Comprendo la resistencia de Baudelaire al negarse a considerar la fotografía como una de las Bellas Artes, y a los fotógrafos como artistas. La comprendo y la comparto en la mayoría de los casos.
Si es verdad que el tiempo de Baudelaire no es el mismo que nos ha tocado en suerte vivir, y si es verdad que la fotografía —como procedimiento— ha evolucionado al punto de constituir el principal vehículo de la llamada industria artística que es el cinematógrafo, también es verdad que el problema de considerar al fotógrafo como artista y la fotografía como una de las Bellas Artes sigue, en esencia, intacto.
Los fotógrafos que, en número no mayor al de las musas, merecen el nombre de artistas no lo son por el solo hecho de poseer un instrumento mecánico y hacer de él un uso particular. Lo merecen no por sus medios sino por los resultados que alcanzan. Ya sabemos que en materia de arte los resultados son los únicos que, a la postre, cuentan. De modo que estos raros seres que merecen el título de artistas los son —lo diré de una vez, descontando la aparente paradoja— a pesar de su cámara y no gracias a ella.
Por timidez personal, o por circunstancias fortuitas en las que la voluntad no cuenta, o por simple azar, el artista no tiene a la mano otro medio para detener, plasmar o expresar lo que mira o siente, lo que ambiciona o lo que sueña, lo que prevé o adivina, que un instrumento al que nuestro orgullo llama instrumento de precisión, capaz de captar imparcialmente lo que se ofrece ante su cristalino ojo de cíclope, y lo usa. Pero no lo usa simplemente, sino con el cuidado con que el poeta —pongamos por caso— usa la materia más natural en apariencia pero más peligrosa en realidad, capaz de nombrar pero también de evocar o invocar los seres y las cosas y sus relaciones visible e invisible: el lenguaje. Porque la verdad es que, descontando las excepciones a la inflexible regla, la fotografía halla su verdadero objeto y cobra su sentido real cuando se pone al servicio de la ciencia, de la actualidad, de la moda o del periodismo. Sus frutos adquieren un valor documental muy estimable. De ahí a que estos frutos sean obras artísticas no hay sino un abismo: el abismo que el artista habrá de trasponer y de superar.
Este hombre delgado y enjuto; este hombre de apariencia y esencia ascética e invernal, que parece despojado —como voluntariamente lo ha hecho, a su vez, en sus obras— de todo lo accesorio y mudable, de todo lo que no es necesario para mantener su frágil humanidad en pie; este hombre que parece consumirse interiormente en el fuego frío de la inteligencia y de la sensibilidad mejor concentradas y más despiertas, es uno de los grandes poetas contemporáneos de México.
Para serlo ha escogido, no sé si voluntaria o involuntariamente, no sé si por elección consciente o por azar, acaso por silencioso orgullo, acaso por timidez, uno de los medios que más incitan a la desconfianza de quienes no reconocen a un instrumento mecánico la validez para convertirse en vehículo de expresión artística: la cámara fotográfica.
“Piensa como una máquina”, decimos del dueño de un cerebro de precisión cuyo único defecto consiste en no dar lugar a lo imprevisto. Pero esto es lo más frecuente. Lo maravilloso es convertir un instrumento en algo que sienta y piense. Sólo en manos del artista un instrumento que con una soberbia infantil llamamos científico sigue siendo objeto mágico. Así la cámara en manos de Manuel Álvarez Bravo. Porque Manuel Álvarez Bravo, al revés de los pensadores que trabajan con las manos en el cerebro, trabaja con el cerebro en las manos. Me gusta imaginarlo como a San Dionisio, que es un santo que tiene la cabeza en su lugar, puesto que la tiene en las manos.
Y en manos de Manuel Álvarez Bravo, su cámara, su cerebro, ejercita el poder mágico de captar imágenes nacidas para el momento. Detener lo inasible, hacer durar el instante, lograr que los dedos de nuestros ojos palpen el misterio que se desprende a veces de un objeto o se aloja en un ser o en las sombras de un ser y de un objeto, son las operaciones poéticas que realiza Manuel Álvarez Bravo.
Entre nosotros, y en nuestro tiempo, sólo en la obra de unos cuantos poetas mexicanos, de unos cuantos pintores mexicanos y en la obra de Manuel Álvarez Bravo está presente lo que podemos llamar la obsesión, la preocupación de la muerte. Una muerte cotidiana, presente y no por visible menos sino más poética y misteriosa. Con una mirada penetrante y a un solo tiempo implacable, Manuel Álvarez Bravo ha detenido en sus placas más sensibles y ha fijado en impresiones imborrables, con una técnica invisible por perfecta y perfecta por invisible, esa presencia de la muerte que en sus obras se muestra en las relaciones inesperadas, inusitadas, imprevistas, de seres, de objetos, de vegetales, de minerales que la realidad superior reúne misteriosamente y que ofrece de pronto, a los ojos del poeta que es el único ser capacitado para verlas, y, sobre todo, para hacerlas ver.
Por que la presencia de la muerte en las fotografías de este poeta de la imagen no tiene sentido caricaturesco o acento macabro ni intención humorística o satírica, como en la obra de nuestros grabadores populistas; ni un dramático sentido del horror como en las pinturas y grabados de José Clemente Orozco, sino un evidente sentido poético.
Con los más sencillos elementos, en los que en vano se buscará el inútil rebuscamiento ni los andamios de la composición llamada “artística”; con los elementos más simples, sumados, conjugados voluntaria y, las más de las veces, involuntariamente, pero captados siempre en una intuición poética fulminante, Manuel Álvarez Bravo hace posible que ante sus mejores fotografías nos encontremos frente a verdaderas representaciones de lo irrepresentable, frente a verdaderas evidencias de lo invisible.
Que los especialistas en las recetas del cuarto oscuro nos hablen de la técnica de este poeta de la imagen. Yo sólo me complazco en señalar que para lograr obras tan singulares y, a veces tan sorprendentes, Manuel Álvarez Bravo no se confía en el simple abandono, ni se apoya solamente en la regalada virtud de la casualidad o del azar, sino en la lúcida pasión que implica también un desvelo, una vigilancia despierta, hasta lograr un secreto enlace, un matrimonio entre lo cándido y lo más intencionado y consciente.
XAVIER VILLAURRUTIA. Obras Poesía/Teatro/Prosas varias/Crítica. Col. Letras Mexicanas. Fondo de Cultura Económica, 1953.
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