ARTES VISUALES
Luis Ignacio Sáinz
Fabiola Tanus es una artista obsesionada con el movimiento en su versión de itinerario-desplazamiento vinculado con la migración. Su alma es peregrina. Este sería el origen de su interés en los mapas. Instrumentos de viaje que le permiten recrear la odisea de su propia familia que atravesara el Mediterráneo hace más de un siglo para, un poco por azar, establecerse en México. Greca móvil (2022) es una composición tridimensional (códex-acordeón-biombo) en papel que da cuenta de a expedición con todo y sus escalas. Evoca el poema 126 (“El viaje”, III) de Las flores del mal de Charles Baudelaire (1821-1867):
¡Asombrosos viajeros! ¡Qué nobles relatos
leemos en vuestros ojos profundos como los mares!
Mostradnos los joyeros de vuestras ricas memorias,
esas alhajas maravillosas, hechas de astros y de éter.
¡Deseamos viajar sin vapor y sin velas!
Para ahuyentar el tedio de nuestras prisiones,
haced desfilar nuestros espíritus, tensos como un lienzo,
Vuestros recuerdos enmarcados por horizontes.
Decid, ¿qué habéis visto?
Étonnants voyageurs! Quelles nobles histoires
nous lisons dans vos yeux profonds comme les mers!
Montrez-nous les écrins de vos riches mémoires,
ces bijoux merveilleux, faits d’astres et d’éthers.
Nous voulons voyager sans vapeur et sans voile!
Faites, pour égayer l’ennui de nos prisons,
passer sur nos esprits, tendus comme une toile,
Vos souvenirs avec leurs cadres d’horizons.
Dites, qu’avez-vous vu ?
Fabiola Tanus: Greca móvil – frente; grafito, tinta y acuarela sobre papel, 20 x 75 x 12 cm.
Obra que integra dos dimensiones conceptuales, temporales y estilísticas: por un lado, el frente es un testimonio de la matria/patria abandonada, especie de tarjeta postal que captura el puerto de embarque, el inicio del éxodo: vista del pasado en el presente; por otro, la vuelta es un portulano que detalla los indicadores climáticos y atmosféricos, de corrientes marinas y accidentes subacuáticos (arrecifes, naufragios, yacimientos mineros, obstrucciones orgánicas) favorecedores de la navegación: ruta del presente al futuro.
Fabiola Tanus: Greca móvil – vuelta; grafito, tinta y acuarela sobre papel, 20 x 75 x 12 cm.
Eratóstenes de Cirene (276 a. C. – 194 a. C.) conjeturó la esfericidad de la tierra y bajo el influjo de su “esfera armilar” Ptolomeo y sus herederos, en particular el egipcio Ibn Fadl Allah al-‘Umari que levantara un plano náutico a detalle del Mar Medi Terraneum (“mar en el medio de las tierras”) o Ak Deniz (en turco, “mar Blanco”, por situarse al sur; en oposición al llamado mar Negro por localizarse al norte) entre 1330 y 1348, desarrollaron la geografía moderna. Exploradores del espacio no revelado, huéspedes del caos, que por obra y gracia de su imaginación, esa voluntad creadora que desconoce límites o fronteras, permitieron los intercambios de mentalidades al mudarse a latitudes que se ilusionaron fueran más amables que las abandonadas, por miseria, por persecución, por aventura.
La creadora ordena “hágase la luz”, y al instante las tinieblas retroceden, el caos desaparece y la vida sienta sus reales, con suavidad, seductoramente. Nada ni nadie la frena. Impone su propio ritmo. En la ida del haz y el regreso del envés, el papel alcanza la condición monumental en su representación del detalle magnificado. Origen y génesis de un jirón de realidad, que es naturaleza, sentimiento y esperanza. La migrante de sí misma comparece a través de su espíritu y su conciencia, sus vísceras y sus emociones, allí están todos sus atributos, aireándose al sereno, soportando la mirada de quienes no han sido convidados a los esponsales del cielo y de la tierra. Y mandando un mensaje en clave, secreto morse, nutre a destinatarios hipotéticos o quizá anónimos, reiterando que prefiere escribir su desnudez en silencio que hablarla en voz alta.
Lejos del tiempo lineal, donde se confunden los planos del ser, atentos a los accidentes, esos tributos del azar, atisba una voluntad tímida para elegir un destino al parecer de naturaleza cósmica, de esos que todo lo cambian, metamorfoseando las tentaciones en realidades. Allá, por detrás del firmamento, la mujer hacedora se afana en conciliar el sueño y la vigilia con el imperativo de dotar de realidad semejante errancia, para que no sea sin fin y que se ajuste a las latitudes, altitudes, longitudes, coordenadas, del camino elegido, la ruta de la emancipación plena del espíritu.
Pues de eso se trata, de la conquista de la libertad, de su construcción ladrillo por ladrillo, o en este caso de diseñadora-artífice-pintora-escultora-interventora-ceramista y escultoraconceptualista e instaladora, línea por línea, trazo por trazo, volumen por volumen… Tanto tiempo transcurrido, tal como acostumbra, y continúan siendo útiles las estratagemas de la invención de constelaciones inverosímiles para saciar las ansias de que la vida sea de otra forma, más personal, acaso incontrolable, cero previsible, pero armoniosa, pacífica en su oferta de sorpresas, dichosas ristras de ánimos exaltados y carcajadas a tambor batiente. Se vale, ¿si no para qué trasladarse de un continente a otro, y aunque se dude implicando moverse de un mundo a otro?
La heredera de los pilotos fenicios se mueve sin cesar, en busca de su tiempo oportuno, en el ejercicio irrestricto de su pasión: crear ex nihilo, sí, desde la nada, equipada única y exclusivamente con los artilugios de sus sentidos y percepciones. Ser testimonio de una vitalidad encendida, esa que se merece el calificativo de entusiasta; voz proveniente del griego de la que se nos ha olvidado su significado: ἐνθουσιασμός, el furor de las sibilas al emitir sus oráculos, éxtasis por portar a dios de inspiración venerable. Los migrantes, quienes leen estos mapas, confinados en la esperanza deberían o podrían tener la gracia de poder desdeñar la solemnidad paralizante, la que nos asigna responsabilidades esclavizantes como si se tratase de penitencias. Sonrientes, los pasajeros anidan en el corazón y se manifiestan a dentelladas y alaridos festivos: han zarpado en busca de utopía… En tanto la piloto en alerta permanente, inventándose uno y mil quehaceres, ignora lo que es el cansancio y su remedio la molicie.
Los partos de Fabiola Tanus son cartografías protectoras de territorios emocionales y geográficos más desplazamientos tierra adentro y océanos de por medio, que evocan el primer atlas conocido el Theatrum Orbis Terrarum (70 mapas y 87 referencias bibliográficas) concebido en 1570 en Amberes por Abraham Ortelius y los portulanos de la escuela mallorquina del Trecento, como el Mapamundi de Abraham Cresques de 1375. Los viajes líquidos semejan los vaivenes del sueño y arman una bitácora de corrientes marinas y vientos en su majestad el Mediterráneo: Mistral, Tramontana, Levante, Siroco, Gregal, Bora, Khamsim, Meltemi, que favorecieron las migraciones y por ellas los mestizajes y las colisiones de civilizaciones alucinantes. Testimonio de una posible diáspora en navíos llamados gaulós que levaran anclas en los puertos de Tiro, Sidón, Biblos y Beirut. Evoca sus raíces y lo hace con una técnica mixta sobre papel de algodón, donde suben y bajan las marcas de los caminos, instalados sobre la Rosa de los vientos, el artilugio de Pedro Reinel (1504) y sus moradores: Septentrión, Tramontana, Bóreas, Aquilón, Gregal, Cecias, Vulturno, Argestes, entre muchos otros.
