortázar

En el jardín de Coyoacán sopla el viento de marzo,

cambia de lugar las hojas de los árboles,

el olor de las mujeres, el plumaje de las palomas.

Julio Cortázar, atado a un viejo tronco de palmera,

hace su aparición, entre fotógrafos.

Lo suben al estrado, comienza su lectura.

El viento no se lleva sus palabras.

 

 

Francisco Toledo: cerámica

En algún lugar del mundo

Francisco Toledo

abre la puerta del horno:

salen garzas-cangrejos

iguanas-peces

alacranes-grillos

sapos-tortugas

y pájaros-conejos

que se meten

en las vitrinas de los marchantes

en las colecciones

de los millonarios

en los agujeritos

de las muchachas.

 

 

Ricardo Martínez: obra reciente

Son los primeros moradores del tiempo.

Gigantes que toman posesión de un ámbito

con suaves movimientos de animales oscuros.

A ellos corresponde inaugurar la noche,

el fuego, el vaso, el hijo,

el agua entre los dedos.

Ellos fundaron las caricias del musgo,

la brasa del abrazo.

Su desnudez los cubre. Su silencio habla.

En sus manos el trigo fragua piedras espectrales.

Todo acaba de nacer y ellos lo saben.

Se tienden contra el color de fondo,

expulsan a la luz de sus dominios,

se reúnen en el centro de la tierra

y deciden que otro, su semejante,

incorpore la eternidad a su belleza.

 

 

Rodolfo Nieto: despedida

Hay una hoguera en París

sentada sobre tu pecho.

Hay un niño en Oaxaca

sentado sobre tu nombre.

 

 

Autógrafo

El hombre está sentado frente a mí, en una

habitación donde no hay nadie más. Le acerco

un libro pequeño, de pastas negras y le

pido que lo firme. Entonces el hombre se

incorpora, saca su pluma y el libro, ya inmenso,

abierto e integrado a la pared, comienza

a ser recorrido por la nerviosa mano.

Surgen árboles con nubes en vez de copas,

bestias que se alimentan de terrones,

zopilotes inmóviles en la quietud del aire y

vías de tren que pasan herrumbradas hacia

la línea del horizonte.

Rulfo cierra el libro, guarda la pluma y me

dice en silencio:

—No sueñe más. Este es mi nombre.

 

 

Rubén Bonifaz Nuño, dos moscas y un cristal

Dos moscas, una de cada lado del cristal, se miran.

¿Qué será para ellas eso que sienten, que no ven

y que sin embargo les impide tocarse?

¿Habrá tocarse para ellas?

¿Cómo se explicarán esa transparencia,

que no es la misma que observan a través de sus alas?

De pronto vuela una y ambas desaparecen.

El estira la mano, trata de alcanzar el

cristal: no existe.

Sólida y muda, entre su mano y la tarde,

cae una transparencia nueva, inexplicable.

 

 

Poema en el que se usa mucho la palabra Owen

Gambusino de perfil y de frente

Ibas a la otra orilla en busca del azufre y el mercurio

Lo sabías todo porque nunca dijiste todo lo que sabías

Bajo tu lengua la furia descubrió sueños tranquilos

En la mano de un ciego te vieron caminar a tientas

Rojo y amarillo pronto serían dos manchas del paisaje

Te aterraba la impuntualidad de la muerte

Olvidaste la puntualidad de la vida

Orfeo vencido, huiste de las estatuas y de aquello que

William Blake llamaba “porciones de eternidad”

Empieza tu ley a ser oída por sordos

No hay descanso: en tu féretro se multiplican los espejos.

 

 

César Vallejo agoniza en la Clinique Generale de Chirurgie

95 Boulevard Arago

 

Mientras se aleja de la vida, César Vallejo

piensa en una llama.

La habitación que ocupa tiene color de pus.

Una silla, un pequeño lavabo, el biombo y la

claridad que logra traspasar la ventana reducen

dimensiones entre suelo y techo.

Cubierto apenas por una sábana, Vallejo

suda y soporta la fiebre.

De pie, tres hombres lo contemplan.

En la silla, una mujer se entretiene con el

vacío de su escarcela.

Los hombres traen consigo el olor de la lluvia.

Vallejo tiene cinco días sin comer y sólo piensa

en una llama que atraviesa un río.

