Manuel Marín hacedor de milagros
A propósito de esculturas en homenaje de esculturas
Luis Ignacio Sáinz
Manuel Marín (1951) en Elocuencia totémica-Figuraciones geométricas: Escultores de la Academia de Artes (Museo Nacional de San Carlos, 2021-2022) rinde homenaje en glosa y variación a los escultores Germán Cueto, Ángela Gurría, Luis Ortiz Monasterio y Federico Silva.
Miembro de número de la Academia de las Artes desde 2013, Manuel Marín ratifica los principios de su epistemología icónica con los homenajes que tributa a escultores fundamentales de nuestro corpus estético, colegas de este cuerpo colegiado creado en 1966 e instalado en 1968 en el Palacio del Conde de Buenavista, obra de Manuel Tolsá, su sede junto con el Museo Nacional de San Carlos, por decreto presidencial: Germán Cueto y Luis Ortiz Monasterio, fundadores, Angela Gurría desde 1974 y Federico Silva a partir de 1993. Las tridimensiones elegidas como punto de partida de las glosas y variaciones destacan por su elocuencia totémica. Su perfección detona disecciones y reensamblajes significativos, ejercicios espaciales, deconstrucciones volumétricas, capaces de aislar mecanismos constructivos y de expresión, gestualidades singulares y geometrizaciones posibles. Metales que facilitan la irrupción de un compositor topológico, pues identifica desde anillos moleculares de Borromeo hasta el registro de la dimensión geoespacial del nodo/punto, de red/arco/línea, o de polígono. De modo que la materialidad de un área o territorio no surge ex nihilo, sino que precisa de referencia y límite, convergencia y densidad. En consecuencia, Manuel Marín propone transformaciones derivadas, posibles, de objetos existentes; que, en la intervención que propician, se legitiman en tanto orígenes de movimientos suspendidos, instantes coagulados de belleza infinita.
Pero, a todo esto ¿quién es Manuel Marín, además de luminoso creyente en las utopías tridimensionales, las propias y las extrañas? Apuro unos apuntes a manera de semblanza.
Artista de formación científica que está dedicado en cuerpo y alma a interrogar la naturaleza y el comportamiento de la realidad y sus componentes; hasta en tanto los misterios que le siembra su mirada no sean resueltos conceptualmente, el lápiz o el pincel, las manos mismas, reposarán esperando su tiempo oportuno. De allí que no debe sorprendernos que quien haya tomado primero los “hábitos” de la ingeniería mecánica y después de las matemáticas, ya armado de razones emprendiese sus esponsales místicos con la estética en La Esmeralda, donde se habilita en los oficios y las disciplinas de las artes visuales. No estará por demás subrayar que siempre fue estudioso, conquistando el palmarés de alcanzar el más alto aprovechamiento en todas las carreras que emprendió, y lo sigue haciendo pues entre sus distinciones sobresale su membrecía a la Academia de las Artes y su reiterado reconocimiento por el Sistema Nacional de Creadores Artísticos.
Ha cultivado, además, la docencia a nivel licenciatura y maestría en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) y San Carlos, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica (ESIME) del Instituto Politécnico Nacional (IPN). Manuel Marín deambula en los senderos de la reflexión. Para él crear y pensar son caras de una misma moneda. Quizá el refinamiento al que ha extremado ésta su condición esencial, justo la de conciliar preocupación intelectual y ocupación estética, lo convierten en un heredero natural de los tlamatinime, “los que saben algo” o “los que saben cosas”, los distinguidos sabios que profesaban la enseñanza en el Calmécac. Su visitación a las fuentes de las mitologías lo singulariza, abreva en esos conocimientos sensibles, lo mismo da si responden al mundo mexica o a la civilización grecolatina, para glosar sus emblemas, resignificando sus constelaciones de sentido.
