LETRAS
- Gitón (1)
El llamado Luis Gián, hijo de un pequeño comerciante de aceite en Niza, jamás había manifestado la más ligera devoción, contrariamente a los demás niños quienes, al menos durante la época de la primera comunión, daban prueba de emotiva piedad.
El vicario cojo de Santa Reparata le había dicho un día durante el catecismo, mientras limpiaba sus anteojos en su mugrosa sotana:—A ti Luis, te va a ir muy mal, porque eres falso. Al verte, pareces un ángel, pero en verdad, eres asqueroso como una chinche arrodillada. Te burlas de mí, lo sé y puedes hacerlo, pero, no se burla uno de Dios. Lo aprenderás algún día, antes de lo que crees.
Luis Gián había oído, de pie y con la vista gacha, el regaño del vicario. Pero, en cuanto éste le hubo dado la espalda, el impío remedó su cojera y canturreó:—Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.
El joven nicense no se compuso. Hasta los catorce años se apareció muy poco por la escuela y se entregó al libertinaje bajo los puentes de Paillon y en el Castillo, primero con muchachitos de su edad, luego con niñas.
A los catorce años lo enviaron de aprendiz con un fabricante de camisas y dejó la vieja ciudad de Niza, con sus perfumes de frutas aromáticas a las que se mezclaban los olores de la carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, para vivir en una tienda de la ciudad nueva. Desde los primeros días tanto el patrón como la patrona, buenos comerciantes al fin, se fijaron en él. De día no lo tenían desocupado ni un instante… de noche tampoco.
La patrona era pelirroja como una naranja, pero el patrón olía a pissala (2). Durante el carnaval, un ruso quincuagenario y meticuloso se robó a Luis Gián y le pidió que lo llamara “¡mi general!” mientras que él le decía “¡Ganímedes!”
Habiéndose percatado de la exigencia y avaricia del ruso, Luis le robó y lo abandonó.
Luego se prodigó a un turco brutal y goloso.
El turco, habiéndose arruinado en Monte Carlo, fue reemplazado por un americano. Luis Gián había caído en la cuenta que su fructuosa condición lo condenaba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.
Sin embargo no supo conservar en la fortuna aquella serenidad que es el privilegio de los virtuosos. Despreció a sus antiguos compañeros y pasaba junto a ellos sin parecer verlos. Éstos al principio pagaron desprecio con desprecio. Cuando se lo encontraban siempre hacían el ademán que consiste en colocar el brazo izquierdo en el ángulo del brazo derecho doblado y agitar el puño derecho cerrado. O también, cuando pasaba mimaban la obscena letra Z en un alfabeto mudo que emplean mucho los habitantes de Niza, Mónaco, Turbes y Mentón.
Al fin, la mala conducta de Luis Gián horrorizó al cielo, tanto como a sus antiguos compañeros. El que mea contra el viento, se moja la camisa; quiso Dios castigar con la ley del talión los pecados de Gitón.
Cuatro jóvenes, que en realidad no valían más que Luis Gián, lo esperaron una noche en que había ido solo al teatro. Se habían emborrachado con ese vino corso que lejos está de conservar la fama que tuvo en el siglo XVI; luego se escondieron y lo esperaron frente a la mansión donde el sodomizado vivía con un mórbido austriaco.
Cuando después de media noche, llegó Luis Gián, se arrojaron sobre él, lo amordazaron y, habiéndolo subido hasta la reja de la mansión, lo empalaron y huyeron dándose de manazos.
El empalado murió, quizá voluptuosamente. Era hermoso como Adonis. Las luciérnagas resplandecían a su alrededor…
2. La bailarina
Leí, hace mucho tiempo, de un viejo autor, este auténtico o legendario relato de la muerte de Salomé. No recargaré el cuento con palabras hebreas, ni descripciones exactas de trajes y palacios; son sofisticaciones que hubiesen dado al relato ese exotismo tan de moda hoy en día. La verdad es que mi ignorancia me impidió hacerlo; e incluso he conservado los mismos nombres que mis personajes tiene en nuestros evangelios.
Los que hicieron morir a San Juan Bautista fueron castigados. Herodías se prendó de la apetitosa flacura del penitente que invitaba a los hombres a bañarse. Aunque actuó como José en la casa de Putifar, Juan Bautista, el devorador de langostas, sin duda sintió deseos carnales, rápidamente reprimidos, hacia aquella que quería poseerlo. En cuanto Herodías, incestuosa según la ley judía, se hubo desposado con su cuñado Herodes Antipás, unos ligeros celos se mezclaron con los reproches hechos por el Bautista. Salomé, engalanada, emperifollada, jaspeada, pintada, bailó ante el rey y, excitando una voluntad doblemente incestuosa, obtuvo la cabeza del santo que a su madre había sido negada.
Herodías recibió en charola de oro la cabelluda cabeza de rostro barbado. Despertando de pronto su pasión, besó ardientemente los labios violáceos del Bautista degollado. Pero su resentimiento fue más fuerte y lo satisfizo perforando con agujas la lengua, los ojos y todas las partes del ensangrentado rostro. Cesó el sacrilegio con la muerte de Herodías quien, al seguir jugando con la preciosa cabeza, sucumbió según todos los indicios, tras una ruptura de aneurisma.