Los hombres se acercan y levantan el cuerpo

del poeta.

La mujer se aleja: llora de cara a la pared.

Los hombres, ya transformados en brujos,

danzan alrededor del que se muere, vociferan

extrañas letanías, queman esencias de

brillantez granate, lo someten a repentinas

succiones y pases magnéticos, hacen que camine

por el mosaico frío, lo sientan en la

silla, lo suben a la cama, leen su mano, cuentan

sus dientes, trazan jeroglíficos en su espalda,

le separan los párpados, encienden un

cirio y lo pasan una y otra vez frente a las

pupilas del hombre que, mientras se aleja de

la vida, piensa en una llama que se ahoga.

 

 

Del capítulo Los rostros

FRANCISCO HERNÁNDEZ. Oscura coincidencia. Universidad Autónoma Metropolitana. Colección Molinos de viento Serie/Poesía. Dirección de Difusión Cultural Departamento Editorial, 1986

 

Antes del fin

Antes del fin

En lo hondo no hay raíces

hay lo arrancado

Hugo Mujica

 

Desde que Jorge Federico ha muerto todo se ha derrumbado, y pasados varios días, no logro sobreponerme a esta opresión que me ahoga.

Como perdido en una selva oscura y solitaria, busco en vano superar la invencible tristeza. Antes —¿cuándo antes?: antes de que este desastre ocurriera—, en momentos de depresión, pasaba horas en mi estudio de pintura, trabajando en algún cuadro hasta que la desolación se iba. Pero ahora el tiempo se ha detenido. La angustia permanece y me siento abandonado en el inconmensurable desierto de estas cuatro paredes.

Embriagado de dolor, entre las ruinas de mi mente, resuenan lejanos unos versos de Vallejo:

Hay golpes en la vida tan duros,

golpes como del odio de Dios.

 

*

La tarde desaparece imperceptiblemente y me veo rodeado por la oscuridad que acaba por agravar las dudas, los desalientos, el descreimiento en un Dios que justifique tanto dolor. Los tonos de la tarde me invaden con extrañas presencias que antes no percibía. Ya los cantos de los pájaros son otros, o ninguno. Una luz crepuscular se derrama sobre cada objeto, como si los elevara a una realidad nueva, ahora transfigurada por el sufrimiento.

Una suave lluvia de otoño cae sobre el jardín, y también sobre pájaros y árboles que, ¿quién podrá saberlo?, quizá meditan igual que nosotros.

Cuántas parejas, en las calles de este laberíntico Buenos Aires, se acurrucarán protegiéndose del frío, en esos gestos de un amor inexpresable e imposible.

Desde la ventana de mi estudio miro hacia el jardín. Los jazmines del Cabo, la rosa china, la magnolia y las demás plantas y las flores recuerdan a Jorgito. Y entonces la belleza vuelve a ensombrecerme. Miro, pues, hacia la nada. Observo cosas sin importancia: una goma de borrar, una lapicera, un calendario, mi reloj. Dios mío, ¿qué es esto?

Pasa un boeing con estruendo. ¿Adónde va? ¿Para qué? En mi mesa de trabajo veo una arañita que cruza afanosamente, también hacia su destino. Pero, ¿cuál? Aunque pequeñita, puede tener un destino chiquito, a su escala. La sigo conmovido, hasta que llega al otro borde y desciende por uno de los hilos de su telaraña; con cuanta esperanza la sigo observando mientras desaparece de mi vista aquel ser diminuto que vive sin hacerse tantos planteos, sin esos cuestionamientos que nosotros hacemos para probar ¿qué?

Mi vida parece ir acabando como El túnel, con ventanales y túneles paralelos, donde todo es infinitamente imposible. ¡Qué extraño, qué terrible es que al acercarse la muerte vuelvan estas tristísimas metáforas!

Elvirita me habla de Cristo: Me dejo alentar por su sentido religioso de la vida, y el dolor.

 

*

Sobre mi escritorio puse una fotografía de Jorge, y ahora lo miro, lo miro con la añoranza de un abrazo que me parte el pecho. Cómo querría volver hacia atrás el tiempo. ¿Cuándo acabará este peso agobiante y absoluto?

