Tres historias de castigos divinos

Tres historias de castigos divinos

 

  1. Gitón (1)

El llamado Luis Gián, hijo de un pequeño comerciante de aceite en Niza, jamás había manifestado la más ligera devoción, contrariamente a los demás niños quienes, al menos durante la época de la primera comunión, daban prueba de emotiva piedad.

El vicario cojo de Santa Reparata le había dicho un día durante el catecismo, mientras limpiaba sus anteojos en su mugrosa sotana:—A ti Luis, te va a ir muy mal, porque eres falso. Al verte, pareces un ángel, pero en verdad, eres asqueroso como una chinche arrodillada. Te burlas de mí, lo sé y puedes hacerlo, pero, no se burla uno de Dios. Lo aprenderás algún día, antes de lo que crees.

Luis Gián había oído, de pie y con la vista gacha, el regaño del vicario. Pero, en cuanto éste le hubo dado la espalda, el impío remedó su cojera y canturreó:—Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.

El joven nicense no se compuso. Hasta los catorce años se apareció muy poco por la escuela y se entregó al libertinaje bajo los puentes de Paillon y en el Castillo, primero con muchachitos de su edad, luego con niñas.

A los catorce años lo enviaron de aprendiz con un fabricante de camisas y dejó la vieja ciudad de Niza, con sus perfumes de frutas aromáticas a las que se mezclaban los olores de la carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, para vivir en una tienda de la ciudad nueva. Desde los primeros días tanto el patrón como la patrona, buenos comerciantes al fin, se fijaron en él. De día no lo tenían desocupado ni un instante… de noche tampoco.

La patrona era pelirroja como una naranja, pero el patrón olía a pissala (2). Durante el carnaval, un ruso quincuagenario y meticuloso se robó a Luis Gián y le pidió que lo llamara “¡mi general!” mientras que él le decía “¡Ganímedes!”

Habiéndose percatado de la exigencia y avaricia del ruso, Luis le robó y lo abandonó.

Luego se prodigó a un turco brutal y goloso.

El turco, habiéndose arruinado en Monte Carlo, fue reemplazado por un americano. Luis Gián había caído en la cuenta que su fructuosa condición lo condenaba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.

Sin embargo no supo conservar en la fortuna aquella serenidad que es el privilegio de los virtuosos. Despreció a sus antiguos compañeros y pasaba junto a ellos sin parecer verlos. Éstos al principio pagaron desprecio con desprecio. Cuando se lo encontraban siempre hacían el ademán que consiste en colocar el brazo izquierdo en el ángulo del brazo derecho doblado y agitar el puño derecho cerrado. O también, cuando pasaba mimaban la obscena letra Z en un alfabeto mudo que emplean mucho los habitantes de Niza, Mónaco, Turbes y Mentón.

Al fin, la mala conducta de Luis Gián horrorizó al cielo, tanto como a sus antiguos compañeros. El que mea contra el viento, se moja la camisa; quiso Dios castigar con la ley del talión los pecados de Gitón.

Cuatro jóvenes, que en realidad no valían más que Luis Gián, lo esperaron una noche en que había ido solo al teatro. Se habían emborrachado con ese vino corso que lejos está de conservar la fama que tuvo en el siglo XVI; luego se escondieron y lo esperaron frente a la mansión donde el sodomizado vivía con un mórbido austriaco.

Cuando después de media noche, llegó Luis Gián, se arrojaron sobre él, lo amordazaron y, habiéndolo subido hasta la reja de la mansión, lo empalaron y huyeron dándose de manazos.

El empalado murió, quizá voluptuosamente. Era hermoso como Adonis. Las luciérnagas resplandecían a su alrededor…

 

 

2. La bailarina

Leí, hace mucho tiempo, de un viejo autor, este auténtico o legendario relato de la muerte de Salomé. No recargaré el cuento con palabras hebreas, ni descripciones exactas de trajes y palacios; son sofisticaciones que hubiesen dado al relato ese exotismo tan de moda hoy en día. La verdad es que mi ignorancia me impidió hacerlo; e incluso he conservado los mismos nombres que mis personajes tiene en nuestros evangelios.

Los que hicieron morir a San Juan Bautista fueron castigados. Herodías se prendó de la apetitosa flacura del penitente que invitaba a los hombres a bañarse. Aunque actuó como José en la casa de Putifar, Juan Bautista, el devorador de langostas, sin duda sintió deseos carnales, rápidamente reprimidos, hacia aquella que quería poseerlo. En cuanto Herodías, incestuosa según la ley judía, se hubo desposado con su cuñado Herodes Antipás, unos ligeros celos se mezclaron con los reproches hechos por el Bautista. Salomé, engalanada, emperifollada, jaspeada, pintada, bailó ante el rey y, excitando una voluntad doblemente incestuosa, obtuvo la cabeza del santo que a su madre había sido negada.

Herodías recibió en charola de oro la cabelluda cabeza de rostro barbado. Despertando de pronto su pasión, besó ardientemente los labios violáceos del Bautista degollado. Pero su resentimiento fue más fuerte y lo satisfizo perforando con agujas la lengua, los ojos y todas las partes del ensangrentado rostro. Cesó el sacrilegio con la muerte de Herodías quien, al seguir jugando con la preciosa cabeza, sucumbió según todos los indicios, tras una ruptura de aneurisma.

Esta orgullosa mujer no permaneció en el infierno. Forma parte de esas hordas de espíritus que pueblan los aires, y que, cuando son buenos, me gusta mucho llamarlos dioses. Entiendo por dios, desde luego, toda cosa sobre la cual el poder del hombre es nulo y no aquella alma del mundo que Espeusipo de Atenas fue el primero en creer que gobernaba al universo sin entendimiento. En las noches de tormenta, Herodías anunciada por el ulular de las lechuzas y el terror de los animales, conduce una fantástica cacería por encima de nuestros bosques.

Herodes Antipás, rey de Judea, cuyo poder equivalía al del sultán de Tunez en nuestros días, fue exiliado por Tiberio y murió desdichado en Lyon.

Salomé, cuya hermosa danza había cegado al rey, murió bailando; extraña muerte, envidiada por las bailarinas.

Esta dama bailó una vez durante una fiesta, en una terraza de mármol incrustada de serpentina de un procónsul. Éste se la llevó, al abandonar Judea, a una provincia bárbara del norte del Danubio.

