Las causas del optimismo son variables. Leibniz pretendió demostrar que el nuestro, no obstante sus calamidades y sus notorios defectos, era sin embargo el mejor de los mundos posibles. Lejos de habitar un planeta casual, quizá el producto de un Dios cansado y distraído, vivimos en la corona de la creación. Cualquier alternativa hubiese sido peor. Reconocer este hecho debía fomentar la felicidad o, cuando menos, eliminar una especie de resentimiento teológico. Una doctrina que repudia el patetismo cósmico y ensalza la racionalidad del mundo; nos invita al estudio, a la comprensión, a la mirada serena y a la pasividad. Optimismo estático y armonioso, que se deleita en la perfección de la mecánica celeste y basa su alegría en la seguridad de que mañana, al igual que hoy, el sol seguirá alumbrándonos. Optimismo metafísico que satisfacía al religioso, al hombre de razón y al rentista. Sin olvidar a los humoristas, quienes a lo largo del siglo dieciocho se divirtieron enormemente con esa teoría.

El optimismo más usual, sin embargo, es dinámico, ligado a la doble posibilidad de cambio y mejoramiento; es decir, el optimismo del progreso. El cual se desgaja en diversas modalidades. Por una parte, el optimismo científico, la convicción de que no hay, en principio, secretos insondables: el misterio es una forma de nuestra ignorancia y, por consiguiente, es transitorio. Las perplejidades de hoy son las obviedades del mañana. La tecnología, por otra parte, alentó  la esperanza de que serviría para resolver las lacras tradicionales de la humanidad, el hambre y la pobreza. Generó un optimismo apolítico, como si se hubiese descubierto una herramienta mágica que eliminaría los conflictos sociales sin necesidad de mezclarse en ellos. Una visión propia de ingenieros e inventores decimonónicos que soñaban con locomotoras atravesando las selvas africanas y con médicos sonrientes dedicados a vacunar millares y millares de niños asiáticos. Descubrieron, con gozo, que para ser progresistas era suficiente creer en la luz eléctrica y en Pasteur. El colonialismo, aceptado por las buenas ánimas como un mal útil, podía disfrazarse de misión redentora. El dilema no era entre explotados y explotadores, sino entre educación e ignorancia, entre técnica y artesanía primitiva, entre civilización y barbarie.

La burguesía, no hace falta decirlo, fue la autora de esta comedia pedagógica en la que también hallamos el famoso monólogo sobre las excelencias y virtudes curativas del voto, la quintaesencia de la democracia. “Quien vota, reina”, sentenciaba Víctor Hugo. La urna electoral y el motor de explosión garantizaban el bienestar del género humano. En los personajes mejores esta unión suscitó un optimismo enérgico, laico, severo, un poco escolar, asociado a figuras venerables y apostólicas, a escarapelas y discursos. Para los otros, la acumulación lenta de la riqueza, la conquista de nuevos mercados, la satisfacción de la lucha victoriosa, la seguridad de su fuerza eran factores más que suficientes para crear un estado de complacencia intensa con la marcha del universo. Todo coincidía: técnica, democracia, educación y expansión económica, oradores e industriales, profesores y banqueros.

El socialismo del siglo diecinueve, en la medida en que preveía un futuro radicalmente distinto, también era optimista. El enlace con el porvenir se llevaba a cabo mediante un análisis de la sociedad capitalista que incluia a la vez una cierta tradición filosófica y un conjunto de ideas y procedimientos científicos. Los resultados no se presentaban únicamente —y ésta es la gran diferencia— como los sueños del hombre justo, sino como la realidad objetiva descubierta por el investigador. La ciencia sostenía y estimulaba la praxis. La certeza de que el capitalismo creaba y agudizaba las contradicciones de su propio sistema era una formidable fuente de confianza. Si a esto se agrega una concepción de la historia fuertemente influida por el evolucionismo darwinista, se entiende que el precio teórico del optimismo socialista fuera una cierta dosis de determinismo científico. El precio político, en cambio, fue una teoría desarrollista de la lucha social y, en sus extremos, una actitud bonachona y confiada. El reformismo representa el caso límite del optimismo socialista. Para explicar ese estado de ánimo habría que mencionar otros dos elementos. Por un lado, la creciente solidaridad internacional del proletariado, el cual entonces empezaba a experimentar la conciencia de clase como algo superior a las particularidades nacionales; por otro, una idea simplista respecto a las dificultades inherentes a la organización del Estado socialista, el cual se visualizaba como el triunfo de la verdadera ética y de la verdadera democracia. Se creía en el valor ejemplar que tendría el primer estado socialista, heredero —así se suponía— de las buenas costumbres tradicionales.

La pregunta que ahora quiero plantear es la siguiente: ¿en qué funda su optimismo el hombre de izquierda contemporáneo? Es posible que aún acepte las líneas generales de la crítica clásica a la sociedad burguesa, pero dudo que crea en predicciones precisas que anuncian el derrumbe del capitalismo; lo cual significa —quiérase o no— el abandono de muchas ilusiones cientificistas.  La convicción de que el tiempo trabaja inexorablemente a su favor es mucho más endeble que en el siglo pasado. Frente al crecimiento económico y frente a la capacidad manipuladora del capitalismo, pierden realidad las metáforas que sugieren su muerte como una consecuencia necesaria de su expansión. Se van las imágenes, pero con ellas se marchan también las tranquilidades científicas. Si esto es así en aquellos países que constituían el paradigma del antiguo modelo, ¿qué habremos de decir en relación con las nuevas situaciones de lucha, tan alejadas la mayoría de las veces de los ejemplos canónicos?

El internacionalismo, por su parte, entró en crisis en la guerra del catorce y desde la Revolución de Octubre predomina, quizá con un inevitable realismo, el matiz nacionalista. De todos modos, el sueño de una sola clase que actuara al unísono, que se sintiera afectada y reaccionara por lo que sucede, digamos, en otro continente, ese sueño se ha desvanecido o se  ha transformado en manifestaciones, en colectas, en desfiles, en desplegados nobles e ineficaces. Pero no se ha convertido en una estrategia común. En cuanto a las correlaciones automáticas entre socialismo y democracia o entre ética y socialismo, nadie se atrevería hoy a afirmarlas. Eran, sin duda, unas ingenuidades, aunque hubo que pasar por la pesadilla stalinista para darnos cuenta cabal. Las purgas fueron nuestro terremoto de Lisboa.

Pienso, por tanto, que el optimismo del socialista actual se asienta, más que en una pachorra científica, en una moral indignada, en el testimonio diario de la injusticia, en la crítica del presente. Su única conexión con el futuro, con el cambio, es su voluntad de combate. No es casual que las grandes figuras de la izquierda contemporánea, lejos de ser teóricos de gabinete, hayan sido fundamentalmente creadores de tácticas y estrategias concretas, expertos en situaciones específicas. Prevalece el momento político. Quizá esto es lo que quiso decir Gramsci cuando escribió: “La inteligencia es pesimista, el optimismo comienza en la voluntad”.

ALEJANDRO ROSSI. El manual del distraído. Editorial Anagrama, Barcelona, 1980.

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