Julia Kristeva sentencia: «Au fond, le voyage vers les origines est plus important que les origines elles-mêmes» (En el fondo, el viaje hacia los orígenes es más importante que los orígenes en sí mismos). La creadora convertida en brújula lo sabe y por eso es una constelación de preguntas en busca de respuestas, el verdadero signo de la inteligencia. Vaga y deambula recolectando pistas, resolviendo acertijos, formulándose paradojas, resolviendo esos rompecabezas emocionales, filosóficos, vocacionales, que la cercan de tanto en tanto…
LETRAS
Conviene que te prepares para lo peor.
Así, en la entonación preocupada y amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre todo ex compañero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de Mariano, había repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde hacía cuatro semanas. En aquel instante había disimulado, había sonreído amargamente, y hasta había dicho: “no te preocupes, hace mucho que estoy preparado”. Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca. Cuando le había pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su antigua amistad (“te juro que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo”), le dijera el diagnóstico verdadero, lo había hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, sí, pero que esa verdad fuera su salvación y no su condena. Pero Octavio había tomado al pie de la letra su apelación al antiguo afecto que los unía, le había consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras los gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: “Es imposible decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis, radiografías, una completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco. Lo único que podría decirte es que de este primer examen no saco una buena impresión. Te descuidaste mucho. Debías haberme visto no bien sentiste la primera molestia”. Y luego el anuncio del primer golpe directo: “Ya que me pedís, en nombre de nuestra amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te diré que, por las dudas…” Y se había detenido, se había quitado los anteojos, y se los había limpiado con el borde de la túnica. Un gesto escasamente profiláctico, había alcanzado a pensar Mariano en medio de su desgarradora expectativa. “Por las dudas ¿qué?, preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ahí se desplomó el cielo: “Conviene que te prepares para lo peor”.
De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografías, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. En una sola ocasión cuando volvió a casa y se encontró solo (Águeda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), había perdido todo dominio de sí mismo y allí, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Águeda, con ceño escéptico, con ojos entornados. Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería de algún modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si hubiera esperanzas? O una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, una diminuta esperancita en mínimo singular. ¿Y si los análisis, las placas, y otros fastidios, decían al fin en su lenguaje esotérico, en su profecía en clave, que la vida tenía permiso para un año más? No pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a que el dolor había disminuido significativamente, aunque no se le ocultaba que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su expectativa se volvía casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no podía llegar al consultorio en ese estado, y decidió sentarse en un banco de la plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se sentía con fuerzas como para entablar el consabido diálogo sobre el tiempo y la inflación), y esperó a tranquilizarse. Águeda y Susana, Susana y Águeda. ¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en ese instante era capaz de decidirlo? Águeda era la comprensión y la incomprensión ya estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la sorpresa iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. Águeda y Susana. Susana y Águeda. No podía decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso instante en que debió saludar con la mano al antiguo compañero de trabajo), sencillamente porque pensaba en ellas como en cosas suyas, como sectores de Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por cuenta y riesgo propios. Águeda y Susana, Susana y Águeda, eran en este instante partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que lo amenazaba. Además estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él no quería, no, no quería, no, no quería ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algún momento tendría que afrontarlo, no quería pensar porque entonces si se derrumbaría y ni siquiera tendría fuerzas para llegar al consultorio. Había que ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que allí iba a ser menos egoísta, más increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en ellos, o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata tristeza que los acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce, afrodisiaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja No. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los otros; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente.
Ahí tocó fondo su desesperación y, paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas le respondían, y acabó de cruzar la plaza. Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin agitación exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vió cómo el sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes de que se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición, dejó la propina de siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río Negro a la derecha, y a mitad de la cuadra se detuvo, subió hasta un quinto piso, y oprimió el botón del timbre junto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, médico.
—Lo que me temía.
Lo que me temía era, en estas circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había hablado larga, calmosamente, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio, incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su amigo, pero que con seguridad lo había desorientado. “Pero si estoy bien”, dijo tan sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. “Además”, dijo el médico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, “además vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro, entendés, seguro, que una operación sería un éxito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para fortalecerte con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar contra . . . “ Y así sucesivamente. Mariano sintió de pronto una implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para volver a la desesperación. La seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar la nueva certeza. Así mientras Octavio seguía diciendo: “. . . y además da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco, así que no habrá ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y . . .”, Mariano sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez en muchos días) de algún modo satisfecha, conforme.
Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrentó a un estado de ánimo que le pareció una revelación. Era de noche, claro, pero ¿porqué las luces quedaban tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda móvil del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal, sí, pero ¿por qué esas figuras que pasaban a medio metro de su mano, eran sin embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a él como a través de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por qué las casas de enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por qué los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo, reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que la baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa leprosa que era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensación de que los objetos se iban, se apartaban locamente de él, pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más que esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Águeda, ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja No. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que venía quién sabe de dónde, no tan enorme después, valía la pena dejar la isla baldosa, más chico luego, valía la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño, más pequeño, sí, insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si el foco, el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez kilómetros y también a diez centímetros de unos ojos que nunca más habrán de encandilarse.
MARIO BENEDETTI. La muerte y otras sorpresas. Siglo XXI Editores. México, decimoquinta edición, 1980
ARTE
Luis Ignacio Sáinz
Teresa Cito manifiesta su espiritualidad en la devoción por la naturaleza, donde los árboles y las montañas marcan el ritmo de la vida y sus avatares. Suerte de paganismo, especie de panteísmo, que redescubre los prodigios y los milagros en ese ser allí de lo que habita la corteza terrestre. Diversidad botánica y miscelánea mineral que parecieran desdeñan otras formas de vida, las móviles que son zoológicas. El regalo que nos brinda tan profunda creadora está, en su dicho, inconcluso, faltaría perfilar un poco más el horizonte, la irrupción de la luz y el levitar de las nubes. No lo sé de cierto, pues me parece que está ya cocinado a la perfección con esa mano que piensa y siente al empuñar los carboncillos como si fuesen dagas quirúrgicas, cuyas heridas sanan los males del mundo, dejando en la tela−soporte rastros gruesos e imprecisos, difuminados, de su deslizamiento zigzagueante y caótico.
Teresa Cito: Paisaje inconcluso, carboncillo sobre tela, 2022.
De mirarlo con detenimiento, el paisaje comparece escultórico, cual si hubiese sido devastado por la acción persistente de cinceles y punzones en vez de dibujado /pintado. Un no se qué de trazo golpeado, fuerte, sin tregua, recorre su geografía transformándolo en relieve: espacio habitado por el silencio, interrumpido de tanto en tanto por los murmullos del viento, esos ululares de la soledad y el frío. Exilia hasta la más mínima pretensión romántica, sin que ello signifique renunciar a cierto lirismo o, todavía mejor, permitiendo un margen de automatismo en beneficio de la claridad técnica, la corroboración de lo visto y lo representado, donde el ojo y la mano se funden en un abrazo expresivo. Esta vocación perfeccionista por la verdad de la mirada, que trasciende la verosimilitud, explicaría el porqué de su compulsión por frecuentar una y otra vez ciertos escenarios visuales: la materia de lo real y sus manifestaciones en todo su esplendor. Teresa Cito es vedora e intérprete, escudriña lo que observa, descomponiéndolo para luego rearmarlo desde su lógica estética, una que ancla en el gusto por los panoramas y los belvederes, a despecho del mecanicismo de los rompecabezas.
