Conejos blancos/ Cuento

Conejos blancos/ Cuento

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía ese aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles: así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.

—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

—De carne en mal estado. Carne en descomposición.

—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

—¿Y tendría para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacia años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibidor, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuro ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellas diminutas.

—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con una profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer —. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que si? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

 

LEONORA CARRINGTON. El séptimo caballo y otros cuentos. México, Siglo XXI Editores, 1992.

 

Poesía Modernista

Poesía Modernista

CLEOPATRA

 

La vi tendida de espaldas

entre púrpura revuelta…

Estaba toda desnuda

aspirando humo de esencias

en largo tubo escarchado

de diamantes y de perlas.

 

Sobre la siniestra mano

apoyada la cabeza,

y cual el ojo de un tigre

un ópalo daba en ella

vislumbres de sangre y fuego

al oro de su ancha trenza.

 

Tenía un pie sobre el otro

y los dos como azucenas,

y cerca de los tobillos

argollas de finas piedras,

y en el vientre un denso triángulo

de rizada y rubia seda.

 

En un brazo se torcía

como cinta de centella

un áspid de filigrana

salpicado de turquesas,

con dos carbunclos por ojos

y un dardo de oro en la lengua.

 

Tibias estaban sus carnes,

y sus altos pechos eran

cual blanca leche vertida

dentro de dos copas griegas,

convertida en alabastro,

sólida ya pero aún trémula.

 

¡Ah! hubiera yo dado entonces

todos mis lauros de Atenas

por entrar en esa alcoba

coronado de violetas,

dejando con los eunucos

mis coturnos a la puerta.

 

Salvador Díaz Mirón (Circa 1890 — No incluido en Lascas)

 

 

 

UNA NOCHE

 

Una noche,

una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas.

una noche

en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas,

a mi lado, lentamente, contra mi ceñida, toda,

muda y pálida

como si un presentimiento de amarguras infinitas,

hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,

por la senda que atraviesa la llanura florecida

caminabas.

 

Y la luna llena

por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,

y tu sombra

fina y lánguida,

y mi sombra

por los rayos de la luna proyectada

sobre las arenas tristes

de la senda se juntaban

y eran una

y eran una

y eran una sola sombra larga!

y eran una sola sombra larga!

y eran una sola sombra larga!

 

Esta noche

solo, el alma

llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte

separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,

por el infinito negro,

donde nuestra voz no alcanza,

solo y mudo

por la senda caminaba,

y se oían los ladridos de los perros a la luna,

a la luna pálida

y el chillido

de las ranas,

sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba

tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,

entre las blancuras níveas

de las mortüorias sábanas!

Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,

era el frío de la nada…

Y mi sombra

por los rayos de la luna proyectada,

iba sola,

iba sola,

!iba sola por la estepa solitaria!

Y tu sombra esbelta y ágil

fina y lánguida,

como en esa noche tibia de la muerta primavera,

como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas en las alas,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella,

se acercó y marchó con ella… ¡Oh las sombras enlazadas!

¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!…

 

José Asunción Silva (El libro de los versos, 1894)

 

 

 

LO FATAL

A René Pérez

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror…

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

 

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos!…

 

Rubén Darío (Cantos de vida y esperanza, 1905)

 

 

 

BUSCA EN TODAS LAS COSAS…

 

Busca en todas las cosas un alma y un sentido

oculto; no te ciñas a la apariencia vana;

husmea, sigue el rastro de la verdad arcana,

escudriñante el ojo y aguzado el oído.

 

No seas como el necio, que al mirar la virgínea

imperfección del mármol que la arcilla aprisiona,

queda sordo a la entraña de la piedra, que entona

en recóndito ritmo la canción de la línea.

 

Ama todo lo grácil de la vida, la calma

de la flor que se mece, el color, el paisaje.

Ya sabrás poco a poco descifrar su lenguaje…

¡Oh, divino coloquio de las cosas y el alma!

 

Hay en todos los seres una blanda sonrisa,

un dolor inefable o un misterio sombrío.

¿Sabes tú si son lágrimas las gotas de rocío?

¿Sabe tú qué secreto va contando la brisa?

 

Atan hebras sutiles a las cosas distantes;

al acento lejano corresponde otro acento.

¿Sabes tú dónde lleva los suspiros el viento?

¿Sabes tú si son almas las estrellas errantes?

 

No desdeñes al pájaro de argentina garganta

que se queja en la tarde, que salmodia a la aurora.