Sucedió que, habiéndose perdido sola un día de invierno en la orilla del río helado, el hielo azulado la sedujo y se lanzó sobre el danzando. Como siempre, estaba ricamente ataviada y dorada por aquellas cadenas de minúsculas mallas como las que después hicieron los joyeros venecianos que se quedaban ciegos a los 30 años por la minuciosa labor. Danzó sin tiempo, mimando el amor, la muerte, la locura. Y, por cierto, parecía que algo de locura había en su gracia y su belleza. Según las actitudes de su flexible cuerpo, sus manos escribían mudos mensajes. Nostálgicamente, simuló los lentos movimientos de las recogedoras en los olivares de Judea, acuclilladas y enguantadas, cuando caen las aceitunas maduras.

Luego, con los párpados semi cerrados, intentó pasos casi olvidados: aquella sacrílega danza cuyo premio había sido, antaño, la cabeza del Bautista. De pronto, se quebró el hielo bajo sus pies y se hundió en el Danubio, de tal modo que, con el cuerpo en el agua, la cabeza permaneció encima del hielo que se volvió a juntar y a soldar. Algunos terribles gritos asustaron a los grandes pájaros de pesado vuelo y cuando la desdichada calló su cabeza parecía cortada y dispuesta en una charola de plata.

Llegó la noche, clara y fría; brillaban las constelaciones. Unos animales salvajes llegaron a oler a la moribunda que aún los miraba con terror. Por fin, en un último esfuerzo, apartó los ojos de las cosas terrestres para levarlos hacia las osas celestes y expiró.

Como una opaca gema, permaneció por mucho tiempo la cabeza sobre los lisos hielos que la rodeaban. La respetaron pájaros rapaces y bestias salvajes. Pasó el invierno. Luego, con el sol de pascua, llegó el deshielo y el cuerpo ataviado, incrustado de joyas, fue arrojado a una prilla para fatales podredumbres.

Algunos rabinos creen que el alma de Adán animó también a Moisés y a David. No dudo que la de Salomé haya habitado a la hija de Jefté, y que, sin dejar de viajar desde entonces, sobreviva en España, en Turquía, o quizá en las provincias del Danubio, en el cuerpo de una danzante de Kolo, esa obscena ronda que se puede llamar: la danza de las nalgas.

 

 

3. Los antojos

Hubo una vez, en Lyon, un fabricante de seda apellidado Gorene a quien sus padres, muy piadosos, pusieron el nombre de Gaetán porque había nacido el día de la huida del papa a Gaete.

Gaetán Gorene creció como buen católico. Heredó la gran fortuna de su padre y, una vez asumida la sucesión, tomó por esposa a una joven de su condición.

Sus bienes aumentaron; lo hacía feliz el matrimonio pero esa dicha no era completa. Habían pasado tres años y aún no tenía hijos.

Con la esperanza de un descendiente, hizo que su mujer siguiera las prescripciones de los más grandes médicos. La llevó en vano a los más famosos manantiales considerados como maravillosos contra la esterilidad.

Finalmente, percatándose que los medios humanos eran inútiles, con el acuerdo de su mujer, recurrió a la religión. Escuchó los consejos del confesor de su esposa. Pero la virtud de las más célebres peregrinaciones resultó vana y las más fervientes oraciones fueron inútiles.

El fabricante lionés ganó un número incalculable de días de indulgencia, pero su esposa permaneció igual de yerma que antes. Entonces blasfemó contra el cielo, puso en duda verdades religiosas y finalmente perdió la fe de sus padres. Este hombre presuntuoso no pudo soportar que la divinidad no le hiciera un milagro. Dejó de confesarse, de comulgar, de ir a los oficios religiosos y de hacer donativos a las obras pías que había mantenido hasta entonces.

Releyó la historia de Napoleón y llegó a pensar en repudiar a su esposa estéril, que seguía siendo piadosa a pesar de su marido. Sucedió entonces que un médico sin celebridad, pero altamente sabio, se enteró de la angustia del rico fabricante e inició el tratamiento; de un modo u otro logró poner en condición de recibir simiente a la tierra infecunda.

Gaetán Gorene creyó morir sofocado de alegría cuando su mujer le anunció un día que, gracias a diversos signos irrecusables, había descubierto su preñez e incluso esperaba no permanecer primeriza si este embarazo era llevado a feliz término. El fabricante confirmó así su impiedad y lo comentó a su mujer para alejarla de sus devotas prácticas.

La esposa, como buena cristiana, no dejó de contarlo todo a su confesor.

Era éste un cura robusto, en la fuerza de la madurez, terco en su fe; pensaba que todo estaba permitido para la llegada del reino de Dios. Se había enterado, con dolor, del escándalo causado por la irreligión del fabricante y, viendo el resultado obtenido por quienes habían seguido sus sinceros consejos, lo embargó el despecho. Comprendiendo que por el embarazo de la señora, Satán había sido el más fuerte, decidió traer al redil a la oveja descarriada.

En verdad, el cielo se cobró una deslumbrante venganza de la impiedad de Gaetán Gorene. Una noche de plegarias fue suficiente para inspirar al religioso una jugada que le salió redonda.

Un día de verano, enterado de que el marido, por sus negocios, estaba en Lyon y la mujer en el campo, el cura dejó la sotana y se vistió lo más mal que pudo, simulando ser un vagabundo, vendedor ambulante, pordiosero, mendigo, bellaco, holgazán o desarrapado, como se ve en todos los caminos.

Así vestido, se dirigió al pueblo donde la dama preñada, aburrida de estar sola, se asomaba a la ventana. Era un violento día de verano, un mediodía del que Pan, oculto entre las mieses, simboliza el aterrador y lujurioso celo.

El falso vagabundo se acercó al muro, bajo la ventana de la dama aburrida. Realizó un acto natural que no viene al caso nombrar y exhibió una mano de mortero, un bastón pastoral, una flauta de Robin, y, mejor aún, un ruiseñor tal y como muchas damas hubieran querido oírle cantar el kyrie eleison. La esposa, a pesar de su devoción, no se quedó indiferente y tuvo antojo de ser mortero de la mano, jaula del ruiseñor. Pero siendo honesta, no podía satisfacer su deseo. No obstante, es seguro que sintió comezón y se rascó.