Quedé estupefacto ante el triunfo silente de esas yerbas −agrestes, pero no abrojos−, que abrazan y se untan en los accidentes del terreno con el único propósito de concederle el protagonismo pleno a sus majestades los volcanes… que brotan enigmáticos en su calidad de bocetos. Se intuyen las ausencias por la altitud de los bosques de encino, pino y oyamel, mientras son sustituidos por pastizales alpinos (1) que llamamos zacatonales. ¡Qué belleza, cuánta fuerza! En su negritud se escapan de la trama−urdimbre del lienzo. Poema desgarrador y hasta cierto punto perturbador: nos advierte de nuestra pequeñez e insignificancia redimida acaso en su contemplación. Me sorprende, y no debería dada la calidad y exquisitez del dibujo de esta cronista excepcional, que una composición monocroma sea tan vívida, seguramente mucho más que si hubiesen aparecido caudas de color…
Obra de corte y sentido apotropaico (del griego, ἀποτρόπαιος, apotrópaios, que aleja el mal), capaz de imbuirnos una serenidad que deriva de la transparencia y limpidez del escenario, ya que el cuadro como tal propicia el bienestar, la ausencia de turbación (ataraxia), esa imperturbabilidad del alma o la conciencia, a según sea uno religioso o espiritual. Y sin embargo la factura de esta composición no descansa en la meditación, sino en el arrebato o frenesí, una suerte de posesión que se le impone a la artista, como si se tratase de un estado de semiconciencia, pues es tan vertiginoso el proceso que pareciera no involucrar pensamiento alguno, cuando la verdad de las cosas es que siendo tan intensa la reflexión de origen que su desarrollo aplicado deviene instantáneo.
Aún en su etapa más abstracta, el lenguaje plástico de Teresa Cito le ha concedido al dibujo, al oficio mismo de concebir y construir formas y figuras, plena potestad soberana. Más acusado se torna el fenómeno de la representación cuando la constelación misma que atrapa la atención de la creadora es esa vitalidad llamada medio ambiente. Como en su serie previa dedicada a los árboles, se trata en honor a la verdad de un tópico emocional y filosófico, pues las florestas y sus componentes aislados establecen comunidades, familias en sentido ampliado que sobreviven como sistemas unificados protegiéndose de las amenazas de plagas y agentes virales. Bosques que están vivos, en movimiento, creciendo y mutando: “la soledad opaca y la sombra ceniza” en los versos de Xavier Villaurrutia. Ejemplos de empatía y solidaridad, lecciones de responsabilidad moral y sentido común vegetal, asociaciones pragmáticas y racionales, persiguen el bien común por encima de sus miembros.
Paisaje inconcluso (2022) es un magnífico ejemplo de cómo la pintura goza de cabal salud y nos sigue maravillando y desconcertando a un tiempo, en la medida en que mantiene afiladísimas las garras para no soltar a sus presas, nosotros, sus espectadores, mostrándonos facetas ocultas del ser del mundo: en su cáscara y sus tripas; en sus intenciones y sus deseos. Obra que evoca aquellos espejos de obsidiana capaces de otear en lo recóndito de la esperanza: el porvenir.
1 El pastizal alpino “Se desarrolla por encima de los límites de la vegetación arbórea (Bosque de Pinus hartwegi~, por encima de los 3700 m y en algunos casos llegando a 4300 m. Se le encuentra en climas de tipo fríos donde la precipitación anual sobrepasa los 1000 mm, con suelo constituido por ceniza volcánica ácida, y con alto contenido de materia orgánica (Rzedowski, 1978). Las gramíneas que lo conforman son altas (hasta 1 m) y crecen amacolladas. En la región de la Sierra Nevada Cruz−Cisneros (1969) distingue tres diferentes asociaciones: la dominada por Muhlenbergia quadridentata que se establece en sitios carentes de bosque entre 3700 y 3800 m ; la de Calamagrostis tolucensis y Festuca tolucensis que es la más extendida de los 3800 a 4200 m y la de Festuca livida y Arenaria bryoides propia de parajes entre los 4200 y 4300 m. Otros géneros son Stipa, Senecio, Eryngium, Juniperus y Lupinus entre otros”: A.A Vega-López y T. Alvarez S.: “La Herpetofauna de los Volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatt”, en Acta Zoológica Mexicana, 51, 1992 131 pp. (p. 12).
ARTES VISUALES
México 1908-1995*
Jorge Alberto Manrique
Es una costumbre establecida y generalmente estatuaria que los nuevos miembros de número de instituciones como esta Academia hagan un discurso o exposición con motivo de su ingreso; en nuestro caso tal obligación está contenida en el decreto presidencial que a origen a nuestro cuerpo. Cumplo ahora con gusto esta obligación, si bien un poco tarde respecto a la fecha en que mis ahora colegas me hicieron el honor de elegirme como uno de ellos: diversas circunstancias, de las que no hay otro culpable sino yo mismo, impidieron que acatara esta tarea en tiempo más cercano a mi elección; lo hago ahora, quizá apenas a tiempo para no ser considerado como remiso.
Desde luego no quiero ni debo iniciar la lectura de mi texto sin antes agradecer a los miembros de la Academia el honor, que siento muy profundamente, de haberme escogido entre otros. La cantidad de académicos en una institución como ésta, con miembros de número, es por definición cerrada. De donde se sigue que, si bien todos los que están tienen indudables méritos para sesionar en ella, otros hay que los tienen y si embargo no son miembros de número. En el caso de la Academia de Artes su estructura en secciones de cinco miembros cada una (pintura, escultura, gráfica, arquitectura, música, e historia y crítica de arte) hace que, faltando un miembro, la vacante se cubra precisamente con un individuo de la sección donde ésta haya ocurrido. Por eso siento —creo con razón— mayor la distinción que recibo.
Mi agradecimiento va a todos, pues todos votaron mi presencia aquí y de todos he recibido la acogida de colegas y amigos, pero tiene un particular carácter hacia aquellos que me propusieron e impulsaron mi candidatura.
Tampoco quiero dejar de recordar a quienes me precedieron en la sección de crítica e historia del arte, algunos maestros míos directos, todos hombres de la pluma, el conocimiento, la reflexión y el entusiasmo por los hechos artísticos, que contribuyeron al mejor aprecio del arte, en particular del arte mexicano, y a la construcción de la disciplina, de la crítica y la historia artística en nuestro país. Pienso en personalidades de la talla de Justino Fernández, tan ligado al arte moderno y contemporáneo de México, cuya obra fue seminal para encauzar estudios posteriores y sigue siendo, a veintitrés años de muerto, un punto de referencia inevitable tanto por su creación personal como investigador, crítico y teórico cuanto por su capacidad organizativa de empresas culturales y s tarea de formador de nuevos investigadores, desde la cátedra, la conferencia y la dirección del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad (mi instituto). O bien en Francisco de la Maza, el erudito estudioso de nuestro arte barroco, del arte novohispano, del arte clásico y de otras particellas de nuestra historia cultural, el entusiasta formador de vocaciones desde su formidable magisterio, el batallador irreductible en la defensa del patrimonio artístico de los mexicanos. O en Pedro Rojas, espíritu abierto que rebuscó nuevos modos de interpretar y entender nuestro arte, a quien la Academia debe muchos y especiales servicios como secretario suyo que fue por largos años. O en el incasable Jorge Juan Crespo de la Serna, sensible conocedor, de una avidez sin límite en el escudriñar los hechos artísticos, que nos legó un riquísimo corpus testimonial sobre los artistas y las exposiciones, que abarca desde su juventud, cuando fue declinando de su inicial vocación de pintor a lo que sería el empeño fundamental de su vida: la crítica. O bien Pablo Fernández Márquez, crítico de pluma valiente y enterada… Así como a los miembros correspondientes, entre los que recuerdo con especial admiración y cariño a Erwin Walter Palm, gran historiador y teórico del arte, a quien debemos numerosos estudios sobre el arte novohispano.
