1. Valores estereognósticos y espaciales de la escultura

 

Hablar acerca de la escultura es tarea de por sí ardua y peligrosa. Este arte que durante siglos y milenios estuvo casi identificado con la representación del elemento antropomórfico —o al menos zoomórfico—, se ha desvinculado en nuestros días de todo nexo con el mundo exterior, en grado no menor a como lo ha hecho la pintura, mas con la diferencia de que así como podríamos decir que la pintura, aun en el pasado, estuvo más ligada al color que a la forma (tanto que artistas como Delacroix llegaron a afirmar que el valor cromático tenía preminencia sobre el representativo), la escultura mantuvo una constante función representativa de la realidad fenoménica, por lo que la súbita sacudida que ha experimentado en los últimos cincuenta años ha sido más violenta y acusada. Naturalmente es fácil objetar que los escultores de la antigüedad ya habían hecho uso de elementos plásticos en versiones profundamente abstractas: bien conocidas son las deformaciones tan estudiadas que sufrieron, por ejemplo, las figuras romanas reproducidas en las monedas célticas, lo mismo que se sabe la extremada simplificación formal a que se llegó en algunas estatuillas cicládicas y nurágicas, por no hacer referencia a artes alejadas de nosotros como el arte maya o el tolteca.

 

Más a pesar de todo, el elemento naturalista estuvo siempre presente, aun en las representaciones predominantemente abstractas, por lo que creo que no es posible, sino en nuestra época, hablar justificadamente de una escultura desligada de la representación más o menos deformada y simbólica del hombre y de la naturaleza.

 

Quien observe el desenvolvimiento de la escultura a lo largo de los milenios de la historia humana, habrá de admitir que la escultura, como la danza, es una de las primeras y más intensas formas de expresión con que el hombre logra dar vida a un simulacro tangible y visible de un organismo con estructura, y en cierto modo “viviente”. Pero si en la danza esta manifestación tiene una vida temporal y efímera, que desaparece al cesar la danza, en la escultura, por el contrario, la creación adquiere una perennidad, tanto más absoluta cuanto más sólido y duradero es el material que ha servido de instrumento y medio para lograr la obra. Ahora bien, desde el fetiche africano hasta el tótem polinésico, desde la máscara entretejida con mimbres al lingam de piedra, desde la compleja y articuladísima estatua de Krishna a la Venus esteatopigia o a la auriñaciense de Lespugue, es fácil rastrear las huellas de la misma complacencia del hombre al lograr dar forma y por tanto vida, aunque sea simbólica y abstracta, a un material originariamente amorfo trasmutado en reconocible e inconfundible.

 

Y no sólo eso, pues si atribuimos algún valor a los instrumentos sensoriales que son, en definitiva, los que nos permiten el disfrute debido del fenómeno artístico, podemos aventurarnos a decir que la escultura es la única de las artes visuales que solicita para su percepción además del sentido de la vista el del tacto, y más bien una peculiarísima componente de él.

 

Sin embargo, no diremos, con Susan Langer, que la importancia sensorial del tacto se deriva de su facultad de crear “una semblanza de un espacio cinético”, pues en realidad no creemos que sea ésa la función explícita de la escultura. Mas, en mi opinión, la importancia sensorial que el tacto reviste, además de la vista, en la apreciación de la obra plástica, es debida a la necesidad que sentimos de hacer intervenir nuestra sensibilidad estereognóstica al lado de la visual y al lado también de la normal sensibilidad táctil superficial. Dicho en otras palabras, si la vista nos permite apoderarnos de la imagen global —como de la arquitectónica o pictórica— conservamos, sin embargo, la sensación de que para un justo y profundo conocimiento del peculiar ambiente espacial en el que la escultura se aloja y desarrolla es también necesaria la intervención de nuestro sentido estereognóstico (que, desde el punto de vista fisiológico, se sabe, se halla situado en estructuras anatómicas diferentes a las de la común sensibilidad táctil, superficial). Podríamos, pues, metáforas aparte, hablar de sentido de la estructura espacial además del simple sentido del tacto.

