LETRAS
A bud y claribel
i
La política es una forma del amor, pero no viceversa; por algo en el amor es mucho más fácil tener el corazón caliente que la cabeza fría.
ii
El hombre bueno casi siempre se aburre de sus rencores. Pero siempre hay un rencor que confirma la regla.
iii
La muerte es una traición de Dios.
iv
¡Si uno conociera lo que tiene, con tanta claridad como conoce lo que le falta!
v
Cuando una mujer dice: “Todo tu cuerpo es corazón”, es porque todo su cuerpo es corazón.
vi
Desde que los hijos educan a los padres, se acabaron los complejos de Edipo.
vii
El pan nuestro de cada día provoca gases y malas digestiones.
viii
Cuando sueño contigo no hablo sino que canto en sueños.
ix
Cuando parece que la vida imita al arte, es porque el arte ha logrado anunciar la vida.
x
Los Otros que invento son confidencias sobre aquello que desgraciadamente no me ocurre.
xi
La generosidad es el único egoísmo legítimo.
xii
Epitafio para un vanidoso: “Bah . . . “
xiii
La soledad es también un homenaje al prójimo.
xiv
El inconveniente de la autocrítica es que los demás pueden llegar a creerla.
xv
Los Otros que invento dicen a veces cosas que yo no habría dicho ni aunque fuera otro.
xvi
No es que uno cambie, sino que el espejo no tiene memoria.
xvii
No seamos sectarios: la infancia es a veces un paraíso perdido. Pero otras veces es un nfierno de mierda.
xviii
Un torturador no se redime suicidándose. Pero algo es algo.
xix
Contra el optimismo no hay vacunas.
xx
Cuando el infierno son los otros, el paraíso no es uno mismo.
xxi
El vicediós siempre es ateo.
Publicado en EPILOGOS MIOS de
MARIO BENEDETTI. Poemas de otros. Editorial Nueva Imagen, sexta edición en México, septiembre de 1980.
LETRAS
EL SILENCIO DE LAS SIRENAS
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave: aunque todo mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizás alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
Sin embargo, las sirenas poseen una arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de la felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera), no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus chorreantes cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, hubieran perecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
EL PROLETARIO SIN BIENES
Obligaciones:
- No poseer ningún dinero; no tener ni aceptar lujos. Sólo es posible tener lo siguiente: vestidos sencillos (a determinarse individualmente), lo necesario para las labores, libros y alimentos para el consumo propio. Todo lo demás pertenece a los pobres.
- El trabajo será el único medio para ganarse el sustento. No esquivar tareas mientras se tengan fuerzas para ello, salvo cuando se pueda afectar a la salud. Elegir uno mismo su trabajo; si ello no es posible, someterse a la decisión del Consejo del Trabajo, dependiente del Estado.
- Sólo trabajar para el sustento (establecerlo en forma individual según las regiones, por el plazo de dos días).
- Vida moderada. No tomar más alimentos que los imprescindibles; sea la ración mínima (y, en cierto modo, la máxima), la que sigue: pan, agua y dátiles. Comida de paupérrimos. Alojamiento de paupérrimos.
- Conceptuar la relación con el patrón como relación de confianza; jamás reclamar la intervención de las leyes. Concluir toda tarea comenzada bajo cualquier circunstancia, salvo por razones de salud.
Derechos:
- Jornada máxima de seis horas de labor. Para trabajos físicos, de cuatro a cinco horas.
- Recepción en clínicas y hogares de ancianos costeados por el Estado en caso de enfermedad o de avanzada edad no apta para el trabajo. Vida laboriosa como una cuestión de conciencia y de fe en el prójimo.
Propiedades privadas: cederlas al Estado a fin de fundarse sanatorios y hogares.
Por lo menos en el principio, exclusión de personas independientes, casados y mujeres.
Debates (obligación grave) con participación del gobierno.
También actividades de tipo capitalista (dos palabras ilegibles)
Donde se requiera ayuda, en regiones alejadas, en los hogares de los pobres, acudir como maestro.
Cantidad máxima: 500 hombres
Prueba de un año.
