Conviene que te prepares para lo peor.

Así, en la entonación preocupada y amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre todo ex compañero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de Mariano, había repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde hacía cuatro semanas. En aquel instante había disimulado, había sonreído amargamente, y hasta había dicho: “no te preocupes, hace mucho que estoy preparado”. Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca. Cuando le había pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su antigua amistad (“te juro que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo”), le dijera el diagnóstico verdadero, lo había hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, sí, pero que esa verdad fuera su salvación y no su condena. Pero Octavio había tomado al pie de la letra su apelación al antiguo afecto que los unía, le había consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras los gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: “Es imposible decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis, radiografías, una completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco. Lo único que podría decirte es que de este primer examen no saco una buena impresión. Te descuidaste mucho. Debías haberme visto no bien sentiste la primera molestia”. Y luego el anuncio del primer golpe directo: “Ya que me pedís, en nombre de nuestra amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te diré que, por las dudas­…” Y se había detenido, se había quitado los anteojos, y se los había limpiado con el borde de la túnica. Un gesto escasamente profiláctico, había alcanzado a pensar Mariano en medio de su desgarradora expectativa. “Por las dudas ¿qué?, preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ahí se desplomó el cielo: “Conviene que te prepares para lo peor”.

De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografías, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. En una sola ocasión cuando volvió a casa y se encontró solo (Águeda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), había perdido todo dominio de sí mismo y allí, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Águeda, con ceño escéptico, con ojos entornados. Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería de algún modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si hubiera esperanzas? O una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, una diminuta esperancita en mínimo singular. ¿Y si los análisis, las placas, y otros fastidios, decían al fin en su lenguaje esotérico, en su profecía en clave, que la vida tenía permiso para un año más? No pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a que el dolor había disminuido significativamente, aunque no se le ocultaba que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su expectativa se volvía casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no podía llegar al consultorio en ese estado, y decidió sentarse en un banco de la plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se sentía con fuerzas como para entablar el consabido diálogo sobre el tiempo y la inflación), y esperó a tranquilizarse. Águeda y Susana, Susana y Águeda. ¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en ese instante era capaz de decidirlo? Águeda era la comprensión y la incomprensión ya estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la sorpresa iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia  nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. Águeda y Susana. Susana y Águeda. No podía decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso instante en que debió saludar con la mano al antiguo compañero de trabajo), sencillamente porque pensaba en ellas como en cosas suyas, como sectores de Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por cuenta y riesgo propios. Águeda y Susana, Susana y Águeda, eran en este instante partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que lo amenazaba. Además estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él no quería, no, no quería, no, no quería ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algún momento tendría que afrontarlo, no quería pensar porque entonces si se derrumbaría y ni siquiera tendría fuerzas para llegar al consultorio. Había que ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que allí iba a ser menos egoísta, más increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en ellos, o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata tristeza que los acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce, afrodisiaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja No. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los otros; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente.

Ahí tocó fondo su desesperación y, paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas le respondían, y acabó de cruzar la plaza. Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin agitación exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vió cómo el sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes de que se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición, dejó la propina de siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río Negro a la derecha, y a mitad de la cuadra se detuvo, subió hasta un quinto piso, y oprimió el botón del timbre junto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, médico.

 

—Lo que me temía.

Lo que me temía era, en estas circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había hablado larga, calmosamente, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio, incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su amigo, pero que con seguridad lo había desorientado. “Pero si estoy bien”, dijo tan sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. “Además”, dijo el médico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, “además vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro, entendés, seguro, que una operación sería un éxito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para fortalecerte con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar contra . . . “ Y así sucesivamente. Mariano sintió de pronto una implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para volver a la desesperación. La seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar la nueva certeza. Así mientras Octavio seguía diciendo: “. . . y además da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco, así que no habrá ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y . . .”, Mariano sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez en muchos días) de algún modo satisfecha, conforme.

Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrentó a un estado de ánimo que le pareció una revelación. Era de noche, claro, pero ¿porqué las luces quedaban tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda móvil del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal, sí, pero ¿por qué esas figuras que pasaban a medio metro de su mano, eran sin embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a él como a través de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por qué las casas de enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por qué los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo, reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que la baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa leprosa que era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensación de que los objetos se iban, se apartaban locamente de él, pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más que esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Águeda, ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja No. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que venía quién sabe de dónde, no tan enorme después, valía la pena dejar la isla baldosa, más chico luego, valía la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño, más pequeño, sí, insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si el foco, el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez kilómetros y también a diez centímetros de unos ojos que nunca más habrán de encandilarse.

 

MARIO BENEDETTI. La muerte y otras sorpresas. Siglo XXI Editores. México, decimoquinta edición,  1980

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