Pese a ser negados por numerosos sabios, los fenómenos relativos a los antojos de las mujeres preñadas son ciertos, y también me parece cierto que la dama estaba esperando niña. Porque, algunos meses más tarde parió y cuando el marido, jadeante de emoción, quiso conocer el sexo del recién nacido, la comadrona alzando los brazos al cielo, exclamó: “¡Es un monstruo!” y el médico que la asistía dijo: “¡Es un hermafrodita!”

Después de este monstruoso suceso, poco faltó para que el rico fabricante enloqueciera de dolor. Admitió que todo llega por mano de Dios y se resignó, se hizo devoto, dio grandes sumas para las obras pías y fue ejemplo para todos por su devoción.

El cura, al enterarse de lo acontecido, soltó una fuerte carcajada, estalló, se revolvió, brinco, tosió y finalmente, fue a confesarse. Pero el sacerdote le negó la absolución y tuvo que ir a implorar por ella con el arzobispo.

El andrógino murió pronto. Gaetán, habiendo recuperado la fe, vivió feliz con su mujer y tuvieron muchos hijos.

 

1 personaje del Satiricón de Petronio: efebo mantenido por un homosexual (N. de T.)

2 Pescado salado (N. de T.)

 

GUILLAUME APOLLINAIRE. El Heresiarca y Cía. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.

Seis poetas de Poesía en Movimiento

Seis poetas de Poesía en Movimiento

RELACIÓN DE LOS HECHOS

Esta vez volvíamos de noche,

los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus

anuncios de vidrio,

las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,

los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban

en el amanecer

como banderas borrosas.

 

Esta vez el barco navegaba en silencio,

las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por

los hábitos de la noche.

Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,

en la vaga mención de la tierra que en la forma de un

ave el cielo retuvo

un momento en la tarde contra tu pecho,

algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro

de las mareas.

 

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los

ahogados,

de la bajamar que deja grises los labios como el dolor

inexperto,

de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen

de las aglomeraciones solitarias,

del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,

el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con

un picotazo en el poniente,

la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul

en los ojos,

el hombre que juega distraído con el amanecer como con

un cuchillo filoso y deslumbrante.

 

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

la respiración apaciguada de los dormidos como si no

descansaran sobre el mar,

sino a la sombra del hogar terrestre.

 

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para

enumerarla.

 

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,

alcobas que nos asumían fuera de horarios,

hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,

en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro

corazón como un depósito de estatuas.

 

Sólo hablábamos debajo de la sal,

en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en

la espesa humedad de la madera.

Sólo hablábamos en la boca de la noche,

allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían

olvidando.

 

Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,

y la Palabra, la misma, devorando mi boca,

comiendo como un animal hambriento en el corazón de

aquel que la padece y la dice.

 

Yo miraba igual que los ríos,

verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la

eternidad retiraba de la muerte

igual que retiran el vendaje de la herida curada.

Yo descubría pasos en el amanecer

y me cegaba aquel silencio que como mano oscura

parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

 

También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza

incendiada,

y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las

estaciones,

el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos

como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

 

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar,

de algún desenlace:

vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio

centro de navegación,

en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las

aguas.

Incorporabas tus ojos el desenlace nocturno,

meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por

el animal de la niebla.

 

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta

su desnudo con viento,

tú como la inminencia del amanecer que rodea con un

corazón amarillo a los labios,

tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro

escapado de tus hombros

se sacudiera las plumas en mi garganta;

desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía,

mirándome.

 

Y eran los dos asiduos a las lluvias que desentierran

en el otoño al abismo,

esa pregunta que pesa tanto en los labios

que cae al fondo de nuestra voz sin remedio

o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado

al que es inútil llamar dulcemente.

 

Y sin embargo, allí estábamos,

allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al

corazón soñoliento

como una suave advertencia,

en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos

son los labios.

 

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,

tú también habías escuchado, en quién sabe qué momento

del sosiego nocturno,

ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando

amanece,

esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos

enlazados.

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en e l agua,

y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo

de atardecer,

aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

 

Esta vez volvíamos,

el amanecer te daba en la cara como la expresión más

viva de ti misma,

tus cabellos llevaban la brisa,

el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

JOSÉ CARLOS BECERRA [Revista de Bellas Artes, núm. 4, julio-agosto,1965]

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HABLANDO ENTRE DOS AGUAS

Bella la muerte al borde de un callado

nudo anclado cuelga sueño

sujétate y muerde tus dientes y tus uñas

no tus cabellos aquí detengo

lo que quería decir y después de que te invoco

oh Absalón voy a eso que te dije

aquí sin piel nuestros destinos

se cuecen se retuercen se resisten

y al fin quedan sonriendo

como si la espada de la alegría los amenazara

un poco creo que el filo les importa

carne de la esperanza ánimo aquí está ella

te está llamando y tú que no la oías

que si es la muerte no le digan nada

díganle que regreso en media hora

y si insiste que ya no regresaré

qué extrañeza y lo que debe sorprenderla

es que si me busca va a saberlo

y a pesar de lo que escribo y las excusas

es tan cierto como el llanto que no hemos derramado.

 

No la esperé traición

pero hablando entre dos aguas

ésta es la única salida y la hora inesperada

que uno se saca sin los guantes

con las manos deteniéndose en el polvo y las maldiciones

que no la esperara

estando ella ya tan cerca

a la vuelta de unas delaciones

y de la desnudez de unos fracasos

ya dará con otro

que no dañe.

FRANCISCO CERVANTES [Revista de Bellas Artes, núm. 3, mayo-junio,1965]

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MÚSICA CONTRA LA TORMENTA

Para Laurette y Arnaldo

¿Qué viento se detiene en esa rama pulverizada?

Las crines del caballo son ya piedra.

Ahí hubo un tronco

antes de que un mar de roca viva lo doblara;

allí quedó la huella de un amor siniestro;

acá el inasible gesto del vencido;

aquí el asombro del ciego

ante el estruendo que unos ojos no vieron.

 

No es posible siquiera soportar

el cementerio de recuerdos,

cualquiera voz en este mar que controló sus olas

hasta volverlas una, petrificada y densa,

igual, colérica y desnuda: aire caído.

No es posible siquiera soportar este silencio,

el ruido del inútil aire.

 

Cantar parece una insolencia.

