Protagonista de la Escuela de Pintura al Aire Libre (EPAL)

Por Luis Ignacio Sáinz

Amador Lugo Guadarrama se instala en el nido del arte porque no lo puede evitar, para nuestra fortuna. Será su vocación, pero contará —por si no bastase— con su voluntad cómplice. Asumirá la cruzada, gozosa, de representar el mundo que lo rodea, insuflándole la fuerza de la imaginación. Aún en sus trabajos más académicos, que muestran y demuestran la fortaleza de su formación en los rigores del taller, se apreciarán gestos y trazos de una personalidad única e irrepetible. Resultarán más fuertes que él mismo; se asomarán como afirmaciones de temperamento y, claro está, talento. Pinta, dibuja y graba para sí, con el ánimo de dejar constancia de su paso por el tiempo y la geografía. Sabio cronista, denodado tlacuilo (“aquél que escribe pintando”) que renuncia a la fama; dedicándose a crear e imaginar con perseverancia y, se intuye, placer. 

Una estampa de 1942 titulada Clavellina, tejados e iglesia convida su plena madurez iconográfica, el dominio de la técnica, la debilidad por el entorno que marcará el conjunto de sus narraciones visuales y hasta un dejo de humor, pues el caserío con todo y templo se verán abrazados, incluso invadidos, por el movimiento de una especie vegetal desprovista de fronda, armada de muñones, cercana a la morfología de un tubérculo gigante. En apariencia se desplaza sin causar estropicio alguno, árbol cívico que pareciera salió a dar la vuelta por rumbos que le son conocidos y, quizá, entrañables.

En tan simple composición, el artista da cuenta de su sofisticación formal que reposa en una gramática propia, que trasciende los modelos convencionales de algunos afiliados a la Escuela Mexicana de Pintura. Brilla su personalidad y apabulla su humildad creadora: allí emerge una suerte de fabulación poderosa y discreta, original y renuente a los efectos.

 

Clavellina, tejados e iglesia (Paisaje surreal con árbol) aguafuerte, 1942.

 

Hijo de una tierra de contrastes, de la aridez de la serranía desértica, dueña de vetas y minerales preciosos, hasta la exuberancia tropical, poblada por ríos caudalosos, fauna salvaje y flora invasiva; del agua como sueño al agua como pesadilla, Amador Lugo registra tales acentos y cambios de énfasis, levanta una bitácora que nos permite, en la distancia de décadas, conocer y reconocer sus huellas de identidad, de paso las nuestras, en esa su condición de fedatario del paisaje. De Guerrero a la irreconocible capital de la República va sembrando, diseminando, instantáneas de cómo percibe e interpreta los escenarios de la vida silvestre, de la vida urbana, en fin, de la vida cotidiana. Visión sintética, apretada, de las circunstancias de su deambular por la tierra en el tiempo, conviviendo con la naturaleza, el patrimonio construido y los símbolos de la época, por ejemplo, una miscelánea de medios de transporte; de vez en cuando, por si acaso, los moradores del planeta, sus sufridos habitantes, ya sea como espectadores, productores agrícolas, personajes arquetípicos de las urbes. Sin embargo, tarde o temprano, conquistan el sitial de honor los remates de las miradas, esas objetividades puras, de verdor hechas y ornamentadas con la elegancia de las flores y los frutos, o bien, las arquitecturas, vernácula, histórica o contemporánea, y sus signos de modernidad, la luz y sus andamiajes de farolas y arbotantes, las superficies de rodamiento vehicular, incluyendo tranvías, ya no sólo empedradas, sino además asfaltadas o pavimentadas.

La sorpresa flota en los ambientes que registra, sin que importe el tipo de soporte, papel o tela. Esa curiosidad amable recorre su fábrica gráfica y plástica, privilegiando la mirada que aprehende un exterior que se condensa en lo seductor de los elementos que lo conforman, animados o inertes; aunque en ocasiones las cosas adquieren vida y movimiento, se rebelan a su postración, con un toque de coquetería que pone en tela de juicio el estatuto de lo real y sus manifestaciones.

Así, muchas de sus estampas nos ofrecen planos topográficos que ansían levantarse, de hecho, desperezarse de un largo sueño, el de la geología, el de un animismo apenas contenido, donde los pliegues de la tierra se contraen y relajan simultáneamente. Como si se tratara de sutiles trampantojos, nos hacen un guiño, llaman nuestra atención, para que los rescatemos de su simulada aburrición. El suelo y el manto botánico que lo cubre y protege adquieren, entonces, una importancia equiparable a los galpones construidos, los tendidos ferroviarios, los jumentos y las reses que pastan, los chacuacos insolentes que interrumpen la escena, los peregrinos que claman por la lluvia teniendo por testigo a un topógrafo con todo y teodolito, amén de tractores y camiones que levantan las cosechas, los anhelados alimentos terrestres.

 

Paso inferior 2, grabado, 1943.