DE LA MUERTE APARENTE
Quien haya padecido alguna vez de muerte aparente, podrá contar cosas espantosas; sin embargo, no podrá decir cómo es después de La muerte. Es más, ni ha estado más cerca de ella que otros; en el fondo, tan sólo ha “sentido” algo especial, y la vida común, no la extraordinaria, se ha convertido en algo más valioso con ello. A todo aquel que haya experimentado algo peculiar le sucede una cosa similar. Con toda seguridad Moisés, por ejemplo, experimentó sobre el Monte Sinaí algo “especial”; pero, en lugar de asombrarse de ello, como tal vez lo haría un muerto aparente, que no se anuncia y se queda en el ataúd, bajó corriendo del Monte y, desde luego, tuvo cosas importantes que contar, y amó a los hombres, de los cuales había huido, mucho más que antes, dando entonces su vida por ellos, casi podría decirse por agradecimiento. De ambos, sin embargo, del que vuelve de la muerte aparente, y de Moisés que regresa, puede aprenderse mucho, pero no podemos conocer lo decisivo, pues ellos mismos no lo han llegado a saber. Y si lo hubieran llegado a saber, no hubieran regresado. Esto podría verificarse si, por ejemplo, alguna vez quisiésemos vivir “con un salvoconducto” para tener la certeza del retorno, la experiencia del muerto aparente o de Moisés, o incluso que deseáramos la muerte, pero ni siquiera en pensamiento querríamos permanecer en el Monte Sinaí o vivos en el ataúd, sin posibilidad alguna de retorno…
(Esto, ciertamente, nada tiene que ver con el temor a la muerte…)
LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA
Con el correr del tiempo, Sancho Panza, que por otra parte, jamás se vanaglorió de ello, consiguió, mediante la composición de una gran cantidad de cuentos de caballeros andantes y de bandoleros, escritos durante los atardeceres y las noches, separar a tal punto de sí a su demonio, a quien luego llamó don Quijote, que éste se lanzó inconteniblemente a las más locas aventuras; sin embargo, y por falta de un objeto preestablecido, que justamente hubiera debido ser Sancho, nunca llegaron a dañar a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió de manera imperturbable, tal vez en razón de un cierto sentido de compromiso, a don Quijote en sus andanzas, y obtuvo con ello un grande y útil solaz hasta su muerte.
INFORME PARA UNA ACADEMIA DE FRANZ KAFKA. Tomado de ERZAHLUNGEN UND KLEINE PROSA. Ediciones Nuevomar. Primera edición. 1979
LETRAS
ENERO/1980
Hoy sólo quiero cantar,
nadie va a llorar.
Buscando tu rostro,
te compongo una canción
para que te asomes dentro
de mi soledad.
Cuerpo de vela,
estoy esperando que el
tiempo te devuelva.
Olfateando en el aire
tu olor
en la tierra, en el sol
eres ajeno, extraño,
a mí, a ti.
Eres un huésped
con olor a piel usada.
Me gustaría encontrarte
abandonado,
y mirarnos más allá
de la espera,
y sin embargo, esperando,
esperándote.
POEMA EN PAPEL REVOLUCIÓN
Hemos pasado un largo camino de obstáculos
para llegar aquí.
Somos los dos que volvemos y caemos,
sentimos y lloramos para llegar quién sabe dónde.
Perdimos la piel para ser sacrificados
una y otra vez.
¿Cómo voy a poder soportar tu distancia?
¿Cómo voy a soportar el perder el paso de tu
tiempo por mis venas?
¿Cómo salir a perseguir inconciencias
en la soledad?
En medio de la duda te alejas y no llego
estoy anestesiada
me duele este quebrantado amor.
Y yo creí que nunca acabaría.
Pedí demasiado que no se nos desmadejara
en hilillos de angustia.
“Te quiero mucho” pero…
No quiero escribirte de silencio y soledad
y nostalgia
yo no quería nada
Te regalé incontables miradas
que tu piel me devolvía con una caricia
A veces te ví un poco triste
nublado
cansado
solo
y silencioso
Pero lleno de ternura y tibieza para mí
Sandra Arvizu
LETRAS
Conviene que te prepares para lo peor.
