Conocí a Alí Chumacero hace unos cuarenta años. Somos amigos desde entonces. Nuestra amistad ha resistido lo mismo a los codazos, pellizcos, dentelladas y zancadillas de la vida literaria que a las lejanías, las ausencias y los silencios. Incluso ha resistido a la Ciudad de México, este gigantesco molino que sin cesar muele afectos y reputaciones hasta volverlos polvo desmemoriado. Al principio, cuando Alí llegó a México con José Luis Martínez y Jorge González Durán —los tres venían de Guadalajara, aunque Alí es de Tepic— lo veía a menudo, casi todos los días. Ahora nos vemos muy poco. Pero no lo siento lejos: aunque nos separan las distancias, los tropeles de autos y su fragor de motores jadeantes, el polumo y las otras devastaciones urbanas, sé que está cerca. A veces sin necesidad de verlo ni de llamarlo por teléfono, hablo con él silenciosamente y releo Responso del peregrino, Los ojos verdes, Salón de baile, Alabanza secreta o algún otro poema de sus tres libros: Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo.

Libros breves, intensos y perfectos. En cada uno de ellos hay poemas que me seducen por su hechura estricta y por las súbitas revelaciones que entregan al lector, como si el poema fuese un objeto verbal construido conforme a las leyes de una geometría fantástica y que, al girar en el espacio mental, se entreabriese hacia territorios vertiginosos, masas de obscuridad y precipicios por donde la luz se despeña. Poemas memorables pero también versos y líneas que nos suspenden, nos entusiasman o nos obligan a recogernos en nosotros mismos, como esa Pastora de esplendores o esa Petrificada estrella frente a la tempestad o ese tigre incierto en cuyos ojos un náufrago duerme sobre jades pretéritos o ese estanque taciturno (admirable conjunción: el adjetivo transfigura al substantivo y le da una tonalidad saturnina).

Los poemas de Alí Chumacero son sucesos de la carne o del espíritu que ocurren en un tiempo sin fechas y en alcobas sin historia. Es el tiempo cotidiano de nuestras vidas cotidianas recreado por un oficio estricto que, en sus mejores poemas, se resuelve en un diáfano equilibrio. No encuentro mejor palabra para definir a este arte exquisito que la palabra cristalización. Alí Chumacero se sirve de los artificios más rigurosos y refinados para expresar situaciones que en otros poetas son meramente realistas. Su tentativa recuerda a las de dos poetas mexicanos que son dos polos de nuestra tradición. Uno de ellos es Ramón López Velarde, al que además se parece por la religiosidad —con frecuencia aguda conciencia del pecado— y por la predilección con que usa imágenes que vienen de la Biblia y de la liturgia católica. El otro es Salvador Díaz Mirón, al que lo une el culto a la forma cerrada, la afición por asuntos no poéticos y, en fin, la reserva orgullosa. Pero estos parecidos, apenas los examinamos de cerca, se disipan. Lo mismo sucede con otras afinidades. Todas ellas definen no tanto una influencia como un linaje poético. La obra de Alí Chumacero, como la de todos los poetas mexicanos de valía, es única, irrepetible y, simultáneamente, se inserta en una tradición.

Sus imágenes se bifurcan en asociaciones complejas, encadenadas en largas frases sinuosas, aunque bien vertebradas. Sus versos tienen la misma solidez y flexibilidad. Como casi todos los poetas de su generación, sus metros preferidos son los de once y siete sílabas, sin rima y libremente combinados. Huye de los versos rotundos y la música de su poesía es una monodia más cerca de la liturgia que del canto. La figura geométrica que podría representar tanto a su sintaxis como a su prosodia es la espiral. Poesía hecha de la ‹‹conspiración›› –como decían los estoicos– de los cinco sentidos, singularmente los de la vista, el tacto y el olfato. Pero Alí nunca cierra los ojos: cada una de las imágenes de sus poemas ha sido sometida a una crítica lúcida. Doble y difícil lealtad: amor a la perfección y fidelidad a lo vivido. Estas dos notas, más que definir a su poesía, la acotan: dibujan el recinto cerrado que es cada poema suyo, crean el espacio secreto del rito. Los oficiantes son el sexo y la reflexión solitaria, las soledades juntas y la soledad de la mente poblada de fantasmas.

Extraordinaria revelación (extraordinaria y universal pues todos la hemos experimentado): hablamos siempre con fantasmas y nosotros mismos somos fantasmas. Sin embargo, Chumacero no viene del budismo sino del cristianismo: lo fascina la encarnación de las imágenes, no su disolución. Su cristianismo es el cristianismo desesperado de la conciencia moderna, en la que la ausencia divina hace más punzante la presencia del mal. Sólo aquel que ha perdido la certeza de la eternidad puede saber realmente el significado de la palabra mortal. Somos nosotros los modernos, no los condenados de la alegoría de Dante, los que hemos perdido la esperanza. La maestría de Alí Chumacero para expresar algunos de estos estados extremos se revela así como algo más que un rigor estético: su verdadero nombre es heroísmo moral. Metafísica de la ceniza, breve llamarada del alcohol, vegetaciones sexuales de la penumbra, espejo desierto —¿adónde cayeron las imágenes? ¿No queda nada? Quedan los monumentos cristalinos. Los fantasmas se han resuelto en formas que giran, pequeños sistemas solares hechos de ritmos y de ecos. Quedan las palabras en reposo.

OCTAVIO PAZ. Sombras de obras. Seix Barral / Biblioteca breve. 1983

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