y Arte de la Observación

Bertolt Brecht*

Es una opinión antigua y elemental que una obra de arte, en sustancia, deba actuar sobre todos los hombres, independientemente de su edad, educación y condición. El arte — dice — se dirige al hombre, a todos ellos, y no importa que éste sea viejo o joven, trabajador manual o mental, culto o inculto. De modo que una obra de arte puede ser comprendida y gozada por todos los hombres, ya que todos los hombres llevan en sí algo de artístico.

De semejante opinión deriva a menudo una decidida aversión hacia las llamadas interpretaciones de las obras de arte, hacia un arte que tiene necesidad de toda suerte de explicaciones y no se halla en condiciones de actuar “por sí mismo”. ¿Cómo —se dice— podría el arte actuar sobre todos nosotros? ¿Sólo cuando los expertos lo hayan hecho objeto de sus disquisiciones? ¿El Moisés de Miguel Angel debería conmovernos únicamente cuando lo haya explicado un profesor?

Así se dice, pero al mismo tiempo no se ignora que hay personas más dotadas que otras para disfrutar del arte y para sacarle partido. Es la mal afamada “minoría de entendidos”.

Existen muchos artistas (y no de los peores) que están decididos a no hacer, de ningún modo, arte sólo para esta pequeña minoría de “iniciados” y que desean crear para todo el “pueblo”. Es una intención democrática, pero — a mi entender — no del todo democrática. Es democrático hacer del “pequeño círculo de entendidos” un “gran círculo de entendidos”.

La observación del arte puede conducir a un efectivo aprovechamiento del mismo, sólo si existe un arte de la observación.

Si es verdad que en cada hombre se esconde un artista, que el hombre es el más dotado de sentido artístico de todos los animales, es cierto asimismo que tal disposición puede ser desarrollada y puede decaer. En la base del arte hay una capacidad de trabajo. El que admira el arte, admira un trabajo, un trabajo hábil y logrado. Y es necesario conocer alguna cosa de tal trabajo, a fin de admirar y gozar del resultado, es decir, de la obra de arte.

Tal conocimiento, que no sólo es conocimiento sino también sensibilidad, es particularmente necesario para la escultura. Es preciso tener un poco de sensibilidad para la piedra, la madera o el bronce y también unas nociones acerca del empleo de estos materiales. Es imprescindible sentir el cuchillo abriéndose camino en la madera, como del tocón informe emerge lentamente la figura, de la esfera la cabeza, de la superficie convexa el rostro.

Es más, en nuestra época hay necesidad de una ayuda que antes no era precisa. Desde un cierto punto de vista el surgir de nuevos métodos de producción de base mecánica, ha puesto en crisis al artesanado. Se ha perdido la noción de calidad de los materiales, y el proceso de elaboración no es ya el mismo que antaño. Ahora cada objeto es el fruto de la colaboración de muchos y el individuo no realiza ya por sí solo — como en un tiempo — todas las operaciones, sino que controla — de cuando en cuando —  únicamente una fase en el desarrollo del objeto. Así, se han ido perdiendo también el conocimiento y el sentido del trabajo individual. En la época capitalista el individuo se halla en pie de guerra con el trabajo. El trabajo amenaza al individuo. El proceso de trabajo y su producto suprimen todo posible elemento individual. Un zapato nada sugiere acerca de la personalidad del que lo ha fabricado. La escultura es todavía una actividad artesana. Pero hoy en día una escultura se observa como si — al igual que cualquier otro objeto — se hubiese producido de manera mecánica. Solamente el resultado del trabajo es considerado (y eventualmente gozado), pero ya no el trabajo en si mismo. Esto significa mucho para el arte del escultor.

Si se quiere alcanzar la fruición del arte no es nunca suficiente el querer consumir cómodamente y a buen precio sólo el resultado de la creación artística; es necesario participar de la creación misma, ser en cierta medida creadores nosotros mismos, ejercitar una cierta dosis de fantasía, acompasar o bien contraponer nuestra propia experiencia a la del artista, etcétera. Incluso el que se limita a comer, trabaja: corta la carne, se lleva el bocado a los labios, mastica. El arte y su fruición no puede ser conquistado de modo más fácil.

Así es necesario participar en el trabajo del artista, en tiempos reducidos, pero de una manera profunda. El material — la ingrata madera, la arcilla a menudo demasiado flexible — le produce cansancio y cansancio le da también el objeto, en nuestro caso — por ejemplo — una cabeza humana.

¿Cómo nace su reproducción de una cabeza?

Es instructivo — y proporciona deleite — el ver fijados por lo menos en la imaginación, las diversas fases por las que una obra de arte atraviesa, el trabajo de unas manos hábiles e inspiradas, el poder intuir algo de las penas y de los triunfos vividos por el escultor durante su trabajo.

He aquí, en primer lugar, aparecer audazmente las formas fundamentales, toscas y un tanto irregulares, la exageración, la heroificación, la caricatura si así se desea… Hay en esta fase algo de animal, informe, brutal. Vienen después los rasgos más particulares y sutiles. Un detalle, la frente por ejemplo, comienza a tomar un valor dominante. Después aparecen las correcciones. El artista descubre cosas, choca con dificultades, pierde la conjunción, construye otra nueva, abandona una concepción, formula otra.