Así, en la entonación preocupada y amiga de Octavio, no sólo médico sino sobre todo ex compañero de liceo, la frase socorrida, casi sin detenerse en el oído de Mariano, había repercutido en su vientre, allí donde el dolor insistía desde hacía cuatro semanas. En aquel instante había disimulado, había sonreído amargamente, y hasta había dicho: “no te preocupes, hace mucho que estoy preparado”. Mentira, no lo estaba, no lo había estado nunca. Cuando le había pedido encarecidamente a Octavio que, en mérito a su antigua amistad (“te juro que yo sería capaz de hacer lo mismo contigo”), le dijera el diagnóstico verdadero, lo había hecho con la secreta esperanza de que el viejo camarada le dijera la verdad, sí, pero que esa verdad fuera su salvación y no su condena. Pero Octavio había tomado al pie de la letra su apelación al antiguo afecto que los unía, le había consagrado una hora y media de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, y luego, con los ojos inevitablemente húmedos tras los gruesos cristales, había empezado a dorarle la píldora: “Es imposible decirte desde ya de qué se trata. Habrá que hacer análisis, radiografías, una completa historia clínica. Y eso va a demorar un poco. Lo único que podría decirte es que de este primer examen no saco una buena impresión. Te descuidaste mucho. Debías haberme visto no bien sentiste la primera molestia”. Y luego el anuncio del primer golpe directo: “Ya que me pedís, en nombre de nuestra amistad, que sea estrictamente sincero contigo, te diré que, por las dudas…” Y se había detenido, se había quitado los anteojos, y se los había limpiado con el borde de la túnica. Un gesto escasamente profiláctico, había alcanzado a pensar Mariano en medio de su desgarradora expectativa. “Por las dudas ¿qué?, preguntó, tratando de que el tono fuera sobrio, casi indiferente. Y ahí se desplomó el cielo: “Conviene que te prepares para lo peor”.
De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografías, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. En una sola ocasión cuando volvió a casa y se encontró solo (Águeda había salido con los chicos, su padre estaba en el Interior), había perdido todo dominio de sí mismo y allí, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Águeda, con ceño escéptico, con ojos entornados. Seguramente estaba arrepentido de haber sido brutalmente sincero y quería de algún modo amortiguar los efectos del golpe. Seguramente. Pero ¿y si hubiera esperanzas? O una sola. Alcanzaba con una escueta esperanza, una diminuta esperancita en mínimo singular. ¿Y si los análisis, las placas, y otros fastidios, decían al fin en su lenguaje esotérico, en su profecía en clave, que la vida tenía permiso para un año más? No pedía mucho: cinco años, mejor diez. Ahora que atravesaba la Plaza Independencia para encontrarse con Octavio y su dictamen final (condena o aplazamiento o absolución), sentía que esos singulares y plurales de la esperanza habían, pese a todo, germinado en él. Quizá ello se debía a que el dolor había disminuido significativamente, aunque no se le ocultaba que acaso tuvieran algo que ver con ese alivio las pastillas recetadas por Octavio e ingeridas puntualmente por él. Pero, mientras tanto, al acercarse a la meta, su expectativa se volvía casi insoportable. En determinado momento, se le aflojaron las piernas; se dijo que no podía llegar al consultorio en ese estado, y decidió sentarse en un banco de la plaza. Rechazó con la cabeza la oferta del lustrabotas (no se sentía con fuerzas como para entablar el consabido diálogo sobre el tiempo y la inflación), y esperó a tranquilizarse. Águeda y Susana, Susana y Águeda. ¿Cuál sería el orden preferencial? ¿Ni siquiera en ese instante era capaz de decidirlo? Águeda era la comprensión y la incomprensión ya estratificadas; la frontera ya sin litigios; el presente repetido (pero también había una calidez insustituible en la repetición); los años y años de pronosticarse mutuamente, de saberse de memoria; los dos hijos, los dos hijos. Susana era la clandestinidad, la sorpresa (pero