De estos maestros idos, de algunos de los cuales recibí la enseñanza directa, de otros a través de su obra, tomo ejemplo para mi quehacer. Y también, desde luego, de no pocos felizmente vivos y en plena flor de producción de los cuales unos sesionan en la Academia. A unos y otros leo u oigo y de ellos aprendo.
El fenómeno de la creación y producción artística en México en los últimos quince años se me presenta como uno extraordinariamente rico. Abarca desde la generación de los nacidos al filo del siglo, como Rufino Tamayo (muerto apenas) o Manuel Álvarez Bravo, los que nacieron en las dos primeras décadas de este siglo moribundo, como José Chávez Morado, Alfredo Zalce o Raúl Anguiano, los de la década de los veinte, algunos de los cuales ya forman parte de la célebre generación que ahora solemos llamar de la ruptura, de la que los más nacieron en los treinta; aquellos que vinieron después, cincuentones ahora, digamos, a quien se ha acomodado no muy felizmente en una “generación intermedia”, los feroces creadores de grupos, arte conceptual y artes alternativas en los setenta, y finalmente aquellos que empezaron a hacer obras y exponer en la década de los ochenta. Para mí la realidad artística de México en los últimos quince años está constituida total y legítimamente por es empalme de generaciones, todas ellas válidas y contribuyentes, con la personalidad de cada generación y la individual de cada artista, y los entrecruces generosos, sápidos y valiosos, en lo personal y lo artístico, que se dan entre todos. Sin olvidar, desde luego, que los de mayor edad, como creadores en activo, están en una dinámica que modifica y enriquece constantemente sus estilos propios. Pero para efectos de este texto me ocuparé sólo de quienes empezaron a “hacerse sentir”, a mostrar su obra a partir de los años ochenta o si acaso un poco antes. Se trata, por lo tanto, de un panorama mocho.
Pero que, espero, tiene una razón de ser. No es ahora mi intención —ni quizá el sentido y el espacio para la lectura de este texto lo permitieran— tratar de hacer un panorama de la realidad artística mexicana de hoy en día. Sino sólo responder a la excitación de un espectador (y entiendo el hacer de un crítico como casi nada más que el de un espectador que se manifiesta en un discurso estructurado), responder —digo— a la excitación de un espectador frente a la andanada de nuevos y tan diversos artistas que de pronto han brotado en México. Una impresionante cantidad de cosas, entre las que seguramente hay cosas malas —o que ahora me parecen malas— pero entre las que lo bueno es mucho. Un espectáculo fabuloso al ojo, al sentimiento y a la consideración intelectual, en lo que sólo hay que lamentar que el arte haya corrido más rápido, se haya ampliado más que la crítica. Más bien, que la crítica no alcanza la diversidad y cantidad de lo que hacen los artistas. Creo que todos los que hacemos crítica nos hemos ocupado de varios o muchos de los creadores jóvenes, aunque no haya todavía apenas sino algunos libros, como el ilustrativo, inteligente, y simpático de Luis Carlos Émerich. Creo que en general puede hablarse en nuestro medio de una crítica profesional (sea “académica”, sea “literaria”) de buena calidad. Pero ni los críticos somos tantos, ni todos (yo soy uno de esos casos) lo somos de tiempo completo ni, más aún, los medios a la disposición de la crítica dan cabida a todo lo que pudiera haber ni, por otra parte, la suelen pagar bien; menos ahora, en tiempos de crisis y cólera.
De modo que lo que ustedes podrán oír en los párrafos siguientes deben entenderlo como una respuesta-testimonio de un espectador ante la producción de estas últimas generaciones mexicanas de artistas. Más bien una muestra de azoro que otra cosa; con apenas quizá un intento de ordenación de mis ideas frente a ustedes.
Diré más, no sé si en mi descargo o en mi daño. Trataré de referirme a tendencias, modos, corrientes, actitudes, más que a artistas en lo particular. Pero, inevitablemente, ejemplificaré con algunos artistas. Algunos pocos. Aquellos cuya obra circunstancialmente conozco mejor, aquellos con los que tengo alguna forma de relación, aquellos cuyas propuestas me han sacudido más. Pero son algunos pocos, no más. A muchos, muchos muy valiosos, no me referiré por falta de espacio y por el temor de hacer de este texto un catálogo. Y en eso hay una indudable injusticia que asumo, pidiendo excusas. El quehacer del crítico, lo sé, está plagado de este tipo de injusticias. No implica, por favor, que aquellos a quienes no cite sean necesariamente para mí malos artistas, o mediocres, o indignos de consideración; ni siquiera que no conozco su obra.
Toda la consideración sobre los acontecimientos del arte mexicano en la segunda mitad de este siglo tiene que arrancar de una referencia a la generación de la ruptura. Ahora se discute si el título es correcto (en todo caso me parece mejor que los de “joven pintura mexicana” o “nuevo arte mexicano”, que ya no tienen vigencia porque los jóvenes de los años cincuenta ya andan sobre los sesenta o arañando los setenta); se discute si realmente se puede hablar de “ruptura”. Ciertamente las cosas se ven diferentes después de cuarenta años de cómo las veíamos entonces. Ni la “escuela mexicana” previa era tan monolítica como la sentíamos (ahora reconocemos con gusto la variedad y enjundia de los artistas “a contracorriente”, con Tamayo a la cabeza) ni la ruptura, siendo lo que fue, prescindió totalmente de una tradición anterior. De hecho, toda la ruptura incluye a su antecedente, así trate de negarlo. El tiempo es sabio y ahora, y felizmente, se han restañado heridas. (Esta Academia es muestra de cómo conviven en amistosa fraternidad artistas de generaciones y tendencias diversas.) La ruptura significó un abrir ventanas hacia todos los rumbos, donde cada quien tomó lo que a su juicio necesitaba para construir su obra, sin que hubiera ni manifiestos ni poéticas comunes.
Fue una generación que cambió —por su mérito y también, si se quiere, porque el tiempo lo pedía— el rostro del arte mexicano. No sólo, sino que abrió caminos para lo posterior. La generación siguiente, la de los nacidos al borde los cuarenta y que empezaron a hacerse visibles hacia mediado de los sesenta, no estuvo ya, por así decirlo, en el frente de batalla, tuvo, en cierta forma, más libertad para moverse, viajó con más facilidad. Para los miembros de esa generación ya no fue ni un problema ético ni una toma previa de posición hacer sus elecciones en referencia a lo que se hiciera o se hubiera hecho en otras partes.