 

En el capítulo de la arquitectura, digo que ésta en los tiempos antiguos estuvo casi siempre de tal manera ligada a la plástica que acaso es imposible delimitar la frontera entre las dos artes. Pues bien, esto nos persuade de que los hombres de tiempos remotos y también de periodos posteriores (como el gótico, el románico, y hasta el mismo barroco) sintieron la necesidad de superponer a sus construcciones edilicias, a los lugares para el culto, y a la vivienda misma, la imagen plásticamente metamorfoseada del hombre y de las creaciones naturales, para hacer más orgánicamente “naturalista” su propia vivienda. También este hecho parece ahora perdido de manera análoga y por análogas causas a las que han motivado la desaparición de las paredes pintadas al fresco y en general, de las representaciones que durante tantos siglos cubrieron la desnudez de los muros.

 

Y no se piense que la causa de la desaparición de la ornamentación pictórica y plástica de nuestra arquitectura a partir del “ochocientos” deba buscarse en la simple voluntad de pureza lineal o de independencia entre las tres artes: la razón es otra; el hombre ya no siente necesidad de hacer arte “a semejanza suya”, necesita por el contrario, crear un arte que asuma su propia presencia autónoma e independiente.

 

 

  1. Figuración y monumentalidad en la escultura moderna

 

Efectivamente, si al contemplar la escultura moderna tratamos de abrirnos paso en la intrincada selva poblada por láminas retorcidas, sutiles hilos metálicos, hinchadas protuberancias marmóreas, superficies cóncavas y casi vacías, o de cintas y filamentos entretejidos, ¿cómo habremos de valuar y definir obras tan dispares, y de tan escasa analogía con las del pasado?

 

Tengo por cierto que en la escultura actual, como en la de siempre, el elemento que con mayor insistencia entra en juego es la modulación espacial; la modulación tangible y táctil, como antes dije: la que crea la estructura, la forma, el cuerpo, capaz de abarcar y der ser abarcado por el espacio y cuya naturaleza está íntimamente ligada al material empleado. Sólo esta característica nos permitirá establecer la comunidad entre las rocas talladas de Mesopotamia y las figuras monolíticas de Brancusi, entre las estatuillas cicládicas y las Galaxias de Kiesler, entre las grandes estatuas barrocas del Alejadinho y las ramas talladas y repujadas de Mirko.

 

Y esto nos permitirá también conceder carta de ciudadanía al vasto sector de las formas espaciales alambicadas y puras creadas por Pevsner, Gabo, Bill y Vantongerloo,     que son en realidad, más que verdaderas esculturas, construcciones de líneas de fuerza en el espacio, y que han tenido considerable importancia porque han permitido a la escultura acercarse a la pureza diáfana de toda su estructura orgánica —presente en las estatuas futuristas de Boccioni, en las cubistas de Picasso y Zadkine, en las expresionistas de Barlach, y en las purísimas de Brancusi que finalmente llega a sublimarse y agotarse. Y si la época del constructivismo plástico de Malevic y Tatlin ya es tiempo pasado, se debe, sin embargo, a las audaces anticipaciones de esos artistas el que asistamos en la actualidad a la vigorosa renovación de la escultura, que yo creo supera a las de la arquitectura y la pintura. Todos los jóvenes escultores ingleses de la nueva generación —que a continuación de Moore y de Hepworth— sacaron a Inglaterra al escenario artístico después de años de letargo (como Chadwick, Butler, Armitage, Turnbull, Paolozzi) y la nueva generación de los americanos (David Smith, Lippold, Lassaw, Hare, Roszac), para no hablar de los grandes maestros que les precedieron, como Brancusi, Arp, Laurens, Archipenko, Lipschitz, se expresaron en el mismo sentido. ¿Debemos quizá lamentarnos de que esta renovación de la escultura haya sido en detrimento de la componente “humana” que hasta ayer era la más destacada característica de este arte? ¿Podemos juzgar acabada para siempre la época de oro que contempló las obras de Fidias y Policleto, de Nicola y de Nino, de Antelami y de Wiligelmo?

 

No creo que el destino de la escultura sea diferente al de las otras artes: el devenir del arte es incesante, continuo: la rigidez y la paralización equivalen al fin. Basta con detenerse en cualquier cementerio y recorrer con la vista la selva desolada de simulacros marmóreos, capillas y estatuas neogóticas y neoclásicas, neobizantinas y neobarrocas, prodigadas por doquier por los “escultores de cementerio”, para comprender en dónde se anida verdaderamente la muerte del arte.

 

Por algo, sin duda, algunos dominicos iluminados, denunciaban como bondieuserie el falso arte religioso que invade y anega muchas iglesias de hoy.