Esta orgullosa mujer no permaneció en el infierno. Forma parte de esas hordas de espíritus que pueblan los aires, y que, cuando son buenos, me gusta mucho llamarlos dioses. Entiendo por dios, desde luego, toda cosa sobre la cual el poder del hombre es nulo y no aquella alma del mundo que Espeusipo de Atenas fue el primero en creer que gobernaba al universo sin entendimiento. En las noches de tormenta, Herodías anunciada por el ulular de las lechuzas y el terror de los animales, conduce una fantástica cacería por encima de nuestros bosques.
Herodes Antipás, rey de Judea, cuyo poder equivalía al del sultán de Tunez en nuestros días, fue exiliado por Tiberio y murió desdichado en Lyon.
Salomé, cuya hermosa danza había cegado al rey, murió bailando; extraña muerte, envidiada por las bailarinas.
Esta dama bailó una vez durante una fiesta, en una terraza de mármol incrustada de serpentina de un procónsul. Éste se la llevó, al abandonar Judea, a una provincia bárbara del norte del Danubio.
Sucedió que, habiéndose perdido sola un día de invierno en la orilla del río helado, el hielo azulado la sedujo y se lanzó sobre el danzando. Como siempre, estaba ricamente ataviada y dorada por aquellas cadenas de minúsculas mallas como las que después hicieron los joyeros venecianos que se quedaban ciegos a los 30 años por la minuciosa labor. Danzó sin tiempo, mimando el amor, la muerte, la locura. Y, por cierto, parecía que algo de locura había en su gracia y su belleza. Según las actitudes de su flexible cuerpo, sus manos escribían mudos mensajes. Nostálgicamente, simuló los lentos movimientos de las recogedoras en los olivares de Judea, acuclilladas y enguantadas, cuando caen las aceitunas maduras.
Luego, con los párpados semi cerrados, intentó pasos casi olvidados: aquella sacrílega danza cuyo premio había sido, antaño, la cabeza del Bautista. De pronto, se quebró el hielo bajo sus pies y se hundió en el Danubio, de tal modo que, con el cuerpo en el agua, la cabeza permaneció encima del hielo que se volvió a juntar y a soldar. Algunos terribles gritos asustaron a los grandes pájaros de pesado vuelo y cuando la desdichada calló su cabeza parecía cortada y dispuesta en una charola de plata.
Llegó la noche, clara y fría; brillaban las constelaciones. Unos animales salvajes llegaron a oler a la moribunda que aún los miraba con terror. Por fin, en un último esfuerzo, apartó los ojos de las cosas terrestres para levarlos hacia las osas celestes y expiró.
Como una opaca gema, permaneció por mucho tiempo la cabeza sobre los lisos hielos que la rodeaban. La respetaron pájaros rapaces y bestias salvajes. Pasó el invierno. Luego, con el sol de pascua, llegó el deshielo y el cuerpo ataviado, incrustado de joyas, fue arrojado a una prilla para fatales podredumbres.
Algunos rabinos creen que el alma de Adán animó también a Moisés y a David. No dudo que la de Salomé haya habitado a la hija de Jefté, y que, sin dejar de viajar desde entonces, sobreviva en España, en Turquía, o quizá en las provincias del Danubio, en el cuerpo de una danzante de Kolo, esa obscena ronda que se puede llamar: la danza de las nalgas.
3. Los antojos
Hubo una vez, en Lyon, un fabricante de seda apellidado Gorene a quien sus padres, muy piadosos, pusieron el nombre de Gaetán porque había nacido el día de la huida del papa a Gaete.
Gaetán Gorene creció como buen católico. Heredó la gran fortuna de su padre y, una vez asumida la sucesión, tomó por esposa a una joven de su condición.
Sus bienes aumentaron; lo hacía feliz el matrimonio pero esa dicha no era completa. Habían pasado tres años y aún no tenía hijos.
Con la esperanza de un descendiente, hizo que su mujer siguiera las prescripciones de los más grandes médicos. La llevó en vano a los más famosos manantiales considerados como maravillosos contra la esterilidad.
Finalmente, percatándose que los medios humanos eran inútiles, con el acuerdo de su mujer, recurrió a la religión. Escuchó los consejos del confesor de su esposa. Pero la virtud de las más célebres peregrinaciones resultó vana y las más fervientes oraciones fueron inútiles.
El fabricante lionés ganó un número incalculable de días de indulgencia, pero su esposa permaneció igual de yerma que antes. Entonces blasfemó contra el cielo, puso en duda verdades religiosas y finalmente perdió la fe de sus padres. Este hombre presuntuoso no pudo soportar que la divinidad no le hiciera un milagro. Dejó de confesarse, de comulgar, de ir a los oficios religiosos y de hacer donativos a las obras pías que había mantenido hasta entonces.
Releyó la historia de Napoleón y llegó a pensar en repudiar a su esposa estéril, que seguía siendo piadosa a pesar de su marido. Sucedió entonces que un médico sin celebridad, pero altamente sabio, se enteró de la angustia del rico fabricante e inició el tratamiento; de un modo u otro logró poner en condición de recibir simiente a la tierra infecunda.