Es un alma que canta y es un alma que llora…

¡Y sabrá por qué llora, y sabrá por qué canta!

 

Busca en todas las cosas el oculto sentido;

lo hallarás cuando logres comprender su lenguaje;

cuando sientas el alma colosal del paisaje

y los ayes lanzados por el árbol herido…

 

Enrique Gonzáles Martínez (Los senderos ocultos,1911)

 

 

 

LA BLANCA SOLEDAD

 

Bajo la calma del sueño,

calma lunar de luminosa seda,

la noche

como si fuera

el blando cuerpo del silencio,

dulcemente en la inmensidad se acuesta…

y desata

su cabellera,

en prodigioso follaje

de alamedas.

 

Nada vive sino el ojo

del reloj en la torre tétrica,

profundizando inútilmente el infinito

como un agujero abierto en la arena.

El infinito,

rodado por las ruedas

de los relojes,

como un carro que nunca llega.

 

La luna cava un blanco abismo

de quietud, en cuya cuenca

las cosas son cadáveres

y las sombras viven como ideas.

Y uno se pasma de lo próxima

que está la muerte en la blancura aquella.

De lo bello que es el mundo

poseído por la antigüedad de la luna llena.

Y el ansia tristísima de ser amado,

en el corazón doloroso tiembla.

 

Hay una ciudad en el aire,

una ciudad casi invisible suspensa,

cuyos vagos perfiles

sobre la clara noche transparentan.

Como las rayas de agua en un pliego,

su cristalización poliédrica.

Una ciudad tan lejana,

que angustia con su absurda presencia.

 

¿Es una ciudad o un buque

en el que fuésemos abandonando la tierra,

callados y felices,

y con tal pureza,

que sólo nuestras almas

en la blancura plenilunar vivieran?…

 

Y de pronto cruza un vago

estremecimiento por la luz serena.

Las líneas se desvanecen,

la inmensidad cámbiase de blanca piedra,

y sólo permanece en la noche aciaga

la certidumbre de la ausencia.

 

Leopoldo Lugones (El libro fiel, 1912)

 

 

 

EL DESPERTAR

 

Alisia y Cloris abren de par en par la puerta

y torpes, con el dorso de la mano haragana,

restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,

por donde huyen los últimos sueños de la mañana…

 

La inocencia del día se lava en la fontana,

el arado en el surco vagaroso despierta

y en torno a la casa rectoral, la sotana

del cura se pasea gravemente en la huerta…

 

Todo suspira y ríe. La placidez remota

de la montaña sueña celestiales rutinas.

El esquilón repite siempre su misma nota

 

de grillo de las cándidas églogas matutinas.

Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas

como flechas perdidas de la noche en derrota.

 

Julio Herrera y Reissig (Los peregrinos de la piedra, 1909)

 

 

 

LO INEFABLE

 

Yo muero extrañamente… No me mata la Vida,

no me mata la Muerte, no me mata el Amor;

muero de un pensamiento mudo como una herida…

¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

 

de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida

devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?

¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida

que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?…

 

¡Cumbre de los Martirios!… ¡Llevar eternamente,

desgarradora y árida, la trágica simiente

clavada en las entrañas como un diente feroz!

 

Para arrancarla un día en una flor que abriera

milagrosa, inviolable… ¡Ah, más grande no fuera

tener entre las manos la cabeza de Dios!

 

Delmira Agustini (De Cantos de la mañana,1910)

 

POESÍA MODERNISTA HISPANOAMERICANA Y ESPAÑOLA (Antología) Edición preliminar, edición y notas de Iván A. Schulman y Evelyn Picon Garfield. Editorial Taurus. 1986

El futuro

El futuro

Y sé muy bien que no estarás.

No estarás en la calle

en el murmullo que brota de la noche

de los postes de alumbrado,

ni en el gesto de elegir el menú,

ni en la sonrisa que alivia los completos en los subtes

ni en los libros prestados,

ni en el hasta mañana.

No estarás en mis sueños,

en el destino original de mis palabras,

ni en una cifra telefónica estarás,

o en el color de un par de guantes

o una blusa.

Me enojaré

amor mío

sin que sea por ti,

y compraré bombones

pero no para ti,

me pararé en la esquina

a la que no vendrás

y diré las cosas que sé decir

y comeré las cosas que sé comer

y soñaré los sueños que se sueñan.