Como en el fondo de un mar

para el que no tenemos oídos

o dentro de un violento satélite

en el que nada se escucha (ni los colores

que dan noticia del ruido de las construcciones).

 

Cantar parece una insolencia, digo,

porque las rocas son los gritos

galvanizados hoy y sin garganta

(el volcán está lejos y me observa);

estas piedras agujereadas por el frío

son unos ojos o los testigos de sus toses roncas.

Vinieron la marea y el vómito de tierra.

 

Hablar resulta súbita blasfemia.

No hay palabras que me digan

que esto mismo verá un hombre

que no recordará mi voz ni mi conciencia;

un día, toda la piedra llegará a este monte

y las uvas secarán la primicia de sus vinos

y las sirenas serán definitivas estatuas;

la arquitectura nerviosa de la joven

que vence delicada su pelea con el aire

será un monumento de delgados humos

y no habrá palomas últimas

que anuncien el límite de la lluvia

y su fuego.

 

Ahora veo: la pared de esa casa

caerá frente a la lava;

la torre se inclinará sumisa ante la tierra

en su antigua nostalgia de catástrofe.

 

Y desde allá las voces.

Un perro hunde su hocico entre las piedras.

Arriba cruzan patos buscando una laguna.

¿Qué, si de pronto hubiera un ciego,

un borracho terrible que cantara bajo su vuelo

y alterara la estructura de la muerte?

Canto sobre los huesos de la tierra.

 

Cuando era niño, alguien me habló de los naufragios

e imaginé mi cuerpo entre los dientes de los peces;

había luces en las entrañas del delfín,

oh sol, oh isla que emergiste desde el fondo

para servir de pedestal a un templo.

 

La música del mar movía aquel barco.

Alguien cantó contra los vientos

y yo sintonicé en mi radio

una estación de límpidos relámpagos.

En tierra, alguien lloraba por nosotros.

Quise escuchar la música de Bach en la tormenta,

sus órganos sedientos de justicia,

la catedral humana de sus voces

lanzada

contra la insomne catedral marina;

brazo a brazo,

el huracán del mar contra los hombres,

ruido a ruina,

la sinfonía de Bach

contra la amarga codicia del mar desafinado.

El barco, única tierra firme entre las aguas,

se equilibra

si el corazón se finca en este esfuerzo

por escuchar la música arrebatada al mar,

y con más furia.

Cellos y flautas contra el agua,

órganos que toman ímpetus del viento.

 

Y vuelvo y miro

la rama del abeto cercenada.

Si escarbo, encuentro la luna demolida

como un mirlo carbonizado en su esperanza,

mazorcas de maíz que remedan la sangre.

Aquí un soldado violento a una infante

y los santos patronos de este pueblo

se quedaron solos,

más estatuas entonces con sus varas de nardo

que pretendían detener la consumación irreparable:

¿abrieron los ojos de cedro ante el asombro

y se volvieron piedra?

 

Se oyen las bocinas de un carro.

Me ofrecen de nuevo una cerveza.

El radio sintoniza una estación de México.

Alguien pensaba en mí, alguien pensaba

mientras los ánades graznaban a lo lejos.

 

Tomo cerveza frente a la estatua de ceniza

que la luz edifica, lanzo la música del radio

contra este ángel de plomo y de silencio.

JAIME LABASTIDA [EL Corno Emplumado, núm. 18, abril de 1966]

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CANCIÓN PARA CELEBRAR LO QUE NO MUERE

Hijo único de la noche,

negreante espejismo que me llevas a cometer serenidades;

silencio indispensable; necesario para la quilla del harpa

que entre las ondas del éter se abre paso.

 

Hijo único de la noche

que bordas con la mayor impaciencia

un buque rojo en el bastidor lunar;

vuelve desde tu castillo crestado con el festón de mis

halagos

y brota en mí como una columna de palomas entre el

mosaico roto,

como un géiser de soles bajo la fisura del párpado;

pues sin ti el dulce absurdo no sucede jamás

y no se trenzan los cuernos del buey,

ni se anudan las paralelas,

ni vuelve la carne al muñón

con una estrella entre los dedos.

 

Acércate ahora que el surtidor eleva tan alto

su ramillete de rizados sables; óyeme,

óyeme al fin, sanador de los estragos torrenciales,

amado silencio amado y amante:

 

“Se pasan yermos, riberas,

túneles como un sinfín de claras cúpulas

y otros túneles amargos por donde el aire ya es de piedra;

se conversa con extrañas aldeanas

que llevan al mercado canastas de fémures inscriptos;

se atraviesan pueblos sin oriente, sin calles ni paredes

encaladas;

al desierto se llega,

ileso y sangrante, el roído espíritu intacto,

al país de los derrumbes llega.”

 

Algo, entonces, sobre la impenetrada conciencia

rompe la lívida yema lunar.

Un mirlo baja hasta el pebetero de rosas podridas

y al clima de fragor no con un himno ni una canción

responde,

pero si con el ajado balbuceo

que en su letra y su espíritu,

oh silencio de las grandes ocasiones, así te invoca:

 

“Que siga la cacería de azucenas,

y manchas verdeantes en las rodilleras

digan por cuánto tiempo y con qué amor

nuestras almas se hincaron en el prado.

 

“Desborde el fuego mare limitados por otros mares,

y la presea que el adalid ya no retiene dulce nos sea;

más dulce que la granada repleta de jazmines

cuando estalla sobre la testa nupcial;

tan dulce, tan cierta acaso, como esa niña que vi

pegada con sus labios a una mariposa.

 

“Separada cada uno con tenazas de jade

la nítida pluma que brilla entre la resurrección y la

catástrofe;

nos visiten los ángeles enfebrecidos y prudentes

que quieran ser amor antes que ala.

 

“Salgan del abismo flores bárbaras

nunca insultadas por la vista ni la mano.

Repose por mil años la embriagante luz de otoño

en barricas de ámbar

o sueños tejidos con mimbre de relámpagos.

 

“Y esa denodada luz subsista

cuando no haya podredumbre para formar gusanos,

ni palas para remover la tumba,

ni cedro alguno para construir la caja fúnebre.

 

“Nos sobrevivan luz y silencio entremezclados formando

lo deseable.

Sobre todo esa luz en que flotan caravanas de sonámbulas

sandalias,

esas ráfagas de luz

que descienden por las brillantes laderas

de unos inolvidables cabellos desplegados.”