 

En estos grabados se impone siempre la solución plástica, la exactitud del dibujo, por encima de los temas y anécdotas representados. Si bien el tono se centra en la exaltación de un nacionalismo de raigambre agrarista, su territorialidad se reivindica artísticamente, guardando una prudente distancia del estridentismo ideológico propio del Taller de la Gráfica Popular encabezado por el genial Leopoldo Méndez 3. Quizá por ello Amador Lugo participase en la fundación de la Sociedad Mexicana de Grabadores 4 (1947), organización de compromiso popular, aunque carente de filiación política o partidaria, orientada al perfeccionamiento técnico de las artes gráficas 5. Tan sutil diferencia no impidió que los agremiados de ambas organizaciones soliesen trabajar y exponer juntos.

 

Peregrinación para la lluvia, grabado, 1978 (6).

 

Uno de sus hallazgos o, mejor todavía, de sus características estilísticas, reside en que el paisaje se transforma por el movimiento, lo que remite a las caminatas 7 de los sujetos que lo aprecian, es decir, a sus miradas. No es pues, una instantánea preciosista del entorno, sino una señal en el sendero que recorren los paseantes, los peregrinos o, con llaneza, aquellos otros que lo perciben en su cotidianeidad, dada su condición de comerciantes, jornaleros o de quienes por requerimiento particular deben viajar. Amador Lugo nació en Santa Rosa, población situada a una decena de kilómetros de Taxco de Alarcón, la cabecera municipal, donde su familia se establecería tras una breve estancia en Cuernavaca.

Así que nada raro resulta que se acostumbrase a los ires y los venires entre la periferia de su origen y el núcleo de la actividad minera de la región, desarrollando entonces una visión especial: esa que va de los espacios abiertos, propios de las cañadas y barrancas, a los espacios cerrados, emblemáticos de los caseríos ensimismados, los callejones y los altozanos construidos.

 

 

Los motivos de ambas estampas, grabadas en linóleo, alcanzarán el rango de marcas en su producción, apareciendo continuamente a lo largo de la vida del artista. La Aduana (1933) será una de las primeras que confeccionará, apenas incorporado a la Escuela de Pintura al Aire Libre de Taxco del maestro japonés Tamiji Kitagawa (1894-1989). Este método de enseñanza fue impulsado por Alfredo Ramos Martínez desde 1913, cuando estableciera el plantel de Santa Anita, aunque la inestabilidad generada por el movimiento armado de 1910 lo suspendiera temporalmente, hasta que en 1920 regresara como director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, nombrado por el rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos. Después, en tropel, se fundarían las de Chimalistac, después trasladada a Coyoacán, Xochimilco, Tlalpan, Guadalupe Hidalgo, entre otras tantas. Entre sus entusiastas adherentes y promotores destacarían Fernando Leal, Francisco Díaz de León, Gabriel Fernández Ledesma, Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez, Fermín Revueltas y Ramón Cano Manilla, el famoso autor de El globo (1930).

 

Escuela de Pintura al Aire Libre de Santa Anita, 1913.

 

El Cerro de la Misión (1944), corresponde ya a su estancia en la Ciudad de México, a partir de 1942, impulsado por el mismo Kitagawa, su sucesor Francisco Gutiérrez, el malogrado pintor oaxaqueño, y Rafael Valderrama, donde contará con el apoyo decidido de Inés Amor, directora de la Galería de Arte Mexicano, integrándose a la Escuela de las Artes del Libro, dirigida por Francisco Díaz de León, para cursar la carrera de maestro grabador. Un año después, se matriculará en la Escuela Normal Superior, donde se graduará de maestro en artes plásticas. En Taxco y luego en la capital de la República sus preocupaciones artísticas se mantendrán: fijar atmósferas, acechar la luz en las sombras, jugar con los contrastes 8No obstante, su interés por el color, la monocromía de la mayor parte de sus estampas revelará que no lo requiere en esencia; su dibujo irrumpe espléndido en la superficie del papel, sumiendo al espectador en su mirada personal, convidándole los ambientes creados a fuerza de claroscuros. Renuente a la teatralidad, eludiendo esa calidad metafísica consustancial al tenebrismo, Amador Lugo Guadarrama conseguirá transmitirnos imágenes verosímiles más que realistas, eludiendo de este modo el simplismo en la representación. Prueba de ello es el grabado en linóleo Alrededor de los barrios bajos de la Ciudad de México (1972), que evidencia el impacto que le ocasionará la urbe y sus contrastes, en las antípodas del preciosismo de Maguey (1940; Museo de Arte Moderno de Toluca, Estado de México), p. ej.

 

Alrededor de los barrios bajos de la Ciudad de México, grabado, 1972.

 

Maguey, óleo sobre tela, 1940.