En materia de convidar los resultados de su quehacer, la capacidad de imponerle ataduras a la fantasía, su errancia sin fin comienza en 1974 con su primera exposición en Casa del Lago; desde entonces ha superado con creces el centenar de ellas, manteniendo su capacidad única de asombrar e incluso sembrar pasmo. Lo suyo es el dibujo escultural: la avidez de bulto, la nostalgia por la lisura, bidimensional o tridimensional no importa, lo mismo en galerías privadas (Juan Martín, Sloane-Racotta) o museos públicos (Carrillo Gil, Nacional de la Estampa, Nacional de San Carlos o de Arte Moderno en dos ocasiones: Pintura de gabinete, 1995; Horizontes cuadrados, 1996) o un sinfín de muestras en el extranjero (Estados Unidos, Dinamarca, Alemania, Francia, Canadá o Japón). Tampoco se resiste a participar en muestras colectivas, donde su participación es constante. Ha demostrado un interés profundo en trabajar en cuerpos colegiados, baste evocar su paso por los grupos Março, Solidarte y Algo Pasa. Asimismo, es animador de muy diversas iniciativas de reflexión y ocupación plásticas; entre ellas: Aquí, Primera y Segunda Bienal de Escultura Imaginaria (cápsulas de transmisión radial), DaD, Homenaje a Edvard Munch a 150 años; El Greco, Metamorfosis, El Bosco, entre un infinito etcétera. Creador integral que en materia tridimensional se ha abocado al desarrollo de esculturas planas, dibujadas, móviles y armadas. Como botón de muestra fue seleccionado artista interventor por la Deutsche Welle, en su casa noticiosa de Bonn (Distrito Gonau; Joachim Schürmann-Bau), para habitar el espejo de agua del edificio apalafitado que la alberga, con la escultura urbana Comunicación cruzada (2006).
Por si fuera poco, destaca en la escritura, tanto a nivel de investigación teórica como en la atención a los primeros lectores. Entre sus títulos deben citarse: Espacios y cosas, 1994; El tiempo de la pintura, 1996; Intenciones del Ver, 2000; Imagen, 2007; Mirada, 2010; Endimión, 2012; Tzompantli, 2013; Animales en el agua de papel, 1996 y Animales en el aire de papel, serie de entes suajados y armables; La Caja Maga, 2005; Primavera, 2006; Juan O´Gorman: Un autorretrato pintándose, 2006; Bichosos, 2009, Tortugas en el espacio de papel, 2013; Las maravillas del país de Alicia. Sentidos sin sentido, 2015; La isla de los lagartos, 2016; Las cosas de Orozco siempre piensan de otra manera, 2017. Y en este tributo al manco de Zapotlán nuestro fabricante de delirios asevera como si fuese lo más normal: “el objeto se oculta hasta aparecer como cosa”; añadiría que el sueño comparece en vigilia, mientras la mañana festeja dormida; y el universo entero, representado y aludido, conquista su verosimilitud.
Los temas que fatiga Manuel Marín son diversos y a ratos tan ajenos entre sí, por su naturaleza, aunque nunca en su tratamiento, que me convence de una intuición que me surgiera desde que conocí para mi fortuna su quehacer: el suyo no es un deambular en la geografía de la estética, rehúye ser búsqueda de armonía y perfección y belleza, no, jamás se reduce a eso, que para muchos creadores sería más que suficiente. En su caso sería magro argumento, razón porosa, indagación fútil. Este complejo explorador en topologías, dimensiones numéricas, hipótesis cuánticas, quizá pretenda demostrar algo más: la elasticidad de lo concebible, extenuando las posibilidades de la materia y, sobre todo, de cómo sus representaciones desde que permiten ser bosquejadas en la mente, establecen la legitimidad de su construcción. Dios y el barro, dios y la masa de maíz, émulo de dios y el Gólem, dios y un trozo de hueso, contendiente de dios y esa fracción de luz llamada albedo… A la mitad de estos senderos cruzados se aloja Manuel Marín y su gabinete que es taller, que es laboratorio, que es trapiche, que es obrador, que es templo iniciático.
Y entre sus devaneos irrumpen las flores y las calaveras, ejemplos polares de sus construibles.