Y sé muy bien que no estarás

ni aquí dentro de la cárcel donde te retengo,

ni allí afuera

en ese río de calles y de puentes.

No estarás para nada,

no serás mi recuerdo

y cuando piense en ti

pensaré un pensamiento

que oscuramente trata de acordarse de ti.

 

Poema de Julio Cortázar

 

 

Alí Chumacero, poeta

Alí Chumacero, poeta

Conocí a Alí Chumacero hace unos cuarenta años. Somos amigos desde entonces. Nuestra amistad ha resistido lo mismo a los codazos, pellizcos, dentelladas y zancadillas de la vida literaria que a las lejanías, las ausencias y los silencios. Incluso ha resistido a la Ciudad de México, este gigantesco molino que sin cesar muele afectos y reputaciones hasta volverlos polvo desmemoriado. Al principio, cuando Alí llegó a México con José Luis Martínez y Jorge González Durán —los tres venían de Guadalajara, aunque Alí es de Tepic— lo veía a menudo, casi todos los días. Ahora nos vemos muy poco. Pero no lo siento lejos: aunque nos separan las distancias, los tropeles de autos y su fragor de motores jadeantes, el polumo y las otras devastaciones urbanas, sé que está cerca. A veces sin necesidad de verlo ni de llamarlo por teléfono, hablo con él silenciosamente y releo Responso del peregrino, Los ojos verdes, Salón de baile, Alabanza secreta o algún otro poema de sus tres libros: Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo.

Libros breves, intensos y perfectos. En cada uno de ellos hay poemas que me seducen por su hechura estricta y por las súbitas revelaciones que entregan al lector, como si el poema fuese un objeto verbal construido conforme a las leyes de una geometría fantástica y que, al girar en el espacio mental, se entreabriese hacia territorios vertiginosos, masas de obscuridad y precipicios por donde la luz se despeña. Poemas memorables pero también versos y líneas que nos suspenden, nos entusiasman o nos obligan a recogernos en nosotros mismos, como esa Pastora de esplendores o esa Petrificada estrella frente a la tempestad o ese tigre incierto en cuyos ojos un náufrago duerme sobre jades pretéritos o ese estanque taciturno (admirable conjunción: el adjetivo transfigura al substantivo y le da una tonalidad saturnina).

Los poemas de Alí Chumacero son sucesos de la carne o del espíritu que ocurren en un tiempo sin fechas y en alcobas sin historia. Es el tiempo cotidiano de nuestras vidas cotidianas recreado por un oficio estricto que, en sus mejores poemas, se resuelve en un diáfano equilibrio. No encuentro mejor palabra para definir a este arte exquisito que la palabra cristalización. Alí Chumacero se sirve de los artificios más rigurosos y refinados para expresar situaciones que en otros poetas son meramente realistas. Su tentativa recuerda a las de dos poetas mexicanos que son dos polos de nuestra tradición. Uno de ellos es Ramón López Velarde, al que además se parece por la religiosidad —con frecuencia aguda conciencia del pecado— y por la predilección con que usa imágenes que vienen de la Biblia y de la liturgia católica. El otro es Salvador Díaz Mirón, al que lo une el culto a la forma cerrada, la afición por asuntos no poéticos y, en fin, la reserva orgullosa. Pero estos parecidos, apenas los examinamos de cerca, se disipan. Lo mismo sucede con otras afinidades. Todas ellas definen no tanto una influencia como un linaje poético. La obra de Alí Chumacero, como la de todos los poetas mexicanos de valía, es única, irrepetible y, simultáneamente, se inserta en una tradición.

Sus imágenes se bifurcan en asociaciones complejas, encadenadas en largas frases sinuosas, aunque bien vertebradas. Sus versos tienen la misma solidez y flexibilidad. Como casi todos los poetas de su generación, sus metros preferidos son los de once y siete sílabas, sin rima y libremente combinados. Huye de los versos rotundos y la música de su poesía es una monodia más cerca de la liturgia que del canto. La figura geométrica que podría representar tanto a su sintaxis como a su prosodia es la espiral. Poesía hecha de la ‹‹conspiración›› –como decían los estoicos– de los cinco sentidos, singularmente los de la vista, el tacto y el olfato. Pero Alí nunca cierra los ojos: cada una de las imágenes de sus poemas ha sido sometida a una crítica lúcida. Doble y difícil lealtad: amor a la perfección y fidelidad a lo vivido. Estas dos notas, más que definir a su poesía, la acotan: dibujan el recinto cerrado que es cada poema suyo, crean el espacio secreto del rito. Los oficiantes son el sexo y la reflexión solitaria, las soledades juntas y la soledad de la mente poblada de fantasmas.