El pensamiento se me hunde en el desgarro. ¿Hacia dónde se han vuelto ahora las palabras? Daría todos mis libros —qué pobres, qué ridículos, qué precarios, qué inválidos, qué nada al lado de esta pérdida— y daría mi prestigio, ese prestigio que tanto pongo entre comillas, y los honores y las condecoraciones, por recuperar la cercanía de Jorgito.

 

ERNESTO SABATO. Antes del fin. Seix Barral / Memorias, 1999.

Fragmento de:

III El dolor rompe el tiempo

Conejos blancos/ Cuento

Conejos blancos/ Cuento

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía ese aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles: así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.

—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

—De carne en mal estado. Carne en descomposición.

—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

—¿Y tendría para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacia años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibidor, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuro ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellas diminutas.

—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con una profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer —. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que si? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

 

LEONORA CARRINGTON. El séptimo caballo y otros cuentos. México, Siglo XXI Editores, 1992.

 

Poesía Modernista

Poesía Modernista

CLEOPATRA

 

La vi tendida de espaldas

entre púrpura revuelta…

Estaba toda desnuda

aspirando humo de esencias

en largo tubo escarchado

de diamantes y de perlas.

 

Sobre la siniestra mano

apoyada la cabeza,

y cual el ojo de un tigre

un ópalo daba en ella

vislumbres de sangre y fuego

al oro de su ancha trenza.

 

Tenía un pie sobre el otro

y los dos como azucenas,

y cerca de los tobillos

argollas de finas piedras,

y en el vientre un denso triángulo

de rizada y rubia seda.

 

En un brazo se torcía

como cinta de centella

un áspid de filigrana

salpicado de turquesas,

con dos carbunclos por ojos

y un dardo de oro en la lengua.

 

Tibias estaban sus carnes,

y sus altos pechos eran

cual blanca leche vertida

dentro de dos copas griegas,

convertida en alabastro,

sólida ya pero aún trémula.

 

¡Ah! hubiera yo dado entonces

todos mis lauros de Atenas

por entrar en esa alcoba

coronado de violetas,

dejando con los eunucos

mis coturnos a la puerta.

 

Salvador Díaz Mirón (Circa 1890 — No incluido en Lascas)

 

 

 

UNA NOCHE

 

Una noche,

una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas.

una noche

en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,

a mi lado, lentamente, contra mi ceñida, toda,

muda y pálida

como si un presentimiento de amarguras infinitas,

hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,

por la senda que atraviesa la llanura florecida

caminabas.

 

Y la luna llena

por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,

y tu sombra

fina y lánguida,

y mi sombra

por los rayos de la luna proyectada

sobre las arenas tristes

de la senda se juntaban

y eran una

y eran una

y eran una sola sombra larga!

y eran una sola sombra larga!

y eran una sola sombra larga!

 

Esta noche

solo, el alma

llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte

separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,

por el infinito negro,

donde nuestra voz no alcanza,

solo y mudo

por la senda caminaba,

y se oían los ladridos de los perros a la luna,

a la luna pálida

y el chillido

de las ranas,

sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba

tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,

entre las blancuras níveas

de las mortüorias sábanas!

Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,

era el frío de la nada…

Y mi sombra

por los rayos de la luna proyectada,

iba sola,

iba sola,

!iba sola por la estepa solitaria!

Y tu sombra esbelta y ágil

fina y lánguida,

como en esa noche tibia de la muerta primavera,

como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas en las alas,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella… ¡Oh las sombras enlazadas!

¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!…

 

José Asunción Silva (El libro de los versos, 1894)

 

 

 

LO FATAL

A René Pérez

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror…

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

 

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos!…

 

Rubén Darío (Cantos de vida y esperanza, 1905)

 

 

 

BUSCA EN TODAS LAS COSAS…

 

Busca en todas las cosas un alma y un sentido

oculto; no te ciñas a la apariencia vana;

husmea, sigue el rastro de la verdad arcana,

escudriñante el ojo y aguzado el oído.

 

No seas como el necio, que al mirar la virgínea

imperfección del mármol que la arcilla aprisiona,

queda sordo a la entraña de la piedra, que entona

en recóndito ritmo la canción de la línea.

 

Ama todo lo grácil de la vida, la calma

de la flor que se mece, el color, el paisaje.