Nada nos reconcilia con la vida como el misterio revelado de las flores. Esos brotes dueños de color y levedad parecieran sonrisas cósmicas. De allí que, como creaciones inexplicables de la naturaleza, los recipientes que las contienen adquieran una trascendencia indudable. Manuel Marín lo sabe; no solo eso, lo asume con un dejo de devoción lúdica. En su poético gabinete vegetal, compuesto por pequeños universos llenos de brillo y encanto, dispone bodegones en miniatura, vertebrados a partir de un orden, botánico, constructivo, simbólico, lo mismo da, alejado del caos propio del bouquet. Acaso se trate de un homenaje discreto a Juan van der Hamen y León (1596-1631), madrileño de ascendencia holandesa de origen noble, miembro de la guardia de arqueros flamencos del monarca Felipe IV, de quien nunca pudo ser su pintor de corte, pues perdería el concurso al puesto en 1627 a manos, justo, de Diego de Velázquez.
Nuestro artista no deja de sorprendernos, por su cultísima mirada, la resolución de su fábrica en estas diminutas y descomunales esculturas, el cuidado en la disposición de las especies seleccionadas, que recuerda al monje budista Ono-No-Imoko, quien desarrollase durante el siglo VI el arte del Ikebana en el templo de Rokkakudo (Chohoji) en honor del asceta y sabio Siddhartha Gautama, con la intención de que los altares decorados guardasen armonía y belleza. Desfile de aceros al carbón engalanados con dibujo al prismacolor, desarrollados por Berol en 1938, que apenas contienen la tentación de romper a bailar de lo alegres que se muestran. Son una suerte de ofrenda vitalísima, limosnas estéticas que, al sumarse, integran un parterre para la meditación gozosa.
Salidos del Taller Majac, estos floreros evidencian que en la invención plástica no existe tema menor, pues de la nada este compositor de falsas microscopías alcanza dimensiones oníricas, de aliento inmaterial y que sin pretender darnos gato por liebre, glosa verosímilmente la realidad de lobelias, campánulas, violetas, rosas diminutas, no me olvides, hortensias o tulipanes, en contenedores (flor-eros), extravagantes y convencionales, de cristal, jarros con asas, vasos con patas, en forma de sillón, maceteros, con prismas y, claro está, en una explosión de frecuencias de luz, rojos, amarillos, azules, verdes, morados, naranjas, grises, parduzcos, blancos isabelinos; lisos y esgrafiados, decorados y en arcoíris, aunque siempre experimentando con la ocupación de las formas en el espacio, hasta crearlo y recrearlo, reinventándose a sí mismas, en tanto posibilidades de la expresión. Curioso que, rasgando sus circunstancias de felicidad plena, los floreros se tornen sonoros, en ocasiones incluso escandalosos, vociferando su plenitud, nos la comparten sin pudor alguno, ignoran las etiquetas y los protocolos que restringen o silencian su júbilo, ese que surge llanamente de la existencia. Desde la concepción mental y en el trajinar de la intervención física, los metales ensamblados, soldados, se comportan como pliegos de papel, no se resisten al movimiento y sus giros característicos, se acoplan a los más delirantes desplazamientos, conscientes de que su ser se identifica con el azoro generado por sus pasos de salón, deslizándose seductores, zigzagueantes y siempre vibrantes, por la pista (óptica) de nuestra mirada embelesada. ¡Qué delicia de floreros bailarines!