Viendo al artista se empieza a observar y a conocer su capacidad. Es un artista de la observación. Observa un objeto viviente, una cabeza que ha vivido y vive, es un maestro del ver. Se intuye que es posible aprender de su capacidad de observación. Enseña el arte de observar las cosas.

Se trata de un arte muy importante para todos.

La obra de arte enseña a observar exactamente, esto es, de manera profunda, amplia y grata no sólo el objeto que ella modela, sino también otros objetos. Enseña a observar en general. Si el arte de la observación es ya necesario para poder experimentar algo del arte en cuanto tal, para poder encontrar hermoso lo hermoso, deleitarse con la medida de la obra de arte y admirar el espíritu del artista, es aún más necesaria para comprender los elementos de que el artista se vale en su obra de arte. Ya que la obra del artista no sólo es una bella expresión de un objeto real (una cabeza, un paisaje, un acontecimiento humano) y ni siquiera la hermosa expresión de la belleza de un objeto, sino y sobre todo es una representación del objeto, una explicación del objeto. La obra de arte explica la realidad que representa, refiere y traduce las experiencias que el artista ha llevado a cabo en la vida, enseña a ver justamente las cosas del mundo.

Naturalmente, los artistas de distintas épocas, ven las cosas de muy diversas maneras. Su modo de enjuiciarlas no depende sólo de su índole personal, sino también del conocimiento que ellos y su tiempo tienen de las cosas. Es una característica de nuestro tiempo el considerar las cosas en su desenvolvimiento, como cosas volubles, influídas por otras cosas y por toda clase de procesos, como cosas variables. Este modo de enjuiciamiento lo encontramos tanto en nuestra ciencia, como en nuestras artes.

Las reproducciones artísticas de las cosas manifiestan más o menos conscientemente las nuevas experiencias que hemos adquirido de ellas, nuestro creciente conocimiento de la complejidad, variabilidad y natural contradicción de las cosas que nos rodean… y de nosotros mismos.

Es necesario saber que por mucho tiempo los escultores han creído su deber el representar lo “esencial”, lo “eterno”, lo “definitivo”, para abreviar, el “alma” de sus modelos. Su concepción era ésta: Cada hombre tiene un determinado carácter que lleva consigo desde su nacimiento y que ya puede ser observado en el niño. Este carácter puede desarrollarse, es decir, se hace más concreto cuanto más avanza el hombre en años se revela cada vez más,  el hombre se vuelve — digamos — cada vez más distinto cuanto más vive. Naturalmente puede hacerse más confuso, ser modelado — en un determinado momento de su vida, ya en la juventud ya en la vejez —  de la manera más clara y decidida y volver a borrarse, a confundirse, a desvanecerse. Pero siempre es algo bien determinado lo que aquí se modela, se acentúa o se desvanece, concretamente el alma singular, eterna e irrepetible de este hombre en particular. El artista elaborará pues este rasgo fundamental, esa marca decisiva del individuo; debe subordinar a este único rasgo todos los demás y eliminar la contradicción de los diversos rasgos en un mismo hombre de modo que nazcáis una clara armonía, que no puede ser exhibida por la cabeza real, sino por la obra de arte, por la reproducción artística.

Esta concepción de la tarea del artista parece ahora haber sido superada y abandonada por algunos artistas y aparece ahora una nueva concepción. Naturalmente estos escultores saben que en el individuo existe algo como un carácter determinado en virtud del cual, éste se distingue de los demás individuos. Pero no ven ese carácter como algo armónico, sino como una cosa contradictoria y consideran su deber, no el eliminar de su rostro tales contradicciones, sino el representarlas. Un rostro humano es para ellos algo así como un campo de batalla sobre el que libran entre sí fuerzas  opuestas una eterna lucha, una lucha sin conclusión. No dan forma a la “idea” de la cabeza, a la idea originaria que el creador pudo haber soñado, sino a una cabeza que la vida ha formado y continuamente transforma, de modo que lo nuevo combate con lo antiguo, por ejemplo el orgullo con la humildad, la ciencia con la ignorancia, el valor con la cobardía, la serenidad con la desesperación, etcétera. Un retrato así reproduce la vida del rostro de modo que es una lucha, un proceso contradictorio. No simboliza un saldo de las ganancias y las pérdidas, sino que concibe a la faz humana como algo vivo, vital, en desarrollo. No se trata que de tal manera venga a faltar la armonía: las fuerzas que combaten acaban por equilibrarse; así como un paisaje puede estar en contradicción (he aquí un árbol que en realidad debe su supervivencia a la continua lucha de numerosas fuerzas contradictorias) y sin embrago producir una sensación de tranquilidad  y armonía, así también puede ser un rostro. Es una armonía, pero una nueva armonía.

Este nuevo modo de ver de los escultores representa sin duda, un progreso en el arte de la observación, y el público encontrará, durante algún tiempo, dificultades cuando se ponga a observar sus obras de arte — hasta que él también haya realizado ese progreso.

* Este breve ensayo póstumo de Brecht, escrito en agosto de 1939, se publicó en 1961 en la revista berlinesa Sinn und Form (Sentido y Forma) de la Academia de Bellas Artes de la República Democrática Alemana. La presente versión española está tomada de la obra de Paolo Chiarini, Bertolt Brecht, trad. De J. López Pacheco, Ed. Península , Barcelona, 1969, p. 211-215, en la que se incluye como apéndice.

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