también la sorpresa iba evolucionando hacia el hábito), las zonas de vida desconocida, no compartidas, en sombra; la reyerta y la reconciliación conmovedoras; los celos conservadores y los celos revolucionarios; la frontera indecisa, la caricia nueva (que insensiblemente se iba pareciendo al gesto repetido), el no pronosticarse sino adivinarse, el no saberse de memoria sino de intuición. Águeda y Susana. Susana y Águeda. No podía decidirlo. Y no podía (acababa de advertirlo en el preciso instante en que debió saludar con la mano al antiguo compañero de trabajo), sencillamente porque pensaba en ellas como en cosas suyas, como sectores de Mariano Ojeda, y no como vidas independientes, como seres que vivían por cuenta y riesgo propios. Águeda y Susana, Susana y Águeda, eran en este instante partes de su organismo, tan suyas como esa abyecta, fatigada entraña que lo amenazaba. Además estaban Coco y sobre todo Selvita, claro, pero él no quería, no, no quería, no, no quería ahora pensar en los chicos, aunque se daba cuenta de que en algún momento tendría que afrontarlo, no quería pensar porque entonces si se derrumbaría y ni siquiera tendría fuerzas para llegar al consultorio. Había que ser honesto, sin embargo, y reconocer de antemano que allí iba a ser menos egoísta, más increíblemente generoso, porque si se destrozaba en ese pensamiento (y seguramente se iba a destrozar) no sería pensando en sí mismo sino en ellos, o por lo menos más en ellos que en sí mismo, más en la novata tristeza que los acechaba que en la propia y veterana noción de quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, dulce, afrodisiaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja No. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los otros; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera; sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente.
Ahí tocó fondo su desesperación y, paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas le respondían, y acabó de cruzar la plaza. Entró en el café, pidió un cortado, lo tomó lentamente, sin agitación exterior ni interior, con la mente poco menos que en blanco. Vió cómo el sol se debilitaba, cómo iban desapareciendo sus últimas estrías. Antes de que se encendieran los focos del alumbrado, pagó su consumición, dejó la propina de siempre, y caminó cuatro cuadras, dobló por Río Negro a la derecha, y a mitad de la cuadra se detuvo, subió hasta un quinto piso, y oprimió el botón del timbre junto a la chapita de bronce: Dr. Octavio Massa, médico.
—Lo que me temía.
Lo que me temía era, en estas circunstancias, sinónimo de lo peor. Octavio había hablado larga, calmosamente, había recurrido sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortación, pero Mariano lo había oído en silencio, incluso con una sonrisa estable que no tenía por objeto desorientar a su amigo, pero que con seguridad lo había desorientado. “Pero si estoy bien”, dijo tan sólo, cuando Octavio lo interrogó, preocupado. “Además”, dijo el médico, con el tono de quien extrae de la manga un naipe oculto, “además vamos a hacer todo lo que sea necesario, y estoy seguro, entendés, seguro, que una operación sería un éxito. Por otra parte, no hay demasiada urgencia. Tenemos por lo menos un par de semanas para fortalecerte con calma, con paciencia, con regularidad. No te digo que debas alegrarte, Mariano, ni despreocuparte, pero tampoco es para tomarlo a la tremenda. Hoy en día estamos mucho mejor armados para luchar contra . . . “ Y así sucesivamente. Mariano sintió de pronto una implacable urgencia en abandonar el consultorio, no precisamente para volver a la desesperación. La seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar la nueva certeza. Así mientras Octavio seguía diciendo: “. . . y además da la casualidad que soy bastante amigo del médico de tu Banco, así que no habrá ningún inconveniente para que te tomes todo el tiempo necesario y . . .”, Mariano sonreía, y no era la suya una sonrisa amarga, resentida, sino (por primera vez en muchos días) de algún modo satisfecha, conforme.
Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, se enfrentó a un estado de ánimo que le pareció una revelación. Era de noche, claro, pero ¿porqué las luces quedaban tan lejos? ¿Por qué no entendía, ni quería entender, la leyenda móvil del letrero luminoso que estaba frente a él? La calle era un gran canal, sí, pero ¿por qué esas figuras que pasaban a medio metro de su mano, eran sin embargo imágenes desprendidas, como percibidas en un film que tuviera color pero que en cambio se beneficiara (porque en realidad era una mejora) con una banda sonora sin ajuste, en la que cada ruido llegaba a él como a través de infinitos intermediarios, hasta dejar en sus oídos sólo un amortiguado eco de otros ecos amortiguados? La calle era un canal cada vez más ancho, de acuerdo, pero ¿por qué las casas de enfrente se empequeñecían hasta abandonarlo, hasta dejarlo enclaustrado en su estupefacción? Un canal, nada menos que un canal, pero ¿por qué los focos de los autos que se acercaban velozmente, se iban reduciendo, reduciendo, hasta parecer linternas de bolsillo? Tuvo la sensación de que la baldosa que pisaba se convertía de pronto en una isla, una baldosa leprosa que era higiénicamente discriminada por las baldosas saludables. Tuvo la sensación de que los objetos se iban, se apartaban locamente de él, pero sin admitir que se apartaban. Una fuga hipócrita, eso mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? De todos modos, aquella vertiginosa huida de las cosas y de los seres, del suelo y del cielo, le daba una suerte de poder. ¿Y esto podía ser la muerte, nada más que esto?, pensó con inesperada avidez. Sin embargo estaba vivo. Ni Águeda, ni Susana, ni Coco, ni Selvita, ni Octavio, ni su padre en el Interior, ni la Caja No. 3. Sólo ese foco de luz, enorme, es decir enorme al principio, que venía quién sabe de dónde, no tan enorme después, valía la pena dejar la isla baldosa, más chico luego, valía la pena afrontarlo todo en medio de la calle, pequeño, más pequeño, sí, insignificante, aquí mismo, no importa que los demás huyan, si el foco, el foquito, se acerca alejándose, aquí mismo, aquí mismo, la linternita, la luciérnaga, cada vez más lejos y más cerca, a diez kilómetros y también a diez centímetros de unos ojos que nunca más habrán de encandilarse.
MARIO BENEDETTI. La muerte y otras sorpresas. Siglo XXI Editores. México, decimoquinta edición, 1980
LETRAS
André Breton cuenta que Philippe Soupault salió una mañana de su casa y se echó a recorrer París, preguntando de puerta en puerta:
—¿Aquí vive el señor Philippe Soupault?
Después de atravesar varias calles, de una casa desconocida salieron a responderle:
—Si, señor, aquí vive el señor Philippe Soupault.
•
Un detective que figura en una novela de Chesterton, empeñado en encontrar el lugar donde se ocultaba un criminal, dio con él, guiado y atraído por ciertos detalles raros que ofrecía, en su arquitectura, la casa donde estaba escondido el delincuente.
•
Un día que salía yo del Louvre, a un amigo que encontré en la puerta del museo y que me preguntó adónde iba, le dije:
Al museo del Louvre.
•
Bueno será recordar que Colón, según relata el biógrafo André de Loffechi, tuvo por la primera vez el sentimiento de la redondez del globo entrando en su dormitorio, en Génova. “ Si en lugar de entrar a su dormitorio —observa Loffechi— sale Colón al jardín, pongamos por caso, no habría seguramente descubierto América”
•
Marquet de Vasselot se valió, sin darse cuenta, de una voltereta en su cama para descubrir el principio científico según el cual algunos bronces chinos de la época de la dinastía de Sing, mantienen una coloración azulada al contacto del aire.
•
Lord Carnavon, que descubrió en febrero 1923 el tercer hipogeo funerario de Tut-Ankh-Amon, padecía, según se ha sabido después de su muerte, de una misteriosa enfermedad nerviosa. Su compañero de aventura arqueológica, Mr. Howard Carter, refiere que el infortunado Lord, estando aún en Londres, antes de su hallazgo faraónico, cada vez que venía a sus narices un olor a resina, sin saber por qué, se ponía mal y le acometían cavilaciones melancólicas. Entraba entonces a su biblioteca y abría sus volúmenes. El propio Mr. Howard Carter, al encontrar el sarcófago de oro macizo en que estaba encerrada la momia de Tut-Ankh-Amon, el héroe buscado por Carnavon, ha constatado que dicha momia se hallaba cubierta de una espesa capa de resina sagrada.