Gaetán Gorene creyó morir sofocado de alegría cuando su mujer le anunció un día que, gracias a diversos signos irrecusables, había descubierto su preñez e incluso esperaba no permanecer primeriza si este embarazo era llevado a feliz término. El fabricante confirmó así su impiedad y lo comentó a su mujer para alejarla de sus devotas prácticas.
La esposa, como buena cristiana, no dejó de contarlo todo a su confesor.
Era éste un cura robusto, en la fuerza de la madurez, terco en su fe; pensaba que todo estaba permitido para la llegada del reino de Dios. Se había enterado, con dolor, del escándalo causado por la irreligión del fabricante y, viendo el resultado obtenido por quienes habían seguido sus sinceros consejos, lo embargó el despecho. Comprendiendo que por el embarazo de la señora, Satán había sido el más fuerte, decidió traer al redil a la oveja descarriada.
En verdad, el cielo se cobró una deslumbrante venganza de la impiedad de Gaetán Gorene. Una noche de plegarias fue suficiente para inspirar al religioso una jugada que le salió redonda.
Un día de verano, enterado de que el marido, por sus negocios, estaba en Lyon y la mujer en el campo, el cura dejó la sotana y se vistió lo más mal que pudo, simulando ser un vagabundo, vendedor ambulante, pordiosero, mendigo, bellaco, holgazán o desarrapado, como se ve en todos los caminos.
Así vestido, se dirigió al pueblo donde la dama preñada, aburrida de estar sola, se asomaba a la ventana. Era un violento día de verano, un mediodía del que Pan, oculto entre las mieses, simboliza el aterrador y lujurioso celo.
El falso vagabundo se acercó al muro, bajo la ventana de la dama aburrida. Realizó un acto natural que no viene al caso nombrar y exhibió una mano de mortero, un bastón pastoral, una flauta de Robin, y, mejor aún, un ruiseñor tal y como muchas damas hubieran querido oírle cantar el kyrie eleison. La esposa, a pesar de su devoción, no se quedó indiferente y tuvo antojo de ser mortero de la mano, jaula del ruiseñor. Pero siendo honesta, no podía satisfacer su deseo. No obstante, es seguro que sintió comezón y se rascó.
Pese a ser negados por numerosos sabios, los fenómenos relativos a los antojos de las mujeres preñadas son ciertos, y también me parece cierto que la dama estaba esperando niña. Porque, algunos meses más tarde parió y cuando el marido, jadeante de emoción, quiso conocer el sexo del recién nacido, la comadrona alzando los brazos al cielo, exclamó: “¡Es un monstruo!” y el médico que la asistía dijo: “¡Es un hermafrodita!”
Después de este monstruoso suceso, poco faltó para que el rico fabricante enloqueciera de dolor. Admitió que todo llega por mano de Dios y se resignó, se hizo devoto, dio grandes sumas para las obras pías y fue ejemplo para todos por su devoción.
El cura, al enterarse de lo acontecido, soltó una fuerte carcajada, estalló, se revolvió, brinco, tosió y finalmente, fue a confesarse. Pero el sacerdote le negó la absolución y tuvo que ir a implorar por ella con el arzobispo.
El andrógino murió pronto. Gaetán, habiendo recuperado la fe, vivió feliz con su mujer y tuvieron muchos hijos.
1 personaje del Satiricón de Petronio: efebo mantenido por un homosexual (N. de T.)
2 Pescado salado (N. de T.)
GUILLAUME APOLLINAIRE. El Heresiarca y Cía. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.
LETRAS
RELACIÓN DE LOS HECHOS
Esta vez volvíamos de noche,
los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus
anuncios de vidrio,
las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,
los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban
en el amanecer
como banderas borrosas.
Esta vez el barco navegaba en silencio,
las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por
los hábitos de la noche.
Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,
en la vaga mención de la tierra que en la forma de un
ave el cielo retuvo
un momento en la tarde contra tu pecho,
algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro
de las mareas.
Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los
ahogados,
de la bajamar que deja grises los labios como el dolor
inexperto,
de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen
de las aglomeraciones solitarias,
del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,
el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con
un picotazo en el poniente,
la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul
en los ojos,
el hombre que juega distraído con el amanecer como con
un cuchillo filoso y deslumbrante.
Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
la respiración apaciguada de los dormidos como si no
descansaran sobre el mar,
sino a la sombra del hogar terrestre.
Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para
enumerarla.
Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,
alcobas que nos asumían fuera de horarios,
hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,
en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro
corazón como un depósito de estatuas.
Sólo hablábamos debajo de la sal,
en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en
la espesa humedad de la madera.
Sólo hablábamos en la boca de la noche,
allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían
olvidando.
Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,
y la Palabra, la misma, devorando mi boca,
comiendo como un animal hambriento en el corazón de
aquel que la padece y la dice.
Yo miraba igual que los ríos,
verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la
eternidad retiraba de la muerte
igual que retiran el vendaje de la herida curada.
Yo descubría pasos en el amanecer
y me cegaba aquel silencio que como mano oscura
parecía cubrir la vida de todo lo dormido.
También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza
incendiada,
y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las
estaciones,
el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos
como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.
Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar,
de algún desenlace:
vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio
centro de navegación,
en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las
aguas.
Incorporabas tus ojos el desenlace nocturno,
meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por
el animal de la niebla.
Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta
su desnudo con viento,
tú como la inminencia del amanecer que rodea con un
corazón amarillo a los labios,
tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro
escapado de tus hombros
se sacudiera las plumas en mi garganta;
desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía,
mirándome.
Y eran los dos asiduos a las lluvias que desentierran
en el otoño al abismo,
esa pregunta que pesa tanto en los labios
que cae al fondo de nuestra voz sin remedio
o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado
al que es inútil llamar dulcemente.
Y sin embargo, allí estábamos,
allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al
corazón soñoliento
como una suave advertencia,
en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos
son los labios.
Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,
tú también habías escuchado, en quién sabe qué momento
del sosiego nocturno,
ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando
amanece,
esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos
enlazados.
El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en e l agua,
y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo
de atardecer,
aún tocó el horizonte que el mar retiraba.
Esta vez volvíamos,
el amanecer te daba en la cara como la expresión más
viva de ti misma,
tus cabellos llevaban la brisa,
el puerto era una flor cortada en nuestras manos.
JOSÉ CARLOS BECERRA [Revista de Bellas Artes, núm. 4, julio-agosto,1965]
————————————————————————————————————————————
HABLANDO ENTRE DOS AGUAS
Bella la muerte al borde de un callado
nudo anclado cuelga sueño
sujétate y muerde tus dientes y tus uñas
no tus cabellos aquí detengo
lo que quería decir y después de que te invoco
oh Absalón voy a eso que te dije
aquí sin piel nuestros destinos
se cuecen se retuercen se resisten
y al fin quedan sonriendo
como si la espada de la alegría los amenazara
un poco creo que el filo les importa
carne de la esperanza ánimo aquí está ella
te está llamando y tú que no la oías
que si es la muerte no le digan nada
díganle que regreso en media hora
y si insiste que ya no regresaré
qué extrañeza y lo que debe sorprenderla
es que si me busca va a saberlo
y a pesar de lo que escribo y las excusas
es tan cierto como el llanto que no hemos derramado.
No la esperé traición
pero hablando entre dos aguas
ésta es la única salida y la hora inesperada
que uno se saca sin los guantes
con las manos deteniéndose en el polvo y las maldiciones
que no la esperara
estando ella ya tan cerca
a la vuelta de unas delaciones
y de la desnudez de unos fracasos
ya dará con otro
que no dañe.
FRANCISCO CERVANTES [Revista de Bellas Artes, núm. 3, mayo-junio,1965]
————————————————————————————————————————————
MÚSICA CONTRA LA TORMENTA
Para Laurette y Arnaldo
¿Qué viento se detiene en esa rama pulverizada?
Las crines del caballo son ya piedra.
Ahí hubo un tronco
antes de que un mar de roca viva lo doblara;
allí quedó la huella de un amor siniestro;
acá el inasible gesto del vencido;
aquí el asombro del ciego
ante el estruendo que unos ojos no vieron.
No es posible siquiera soportar
el cementerio de recuerdos,
cualquiera voz en este mar que controló sus olas
hasta volverlas una, petrificada y densa,
igual, colérica y desnuda: aire caído.
No es posible siquiera soportar este silencio,
el ruido del inútil aire.
Cantar parece una insolencia.
Como en el fondo de un mar
para el que no tenemos oídos
o dentro de un violento satélite
en el que nada se escucha (ni los colores
que dan noticia del ruido de las construcciones).
Cantar parece una insolencia, digo,
porque las rocas son los gritos
galvanizados hoy y sin garganta
(el volcán está lejos y me observa);
estas piedras agujereadas por el frío
son unos ojos o los testigos de sus toses roncas.
Vinieron la marea y el vómito de tierra.
Hablar resulta súbita blasfemia.
No hay palabras que me digan
que esto mismo verá un hombre
que no recordará mi voz ni mi conciencia;
un día, toda la piedra llegará a este monte
y las uvas secarán la primicia de sus vinos
y las sirenas serán definitivas estatuas;
la arquitectura nerviosa de la joven
que vence delicada su pelea con el aire
será un monumento de delgados humos
y no habrá palomas últimas
que anuncien el límite de la lluvia
y su fuego.
Ahora veo: la pared de esa casa
caerá frente a la lava;
la torre se inclinará sumisa ante la tierra
en su antigua nostalgia de catástrofe.
Y desde allá las voces.
Un perro hunde su hocico entre las piedras.
Arriba cruzan patos buscando una laguna.
¿Qué, si de pronto hubiera un ciego,
un borracho terrible que cantara bajo su vuelo
y alterara la estructura de la muerte?
Canto sobre los huesos de la tierra.
Cuando era niño, alguien me habló de los naufragios
e imaginé mi cuerpo entre los dientes de los peces;
había luces en las entrañas del delfín,
oh sol, oh isla que emergiste desde el fondo
para servir de pedestal a un templo.
La música del mar movía aquel barco.
Alguien cantó contra los vientos
y yo sintonicé en mi radio
una estación de límpidos relámpagos.
