Se ha comparado la poesía con la mística y con el erotismo. Las semejanzas son indudables; no lo son menos las diferencias. La primera y más decisiva es la significación o, mejor dicho, el objeto: aquello que el poeta nombra. La experiencia mística —sin excluir a la de las sectas ateas, como el budismo y el jainismo primitivos— implica la noción de un bien trascendental; la actividad poética tiene por objeto, esencialmente, el lenguaje: cualesquiera que sean sus creencias y convicciones, el poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstas designan. No quiero decir que el universo poético carezca de significado o viva al margen del sentido; digo que en poesía el sentido es inseparable de la palabra, es palabra, en tanto que en el discurso ordinario, así sea el del místico, el sentido es aquello que denotan las palabras y está más allá del lenguaje. La experiencia del poeta es ante todo verbal; o si se quiere: toda experiencia, en poesía, adquiere inmediatamente una tonalidad verbal. Es algo común a todos los poetas de todas las épocas pero que, desde el romanticismo, se convierte en lo que llamamos conciencia poética: una actitud que no conoció la tradición. Los poetas antiguos no eran menos sensibles al valor de las palabras que los modernos; en cambio, si lo fueron al del significado. El hermetismo de Góngora no implica una crítica del sentido; el de Mallarmé o el de Joyce es, ante todo, una crítica y, a veces, una anulación del significado. La poesía moderna es inseparable de la crítica del lenguaje que, a su vez, es la forma más radical y virulenta de la crítica de la realidad. El lugar de los dioses o de cualquier otra entidad o realidad externa, la ocupa ahora la palabra. El poema no tiene objeto o referencia exterior; la referencia de una palabra es otra palabra. Así, el problema de la significación de la poesía se esclarece apenas se repara en que el sentido no está fuera sino dentro del poema: no en lo que dicen las palabras, sino en aquello que se dicen entre ellas.

No se puede leer de la misma manera a Góngora y a Mallarmé, a Donne y a Rimbaud. Las dificultades de Góngora son externas: gramaticales, lingüísticas, mitológicas. Góngora no es oscuro: es complicado. La sintaxis es inusitada, veladas las alusiones mitológicas e históricas, ambivalente el significado de cada frase y aun de cada palabra; vencidas estas asperezas y sinuosidades, el sentido es claro. Otro tanto ocurre con Donne, poeta no menos difícil que Góngora y más denso. Las dificultades de Donne son lingüísticas y, asímismo, intelectuales y teológicas. Una vez en posesión de la llave, el poema se abre como un tabernáculo. La comparación no es casual: los mejores poemas de Donne encierran una paradoja carnal, intelectual y religiosa. En los dos poetas las referencias se encuentran fuera del poema: en la naturaleza, la sociedad, el arte, la mitología o la teología. El poeta habla de algo que está fuera del poema: el ojo de Polifemo, la blancura de Galatea, el horror a la muerte, la presencia de una muchacha. La actitud de Rimbaud en sus textos centrales, es radicalmente distinta. Por una parte, su obra es una crítica de la realidad y de los “valores” que la sustentan o la justifican: cristianismo, moral, belleza; por la otra, es una tentativa por fundar una nueva realidad: una nueva fraternidad, un nuevo erotismo, un hombre nuevo. Todo esto será obra de la poesía, la “alquimia del verbo”. Mallarmé no es menos sino más riguroso. Su obra —si es que puede llamarse obra a unos cuantos signos sobre unas cuantas páginas, restos de un viaje y un naufragio sin paralelo— es más que una crítica y que una negación de la realidad: el reverso del ser. La palabra es el reverso de la realidad: no la nada sino la idea, el signo puro que ya no designa y que no es ni ser ni no-ser. El “teatro espiritual” —la Obra o Palabra— no sólo es el doble del universo: es la verdadera realidad. En Rimbaud y en Mallarmé el lenguaje se interioriza, cesa de designar y no es símbolo ni mención de realidades externas, trátese de objetos físicos o suprasensibles. Para Góngora la mesa es “cuadrado pino” y para Donne la Trinidad cristiana es “bones to philosophy but milk to faith”. El poeta moderno no dice al mundo sino la Palabra sobre la que el mundo reposa:

Elle est retrouvée!

Quoi? L’eternité.

C’est la mer allée

Avec le soleil

La dificultad de la poesía moderna no proviene de su complejidad —Rimbaud es mucho más simple que Góngora o Donne— sino de que exige, como la mística y el amor, una entrega total (y una vigilancia no menos total). Si la palabra no fuese equívoca, diría que la dificultad no es de orden intelectual sino moral. Se trata de una experiencia que implica una negación — así sea provisional, como en la meditación filosófica— del mundo exterior. Para decirlo de una vez: la poesía moderna es una tentativa por abolir todas las significaciones porque ella misma se presiente como el significado último de la vida y el hombre. Por eso es, a un tiempo, destrucción y creación del lenguaje. Destrucción de la palabras y de los significados, reino del silencio; pero, igualmente, palabra en busca de la Palabra. No faltará quien se encoja de hombros ante esta “locura”. Sin embargo, desde hace más de un siglo, algunos espíritus solitarios, entre los más altos y ricos de dones que hayan visto ojos de hombre, no han vacilado en consagrar su vida a esta empresa insensata.

PAZ, Octavio. CORRIENTE ALTERNA, Siglo XXI Editores, 1967. 223 pp

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