 

Es difícil prever el destino futuro de la escultura; pienso, a pesar de todo, que es consolador comprobar que, en los últimos años, se advierten varios intentos de reincorporar la plástica a la arquitectura, bien como “monumento” aislado o bien en superposiciones plásticas, con frecuencia bastante acertadas.

 

Ejemplos como los de Moore en el Time-Life Building de Londres, Lipschitz en el ministerio de Educación de Río, de Noguchi en la Lever House de Nueva York, de Arp y Laurens den la universidad de Caracas, de Mirko en las Cuevas de Ardea, son de verdad prometedores, y nos hacen confiar en una futura comunión de las dos artes; sin que por esto pretendamos llegar al concepto de “síntesis de las artes” preconizado por Le Corbusier con resultados muy a menudo ambiguos y además decididamente negativos.

 

Nos parece otro hecho positivo que los escultores modernos hayan sabido adueñarse con facilidad e inventiva de los materiales nuevos más extraños, en realidad de los más desagradables, y los hayan tratado con una técnica que, de pronto, los ha trocado de golpe en “artísticos”, de igual manera que en la pintura el empleo de tela de saco, esmaltes, cementos, ha brindado nuevos impulsos al artista cansado de los medios tradicionales. Las láminas retorcidas y oxidadas, las astillas leñosas, las concreciones de cemento, los alambres, han dado así vida a nuevos seres plásticos, animados con frecuencia de una vitalidad no inferior a la que hacía decirse en su tiempo, a propósito de la obra de algún maestro antiguo, que “tenía el soplo de la vida”. La función del artista en definitiva, hoy como ayer, es la de insuflar vida a la materia muerta, la de “espiritualizar” el material ciego y mudo; la de introducir lo formativo en una forma todavía amorfa. Esta función está siempre presente en las obras de nuestros mejores artistas plásticos.

 

 

  1. Calder y la escultura móvil

 

Otro de los “nuevos” fenómenos, cuya aparición se ha realizado en nuestra época, es el surgir de las creaciones llamadas móviles, que deben su desarrollo a Alexander Calder sobre todo. El móvil, como es sabido, no es otra cosa que una estructura plástica —de lámina, madera, materiales plásticos— susceptible a moverse al mínimo soplo de aire.

 

Acaso sea ésta la primera vez que el hombre ha sentido la necesidad de infundir dinamismo a la plástica. Después de haberla ahuecado, aligerado, hecho transparente (Gabo, Pevsner, Moholy), de haber hecho evidente su esqueleto (Lassaw, Roszack, Chadwick), después de haberla dilatado (Laurens), alargado (Giacometti) derrumbado (Zadkine), compenetrado (Lipschitz, Armitage) habría de llegarse a ponerla en movimiento. Fue Calder quien emprendió esa tarea (con otros artistas más concretos y constructivos como Munari, Kenneth Martin, o con sentido más brutal y cruel, como Chadwick en sus balanced sculptures.

 

De esta manera, la escultura moderna —desentrañada hasta el hueso, carcomida, corroída, muy a menudo reducida al “vacío” de un espacio cerrado en un entretejido de cuerdas sutiles (Barbara Hepworth)— ha adquirido una vitalidad nueva, se ha adueñado de materiales, aparentemente toscos, de artesanía, pero que son —además del mármol y la madera— los verdaderos materiales de nuestra época. (Quizá esta sea la razón por la que las construcciones de lámina, de César, D. Hare, D. Smith, Noguchi y Franchina, nos parecen más auténticas.)

 

Calder, en definitiva ha forjado sus creaciones siguiendo un impulso en el que peso y levedad se equilibran.  No es casual que sea el equilibro la base de todas sus creaciones: equilibrio estático y dinámico a la vez; estático aún en los móviles, dinámico aún en los estables:  una especie de vibración misteriosa recorre estos cuerpos, desde las esferillas blancas y negras que aparecen más livianas todavía en lo más alto de las tenues antenas metálicas, hasta las gruesas y ásperas láminas de acero cargadas de fuerza de gravedad, y que, sin embargo, se mueven por un soplo. Un soplo: la materia aérea (la matière aérienne, diría Bachelard) es quien da vida a estas pesadas estructuras; la que transforma una lámina de metal de varios kilos —o varios quintales— en una materia tan liviana como una pluma en el aire.

 

GILLO DORFLES. El devenir de las artes. Fondo de Cultura Económica. Breviarios 17. México 1963.

 

 

 

 

 

Abrir chat
¿En qué lo puedo ayudar?
Bienvenido
En qué podemos ayudarte