Esas dos generaciones establecieron un circuito más fluido entre lo que sucedía fuera (incluida América Latina) y lo que se hacía dentro. La mayor contribuyó a ello. México siempre ha tendido a ser —para bien y para mal— un mundo artísticamente poco permeable, pero la situación estaba, para los avanzado sesenta, muy lejos del viejo aislamiento de los treinta o cuarenta. Éramos más sensibles al exterior. Eso tuvo que ver, así lo entiendo, con los movimientos de grupos que surgieron y tuvieron gran vigencia en los años setenta, con el auge del arte conceptual, con la importancia de los happenings, performances e instalaciones, con otros diversos modos de arte alternativo. La crítica al objeto artístico sobrevalorado, la desconfianza respecto a los “grandes artistas” endiosados, el ataque a los grandes concursos y bienales internacionales estaba en el ambiente de todo el mundo. En México hubo una naturalización de tales actitudes; el desgaste político del país, el alza del marxismo como verdad única, la situación de pobreza creciente y las represiones, encabezadas por la matanza de Tlatelolco en 1968, así como lo que sucedía en otras partes de América Latina justificaron que a menudo los grupos y las alternativas de los años setenta resultaran fuertemente ideologizados y politizados, con referencia a situaciones locales concretas. La idea, se recordará, era acabar con el objeto artístico exaltado y culpable del comercio, la especulación, la corrupción y la entronización del artista.
Por lo menos debo hacer una referencia al Salón Independiente, de vida corta, no ideologizado, cuyas cabezas y mayor contingente correspondió a la generación de la ruptura. Se constituyó en 1968 como respuesta de los artistas al oficial Salón Solar, organizado por el Instituto de Bellas Artes. Sus actitudes se corresponden a las de la crítica a los salones protocolarios y a la promoción por parte del Estado, que en México era casi el único promotor. Aparte de la validez de su postura, produjo, amparado por la Universidad, un hecho significativo: a falta de recursos, el Salón de 1969 estableció que todos los artistas trabajaran sobre papel periódico. No estuvo ideologizado, pero debe recordarse que sus miembros fueron, por lejos, los artistas más solidarios del movimiento estudiantil del 68, lo que se ve, entre otras cosas, en que varios de ellos realizaron un mural conjunto y efímero en las mamparas que cubrían el dinamitado monumento a Miguel Alemán en Ciudad Universitaria.
Pese a los grupos, cuya vigencia se concentra por la mayor parte en los años setenta y después tiene un corte casi abrupto —aunque algunos persisten y hay otros nuevos—, el otro arte seguía su camino. Continuaban trabajando los que lo habían venido haciendo, seguían las exposiciones e incluso se delineó un movimiento significativo, el “geometrismo mexicano”, en que coincidían procesos individuales diversos y los antecedentes europeos, estadunidenses y latinoamericanos. Con el precedente de las Torres de Satélite (1954), a partir de 1968, y la Ruta de la amistad, la llamada “escultura urbana” empieza a ser, y lo es hasta hoy día, uno de los hechos importantes de la plástica mexicana.
Los que ahora llamo “artistas en tránsito” hicieron sentir su presencia clara en el inicio de la década de los ochenta, algunos un poco antes. Entonces tenían entre veintitantos y treintaitantos años. Con algunas excepciones, habían nacido en la década de los cincuenta. Incansablemente se han ido incorporando más jóvenes, algunos ya con una consistencia discernible, que apenas pasa hoy por los veinte. A lo largo de sólo quince años constituyen una secuencia impresionante. O estaban naciendo o andaban de pantalón corto cuando la generación de ruptura dio sus batallas. Para ellos es historia, a menudo una historia no bien sabida, sobre la que no se han interesado mayormente. No han sabido a menudo que su propia libertad tiene que ver con aquellas batallas.
La generación de los artistas en tránsito está marcada por un signo, que considero sustancial: el de la recuperación de la imagen y del objeto artístico. Después de la desconfianza y el desprecio de los grupos hacia el objeto, se le concede nuevamente a éste un valor propio y un derecho a la existencia. Pero puede decirse que se trata, ahora, de un objeto “herido”, en el que han quedado las huellas del trauma de los setenta y su desprecio a la obra de arte.
Una buena parte de los creadores que se inician con la década ochentera había empezado su carrera afiliada a los grupos iconoclastas; si bien esos artistas habían reservado un espacio a su trabajo personal. Por esta circunstancia quizá mantienen frente a la obra de arte una cierta mirada al sesgo, una soterrada desconfianza, un algo de desprecio que aquí o allá se hace más visible.
No resulta así sorprendente que no pocos de ellos realicen, paralelamente a su obra en soportes y dimensiones tradicionales (o más o menos), trabajos en medios alternativos, como los performances, las instalaciones, el arte efímero, libros-objeto u otros. También puede verse como manifestación de esa desconfianza frente a las estructuras establecidas el hecho de que los artistas busquen en ocasiones espacios alternativos o se agrupen independientemente para la posibilidad de que su trabajo sea visto y eventualmente adquirido fuera de los canales establecidos de las galerías. Espacios como La Quiñonera, el Salón des Aztèques, Temistocles o Zona son, cada uno en su modo peculiar de operar, muestra de lo anterior. A mayor abundamiento están las acciones artísticas, verdaderas salidas a la calle, organizadas por Aldo Flores (edificio Balmori y el Vaso de Leche), que desgraciadamente no han tenido más secuelas.
También, como parte de la actitud que comparten muchos de los que llamo “artistas en tránsito”, está el volver el rostro hacia técnicas y medios que una mirada torpemente maligna había mandado al hoyo de las “artesanías”, alejado del edén del “verdadero arte”. Los artistas no desdeñan usar esa variedad de medios y, algunos, tenerlos como su ocupación exclusiva, como el ceramista Gustavo Pérez, creador de vasijas de refinamiento extremo o a veces más bien pintor en cerámica, de la misma manera que Javier Marín, con sus cuerpos humanos de piezas unidas con costurones de alambre, es un escultor en cerámica. Y están los textiles, los ensamblajes de piezas preexistentes de Laura Anderson, la orfebrería… La fotografía que empieza a hacerse ver en los quince años a que se refiere mi texto, tiene logros muy significativos a los que lamento no referirme aquí: forma por sí misma un capítulo aparte.
Pese a la desconfianza anterior hacia los concursos, los artistas de los ochenta y noventa no han desdeñado en general participar en ellos. Los concursos, primero los Salones Nacionales ahora claudicantes y el Encuentro de Arte Joven de Aguascalientes (el más viejo del país), luego las numerosas bienales y certámenes promovidos por organismos públicos y privados, a los que hay que sumar las becas, estímulos y acciones conjuntas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y sus contrapartes en los estados, han sido el espacio propio de la generación de los ochenta. Han sido una posibilidad de estímulo o aun de supervivencia, pero sobretodo han sido los sitios que permiten que los artistas sean vistos; su escaparate de confrontación y su tarjeta de presentación ante público, críticos, galerías, proyectos y museos. Es significativo que el Instituto de Bellas Artes, entendiendo la situación artística del país, haya apoyado la creación propuesta por Eloy Tarsicio de X-Teresa, espacio destinado a instalaciones y performances.
También vale señalar que si la Ciudad de México sigue siendo con ventaja el centro de actividad artística por lejos más importante del país, por sus museos públicos, por los privados, por las galerías, por la cantidad de artistas que laboran en la ciudad e incluso por la calidad de respuesta crítica, a partir de la década de los ochenta la situación se diversifica, Monterrey crece como un centro de actividad importante, con artistas propios, galerías muy activas y tres destacados museos. Igualmente Guadalajara tiende a recobrar su sitio perdido en la plástica nacional; Oaxaca, Zacatecas, Aguascalientes, Xalapa, Mérida y otras ciudades empiezan a contar con museos de interés y con artistas que trabajan localmente, no pocos de ellos entre los mejores.