En tierra, alguien lloraba por nosotros.
Quise escuchar la música de Bach en la tormenta,
sus órganos sedientos de justicia,
la catedral humana de sus voces
lanzada
contra la insomne catedral marina;
brazo a brazo,
el huracán del mar contra los hombres,
ruido a ruina,
la sinfonía de Bach
contra la amarga codicia del mar desafinado.
El barco, única tierra firme entre las aguas,
se equilibra
si el corazón se finca en este esfuerzo
por escuchar la música arrebatada al mar,
y con más furia.
Cellos y flautas contra el agua,
órganos que toman ímpetus del viento.
Y vuelvo y miro
la rama del abeto cercenada.
Si escarbo, encuentro la luna demolida
como un mirlo carbonizado en su esperanza,
mazorcas de maíz que remedan la sangre.
Aquí un soldado violento a una infante
y los santos patronos de este pueblo
se quedaron solos,
más estatuas entonces con sus varas de nardo
que pretendían detener la consumación irreparable:
¿abrieron los ojos de cedro ante el asombro
y se volvieron piedra?
Se oyen las bocinas de un carro.
Me ofrecen de nuevo una cerveza.
El radio sintoniza una estación de México.
Alguien pensaba en mí, alguien pensaba
mientras los ánades graznaban a lo lejos.
Tomo cerveza frente a la estatua de ceniza
que la luz edifica, lanzo la música del radio
contra este ángel de plomo y de silencio.
JAIME LABASTIDA [EL Corno Emplumado, núm. 18, abril de 1966]
————————————————————————————————————————————
CANCIÓN PARA CELEBRAR LO QUE NO MUERE
Hijo único de la noche,
negreante espejismo que me llevas a cometer serenidades;
silencio indispensable; necesario para la quilla del harpa
que entre las ondas del éter se abre paso.
Hijo único de la noche
que bordas con la mayor impaciencia
un buque rojo en el bastidor lunar;
vuelve desde tu castillo crestado con el festón de mis
halagos
y brota en mí como una columna de palomas entre el
mosaico roto,
como un géiser de soles bajo la fisura del párpado;
pues sin ti el dulce absurdo no sucede jamás
y no se trenzan los cuernos del buey,
ni se anudan las paralelas,
ni vuelve la carne al muñón
con una estrella entre los dedos.
Acércate ahora que el surtidor eleva tan alto
su ramillete de rizados sables; óyeme,
óyeme al fin, sanador de los estragos torrenciales,
amado silencio amado y amante:
“Se pasan yermos, riberas,
túneles como un sinfín de claras cúpulas
y otros túneles amargos por donde el aire ya es de piedra;
se conversa con extrañas aldeanas
que llevan al mercado canastas de fémures inscriptos;
se atraviesan pueblos sin oriente, sin calles ni paredes
encaladas;
al desierto se llega,
ileso y sangrante, el roído espíritu intacto,
al país de los derrumbes llega.”
Algo, entonces, sobre la impenetrada conciencia
rompe la lívida yema lunar.
Un mirlo baja hasta el pebetero de rosas podridas
y al clima de fragor no con un himno ni una canción
responde,
pero si con el ajado balbuceo
que en su letra y su espíritu,
oh silencio de las grandes ocasiones, así te invoca:
“Que siga la cacería de azucenas,
y manchas verdeantes en las rodilleras
digan por cuánto tiempo y con qué amor
nuestras almas se hincaron en el prado.
“Desborde el fuego mare limitados por otros mares,
y la presea que el adalid ya no retiene dulce nos sea;
más dulce que la granada repleta de jazmines
cuando estalla sobre la testa nupcial;
tan dulce, tan cierta acaso, como esa niña que vi
pegada con sus labios a una mariposa.
“Separada cada uno con tenazas de jade
la nítida pluma que brilla entre la resurrección y la
catástrofe;
nos visiten los ángeles enfebrecidos y prudentes
que quieran ser amor antes que ala.
“Salgan del abismo flores bárbaras
nunca insultadas por la vista ni la mano.
Repose por mil años la embriagante luz de otoño
en barricas de ámbar
o sueños tejidos con mimbre de relámpagos.
“Y esa denodada luz subsista
cuando no haya podredumbre para formar gusanos,
ni palas para remover la tumba,
ni cedro alguno para construir la caja fúnebre.
“Nos sobrevivan luz y silencio entremezclados formando
lo deseable.
Sobre todo esa luz en que flotan caravanas de sonámbulas
sandalias,
esas ráfagas de luz
que descienden por las brillantes laderas
de unos inolvidables cabellos desplegados.”