Manuel Marín sorprende con una suma casi infinita de “sacrificios incruentos”: hostias disfrazadas de calaveras. Y en el sucederse sin tregua de los cráneos, emerge un muro en glosa y analogía del Tzompantli, ya levantado en dos ocasiones y en distinto número: primero, en el Museo de Arte Popular; después, en la Fundación Cultural Sebastián. Irrumpe ahora, o se ratifica, una fascinación por las cabezas desprovistas de su cuero cabelludo, una delectación radicalísima por las testas, ya sea que estas se dispongan espacialmente obedeciendo a cierta dosis de azar o que acaten los designios de una arquitectura simbólica de sufragio y libación a las divinas majestades. Empero, el proceso de su recuperación y montaje queda sellado por una transmutación especial: los huesos ceden sus sitiales, aquellos cascos que atesoraban los cerebros al modo de cuescos, como materia prima del exvoto, a un regimiento de pliegos de papel doblados y torcidos en su ansia de volumen y profundidad, además de algunas piezas fabricadas en metal y madera, más orientadas al festín profano que preside el humor que a la humillación litúrgica frente a las providencias. Triunfa la suavidad y se impone la dulzura, a grado tal que los actos de decapitación y desollamiento se diluyen en el olvido. Empero, su presencia en tropel, su calidad de legión y ejército silente, evoca la “palizada de calaveras”, en la feliz expresión del jesuita Joseph de Acosta (1590), de Mexico-Tenochtitlan y su suma de trofeos expiatorios, limosnas corporales de las víctimas, término que en su etimología latina se conoce, en singular, con la voz hostĭa, para nuestro desconcierto cristológico.
El altar de las inmolaciones funciona a modo de espacio de muerte bajo el sello ritual de las oblaciones a los dioses, decisivo en la creación de conciencia y significado. Su propósito como ceremonia u holocausto consistía en renovar la vida, permitiendo que la luz, el sol, Tezcatlipoca, se alzase victorioso sobre la noche y sus emisarios. Lejos pues, de la interpretación de los conquistadores, quienes propendieron a identificar este sitio de lo sagrado con el lugar de impartición de justicia, donde en el cadalso desplantan la horca y la picota. Territorio espiritual mexica que en nada se vincula con el escenario del castigo novohispano. Si bien ambas formas tendrían como punto de contacto lo denominado por Rudolf Otto como tensión fascinans-tremendum, divergen en sus orientaciones: la búsqueda de la empatía y la protección de los omnipotentes versus la imposición de penas físicas con interés inhibitorio de las conductas de los súbditos. Una y otra devienen teatralidades de poder, aunque la indígena se proponga la adoración del misterio, la celebración de lo numinoso, mientras la mediterránea en su versión hispánica se afane en aplicar sanciones para salvaguardar un tipo de orden social y su reproducción hegemónica. Ni más ni menos que la conflagración entre un más allá fértil y un más acá estéril, la trascendencia liberadora contra el inmediatismo inhibidor. El cielo y la tierra incapaces de convenir sus esponsales, detonarán representaciones e iconicidades encontradas, obedeciendo cada una de ellas a sus necesidades de equilibrio y expiación.
Y en estas arenas movedizas, Manuel Marín hará las veces de puente salvífico, pues no sucumbirá a la tentación de elegir alguna de ellas, la indígena, la española; lejos de ello las recuperará a ambas en calidad de “imaginería y relato”, convidándonos su versión tersísima a favor de un hechizo especial: aquél que transmuta la muerte en gracia, en dejo humorístico; y algo más, en la exhibición impúdica de las molleras logra vencer el hieratismo original de tan sanguinario altar, pues del registro seriado, tétricamente ecualizador no sólo porque los “retratados” comparten el hecho incontrovertible de la muerte sino porque además carecen de expresión individual, el artista, generoso y quizá culpígeno, les regala un rostro propio, dotándoles a la legión de cautivos sometidos al cuchillo de pedernal de una cierta mirada y estilo particulares. Nada se dejaba al acaso, quienes terminarían siendo glorificados por su martirio cubrían una serie de requisitos ceremoniales: origen, edad, sexo y linaje.
Enfrentar el suplicio y prepararse para el ensalzamiento perpetuo, tales eran los cometidos de las víctimas propiciatorias, en una civilización que –ignorante de ello- coincidía a plenitud con la frase de Lucio Anneo Séneca: Morti natus est, “El hombre ha nacido para la muerte”. Nada importa que unos fueran “restituciones” (nextlahualtin) a las divinidades, mientras otros las representasen, siendo “imágenes de los dioses” (teteo imixiptlahuan). Así, la violencia se diluye en el ejercicio mismo del fervor y la adoración a los guardianes de la bóveda celeste, la tierra y el inframundo, fundando una ataraxia, ausencia de turbación, en relación con el alma, la razón y los sentimientos. Al brindar este toque meta-religioso, que por cierto revela su buena conciencia, ya que no se solaza en el martirio, nuestro artista pasa a reivindicar el estado de gracia de los fallecidos y la convicción misma de que la muerte es etapa fundamental del proceso de la vida.