•
Los trescientos estados de mujer de la Tour Eiffel, están helados. La herzciana crin de cultura de la torre, su pelusa de miras, su vivo aceraje, engrapado al sistema moral de Descartes, están helados.
Le Bois de Boulogne, verde por cláusula privada, está helado.
La cámara de Diputados, donde Briand clama: “Hago un llamamiento a los pueblos de la tierra…”, y a cuyas puertas el centinela acaricia, sin darse cuenta, su cápsula de humanas inquietudes, su simple bomba de hombre, su eterno principio de Pascal, está helada.
•
Los técnicos hablan y viven como técnicos y rara vez como hombres. Es muy difícil ser técnico y hombre, al mismo tiempo. Un poeta juzga un poema, no como simple mortal, sino como poeta. Y ya sabemos hasta qué punto los técnicos se enredan en los hilos de los bastidores, cayendo por el lado flaco del sistema, del prejuicio doctrinario o del interés profesional, consciente o subconsciente y fracturándose así la sensibilidad plena del hombre.
•
Todas las cosas llevan su sombrero. Todos los animales llevan su sombrero. Los vegetales llevan también el suyo. No hay en este mundo nada ni nadie que no lleve la cabeza cubierta. Aunque los hombres se quiten el sombrero, siempre queda la cabeza cubierta de algo que podríamos llamar el sombrero innato, natural y tácito de cada persona.
Desde el punto de vista del hombre, los sombreros se clasifican en sombreros naturales y sombreros artificiales. Se llama sombrero natural aquel que nace con cada persona y que le es inseparable aún después de la muerte. En el esqueleto, la presencia del sombrero natural y tácito es palpable. Se llama sombrero artificial aquel que se adquiere en las sombrererías y del cual podemos separarnos momentánea o eternamente. En el esqueleto, la falta de este sombrero artificial es, asimismo, evidente.
•
Se rechazan las cosas que andan lado a lado del camino y no en él. ¡Ay del que engendra un monstruo! ¡Ay del que irradia un arco recto! ¡Ay del que logra cristalizar un gran disparate! Crucificados en vanas camisas de fuerza, avanzan así las diferencias de hojas alternas hacia el panteón de los grandes acordes.
•
Conozco a un hombre que dormía con sus brazos. Un día se los amputaron y quedó despierto para siempre.
•
El agua invita a la meditación. La tierra, a la acción. La meditación es hidrográfica: la acción geográfica. La meditación viene. La acción va. Aquella es centrípeta; ésta, centrífuga.
•
La danza, al repetirse, se estereotipa y se torna cliché. Cada danza debe ser improvisada y morir en seguida. Esto hacen los negros.
•
Estuve lejos de mi padre doscientos años y me escribían que él vivía siempre. Pero un sentimiento profundo de la vida, me daba la necesidad entrañable y creadora de creerle muerto.
•
Renán decía de Joseph De Maistre: “ Cada vez que en su obra hay un efecto de estilo, ello es debido a una falta del francés”. Lo mismo puede decirse de todos los grandes escritores de los diversos idiomas.
•
Se puede hablar de freno sólo cuando se trata de actividad cerebral, que tiene el suyo en la razón. El sentimiento no desboca nunca. Tiene su medida en sí mismo y la proporción en su propia naturaleza. El sentimiento está siempre de buen tamaño. Nunca es deficiente ni excesivo. No necesita de brida ni de espuelas.
•
El ruido de un carro, cuando éste va lentamente, es feo y desagradable. Cuando va rápidamente, se torna melodioso.
CÉSAR VALLEJO. Cuentos completos. Apéndice II. La nave de los locos. Premià Editora, S.A. Segunda edición. 1981
LETRAS
Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calientita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.
Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y su aplauso no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso —lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad— yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y ya no es más que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba a mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy un idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando y bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, las estaciones, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de una delicia que no debería terminar más. Pero me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarme así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta cómo canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta L’année dernière à Marienbad, ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando el suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.
JULIO CORTÁZAR. La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo I. Ed. Siglo XXI Editores. Séptima edición, primera de bolsillo. 1970
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