MARCO ANTONIO MONTES DE OCA [Cantos al sol que no se alcanza]
————————————————————————————————————————————
BESOS
Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica
primero uno a uno como una hilera de gruesas gotas
anchas gotas dulces cuando empieza la lluvia
que revientan como claveles de sombra
luego de pronto todos juntos
hundiéndose en tu gruta marina
chorro de besos sordos entrando hasta tu fondo
perdiéndose como un chorro en el mar
en tu boca oceánica de oleaje caliente
besos chafados blandos anchos como el peso de la
plastilina
besos oscuros como túneles de donde no se sale vivo
deslumbrantes como el estallido de la fe
sentidos como algo que te arrancan
comunicantes como los vasos comunicantes
besos penetrantes como la noche glacial en que todos
nos abandonaron
besaré tus mejillas
tus pómulos de estatua de arcilla adánica
tu piel que cede bajo mis dedos
para que yo modele un rostro de carne compacta idéntico
al tuyo
besaré tus ojos más grandes que tú toda
y que tú y yo juntos y la vida y la muerte
del color de la tersura
de mirada asombrosa como encontrarse en la calle con
uno mismo
como encontrarse delante de un abismo
que nos obliga a decir quién somos
tus ojos en cuyo fondo vives tú
como en el fondo del bosque más claro del mundo
tus ojos llenos de aire de las montañas
y que despiden un resplandor al mismo tiempo áspero
y dulce
tus ojos que tú no conoces
que miran con un gran golpe aturdidor
y me inmutan y me obligan a callar y a ponerme serio
como si viera de pronto en una sola imagen
toda la trágica indescifrable historia de la especie
tus ojos de esfinge virginal
de silencio que resplandece como el hielo
tus ojos de caída durante mil años en el pozo del
olvido
besaré también tu cuello liso y vertiginoso como un
tobogán inmóvil
tu garganta donde puede morderse la amargura
tu garganta donde la vida se anuda como un fruto que
se puede morder
y donde el sol en estado líquido circula por tu voz y tus
venas
como un coñac ingrávido y cargado de electricidad
besaré tus hombros construidos y frágiles como la ciudad
de Florencia
y tus brazos firmes como un río caudal
frescos como la maternidad
rotundos como el momento de la inspiración
tus brazos redondos como la palabra Roma
amorosos a veces como el amor de las vacas por los
terneros
y tus manos lisas y buenas como cucharas de palo
tus manos como esos pedazos de la noche que de pronto
caen revoloteando en la mitad del día
tus manos incitadoras como la fiebre
o blandas como el regazo de la madre del asesino
tus manos que apaciguan como saber que la bondad existe
besaré tus pechos globos de ternura
besaré sobre todo tus pechos más tibios que la
convalecencia
más verdaderos que el rayo y que la soledad
y que pesan en el hueco de mi mano como la evidencia
en la mente del sabio
tus pechos pesados fluidos tus pechos de mercurio solar
tus pechos anchos como un paisaje escogido
definitivamente
inolvidables como el pedazo de tierra donde habrán de
enterrarnos
calientes como las ganas de vivir
con pezones delicados iridiscentes florales
besaré tus pezones de milagro y dulces alfileres
que son la punta donde de pronto acaba chatamente
la fuerza de la vida y sus renovaciones
tus pezones de botón para abrochar el paraíso
de retoño del mundo que echa flores de puro júbilo
tus pezones submarinos de sabor a frescura
besaré mil veces tus pechos que pesan como imanes
y cuando los aprieto se desparraman como el sol en los
trigales
tus pechos de luz materializada y de sangre dulcificada
generosos como la alegría de aceptar la tristeza
tus pechos donde todo se resuelve
donde acaba la guerra la duda la tortura
y las ganas de morirse
besaré tu vientre firme como el planeta Tierra
tu vientre de llanura emergida del caos
de playa rumorosa
de almohada para la cabeza del rey después de entrar
a saco
tu vientre misterioso cuna de la noche desesperada
remolino de la rendición y del deslumbrante suicidio
donde la frente se rinde como una espada fulminada
tu vientre montón de arena de oro palpitante
montón de trigo negro cosechado en la luna
montón de tenebroso humus incitante
tu vientre regado por los ríos subterráneos
donde aún palpitan las convulsiones del parto de la tierra
tu vientre contráctil que se endurece como un brusco
recuerdo que se coagula
y ondula como las colinas
y palpita como las capas más profundas del mar océano
tu vientre lleno de entrañas de temperatura insoportable
tu vientre que ruge como un horno
o que está tranquilo y pacificado como el pan
tu vientre como la superficie de las olas
lleno hasta los bordes de mar de fondo y de resacas
lleno de irresistible vértigo delicioso
como una caída en un ascensor desbocado
interminable como el vicio y como él insensible
tu vientre incalculablemente hermoso
valle en medio de ti en medio del universo
en medio de mi pensamiento
en medio de mi beso auroral
tu vientre de plaza de toros
partido de luz y sombra y donde la muerte trepida
suave al tacto como la espalda negra del toro de la muerte
tu vientre de muerte hecha fuente para beber la vida
fuerte y clara
besaré tus muslos de catedral
de pinos paternales
practicables como los postigos que se abren sobre lo
desconocido
tus muslos para ser acariciados como un recuerdo
pensativo
tensos como un arco que nunca se disparará
tus muslos cuya línea representa la curva del curso de
los tiempos
besaré tus ingles regadas como los huertos mozárabes
traslúcidas y blancas como la vía láctea
besaré tu sexo terrible
oscuro como un signo cuyo nombre no puede decirse sin
tartamudear
como una cruz que marca el centro de los centros
tu sexo de sal negra
de flor nacida antes que el tiempo
delicado y perverso como el interior de las caracolas
más profundo que el color rojo
tu sexo de dulce infierno vegetal
emocionante como perder el sentido
abierto como la semilla del mundo
tu sexo de perdón para el culpable sollozante
de disolución de la amargura y de mar hospitalario
y de luz enterrada y de conocimiento
de amor de lucha de muerte de girar de los astros
de sobrecogimiento de hondura de viaje entre sueños
de magia negra de anonadamiento de miel embrujada
de pendiente suave como el encadenamiento de las ideas
de crisol para fundir la vida y la muerte
de galaxia en expansión
tu sexo triángulo sagrado besaré
besaré besaré
hasta hacer que toda tú te enciendas
como un farol de papel que flota locamente en la noche.