Extraordinaria revelación (extraordinaria y universal pues todos la hemos experimentado): hablamos siempre con fantasmas y nosotros mismos somos fantasmas. Sin embargo, Chumacero no viene del budismo sino del cristianismo: lo fascina la encarnación de las imágenes, no su disolución. Su cristianismo es el cristianismo desesperado de la conciencia moderna, en la que la ausencia divina hace más punzante la presencia del mal. Sólo aquel que ha perdido la certeza de la eternidad puede saber realmente el significado de la palabra mortal. Somos nosotros los modernos, no los condenados de la alegoría de Dante, los que hemos perdido la esperanza. La maestría de Alí Chumacero para expresar algunos de estos estados extremos se revela así como algo más que un rigor estético: su verdadero nombre es heroísmo moral. Metafísica de la ceniza, breve llamarada del alcohol, vegetaciones sexuales de la penumbra, espejo desierto —¿adónde cayeron las imágenes? ¿No queda nada? Quedan los monumentos cristalinos. Los fantasmas se han resuelto en formas que giran, pequeños sistemas solares hechos de ritmos y de ecos. Quedan las palabras en reposo.

OCTAVIO PAZ. Sombras de obras. Seix Barral / Biblioteca breve. 1983

Antes del fin / Ernesto Sabato

Antes del fin / Ernesto Sabato

Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi conciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina.

He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes, pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una poderosa euforia.

Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y carnal al cual pertenece el hombre concreto.

Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que anualmente otorgaba la Asociación para el progreso de las Ciencias, enviándome a trabajar al Laboratorio Curie.

Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión acompañado de Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes vivía en un cuartucho en la rue du Sommerard.

El periodo del Laboratorio coincidió con esa mitad del camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por las mañanas me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dome y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.

Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio pero muy barato, donde acostumbraba almorzar con Matilde. De pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo, señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel excepcional pintor: Wilfredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo surrealista de Breton: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara.

Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato. Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta, con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando, aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson.

Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo dionisíaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se encontraba ahora azorado entre la forma más extensa del racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta forma de la irracionalidad.

Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones demenciales como el Informe sobre ciegos, y, finalmente esos cuadros terribles que me surgen del inconsciente. En la mayor parte de los casos, sobre todo en este periodo de mi existencia, me es imposible explicar a los que me interrogaban qué quise decir, o qué representaban. Es lo mismo que uno se pregunta cuando ha despertado de un sueño, sobre todo de una pesadilla; tanta es su ilogicidad, sus contradicciones. Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.

Es lo que todos los hombres hacen con su doble existencia: la diurna y la nocturna. Un pobre oficinista sueña de noche con asesinar a puñaladas al jefe, y durante el día lo saluda respetuosamente. El ser humano es esencialmente contradictorio, y hasta el propio Descartes, piedra angular del racionalismo, creó los principios de su teoría a partir de tres sueños que tuvo. ¡Lindo comienzo para un defensor de la razón!

Algo parecido es el caso del desdichado Isidore Ducasse, uno de los patronos del surrealismo, que en uno de sus primeros Cantos, ya convertido, quién sabe por qué irónico impulso, en el Comte de Lautréamont, hace el elogio de las matemáticas a las que se acercó con indiferencia o quizá con desprecio:

 

Oh, matemática severa, yo no te olvidé, desde que tus sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una onda refrescante; yo aspiraba instintivamente, desde la cuna, a beber de tu fuente, más antigua que el sol, y aún continúo recordando cómo osé pisar el atrio sagrado de tu solemne templo, yo, el más fiel de tus iniciados.

 

Son muchos los que en medio del tumulto interior buscaron el resplandor de un paraíso secreto. Lo mismo hicieron los románticos como Novalis, endemoniados como el ingeniero Dostoievski y tantos otros que estaban destinados finalmente al arte. A mí, como a ellos, la literatura me permitió expresar horribles y contradictorias manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales. Visiones que luego expresé en novelas que me representan en sus parcialidades o extremos, a menudo deshonrosas y hasta detestables, pero que también me traicionan, yendo más lejos de lo que mi conciencia me reprocha. Y ahora, desde que mi vista deteriorada me ha impedido leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece que el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.