MARCO ANTONIO MONTES DE OCA [Cantos al sol que no se alcanza]

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BESOS

Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica

primero uno a uno como una hilera de gruesas gotas

anchas gotas dulces cuando empieza la lluvia

que revientan como claveles de sombra

luego de pronto todos juntos

hundiéndose en tu gruta marina

chorro de besos sordos entrando hasta tu fondo

perdiéndose como un chorro en el mar

en tu boca oceánica de oleaje caliente

besos chafados blandos anchos como el peso de la

plastilina

besos oscuros como túneles de donde no se sale vivo

deslumbrantes como el estallido de la fe

sentidos como algo que te arrancan

comunicantes como los vasos comunicantes

besos penetrantes como la noche glacial en que todos

nos abandonaron

besaré tus mejillas

tus pómulos de estatua de arcilla adánica

tu piel que cede bajo mis dedos

para que yo modele un rostro de carne compacta idéntico

al tuyo

besaré tus ojos más grandes que tú toda

y que tú y yo juntos y la vida y la muerte

del color de la tersura

de mirada asombrosa como encontrarse en la calle con

uno mismo

como encontrarse delante de un abismo

que nos obliga a decir quién somos

tus ojos en cuyo fondo vives tú

como en el fondo del bosque más claro del mundo

tus ojos llenos de aire de las montañas

y que despiden un resplandor al mismo tiempo áspero

y dulce

tus ojos que tú no conoces

que miran con un gran golpe aturdidor

y me inmutan y me obligan a callar y a ponerme serio

como si viera de pronto en una sola imagen

toda la trágica indescifrable historia de la especie

tus ojos de esfinge virginal

de silencio que resplandece como el hielo

tus ojos de caída durante mil años en el pozo del

olvido

besaré también tu cuello liso y vertiginoso como un

tobogán inmóvil

tu garganta donde puede morderse la amargura

tu garganta donde la vida se anuda como un fruto que

se puede morder

y donde el sol en estado líquido circula por tu voz y tus

venas

como un coñac ingrávido y cargado de electricidad

besaré tus hombros construidos y frágiles como la ciudad

de Florencia

y tus brazos firmes como un río caudal

frescos como la maternidad

rotundos como el momento de la inspiración

tus brazos redondos como la palabra Roma

amorosos a veces como el amor de las vacas por los

terneros

y tus manos lisas y buenas como cucharas de palo

tus manos como esos pedazos de la noche que de pronto

caen revoloteando en la mitad del día

tus manos incitadoras como la fiebre

o blandas como el regazo de la madre del asesino

tus manos que apaciguan como saber que la bondad existe

besaré tus pechos globos de ternura

besaré sobre todo tus pechos más tibios que la

convalecencia

más verdaderos que el rayo y que la soledad

y que pesan en el hueco de mi mano como la evidencia

en la mente del sabio

tus pechos pesados fluidos tus pechos de mercurio solar

tus pechos anchos como un paisaje escogido

definitivamente

inolvidables como el pedazo de tierra donde habrán de

enterrarnos

calientes como las ganas de vivir

con pezones delicados iridiscentes florales

besaré tus pezones de milagro y dulces alfileres

que son la punta donde de pronto acaba chatamente

la fuerza de la vida y sus renovaciones

tus pezones de botón para abrochar el paraíso

de retoño del mundo que echa flores de puro júbilo

tus pezones submarinos de sabor a frescura

besaré mil veces tus pechos que pesan como imanes

y cuando los aprieto se desparraman como el sol en los

trigales

tus pechos de luz materializada y de sangre dulcificada

generosos como la alegría de aceptar la tristeza

tus pechos donde todo se resuelve

donde acaba la guerra la duda la tortura

y las ganas de morirse

besaré tu vientre firme como el planeta Tierra

tu vientre de llanura emergida del caos

de playa rumorosa

de almohada para la cabeza del rey después de entrar

a saco

tu vientre misterioso cuna de la noche desesperada

remolino de la rendición y del deslumbrante suicidio

donde la frente se rinde como una espada fulminada

tu vientre montón de arena de oro palpitante

montón de trigo negro cosechado en la luna

montón de tenebroso humus incitante

tu vientre regado por los ríos subterráneos

donde aún palpitan las convulsiones del parto de la tierra

tu vientre contráctil que se endurece como un brusco

recuerdo que se coagula

y ondula como las colinas

y palpita como las capas más profundas del mar océano

tu vientre lleno de entrañas de temperatura insoportable

tu vientre que ruge como un horno

o que está tranquilo y pacificado como el pan

tu vientre como la superficie de las olas

lleno hasta los bordes de mar de fondo y de resacas

lleno de irresistible vértigo delicioso

como una caída en un ascensor desbocado

interminable como el vicio y como él insensible

tu vientre incalculablemente hermoso

valle en medio de ti en medio del universo

en medio de mi pensamiento

en medio de mi beso auroral

tu vientre de plaza de toros

partido de luz y sombra y donde la muerte trepida

suave al tacto como la espalda negra del toro de la muerte

tu vientre de muerte hecha fuente para beber la vida

fuerte y clara

besaré tus muslos de catedral

de pinos paternales

practicables como los postigos que se abren sobre lo

desconocido

tus muslos para ser acariciados como un recuerdo

pensativo

tensos como un arco que nunca se disparará

tus muslos cuya línea representa la curva del curso de

los tiempos

besaré tus ingles regadas como los huertos mozárabes

traslúcidas y blancas como la vía láctea

besaré tu sexo terrible

oscuro como un signo cuyo nombre no puede decirse sin

tartamudear

como una cruz que marca el centro de los centros

tu sexo de sal negra

de flor nacida antes que el tiempo

delicado y perverso como el interior de las caracolas

más profundo que el color rojo

tu sexo de dulce infierno vegetal

emocionante como perder el sentido

abierto como la semilla del mundo

tu sexo de perdón para el culpable sollozante

de disolución de la amargura y de mar hospitalario

y de luz enterrada y de conocimiento

de amor de lucha de muerte de girar de los astros

de sobrecogimiento de hondura de viaje entre sueños

de magia negra de anonadamiento de miel embrujada

de pendiente suave como el encadenamiento de las ideas

de crisol para fundir la vida y la muerte

de galaxia en expansión

tu sexo triángulo sagrado besaré

besaré besaré

hasta hacer que toda tú te enciendas

como un farol de papel que flota locamente en la noche.