TOMÁS SEGOVIA
————————————————————————————————————————————
DECLARACIÓN DE ODIO
Estar simplemente como delgada carne ya sin piel,
como huesos y aire cabalgando en el alba,
como un pequeño y mustio tiempo
duradero entre penas y esperanzas perfectas.
Estar vilmente atado por absurdas cadenas
y escuchar con el viento los penetrantes gritos
que brotan del océano:
agonizantes pájaros cayendo en la cubierta
de los barcos oscuros y eternamente bellos,
o sobre largas playas ensordecidas, ciegas
de tanta fina espuma como miles de orquídeas.
Porque ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!
Hay olas como árboles difuntos,
hay una rara calma y una fresca dulzura,
hay horas grises, blancas y amarillas.
Y es el cielo del mar, alto cielo con vida,
que nos entra en la sangre, dando luz y sustento
a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,
en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.
Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,
de acero, de sangre y apagado sudor.
Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,
la miseria y los homosexuales,
las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,
los rezos y las oraciones de los cristianos.
Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son
alimento diario
de los jovencitos alcahuetes de talles ondulantes,
de las mujeres asnas, de los hombres vacíos.
Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,
o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.
Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los
días rojos y azules
de cuando el pueblo se organiza en columnas,
los días y las noches de los militantes comunistas,
los días y las noches de las huelgas victoriosas,
los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor
agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.
¡Los días de la ciudad! Los días pesadísimos
como una cabeza cercenada con los ojos abiertos.
Estos días como frutas podridas.
Días enturbiados por salvajes mentiras.
Días incendiarios en que padecen las curiosas estatuas
y los monumentos son más estériles que nunca.
Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas,
con sus minutos como niños desnudos,
con sus bochornosos actos de vieja díscola y aparatosa,
con sus callejuelas donde mueren extenuados, al fin,
los roncos emboscados y los asesinos de la alegría.
Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,
criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora
páramo sofocante, nido blando en que somos
como palabra ardiente desoída,
superficie en que vamos como un tránsito oscuro,
desierto en que latimos y respiramos vicios,
ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,
lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.
Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad.
A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,
a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,
a tus juventudes ice cream rellenas de basura,
a tus desenfrenados maricones que devastan
las escuelas, la plaza Garibaldi,
la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.
Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de
sentirte cada día más inmensa,
cada hora más blanda, cada línea más brusca.
Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto
no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,
sino por tu candor de virgen desvestida,
por tu mes de diciembre y tus pupilas secas,
por tu pequeña burguesía, por tus poetas publicistas,
¡por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa
categoría de descastados,
por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios,
por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable,
por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo
o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de
una flauta.
Pero no es todo, soberana ciudad de lenta vida.
Hay por ahí escondidos, asustados, acaso masturbándose,
varias docenas de cobardes, niños de la teoría,
de la envidia y el caos, jóvenes del “sentido práctico de
la vida”,
ruines abandonados a sus propios orgasmos,
viles niños sin forma mascullando su tedio,
especulando en libros ajenos a lo nuestro.
¡A lo nuestro, ciudad!, lo que nos pertenece,
lo que vierte alegría y hace florecer júbilos,
risas, risas de gozo de unas bocas hambrientas,
hambrientas de trabajo,
de trabajo y orgullo de ser al fin varones
en un mundo distinto.
Así hemos visto limpias decisiones que saltan
paralizando el ruido mediocre de las calles,
puliendo caracteres, dando voces de alerta,
de esperanza y progreso.
Son rosas o geranios, claveles o palomas,
saludos de victoria y puños retadores.
Son las voces, los brazos y los pies decisivos,
y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,
y la táctica en vilo de quienes hoy te odian
para amarte mañana cuando el alba sea alba
y no un chorro de insultos, y no río de fatigas,
y no una puerta falsa para huir de rodillas.
EFRAÍN HUERTA [Los hombres del alba]
————————————————————————————————————————————
Todos los poemas publicados en
POESÍA EN MOVIMIENTO México 1915-1966
Selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Siglo Veintiuno Editores. Decimo tercera edición, 1979
LETRAS
Si tú me olvidas
Quiero que sepas
una cosa.
Tú sabes cómo es esto:
si miro
la luna de cristal, la rama roja
del lento otoño en mi ventana,
si toco
junto al fuego
la impalpable ceniza
o el arrugado cuerpo de la leña,
todo me lleva a ti,
como si todo lo que existe,
aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.
Ahora bien,
si poco a poco dejas de quererme
dejaré de quererte poco a poco.