El tratamiento de Manuel Marín elude abordar la violencia y el sacrificio. Para comenzar neutraliza las formas al refugiarse en la tonalidad que dan los materiales utilizados: gamas del blanco para los papeles y los cartones, las maderas esas sí pintadas, además de unas poquísimas piezas trabajadas en metal (acero). Los ejércitos de rojos y bermellones, granas y carmesíes, escarlatas y bermejos, carmines y aloques, corales y cárdenos, tonos del fuego y la sangre, sinónimos de la violencia, son expulsados del espacio de intervención donde el artista dispuso sus más de seiscientas calaveras, unas de bulto, tridimensionales y escultóricas, otras romas, bidimensionales y dibujadas. Todas por igual le dan la espalda a la fascinación por lo tremendo. Dejan de encarnar ofrendas y homenajes a los dioses, para saciar su ira, para anular su desdén, para conseguir sus amparos, y se resignifican en tanto dispositivos lúdicos, artilugios traviesos, mecanismos divertidos.
De cualquier modo, esta percepción no deja de ser simplista y hasta esquemática; y más allá de la superficie sobre la que vaga la mirada, existen otras posibles dimensiones que singularizan la composición. Por ejemplo, insistiría en el tesón que le ha permitido al creador dotarle a cada cráneo de su propia e intransferible apariencia, todas las obras son diferentes y cuentan con sus rasgos particulares de identidad. Es por ello que podría aducirse que estamos en presencia de una recuperación concreta: la de la memoria de los inmolados. Cruzada de la empatía que decide distinguir en su personalísima humanidad a cada una de las víctimas propiciatorias. En la medida en que estos muertos adquieran personalidad, poseerán rostro, dispondrán de huellas, podrán ser recordados y hacerse acreedores a la conmiseración del luto y a la circunspección del duelo. Desde esta perspectiva, el Tzompantli pierde su calidad de “estantería de despojos”, contraviniendo la hiperbólica versión de Francisco López de Gómara, irguiéndose en condición de estrategia recuperadora de desaparecidos y por ende –curiosamente- en tributo a los vivos. No pestañea Manuel Marín mientras cumple su exhumación: honrar el arte sagrado mexica, con la reivindicación de que los objetos expuestos alguna vez tuvieron vida, son reintegros de lo real.
Toca el turno a los homenajes.
Constelación Germán Cueto-Manuel Marín
Paracelso (1493-1541) en su Ex liber de nymphis, sylphis, pygmaeis et salamandris et de caeteris spiritibus (Nissae Silesiorum, Excudebat Ioannes Cruciger, 1566) inventa a los ondinos, habitantes del agua en caos. La escultura base, un listón retorciéndose, representa una suerte de ninfa que rota sobre su propio eje generando una superficie capilar, punto de distensión de fluidos o materias. Las cuatro variaciones hechas por Manuel Marín se concentran en el equilibro de tensiones, confinando a Ondina en una serie de poliedros sin identidad precisa, donde los contenedores limitan la expansión del movimiento de la protagonista que, en suma, es una energía en búsqueda de su estabilidad.
Constelación Luis Ortiz Monasterio-Manuel Marín
En un diálogo uno a uno los macizos broncíneos pierden sus entrañas, se vacían, metamorfoseándose apenas en perfiles. Suplen el “dentro” de sus formas con aire en tránsito, donde ese “interior” deviene pasaje de luz. El desplazamiento velocísimo de las partículas las torna invisibles, subrayando que, tal vez, la trinidad de objetos (Figuras, Maternidad, Abstracción) conquista su razón de ser en los límites con el entorno, serán entonces las fronteras sus señas de identidad. Trazos que son muros, líneas que aglomeradas en el coloreado del lápiz se yerguen en lambrines y canceles minimalistas, donde el secreto no se aloja en el núcleo, sino que, al faltar dicho corazón matérico, se exhibe impúdico en la cubierta.