TOMÁS SEGOVIA

 ————————————————————————————————————————————

 

 

DECLARACIÓN DE ODIO

Estar simplemente como delgada carne ya sin piel,

como huesos y aire cabalgando en el alba,

como un pequeño y mustio tiempo

duradero entre penas y esperanzas perfectas.

Estar vilmente atado por absurdas cadenas

y escuchar con el viento los penetrantes gritos

que brotan del océano:

agonizantes pájaros cayendo en la cubierta

de los barcos oscuros y eternamente bellos,

o sobre largas playas ensordecidas, ciegas

de tanta fina espuma como miles de orquídeas.

 

Porque ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!

Hay olas como árboles difuntos,

hay una rara calma y una fresca dulzura,

hay horas grises, blancas y amarillas.

Y es el cielo del mar, alto cielo con vida,

que nos entra en la sangre, dando luz y sustento

a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,

en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.

Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,

de acero, de sangre y apagado sudor.

 

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,

la miseria y los homosexuales,

las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,

los rezos y las oraciones de los cristianos.

Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son

alimento diario

de los jovencitos alcahuetes de talles ondulantes,

de las mujeres asnas, de los hombres vacíos.

 

Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,

o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.

Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los

días rojos y azules

de cuando el pueblo se organiza en columnas,

los días y las noches de los militantes comunistas,

los días y las noches de las huelgas victoriosas,

los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor

agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.

 

¡Los días de la ciudad! Los días pesadísimos

como una cabeza cercenada con los ojos abiertos.

Estos días como frutas podridas.

Días enturbiados por salvajes mentiras.

Días incendiarios en que padecen las curiosas estatuas

y los monumentos son más estériles que nunca.

 

 

Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas,

con sus minutos como niños desnudos,

con sus bochornosos actos de vieja díscola y aparatosa,

con sus callejuelas donde mueren extenuados, al fin,

los roncos emboscados y los asesinos de la alegría.

 

Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,

criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora

páramo sofocante, nido blando en que somos

como palabra ardiente desoída,

superficie en que vamos como un tránsito oscuro,

desierto en que latimos y respiramos vicios,

ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,

lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.

 

Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad.

A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,

a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,

a tus juventudes ice cream rellenas de basura,

a tus desenfrenados maricones que devastan

las escuelas, la plaza Garibaldi,

la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.

 

Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de

sentirte cada día más inmensa,

cada hora más blanda, cada línea más brusca.

Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto

no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,

sino por tu candor de virgen desvestida,

por tu mes de diciembre y tus pupilas secas,

por tu pequeña burguesía, por tus poetas publicistas,

¡por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa

categoría de descastados,

por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios,

por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable,

por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo

o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de

una flauta.

 

Pero no es todo, soberana ciudad de lenta vida.

Hay por ahí escondidos, asustados, acaso masturbándose,

varias docenas de cobardes, niños de la teoría,

de la envidia y el caos, jóvenes del “sentido práctico de

la vida”,

ruines abandonados a sus propios orgasmos,

viles niños sin forma mascullando su tedio,

especulando en libros ajenos a lo nuestro.

¡A lo nuestro, ciudad!, lo que nos pertenece,

lo que vierte alegría y hace florecer júbilos,

risas, risas de gozo de unas bocas hambrientas,

hambrientas de trabajo,

de trabajo y orgullo de ser al fin varones

en un mundo distinto.

 

Así hemos visto limpias decisiones que saltan

paralizando el ruido mediocre de las calles,

puliendo caracteres, dando voces de alerta,

de esperanza y progreso.

Son rosas o geranios, claveles o palomas,

saludos de victoria y puños retadores.

Son las voces, los brazos y los pies decisivos,

y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,

y la táctica en vilo de quienes hoy te odian

para amarte mañana cuando el alba sea alba

y no un chorro de insultos, y no río de fatigas,

y no una puerta falsa para huir de rodillas.

EFRAÍN HUERTA [Los hombres del alba]

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Todos los poemas publicados en

POESÍA EN MOVIMIENTO México 1915-1966

Selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Siglo Veintiuno Editores. Decimo tercera edición, 1979

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La servilleta de los poetas

La servilleta de los poetas

Situado en el límite de la vida, en los confines del arte, Justino Prerogue era pintor. Con él vivía una amiga y venían a visitarlo unos poetas. Uno tras otro llegaban a cenar al taller donde el destino tachonaba, en el techo, chinches en vez de estrellas.

Había cuatro convidados que jamás comían juntos.

David Picard procedía de Sancerre, descendía de una familia judía controvertida, como hay tantas en la ciudad.

Leonardo Delaisse, tuberculoso, escupía su vida de inspirado con aires como para morirse de risa.

Jorge Ostreole, con la mirada inquieta, meditaba, como Hércules antaño, entre las alternativas de las encrucijadas.

Jaime Saint-Felix era el que más conocía cuentos; su cabeza podía girar en sus hombros, como si el cuello estuviese atornillado en el cuerpo.

Y sus poemas eran admirables.

Las comidas eran interminables, y la misma servilleta servía alternativamente a los cuatro poetas, pero no se les decía.

 

***

 

Poco a poco, esta servilleta fue ensuciándose.

Apareció un poco de yema de huevo junto a un oscuro reguero de espinacas, círculos de bocas vinosas y cinco marcas grises dejadas por los dedos de una mano en reposo. Una espina de pescado perforó la trama del lino como una lanza. Un granito de arroz se secó y quedó pegado en la esquina. Algunas partes estaban más oscuras que otras por la ceniza del tabaco.

 

***

 

—David, tenga su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue.

—Tenemos que acordarnos de comprar servilletas —decía Justino Prerogue—, apúntalo para cuando tengamos dinero.

—Su servilleta está sucia, David —decía la amiga de Justino Prerogue—, la próxima vez se la cambio. No vino la lavandera esta semana.

—Leonardo, aquí tiene usted su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue. Puede escupir en el depósito de carbón. ¡Pero qué sucia está su servilleta! En cuanto la lavandera me traiga la ropa sucia se la cambio.

—Leonardo, tengo ganas de hacer su retrato escupiendo —decía Justino Prerogue—, no sé qué hace la lavandera. No me trae la ropa limpia.

—¡A comer! —decía Justino Prerogue.

