E. M. Cioran / Aforismos 1

E. M. Cioran / Aforismos 1

 

Hay un conocimiento que le quita peso y alcance a todo lo que se hace: para él todo, fuera de él mismo, carece de fundamento. Puro hasta aborrecer incluso la idea del objeto, expresa aquel saber extremo según el cual da igual cometer o no cometer un acto, a la vez que implica una satisfacción también extrema: la de poder repetir, en cada encuentro, que nada de cuanto se haga merece la pena, que nada está realzado por rastro alguno de sustancia, que la  ‹‹realidad›› se inscribe en el campo de la insensatez. Tal conocimiento debería ser llamado póstumo, ya que se presenta como si el que conoce estuviera vivo y no vivo, ser y reminiscencia de ser. ‹‹Es cosa pasada››, dice de todo lo que realiza, en el instante mismo del acto, el cual, de esa manera queda para siempre desprovisto de presente.

 

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No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento. Nos debatimos como sobrevivientes que tratan de olvidarla. El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento.

Nos repugna, es verdad, considerar al nacimiento una calamidad: ¿acaso no nos han inculcado que se trata del supremo bien y que lo peor se sitúa al final, y no al principio, de nuestra carrera? Sin embargo, el mal, el verdadero mal, está detrás, y no delante de nosotros. Lo que a Cristo se le escapó, Buda lo ha comprendido: ‹‹ Si tres cosas no existieran en el mundo, oh discípulos, lo Perfecto no aparecería en el mundo…›› Y antes que la vejez y que la muerte, sitúa el nacimiento, fuente de todas las desgracias y de todos los desastres.

 

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Se puede soportar cualquier verdad, por muy destructiva que sea, a condición de que sea total, que lleve en sí tanta vitalidad como la esperanza a la que ha sustituido.

 

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¿Con qué derecho os ponéis a rezar por mi? No tengo necesidad de intercesores, me las arreglaré solo. De un miserable, tal vez lo aceptaría: de nadie más, aunque se tratará de un santo. No tolero que se preocupen por mi salvación. Si le temo y le huyo, qué indiscretas resultan entonces vuestras plegarias. Dirigidlas a otra parte, de todas formas no estamos al servicio de los mismos dioses. Si los míos son impotentes, no hay razón para creer que los vuestros lo sean menos. Y aun suponiendo que sean tal y como los imagináis, todavía les faltaría el poder de curarme de un horror más viejo que mi memoria.

 

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Des-hacer, des-crear, es la única tarea que el hombre puede asignarse si aspira, como todo lo indica, a distinguirse del Creador.

 

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Haber cometido todos los crímenes: salvo el de ser padre.

 

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Por regla general, los hombres esperan la decepción: saben que no deben impacientarse, que llegará tarde o temprano, que les concederá los plazos necesarios para que puedan entregarse a sus actividades momentáneas. Con el desengaño sucede de otra manera: para él la decepción sobrevino en el momento mismo de la acción; no necesita acecharla porque está presente. Al liberarse de la sucesión, ha devorado lo posible y convertido el futuro en superfluo. ‹‹Yo no puedo encontraros en vuestro futuro, dice a los otros. No tenemos un solo instante que nos sea común.›› Y es que para él, el porvenir está ya ahí.

Cuando se percibe el fin de los comienzos, se va más aprisa que el tiempo. La iluminación, decepción fulgurante, otorga una certeza que transforma al desengañado en liberado.

 

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Me desligo de las apariencias y, no obstante, me enredo en ellas; mejor dicho, estoy a medio camino entre esas apariencias y eso que las invalida, eso que no tiene ni nombre ni contenido, eso que no es nada y que es todo. Nunca daré el paso decisivo fuera de ellas. Mi naturaleza me obliga a flotar, a eternizarme en el equívoco, y si tratara de decidirme, sea en un sentido o en otro, perecería por salvarme.

 

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Mi facultad de decepción sobrepasa el entendimiento. Ella es quien me hace comprender a Buda, pero también es ella quien me impide seguirlo.

 

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Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación.

 

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Si la muerte sólo tuviera facetas negativas, morir sería un acto impracticable.

 

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Todo es; nada es. Una y otra fórmula aportan igual serenidad. El ansioso, para su desgracia, se queda entre las dos, tembloroso y perplejo, siempre a merced de un matiz, incapaz de establecerse en la seguridad del ser o de la ausencia de ser.

 

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Estar vivo; de pronto me sorprende lo extraño de esta expresión, como si no estuviera referida a nadie.

 

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Cuando se vuelve a ver a alguien después de muchos años, habría que sentarse, uno frente al otro, y no decir nada durante horas para que, al amparo del silencio, la consternación pudiese saborearse a sí misma.

 

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Días milagrosamente cuajados de esterilidad. Y yo, en vez de alegrarme, de cantar victoria, de convertir esa sequedad en fiesta, de ver un ejemplo de mi realización y madurez, de mi desapego, me dejo invadir por el despecho y el mal humor: así de tenaz es en nosotros el hombre viejo, la chusma turbulenta incapaz de hacerse a un lado.