En medio de la espantosa inestabilidad de esa época conocí a un personaje extraño, el gran pintor español, en realidad canario, Oscar Domínguez. En los frecuentes encuentros en su taller, me insistía para que abandonase las “pavadas” del Laboratorio y me dedicase por completo a la pintura. Pasábamos largas horas literalmente delirando, entre el olor a la trementina y la botellas de cognac o de vino que no cesaba de correr por nuestras manos. La instigación al suicidio, por momentos aterradora, era una presencia constante luego de acabar cada botella. Sugerencia que me reiteró un domingo lluvioso, a la vuelta del Marché aux Puces. Yo le respondí: “No Oscar, tengo otros proyectos”.

Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en medio de la estrechez del mundo cientificista. Su desenfreno era capaz de promover las ocurrencias más disparatadas. En un tiempo, se había dedicado a la investigación, dentro del dominio de la escultura, para obtener superficies “litocrónicas”. Como yo venía de la física, inventé esa palabra que significa “petrificación del tiempo”, broma que se me ocurrió basándome en la conocida yuxtaposición, hecha por Oscar, de la Venus de Milo con un violín. Le sugerí entonces la posibilidad de forrar la escultura con una fina y elástica tela para luego desplazar el violín en diferentes formas, y lograr así lo que él denominó en su jerga “anquietanz”.

El texto completo salió publicado en Minotaure, y quedó para mí como testimonio de un tiempo de crisis. Sin embargo, Breton lo elogió con su acostumbrada solemnidad, sin advertir que era una mezcla de disparate y humor negro; lo que prueba, por otro lado, la ingenuidad de ese gran poeta que, en una delirante mezcla de materialismo dialéctico y Lautréamont, pretendía disimular su falta de rigor filosófico.

En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de su amigo, un muchacho más bien bajo y menudo, que me mostró sus cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del conocimiento de matemáticas superiores para comprender el fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de mi exposición en el Foyer del Centre Pompidou, reencontré con profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la generosidad de participar en un hermoso homenaje que se me hizo.

Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas montañas de medialunas y brioches que se veían en los mostradores de cualquier café de barrio. Pero, sobre todo, la mayor tristeza fue ver a Breton, que no se resignaba a dejar en paz el cadáver de su movimiento.

Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida. Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser auténtico.

Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre un caballete.

 

ERNESTO SABATO. Antes del fin. Seix Barral / Memorias, 1999.

Fragmento de:

I Primeros tiempos y grandes decisiones

Thanathopia

Thanathopia

—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en su gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó)

—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.

No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aún las más amargas torturas, a causa de vuestras risas… Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en las horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad donde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver… Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues temía quizás que algún día revelase lo que el pretendía tener oculto… Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. El ordenó mi secuestro, porque… Poned atención.

(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de las famosas cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar a Londres una vez al año al establecimiento de educación donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.

Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna… ¡oh, cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreces… ¿por qué había cipreces en el colegio?… y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector… ¿para qué criaba lechuzas el rector?… Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os juro, una voz: «James». ¡Oh voz!

Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él; alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese él.

Llegó más amable que otras veces; y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluído mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza… Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo,

—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además —quería decirte—, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba  noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía… ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable blue-stoking, o una cruel sabionda, o una bruja… Perdonad las palabras: A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado…

No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición, tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente, no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.

Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban sustituídos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rosetti, cubierto de un largo velo de crespón.

Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía.

—La verás luego… Que la haz de ver es seguro… James. mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego…

Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevásteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a cenizas por la llama de un relámpago…

Fue esa misma noche, si. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego ví que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.

Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos: apareció mi padre: ¡Por primera vez, por primera vez!, ví sus ojos clavados en los míos, os lo aseguro, unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban…

—Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

Ella…

Y mi padre:

—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano… Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: «!James!»

Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó.

Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría… Y la mujer no me miraba. Balbucié un saludo, un cumplimiento.

Y mi padre:

—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es tu hijo también.

Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor… ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor… no os lo quiero decir… porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún; me eriza los cabellos.

Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliera de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca…

—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto; que me saquen de aquí!

Oí la voz de mi padre:

—¡Cálmate James! ¡Cálmate hijo mío! Silencio, hijo mío.

—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—.Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

 

RUBÉN DARÍO. Cuento incluido en El libro de los vampiros (Antología), Fontamara 1982.

 

Abrir chat
¿En qué lo puedo ayudar?
Bienvenido
En qué podemos ayudarte