—Jaime Saint-Felix, otra vez voy a tener que darle la misma servilleta. No tengo otra por hoy —decía la amiga de Justino Prerogue.

Y la cabeza del poeta daba vueltas durante toda la cena escuchando las historias que contaba el pintor.

 

***

 

Pasaron muchos meses.

Los poetas seguían usando alternativamente la servilleta y sus poemas eran admirables.

Leonardo Delaisse escupía su vida cada vez más cómicamente y David Picard empezó también a escupir.

La venenosa servilleta infectó uno tras otro después de David, a Jorge Ostreole y a Jaime Saint-Feliz, pero ellos lo ignoraban.

Como un asqueroso trapo de hospital, la servilleta se fue manchando de la sangre que aparecía en los labios de los cuatro poetas, y las cenas eran interminables.

 

***

 

Al principio del otoño, Leonardo Delaisse escupió lo que le quedaba de vida.

En diversos hospitales, sacudidos por la tos como las mujeres por la voluptuosidad, los otros tres poetas se murieron a pocos días de intervalo. Y los cuatro dejaron poemas tan hermosos que parecían encantados.

Se atribuyó su muerte, no a la comida, sino al hambre cruel y a las veladas líricas. Pues ¿es acaso posible que una sola servilleta pueda matar, en tan poco tiempo, a cuatro incomparables poetas?

 

***

 

Muertos los invitados, la servilleta se reveló inútil.

La amiga de Justino Prerogue quiso echarla en la ropa sucia.

Y la desdobló pensando: “Está demasiado sucia y además empieza a apestar.”

Pero una vez desdoblada, la amiga de Justino Prerogue se sorprendió y llamó a su amigo quien quedó maravillado:

—¡Es un verdadero milagro! Esta asquerosa servilleta que te complaces en desplegar, gracias a tanta mugre coagulada y tan diversos colores, muestra los rasgos de nuestro difunto amigo David Picard.

—¿Verdad? —murmuró la amiga de Justino Prerogue.

Ambos, en silencio, miraron la milagrosa imagen y luego, despacio, hicieron girar la servilleta.

Pronto palidecieron al ver el espantoso aspecto de muerto de risa de Leonardo Delaisse, haciendo esfuerzos por escupir.

Los cuatro lados de la servilleta ofrecían el mismo prodigio.

Justino Prerogue y su amiga vieron a Jorge Ostreole indeciso y a Jaime Saint-Felix a punto de contar una historia.

—Deja esa servilleta —dijo bruscamente Justino Prerogue.

Cayó el trapo extendido en el piso.

Justino Prerogue y su amiga anduvieron girando largo tiempo como astros alrededor del sol, y este Lienzo del Divino Rostro, con su cuádruple mirada, les ordenaba que huyeran al límite del arte, a los confines de la vida.

 

 

Guillaume Apollinaire. EL HERESIARCA Y CÍA. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.

 

Lunes / Poema de Sandra Arvizu

Lunes / Poema de Sandra Arvizu

Por la ventana

mi mirada se escapa

y

se desliza atravesando el jardín

encerrándome en un laberinto

que recorro sin prisa.

 

En el jardín pintado de rocío

el canto de los pájaros

juega a esconderse

detrás de la palmera

dejándome en silencio

 

con un sorbo de café

entibiando mis labios

 

en un instante

se vestirán de gris

las sombras expectantes

… y esa emoción

alentará mi espíritu durante

el día…

30 de agosto 2021

Romance /Lope de Vega

Romance /Lope de Vega

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque, para andar conmigo,

me bastan mis pensamientos.

No sé qué tiene el aldea

donde vivo y donde muero,

que, con venir de mi mismo,

no puedo venir más lejos.

Ni estoy bien ni mal conmigo;

mas dice mi entendimiento

que un hombre que todo es alma

está cautivo de su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,

y, solamente no entiendo

cómo se sufre a sí mismo

un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,

fácilmente me defiendo;

pero no puedo guardarme

de los peligros de un necio.

Él dirá que yo lo soy,

pero con falso argumento,

que humildad y necedad

no caben en un sujeto.

La diferencia conozco,

porque en él y en mi contemplo,

su locura, en su arrogancia,

mi humildad, en mi desprecio.

O sabe Naturaleza

más que supo en este tiempo,

o tantos que nacen sabios

es porque lo dicen ellos.

“Sólo sé que no sé nada”,

dijo un filósofo, haciendo

la cuenta con su humildad,

adonde lo más es menos.

No me precio de entendido;

de desdichado me precio;

que, los que no son dichosos,

¿cómo pueden ser discretos?

No puede durar el mundo,

porque dicen, y lo creo,

que suena a vidrio quebrado

y que ha de romperse presto.

Señales son del Juicio,

ver que todos le perdemos,

unos por carta de más,

otros por carta de menos.

Dixeron que antiguamente

se fue la Verdad al cielo;

tal la pusieron los hombres,

que desde entonces no ha vuelto.

En dos edades vivimos

los propios y los ajenos:

la de plata los extraños,

y la de cobre los nuestros.

¿A quién no dará cuidado,

si es español verdadero,

ver los hombres a lo antiguo

y el valor a lo moderno?

Todos andan bien vestidos,

y quéxanse de los precios

de medio arriba, romanos,

de medio abaxo, romeros.

Dijo Dios que comería

su pan el hombre primero

en el sudor de su cara

por quebrar su mandamiento;

y algunos, desobedientes

a la vergüenza y al miedo,

con las prendas de su honor

han trocado los efetos.

Virtud y Filosofía

peregrinan como ciegos;

el uno se lleva al otro;

llorando van y pidiendo.

Dos polos tiene la tierra,

universal movimiento:

la mejor vida, el favor;

la mejor sangre, el dinero.

Oigo tañer las campanas

y no me espanto, aunque puedo,

que en lugar de tantas cruces

haya tantos hombres muertos.

Mirando estoy los sepulcros,

cuyos mármoles eternos

están diciendo sin lengua

que no lo fueron sus dueños.

¡Oh! ¡Bien haya quien lo hizo!;

porque solamente en ellos de los poderosos grandes

se vengaron los pequeños.

Fea pintan a la envidia;

yo confieso que la tengo

de unos hombres que no saben

quién vive pared en medio.