Si de pronto
me olvidas
no me busques,
que ya te habré olvidado.
Si consideras largo y loco
el viento de banderas
que pasa por mi vida
y te decides
a dejarme a la orilla
del corazón en que tengo raíces,
piensa
que en ese día,
a esa hora
levantaré los brazos
y saldrán mis raíces
a buscar otra tierra.
Pero
si cada día,
cada hora
sientes que a mí estás destinada
con dulzura implacable.
Si cada día sube
una flor a tus labios a buscarme,
ay amor mío, ay mía,
en mí todo ese fuego se repite,
en mí nada se apaga ni se olvida,
mi amor se nutre de tu amor, amada,
y mientras vivas estará en tus brazos
sin salir de los míos.
Publicado en LOS VERSOS DEL CAPTÁN, en 1963
No es necesario
No es necesario silbar
para estar solo,
para vivir a oscuras.
En plena muchedumbre, a pleno cielo,
nos recordamos a nosotros mismos,
al íntimo, al desnudo,
al único que sabe cómo crecen sus uñas,
que sabe cómo se hace su silencio
y sus pobres palabras.
hay Pedro para todos,
luces, satisfactorias Berenices,
pero, adentro,
debajo de la edad y de la ropa,
aún no tenemos nombre,
somos de otra manera.
No sólo por dormir los ojos se cerraron
sino para no ver el mismo cielo.
Nos cansamos de pronto
y como si tocaran la campana
para entrar al colegio,
regresamos al pétalo escondido,
al hueso, a la raíz semisecreta
y allí, de pronto, somos,
somos aquello puro y olvidado,
somos lo verdadero
entre los cuatro muros de nuestra única piel,
entre las dos espadas de vivir y morir.
Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964
El largo día jueves
Apenas desperté reconocí
el día, era el de ayer,
era el día de ayer con otro nombre,
era un amigo que creí perdido
y que volvía para sorprenderme.
Jueves, le dije, espérame,
voy a vestirme y andaremos juntos
hasta que tú te caigas en la noche.
Tú morirás, yo seguiré
despierto, acostumbrado
a las satisfacciones de la sombra.
Las cosas ocurrieron de otro modo
que contaré con íntimos detalles.
Tardé en llenarme de jabón el rostro
—qué deliciosa espuma
en mis mejillas—
sentí como si el mar me regalara
blancura sucesiva,
mi cara fue sólo un islote oscuro
rodeado por ribetes de jabón
y cuando en el combate
de las pequeñas olas y lamidos
del tierno hisopo y la afilada hoja
fui torpe y de inmediato
malherido,
malgasté las toallas
con gotas de mi sangre,
busqué alumbre, algodón, yodo, farmacias
completas que corrieron a mi auxilio:
sólo acudió mi rostro en el espejo
mi cara mal lavada y mal herida.
El baño
me incitaba
con prenatal calor a sumergirme
y acurruqué mi cuerpo en la pereza.
Aquella cavidad intrauterina
me dejó agazapado
esperando nacer, inmóvil, líquido,
substancia temblorosa
que participa de la inexistencia
y demoré en moverme
horas enteras,
estirando las piernas con delicia
bajo la submarina caloría.
Cuánto tiempo en frotarme y secarme,
cuánto una media después de otra media
y medio pantalón y otra mitad,
tan largo trecho me ocupó un zapato
que cuando en dolorosa incertidumbre
escogí la corbata, y ya partía
de exploración, buscando mi sombrero,
comprendí que era demasiado tarde:
la noche había llegado
y comencé de nuevo a desnudarme,
prenda por prenda, a entrar entre las sábanas,
hasta que pronto me quedé dormido.
Cuando pasó la noche y por la puerta
entró otra vez el Jueves anterior
correctamente transformado en Viernes
lo saludé con risa sospechosa,
con desconfianza por su identidad.
Espérame, le dije, manteniendo
puertas, ventanas plenamente abiertas,
y comencé de nuevo mi tarea
de espuma de jabón hasta sombrero,
pero mi vano esfuerzo
se encontró con la noche que llegaba
exactamente cuando yo salía.
Y volví a vestirme con esmero.
Mientras tanto esperando en la oficina
los repugnantes expedientes, los
números que volaban al papel
como mínimas aves migratorias
unidas en despliegue amenazante.
Me pareció que todo de juntaba
para esperarme por primera vez:
el nuevo amor que, recién descubierto,
bajo un árbol del parque me incitaba
a continuar en mí la primavera.
Y mi alimentación fue descuidada
día tras día, empeñado en ponerme
uno tras otro mis aditamentos,
en lavarme y vestirme cada día.
Era una insostenible situación:
cada vez un problema la camisa,
más hostiles las ropas interiores
y más interminable la chaqueta.
Hasta que poco a poco me morí
de inanición, de no acertar, de nada,
de estar entre aquel día que volvía
y la noche esperando como viuda.
Ya cuando me morí todo cambió.
Bien vestido, con perla en la corbata,
y ya exquisitamente rasurado
quise salir, pero no había calle,
no había nadie en la calle que no había,
y por lo tanto nadie me esperaba.
Y el Jueves duraría todo el año.
Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964
Comentarios recientes