Constelación Ángela Gurría-Manuel Marín
En Paisaje se confunden los embates oceánicos con las rugosidades de la corteza terrestre y todo ello con el celaje de la bóveda celeste. El resultado es que las formas se imponen sobre las identidades. Manuel Marín sintetiza el desplazamiento real de las olas y las nubes y el movimiento figurado de la cordillera en una geometría básica: la del triángulo serial, dispuesto en celosía. Así, vanos y macizos recortan el firmamento y simulan un dinamismo azaroso en el sembrado de las figuras: los elementos peregrinan libres en los corredores y oquedades de la geografía retratada. Sinuosos y ondulantes, los ingredientes intangibles de la luz y el aire, marcan el caos primigenio y con la caída fértil de Pistis Sophia en los dominios de la nada, adviene el orden impuesto por las sombras al cosmos amarillo, manifestaciones solares de la creación y la fecundidad.
Constelación Federico Silva-Manuel Marín
Guardián de la sabiduría, el Nahual matemático preside, para sorpresa de muchos, el basamento piramidal que funge de altar del recinto ceremonial. La escultura es en sí misma su propio punto de fuga, conforme la mirada asciende en su percepción se pasa de la solidez de un monolito a una cierta ligereza o semi-transparencia del fuste hasta el tablero que la corona que, sin una secuencia reconocible, alberga unos huecos que no alcanzan a ser orificios. ¿Celdas depositarias de información? ¿Bodegas de ilusiones? Las tres derivaciones de Manuel Marín incorporan aplicaciones de grafito y “manos” de lápiz a color en sus pieles aceradas, mientras que los interiores desaparecen, han sido mondados, y las geometrías alteradas manifiestan el carácter sacro de tales volumetrías. Más que de adorar a un dios se trata de enaltecer a un sabio: tlamatini, el que sabe algo, el que conoce los seres y las cosas.
Tan sofisticado escriba tridimensional y cronista plástico ejerce su vocación en el saber-hacer, y su identidad mente-sentidos le faculta para, de la nada (ex nihilo), forjar seres y fábulas de notable belleza, existentes en nuestra realidad incrédula, esa hija de santo Tomás apóstol, el de “hasta no ver, no creer”, por obra y gracia de su determinación. Su voluntad que, como la entendía el viejo Kant, es “razón práctica”, lo lanza a protagonizar bretes propios de caballería, territorialidad onírica donde arturos, merlines, ginebras, lanzarotes y morganas de nuevo tipo, enfundados en casacas de bichos, poliedros y saurios, forman parte de su cotidianeidad, tal cual que sus prodigiosos floreros y esos muros de calaveras, los Tzompantli desposeídos de su sanguinolento atavío, conviviendo así mundos asaz dispares en virtud de su calidad de espejismos encarnables.
En semejantes epopeyas, sus aliados surgen de los elementos: el aire de Anaxímenes, el fuego de Heráclito, el agua de Tales de Mileto y la tierra de Jenófanes. Pero a diferencia de estos apóstoles del primer principio, entregados a una única raíz de lo animado, nuestro artista, que es científico por antonomasia, los vertebra en una sola concepción vital: todos ellos, en concierto, forman e informan el espíritu de las cosas, los entes y los seres. Puede afirmarse, sin pudor alguno, que Manuel Marín entonces, hereda la visión holística de uno de los padres fundadores de la teoría de la naturaleza: Empédocles de Agrigento, quien reconoce –además- un par de motores en el amor y el odio, y los vínculos que estas pasiones primigenias prohíjan, vida o caos. Manuel Marín equilibra lo real y lo figurado, lo virtual y lo verosímil, el sueño y la vigilia… y vaya que no es poca cosa.
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