Sin libros y sin papeles,

sin tratos, cuentas, ni cuentos,

cuando quieren escribir,

piden prestado el tintero.

Sin ser pobres y sin ser ricos,

tienen chimenea y huerto;

no los despiertan cuidados,

ni pretensiones, ni pelitos.

Ni murmuraron del grande,

ni ofendieron al pequeño;

nunca como yo firmaron

parabién, ni Pascuas dieron.

Con esta envidia que digo,

y lo que passo en silencio,

a mis soledades voy,

de mis soledades vengo.

 

Lope de Vega (1562-1635)

Carlos González Peña. EL JARDÍN DE LAS LETRAS. Editorial Patria, 1958

 

 

Tres poemas de Neruda

Tres poemas de Neruda

Si tú me olvidas

Quiero que sepas
una cosa.
Tú sabes cómo es esto:
si miro
la luna de cristal, la rama roja
del lento otoño en mi ventana,
si toco
junto al fuego
la impalpable ceniza
o el arrugado cuerpo de la leña,
todo me lleva a ti,
como si todo lo que existe,
aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.

Ahora bien,
si poco a poco dejas de quererme
dejaré de quererte poco a poco.

Si de pronto
me olvidas
no me busques,
que ya te habré olvidado.

Si consideras largo y loco
el viento de banderas
que pasa por mi vida
y te decides
a dejarme a la orilla
del corazón en que tengo raíces,
piensa
que en ese día,
a esa hora
levantaré los brazos
y saldrán mis raíces
a buscar otra tierra.

Pero
si cada día,
cada hora
sientes que a mí estás destinada
con dulzura implacable.
Si cada día sube
una flor a tus labios a buscarme,
ay amor mío, ay mía,
en mí todo ese fuego se repite,
en mí nada se apaga ni se olvida,
mi amor se nutre de tu amor, amada,
y mientras vivas estará en tus brazos
sin salir de los míos.

Publicado en LOS VERSOS DEL CAPTÁN, en 1963

 

No es necesario

No es necesario silbar

para estar solo,

para vivir a oscuras.

 

En plena muchedumbre, a pleno cielo,

nos recordamos a nosotros mismos,

al íntimo, al desnudo,

al único que sabe cómo crecen sus uñas,

que sabe cómo se hace su silencio

y sus pobres palabras.

hay Pedro para todos,

luces, satisfactorias Berenices,

pero, adentro,

debajo de la edad y de la ropa,

aún no tenemos nombre,

somos de otra manera.

No sólo por dormir los ojos se cerraron

sino para no ver el mismo cielo.

Nos cansamos de pronto

y como si tocaran la campana

para entrar al colegio,

regresamos al pétalo escondido,

al hueso, a la raíz semisecreta

y allí, de pronto, somos,

somos aquello puro y olvidado,

somos lo verdadero

entre los cuatro muros de nuestra única piel,

entre las dos espadas de vivir y morir.

Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964

 

 

El largo día jueves

Apenas desperté reconocí

el día, era el de ayer,

era el día de ayer con otro nombre,

era un amigo que creí perdido

y que volvía para sorprenderme.

 

Jueves, le dije, espérame,

voy a vestirme y andaremos juntos

hasta que tú te caigas en la noche.

Tú morirás, yo seguiré

despierto, acostumbrado

a las satisfacciones de la sombra.

 

Las cosas ocurrieron de otro modo

que contaré con íntimos detalles.

 

Tardé en llenarme de jabón el rostro

—qué deliciosa espuma

en mis mejillas—

sentí como si el mar me regalara

blancura sucesiva,

mi cara fue sólo un islote oscuro

rodeado por ribetes de jabón

y cuando en el combate

de las pequeñas olas y lamidos

del tierno hisopo y la afilada hoja

fui torpe y de inmediato

malherido,

malgasté las toallas

con gotas de mi sangre,

busqué alumbre, algodón, yodo, farmacias

completas que corrieron a mi auxilio:

sólo acudió mi rostro en el espejo

mi cara mal lavada y mal herida.

 

El baño

me incitaba

con prenatal calor  a sumergirme

y acurruqué mi cuerpo en la pereza.

 

Aquella cavidad intrauterina

me dejó agazapado

esperando nacer, inmóvil, líquido,

substancia temblorosa

que participa de la inexistencia

y demoré en moverme

horas enteras,

estirando las piernas con delicia

bajo la submarina caloría.

 

Cuánto tiempo en frotarme y secarme,

cuánto una media después de otra media

y medio pantalón y otra mitad,

tan largo trecho me ocupó un zapato

que cuando en dolorosa incertidumbre

escogí la corbata, y ya partía

de exploración, buscando mi sombrero,

comprendí que era demasiado tarde:

la noche había llegado

y comencé de nuevo a desnudarme,

prenda por prenda, a entrar entre las sábanas,

hasta que pronto me quedé dormido.

 

Cuando pasó la noche y por la puerta

entró otra vez el Jueves anterior

correctamente transformado en Viernes

lo saludé con risa sospechosa,

con desconfianza por su identidad.

Espérame, le dije, manteniendo

puertas, ventanas plenamente abiertas,

y comencé de nuevo mi tarea

de espuma de jabón hasta sombrero,

pero mi vano esfuerzo

se encontró con la noche que llegaba

exactamente cuando yo salía.

Y volví a vestirme con esmero.

 

Mientras tanto esperando en la oficina

los repugnantes expedientes, los

números que volaban al papel

como mínimas aves migratorias

unidas en despliegue amenazante.

Me pareció que todo de juntaba

para esperarme por primera vez:

el nuevo amor que, recién descubierto,

bajo un árbol del parque me incitaba

a continuar en mí la primavera.

 

Y mi alimentación fue descuidada

día tras día, empeñado en ponerme

uno tras otro mis aditamentos,

en lavarme y vestirme cada día.

Era una insostenible situación:

cada vez un problema la camisa,

más hostiles las ropas interiores

y más interminable la chaqueta.

 

Hasta que poco a poco me morí

de inanición, de no acertar, de nada,

de estar entre aquel día que volvía

y la noche esperando como viuda.

 

Ya cuando me morí todo cambió.

 

Bien vestido, con perla en la corbata,

y ya exquisitamente rasurado

quise salir, pero no había calle,

no había nadie en la calle que no había,

y por lo tanto nadie me esperaba.

 

Y el Jueves duraría todo el año.

Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964

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