Ya sabrás poco a poco descifrar su lenguaje…

¡Oh, divino coloquio de las cosas y el alma!

 

Hay en todos los seres una blanda sonrisa,

un dolor inefable o un misterio sombrío.

¿Sabes tú si son lágrimas las gotas de rocío?

¿Sabe tú qué secreto va contando la brisa?

 

Atan hebras sutiles a las cosas distantes;

al acento lejano corresponde otro acento.

¿Sabes tú dónde lleva los suspiros el viento?

¿Sabes tú si son almas las estrellas errantes?

 

No desdeñes al pájaro de argentina garganta

que se queja en la tarde, que salmodia a la aurora.

Es un alma que canta y es un alma que llora…

¡Y sabrá por qué llora, y sabrá por qué canta!

 

Busca en todas las cosas el oculto sentido;

lo hallarás cuando logres comprender su lenguaje;

cuando sientas el alma colosal del paisaje

y los ayes lanzados por el árbol herido…

 

Enrique Gonzáles Martínez (Los senderos ocultos,1911)

 

 

 

LA BLANCA SOLEDAD

 

Bajo la calma del sueño,

calma lunar de luminosa seda,

la noche

como si fuera

el blando cuerpo del silencio,

dulcemente en la inmensidad se acuesta…

y desata

su cabellera,

en prodigioso follaje

de alamedas.

 

Nada vive sino el ojo

del reloj en la torre tétrica,

profundizando inútilmente el infinito

como un agujero abierto en la arena.

El infinito,

rodado por las ruedas

de los relojes,

como un carro que nunca llega.

 

La luna cava un blanco abismo

de quietud, en cuya cuenca

las cosas son cadáveres

y las sombras viven como ideas.

Y uno se pasma de lo próxima

que está la muerte en la blancura aquella.

De lo bello que es el mundo

poseído por la antigüedad de la luna llena.

Y el ansia tristísima de ser amado,

en el corazón doloroso tiembla.

 

Hay una ciudad en el aire,

una ciudad casi invisible suspensa,

cuyos vagos perfiles

sobre la clara noche transparentan.

Como las rayas de agua en un pliego,

su cristalización poliédrica.

Una ciudad tan lejana,

que angustia con su absurda presencia.

 

¿Es una ciudad o un buque

en el que fuésemos abandonando la tierra,

callados y felices,

y con tal pureza,

que sólo nuestras almas

en la blancura plenilunar vivieran?…

 

Y de pronto cruza un vago

estremecimiento por la luz serena.

Las líneas se desvanecen,

la inmensidad cámbiase de blanca piedra,

y sólo permanece en la noche aciaga

la certidumbre de la ausencia.

 

Leopoldo Lugones (El libro fiel, 1912)

 

 

 

EL DESPERTAR

 

Alisia y Cloris abren de par en par la puerta

y torpes, con el dorso de la mano haragana,

restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,

por donde huyen los últimos sueños de la mañana…

 

La inocencia del día se lava en la fontana,

el arado en el surco vagaroso despierta

y en torno a la casa rectoral, la sotana

del cura se pasea gravemente en la huerta…

 

Todo suspira y ríe. La placidez remota

de la montaña sueña celestiales rutinas.

El esquilón repite siempre su misma nota

 

de grillo de las cándidas églogas matutinas.

Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas

como flechas perdidas de la noche en derrota.

 

Julio Herrera y Reissig (Los peregrinos de la piedra, 1909)

 

 

 

LO INEFABLE

 

Yo muero extrañamente… No me mata la Vida,

no me mata la Muerte, no me mata el Amor;

muero de un pensamiento mudo como una herida…

¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

 

de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida

devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?

¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida

que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?…

 

¡Cumbre de los Martirios!… ¡Llevar eternamente,

desgarradora y árida, la trágica simiente

clavada en las entrañas como un diente feroz!

 

Para arrancarla un día en una flor que abriera

milagrosa, inviolable… ¡Ah, más grande no fuera

tener entre las manos la cabeza de Dios!

 

Delmira Agustini (De Cantos de la mañana,1910)

 

POESÍA MODERNISTA HISPANOAMERICANA Y ESPAÑOLA (Antología) Edición preliminar, edición y notas de Iván A. Schulman y Evelyn Picon Garfield. Editorial Taurus. 1986

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