La obsesión por la propia imagen y por un velado desnudar su interior ante el espectador, que es propia de algunos artistas como Nahun Zenil, Julio Galán o el escultor Reynaldo Velázquez, tiene sin duda antecedentes desde la pintura barroca de Rembrandt, pero mucho más cercanos en la obra de Frida Kahlo, María Izquierdo o José Luis Cuevas. De esta manera confirman, voluntaria o involuntariamente, su pertenencia a una tradición reciente. También, aunque cada uno de diversa manera, acuden a una iconografía de la cultura mexicana, pero muy lejos del mexicanismo exaltado de, por ejemplo, un Diego Rivera. Ellos no buscan resucitar un pasado glorioso sino encontrar, burla burlando, los rasgos de una cultura muchas veces marginada y menospreciada, que tiene una existencia extra artística en la realidad popular del país. No los gloriosos dioses del pasado precolombino, sino los privados cultos íntimos o pueblerinos, reafirmados en una imaginería popular de atrio e iglesia, de feria o de carpa, o los mitos creados en el espacio del radio o la televisión, la sabiduría del locutor vulgar. En Reynaldo Velázquez, mucho más acentuadamente que en los otros, hay un sentido clasista redivivo que actúa como tamiz mediador. Ellos y muchos otros artistas mexicanos tienen un dios tutelar: Enrique Guzmán, dios suicida, el primero que uso en sentido negativo o ambivalente los adorados valores del mexicano medio y los redujo a su dimensión de elemento catártico de una conciencia mal digerida. De la misma manera Marisa Lara y Arturo Guerrero se han introducido en el mundo de los personajes ídolos —luchadores, boxeadores, artistas de cine, de carpa y de palenque—, o Eloy Tarcisio reencuentra en la marginada cultura los rastros de las religiones que no han sido borradas. En sus instalaciones perecederas (esa columnas clásica de nopales, del emblemático nopal, que empiezan a apestar al cuarto día) o en las piezas propuestas para una duración mayor, está presente la sangre de sacrificios pasados o presentes.
Enrique Guzman, Espejo, 1974
Nahum Zenil en sus autorretratos obsesivos que pregonan la calidad de un dibujo extraordinariamente fino crea ambientes de lecturas ambiguas. La presencia de mil signos de esa cultura marginada es el marco que envuelve su propia imagen, ya como niño malo, ya como santo dudoso, a menudo cruelmente zaherido y sin embargo siempre con un punto de ironía, sorna y alegre agudeza. La economía de los recursos empleados hace más sorprendente la calidad y riqueza de su trabajo: la mayoría de sus obras en formatos menores (si bien los ha rebasado, e incluso ha hecho instalaciones como Yo también soy mexicano, Museo de Arte Moderno, 1986), la parquedad del colorido donde predominan los sepias y los ocres, la misma utilización de un dibujo fino de cierta dureza, el uso del punteado para producir sombras y volúmenes, y desde luego la repetición de su propio retrato, casi siempre frontal, acompañado a veces de su compañero Gerardo: todo ello hace resaltar más la capacidad inventiva del artista y la amplitud de significados, nunca explícitos, que ofrece su obra. La fuerte carga erótica, de signo —en su caso— homosexual, que lo relaciona tanto con Francisco Toledo como, en otro extremo, con Rafael Cauduro, o bien con Julio Galán, Reynaldo Velázquez, Oliverio Hinojosa o Eloy Tarcisio, es uno de los múltiples ropajes que visten y desvisten la paciente obra prodigiosa y llena siempre de misterio de Nahum Zenil. En la invención de figuras, formas, situaciones que traen a cuento historias de naguales, chaneques y otras mitologías dudosas está Alejandro Colunga; en el terreno de una terribilità de la figura humana en trance trágico está Martha Pacheco, y en el sensual recordatorio de momentos idos o de tiempos idas está Vargas Ponce.
Nahum Zenil, La Visita 1993 Mixta s/papel. Políptico (4 partes)
Erotismo, también carácter ambiguamente homosexual, recurrencia a mitología e imaginería popular, clasemediera y cotidiana, obsesión por el autorretrato, están presentes en la obra de Julio Galán. En Galán la imaginería es cercana a la de una clase media o alta del país; el autorretrato con frecuencia se refiere al artista niño o adolescente (mientras que, por ejemplo, en Zenil, aun cuando a veces aparezca como niño, el rostro es el suyo en el momento de pintar). El recuerdo, terrible y amoroso, a veces seguramente distorsionado en la operación de recordar, es quizá la fuente más caudalosa en las imágenes de Galán. Su amplitud de técnicas y recursos, la variedad de sus formatos, su gama colorística, el uso desprejuiciado de aplicaciones de diversos materiales o de otros medios de romper la superficie consabida: todo ello le abre un horizonte insospechado de posibilidades que, sin embargo, no contradicen las notas obsesivas de su quehacer.
Julio Galán, Sácate una muela (1994), óleo sobre tela.
En Germán Venegas es más explícita la pertenencia a un mundo tradicional mexicano de origen rural (en su caso el de la Sierra de Puebla —él es hijo de santero— y más fuerte la rudeza de su diálogo personal con una tradición establecida). Su obra temprana utiliza con frecuencia las técnicas de un arte francamente popular, como el cartón de las máscaras de feria o las tallas de madera policroma de los santos de pueblo. Esos medios, puestos al servicio de una intención diferente a la tradicional, creaban un espacio de desconcierto: lo consabido se enfrentaba a lo personal y novedoso. Andando el camino de su obra, Germán Venegas ha ido más hacia un hacer escueto, donde predomina el tallado en madera y el color se reduce a tonalidades grisáceas y sepias. Al mismo tiempo es de una gran complejidad formal: se aglomeran cuerpos, torsos, brazos, piernas, cabezas en superficies-relieves semicaóticas y sin embargo de cuidadoso, casi imperceptible orden. Los agregados de mecates, pelos o alambres aumentan la sensación de desamparo; un sentimiento trágico recorre la obra de este formidable artista.
Sergio Hernández
También muy ligado a su tierra originaria, la Mixteca Alta, es Sergio Hernández. Entre los nuevos artistas es quizá el que muestra mayor variedad de recursos y caminos divergentes. Transita por el dibujo y la acuarela con la misma tranquilidad con que se mueve en la escultura en metal, la cerámica o el óleo. Su obra variada tiende siempre a recrear el icono y establecer un espacio sagrado. Ha renacido los viejos dioses (oh, recuerdo de Artaud), sin nombre y sin culto, dioses personales que a tientas identificamos con otros que fueron.
Por otros rumbos de la figuración transitan Alberto Castro Leñero, creador de poderosas obras a partir de formas dibujísticas básicas. Carla Rippey, que remite sensualmente a sentimientos y formas de art nouveau; José Castro Leñero, que se sirve con desenfado de imágenes provenientes de la fotografía creando un mundo inquietante y sensual.