 

DEL INCONVENIENTE DE HABER NACIDO. E.M. Cioran. Versión española de Esther Seligson, revisada por la editorial para la 2ª edición. Taurus Ediciones, 1987.

Franz Kafka. Cuatro relatos

Franz Kafka. Cuatro relatos

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave: aunque todo mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizás alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

Sin embargo, las sirenas poseen una arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de la felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera), no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus chorreantes cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, hubieran perecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

 

EL PROLETARIO SIN BIENES

Obligaciones:

  1. No poseer ningún dinero; no tener ni aceptar lujos. Sólo es posible tener lo siguiente: vestidos sencillos (a determinarse individualmente), lo necesario para las labores, libros y alimentos para el consumo propio. Todo lo demás pertenece a los pobres.

 

  1. El trabajo será el único medio para ganarse el sustento. No esquivar tareas mientras se tengan fuerzas para ello, salvo cuando se pueda afectar a la salud. Elegir uno mismo su trabajo; si ello no es posible, someterse a la decisión del Consejo del Trabajo, dependiente del Estado.

 

  1. Sólo trabajar para el sustento (establecerlo en forma individual según las regiones, por el plazo de dos días).

 

  1. Vida moderada. No tomar más alimentos que los imprescindibles; sea la ración mínima (y, en cierto modo, la máxima), la que sigue: pan, agua y dátiles. Comida de paupérrimos. Alojamiento de paupérrimos.

 

  1. Conceptuar la relación con el patrón como relación de confianza; jamás reclamar la intervención de las leyes. Concluir toda tarea comenzada bajo cualquier circunstancia, salvo por razones de salud.

 

 

Derechos:

  1. Jornada máxima de seis horas de labor. Para trabajos físicos, de cuatro a cinco horas.

 

  1. Recepción en clínicas y hogares de ancianos costeados por el Estado en caso de enfermedad o de avanzada edad no apta para el trabajo. Vida laboriosa como una cuestión de conciencia y de fe en el prójimo.

 

Propiedades privadas: cederlas al Estado a fin de fundarse sanatorios y hogares.

 

Por lo menos en el principio, exclusión de personas independientes, casados y mujeres.

 

Debates (obligación grave) con participación del gobierno.

 

También actividades de tipo capitalista (dos palabras ilegibles)

 

Donde se requiera ayuda, en regiones alejadas, en los hogares de los pobres, acudir como maestro.

 

Cantidad máxima: 500 hombres

Prueba de un año.

 

 

DE LA MUERTE APARENTE

Quien haya padecido alguna vez de muerte aparente, podrá contar cosas espantosas; sin embargo, no podrá decir cómo es después de La muerte. Es más, ni ha estado más cerca de ella que otros; en el fondo, tan sólo ha “sentido” algo especial, y la vida común, no la extraordinaria, se ha convertido en algo más valioso con ello. A todo aquel que haya experimentado algo peculiar le sucede una cosa similar. Con toda seguridad Moisés, por ejemplo, experimentó sobre el Monte Sinaí algo “especial”; pero, en lugar de asombrarse de ello, como tal vez lo haría un muerto aparente, que no se anuncia y se queda en el ataúd, bajó corriendo del Monte y, desde luego, tuvo cosas importantes que contar, y amó a los hombres, de los cuales había huido, mucho más que antes, dando entonces su vida por ellos, casi podría decirse por agradecimiento. De ambos, sin embargo, del que vuelve de la muerte aparente, y de Moisés que regresa, puede aprenderse mucho, pero no podemos conocer lo decisivo, pues ellos mismos no lo han llegado a saber. Y si lo hubieran llegado a saber, no hubieran regresado. Esto podría verificarse si, por ejemplo, alguna vez quisiésemos vivir “con un salvoconducto” para tener la certeza del retorno, la experiencia del muerto aparente o de Moisés, o incluso que deseáramos la muerte, pero ni siquiera en pensamiento querríamos permanecer en el Monte Sinaí o vivos en el ataúd, sin posibilidad alguna de retorno…

(Esto, ciertamente, nada tiene que ver con el temor a la muerte…)

 

 

LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

Con el correr del tiempo, Sancho Panza, que por otra parte, jamás se vanaglorió de ello, consiguió, mediante la composición de una gran cantidad de cuentos de caballeros andantes y de bandoleros, escritos durante los atardeceres y las noches, separar a tal punto de sí a su demonio, a quien luego llamó don Quijote, que éste se lanzó inconteniblemente a las más locas aventuras; sin embargo, y por falta de un objeto preestablecido, que justamente hubiera debido ser Sancho, nunca llegaron a dañar a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió de manera imperturbable, tal vez en razón de un cierto sentido de compromiso, a don Quijote en sus andanzas, y obtuvo con ello un grande y útil solaz hasta su muerte.

 

INFORME PARA UNA ACADEMIA DE FRANZ KAFKA.  Tomado de ERZAHLUNGEN UND KLEINE PROSA. Ediciones Nuevomar. Primera edición. 1979

 

 

 

 

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