Alberto Castro Leñero, Barracuda no. 2, Oleo / tela 60 x 80 cm. 1984. Col Blaisten
Otros manejan la figura de una manera adrede no rigurosa, como un elemento que les da pie a una expresión más libre. Es el caso de Miguel Castro Leñero o bien de Renato González, en la pintura, y el de Manuel Marín principalmente en la escultura. En Gabriel Macotela (que fue miembro del Grupo Pentágono) la figuración llega a veces a límites extremos; podemos hablar de una abstracción-figuración; la ciudad, su orden caótico por definición, o bien el comentario de obras del pasado es el sustento de este artista que maneja con desparpajo todos los medios imaginables; la pintura, la escultura en fierro, la escultura en cerámica, os relieves, sus fabulosas maquetas de espacios y edificios imaginados, tanto como la creación de libros objeto, la obra efímera, la gran instalación-espectáculo Babel en el cine iris.
Gabriel Macotela, Ciudad, grabado, 2013
La figuración que glosa la obra de artistas del pasado ha tenido una presencia no soslayable en el país, cuyo antecedente para la generación joven está en Alberto Gironella o más recientemente en Arnaldo Coen. Las recreaciones de Oscar Ratto (Caravaggio) o de José Castro (Géricault) están en esa tendencia, así como las nueve vanitas, inspiradas en las del barroco del siglo XVII, de Luis Argudín.
El culto a la pintura abstracta se revirtió, especialmente en México, en la década de los ochenta. Parece indudable que predomina una vuelta a la figuración, así sea, como he dicho, una “figuración herida”. Pero en el caso mexicano la abstracción geométrica mantiene una indudable vigencia, especialmente en la escultura, con gente que cae fuera de mi campo textual, como Manuel Felguérez, Sebastián o Fernando González Gortázar, que trasciende a los nuevos, como Ernesto Álvarez y otros no pocos. La presencia de una geometría blanda (geometría sensible, la llamó el brasileño Roberto Pontual) s un hecho especialmente significativo, con pinores como Francisco Castro Leñero, creador de estructuras decantadas o, en la escultura, Jorge Yaspik, que trabaja grandes piedras contrastando las formas naturales con su intervención geometrizante, o Lucila Rousset, que maneja los metales con un sentido primigeniamente artesanal y pausadamente filosófico.
Francisco Castro Leñero. Blanco sobre rojo y negro, 2009. Acrílico y otros medios sobre tela. 79×79 cm (31 1/2 x 31 1/2 pulgadas).
Otros artistas están y permanecen legítimamente en el campo de la abstracción libre o lírica, en diversa medida. Pienso en la sensibilidad exquisita de Irma Palacios o en la cuidadosamente ordenada y de exaltado color de Miguel Ángel Alamilla, en la de recuerdos añejos como lo es la del oaxaqueño-poblano Villalobos, la refinada delicadeza de Jesús Urbieta o en la euforia formal de Jordi Boldó.
La presencia de artistas mujeres es muy significativa entre la generación que se hace notar a partir de los ochenta. Ya se ha visto en párrafos anteriores. No es sólo el hecho de que haya abundantes mujeres pintoras o escultoras o ceramistas, sino que a menudo éstas aluden de una u otra manera a su propio género como una asunción personal en su trabajo. Puede haberlas feministas combatientes, como Mónica Mayer, que utiliza muy variados medios, casi ninguno ortodoxo, la instalacionista Maris Bustamante… u otras no tan combativas pero siempre conscientes de su condición mujeril de lo que esto implica en la sociedad actual. En ese campo están Rowena Morales o Lucila Rousset.
La sola cita de algunos de los rumbos por donde transita el arte mexicano, de quienes no tienen sino acaso quince años de ejercicio, da idea de la amplitud de este panorama. Va de la abstracción lírica a la geométrica, la figuración que glosa formas y obras del pasado, la figuración libre, “instrumental”, la presencia de una intención de recurrir a ciertas fuentes de la cultura mexicana; el manejo de técnicas tan diversas que se sirven tanto de los instrumentos modernos de la imagen como, en el otro extremo, incorporan modos artesanales, o bien usan los pinceles o los soportes tradicionales. Además de ensamblajes, instalaciones, performances, acciones callejeras… Todo está permitido.
Esa variedad puede y debe entenderse como parte de lo que ha venido siendo, en el mundo entero, la posmodernidad. Entiendo por ella, aquí, el fin de las vanguardias (de las que México se mantuvo siempre a una cierta distancia), sobre todo el abandono de una idea lineal del proceso del arte, que dejaba fuera todo lo que no encajaba dentro de la sucesión sancionada canónicamente de movimientos o de ismos. Ahora, y diré que para bien, los artistas se pueden mover en cualquier dirección.
La posmodernidad en términos artísticos tiene en México, en estos quince años, peculiaridades que la enriquecen. Por un lado está la abundante tradición del arte mexicano, por otro la pluralidad cultural del país; está la ambivalencia que nos es constitutiva: en partes se toca con el primer mundo, en otras está a mucha distancia. Y además está el hecho de que la herencia de la cultura europea también es nuestra herencia legítima. Todo ello abre para cada artista un inmenso abanico de posibilidades, que muchos de ellos han sabido y podido aprovechar.
Hablo de “artistas en tránsito” porque entiendo que se han movido de la desconfianza y crítica al objeto artístico que prevaleció en los años setenta, hacia la restauración de ese objeto, su recuperación. Pero, como he señalado, entiendo que se trata ahora de un objeto herido, que muestra las marcas de lo que sucedió. Los artistas transitan, por los mil caminos que el mundo posmoderno les pone a disposición —esto es, el mundo que ellos han ganado—, hacia una nueva instauración del objeto de arte. Todavía no distinguimos bien cuál es éste y cómo será. Sabemos, sin embargo, que no será más como antes. Que responderá a la situación de este mundo convulso, insatisfactorio, trágico, del paso del milenio. Pero rico y tensamente esperanzado.
* Discurso de ingreso a la Academia de Artes, México, Academia de Artes, 1996. pp 7-21
ARTE, Sin categoría
La obra de Lipchitz es un ejemplo de nobleza y de salud. Todo en manos de este gran escultor, la forma, la luz, la sombra, adquiere una dignidad elevada a las más altas cumbres del espíritu.
Es difícil mantener siempre el cerebro en la punta del alma y que el alma, curiosa e insatisfecha, sepa escuchar la voz de la tierra y de la eternidad, aprenda a descifrar el misterio de sus propias tinieblas.
Muy pocos hombres saben escoger y discernir en medio de sus fantasmas internos; muy pocos saben destruir lo que hay que destruir y salvar lo que hay que salvar; muy pocos conocen las palabras mágicas del sésamo que abre las puertas del Sol. En realidad, nada es tan difícil como materializar nuestras sombras, llevar de lo abstracto a lo concreto todas esas larvas de sentimientos, de ideas y de emociones que se pasean en los subterráneos del espíritu.
Allí la tierra esconde magníficas minas de mármol, acá el artista guarda profundas minas de alma. Es preciso extraer la riqueza de ambas y luego saber acordar la materia geológica con la materia humana, de manera que la una sirva para que la otra pueda revelar la grandeza del sentido de la unidad cósmica que llevan en su frente los elegidos.
De nada habrían servido todas esas Venus dormidas en las entrañas de los montes griegos sin las manos del sol de los Fidias, que ellas aguardaron pacientes desde el principio del mundo. De nada servirían las maderas preciosas de África y de las Islas si sus habitantes no llevaran otras selvas encantadas en el pecho.
La obra de arte es una prolongación del espíritu, es una supervivencia del hombre histórico más allá de su momento en el tiempo. La verdadera obra de arte es el lenguaje de nuestras raíces, de nuestro ser más profundo. En verdad, no se trata de “hacer” belleza, sino de crear vida. Y todo aquel que sabe crear vida auténtica, todo aquel que sabe expresarse acordando sus instrumentos espirituales con los instrumentos físicos, es decir que sabe equilibrar sus leyes internas con las leyes del mundo, hará forzosamente obra de arte. El arte no es otra cosa que la expresión o el lenguaje de ciertos hombres.
El artista trabaja acaso por miedo a la muerte, por alargar su vida a través del tiempo. Por eso el lenguaje popular, que tan a menudo aparece lleno de adivinaciones, ha creado la expresión “encarnarse en una obra”. Acaso sólo se trata de olvidar o de engañar a la muerte creando vida. Y ese fondo patético que poseen todas las grandes obras de arte nace, seguramente, de esta lucha de la vida y la muerte.
Sólo se puede hacer vida conociendo o descubriendo la relación oculta que une los miembros dispersos del alma universal. Únicamente así puede el hombre crear un fantasma vital, una quimera nueva, y agregar a los seres y objetos del mundo los objetos y los seres de su pecho. Muy pocos son los que logran crear estas nuevas quimeras: muy pocos son los que logran revelar algo que no hemos visto nunca ante nuestros ojos atónitos, sea en poesía, en pintura, en escultura o en música. Estos pocos son los únicos que tienen interés y valor real en el tiempo. Los otros, los que viven convertidos en espejos, sólo tienen interés cuando necesitamos arreglarnos la corbata.
En escultura, Jacques Lipchitz pertenece al clan de los creadores. Sus quimeras son tan reales que producen en nosotros un eco intenso y profundo.
Lipchitz interroga los misterios del mundo con tal ardor que el misterio le responde. Nunca desmaya ante los problemas que se le presentan cada día, porque él sabe que cuando el cerebro trabaja y el corazón bate al unísono, la mano termina siempre por obedecer. Y se realiza lo que el espíritu quería realizar.
Lipchitz cree en el valor mágico-creador del arte, y la experiencia le enseña que, para llegar al acto creativo, es preciso un gran saber o la absoluta inocencia.
Según Lipchitz, la escultura obra sobre el hombre más directa y más fuertemente que las otras artes, porque trabaja con elementos naturales. Por discutible que sea esta afirmación, pues la poesía también trabaja con elementos tan naturales como la palabra, y lo mismo la pintura y la música, ella nos prueba, al menos, la pasión del hombre por su oficio. Lipchitz afirma con una hermosa paradoja de piedra: “La escultura es el arte menos material”, y añade como una explicación que ella es el sol al alcance de la mano. Esto seguramente porque el escultor es un modelador de la luz.
El artista en su trabajo constituye un rito. Se equivocan todos aquellos que buscan en el artista la realización de una idea preconcebida de la belleza, cuando en realidad sólo se trata de crear un objeto que por sus propias fuerzas naturales, por la importancia del mundo que descubre, se convierte en una realidad excepcional.
Una mala costumbre de juzgar según cánones antiguos y establecidos impide a la mayoría de los hombres ver claro en nuestras obras y les hace buscar en ellas lo que nosotros no pretendemos ni queremos darles. Algún día comprenderán que para el artista de nuestro tiempo la belleza o la fealdad son palabras con otro sentido que el que tienen para ellos. Nuestra belleza no es la misma.
Son aún numerosos los que califican de impotente al artista que no imita a la naturaleza o que no realiza en sus obras lo que ellos consideran como lo único digno de interpretación. Esto prueba ceguera, estrechez mental y una gran vanidad de su parte. Estos amantes furiosos del naturalismo más primario ignoran que esos artistas que ellos atacan, si quisieran, podrían complacerles y hacer obra de imitación naturalista (todos ellos han trabajado durante años en academias y conocen profundamente a los grandes clásicos, pero da la casualidad que aspiran a otra cosa).
A un artista como Lipchitz lo que puede interesarle en las obras del pasado es la manifestación del lenguaje humano de una época y sobre todo en su grado de diferenciación con el lenguaje de la naturaleza.
La obra de los verdaderos artistas de nuestro tiempo se caracteriza muy principalmente por la busca de una especie de autonomía. De ahí que todos hemos empezado por la rebelión, pues la rebelión es el primer paso para llegar a la autonomía.
Toda grande época será siempre una época de rebelión con vistas a la superación y a la independencia espiritual. Es el instante más potente, más vital y más rico en la vida del hombre. No se concibe un pensamiento poderoso que no sea revolucionario. Casi diría que el hecho mismo de pensar ya implica revolucionar.
Los más grandes artistas pueden equivocarse en lo que dicen, en sus teorías, en la manera como explican y defienden sus obras, pero no se equivocan en ellas mismas, pues ellas son la expresión de sus raíces profundas. Ellas están por encima de toda metafísica, porque ellas “son” y están fuera del campo de las discusiones sobre lo que “podría ser”. Lipchitz tiene razón cuando me afirma que muy a menudo los artistas dicen cosas lamentables y hacen cosas sublimes, y que si se debiera juzgar a Ingres por sus escritos, deberíamos tenerle por un mediocre. En las primeras obras de Jacques Lipchitz se advertía el predominio de la rebelión en el lenguaje, una preocupación de afirmar sus palabras plásticas independientes en relación con el espectáculo externo de la naturaleza. Ahora se ve en ellas un engrandecimiento del sujeto. Lipchitz no es naturalista, pero tampoco acepta el arte abstracto. El se pretende realista, pero su representación de la realidad está tan alejada del motivo inicial que se convierte en una transfiguración y sólo tiene valor en cuanto a transfiguración.
Ante sus obras se siente palpitar un mundo intangible que él hace tangible. Para hablar de ellas deberíamos recurrir a la poesía. Sólo la poesía de la palabra puede hacer sentir y explicar el conjunto admirable de las obras de este gran escultor. Sólo la poesía puede traducir el espíritu en tensión constante de Jacques Lipchitz, de este hombre que parece llevar en una mano la luz y en la otra la sombra; en una mano la línea y en la otra el volumen; de este hombre que quisiera hacer con el aire cosas más pesadas que la piedra y con la piedra cosas más ligeras que el aire. Alma de verdadero poeta, su idioma graba en la piedra un mundo nuevo. Alma de creador, no busquéis en él lo cotidiano, lo habitual, sino aquello que sale de nuestra pequeña realidad inmediata y entra en un mundo de otros climas.
Arlequín, 1917, escultura de Jacques Lipchitz. Obra perteneciente a la colección de arte de Vicente Huidobro.
“Jacques Lipchitz, Escultor“. Traducción de la “Introduction” en el libro Jacques Lipchitz, colección de 45 fototipos de esculturas de Lipchitz (París: Éditions du Carrefour, 1930). Reproducido en Obras completas (1964). El texto apareció antes en el boletín de suscripción para la adquisición de esta obra en una hoja impresa en papel azul (13,5 x 21 cm). En estas fechas Lipchitz cerraba su etapa cubista (1919-1930).
VICENTE HUIDOBRO. Escritos sobre las artes EDICIÓN, ESTUDIOS Y NOTAS CRÍTICAS Macarena Cebrián López y Belén Castro Morales TEXTOS EN ESTUDIOS CRÍTICOS Samuel Quiroga y Renzo Vaccaro Edición: Universidad Católica de Temuco y Origo Ediciones 2015
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