 

En su obra, la Revolución mexicana deja de ser la protagonista del hecho plástico, para situarse y darse a conocer a través de sus efectos: los cambios que originó. Jaspearán sus papeles y sus telas, harán acto de presencia como trama y urdimbre de una nueva forma de vivir lo cotidiano. La sociedad resultante de aquél conflicto bélico, una auténtica guerra civil, no dejará de sorprendernos con la hegemonía de la ciudad y trasladará, con cierta mezquindad habrá que reconocerlo, algunos de sus beneficios al campo; entre ellos, la tecnificación, los transportes y ese milagro llamado la electricidad. Los iconos derrotados, Emiliano Zapata o Francisco Villa, se deslavarán poco a poco, mientras irrumpen las panorámicas del asentamiento urbano. Sin embargo, aún los lenguajes plásticos más homogéneos y consistentes albergan una que otra excepción; tal es el caso de Mujer después de la batalla (1941), óleo que forma parte de la colección del Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya, donde la protagonista está rodeada por la muerte, carga una criatura en su rebozo, y arrodillada sostiene al fallecido al modo de un descendimiento moderno, mientras a lo lejos se aprecia otro cadáver y algunos combatientes zapatistas que motean la topografía del sufrimiento, coronando las lomas de los cerros, mientras un par de soldaderas deambulan en el escenario del martirio. Singularidad de una obra combativa, suerte de Piedad campesina de fuerte acento estetizante, que le hace un guiño a las composiciones magistrales de Manuel Rodríguez Lozano (1896-1971).

 

Mujer después de la batalla, óleo sobre tela, 1941.

 

La Avenida Hidalgo (vista desde la azotea del Palacio de Bellas Artes) 91949-1950, ilustrará esta tendencia. Óleo sobre tela (91 x 120 cm), y después también litografía, que ronda la manera de interpretación del arte primitivo como un hecho deliberado, sin rendirse a las limitaciones propias de la representación ingenua (naif).

Se subraya el azoro ante la metrópolis y su devoción por el movimiento, de los transeúntes, los tranvías y otros vehículos, la actividad industrial ejemplificada en los vapores exhalados por un par de chimeneas, más el peso patrimonial de una calle marcada por la historia: el costado norte hacia el poniente de la Alameda (ese paseo concedido graciosamente por el virrey Luis de Velasco en 1592), poblada por álamos y olmos después sustituidos en el barroco novohispano por fresnos, observada en picada desde lo alto de nuestro principal símbolo cultural moderno, el edificio diseñado por Adamo Boari durante el Porfiriato como Teatro Nacional y concluido por Federico Mariscal en 1934 como Palacio de Bellas Artes; allí se levanta a modo de telón de fondo, corriendo en cartabón, la plaza de la Santa Veracruz (1527), como testigo de siglos en las miradas de la iglesia del mismo nombre que, en parte de su antiguo atrio en un inmueble neoclásico, alberga al Museo Nacional de la Estampa y el que fuera Hospital de San Juan de Dios, actual sede del Museo Franz Mayer.

 

Avenida Hidalgo, litografía, sf.

 

Esta obra sería una secuela de las que presentara al concurso La Ciudad de México interpretada por sus pintores, convocado por Margarita Torres de Ponce del periódico Excélsior, e Inés Amor, directora de la Galería de Arte Mexicano. El jurado estuvo integrado por Jorge Encisco, Fernando Gamboa, Manuel Toussaint y Justino Fernández. El importe de los premios al primer y segundo lugares, respectivamente, fueron cubiertos por el Departamento del Distrito Federal y el Banco de México. Amador Lugo Guadarrama participó con dos cuadros: Esquina de las calles de Guatemala y Argentina y Esquina de las calles de Tacuba y Guatemala, obteniendo diploma de honor. Estas pinturas se incluirán posteriormente en el libro de Jorge Juan Crespo de la Serna Cinco intérpretes de la Ciudad de México, que incluye composiciones de Diego Rivera, Feliciano Peña, Gustavo Montoya y Raúl Anguiano (Ediciones Mexicanas, 1949, 31 pp.).

Ana Isabel Pérez Gavilán resume: “La exposición respectiva se celebró en un pabellón del Museo de Flora y Fauna de la ciudad de México en el bosque de Chapultepec y fue inaugurada el 10 de diciembre por el secretario de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, en ausencia del presidente Miguel Alemán. La exposición reunió 257 cuadros de artistas profesionales y amateurs, nacionales y extranjeros. También incluyó una sección histórica constituida por mapas y vistas de la ciudad, además de trabajos fuera de competencia como los de Diego Rivera y del entonces recién fallecido José Clemente Orozco. Entre el 10 y el 23 de diciembre, más de 30 000 personas visitaron la exposición, un gran número para los trece días que estuvo abierta” 10.

Sin duda alguna, las generaciones de artistas que conviven en la mitad del siglo XX habrán de coincidir en un sentimiento contradictorio: la urbe que pasma y seduce, amedrenta y embelesa, por sus antinomias sociales y el desvanecimiento de su identidad frente a una modernidad banal. En suma, la crítica a una forma de organización, distribución y usufructo del espacio público, y asimismo de sus símbolos, que deviene excluyente y autoritaria. Amador Lugo Guadarrama lo consigna sin ahondar en demasía, bosqueja quizá las mismas preocupaciones, pero dotándolas de una veladura poética, imprimiéndoles un matiz estrictamente plástico: Incendio en la colonia de los Doctores (1951), lo demostraría. Su biografía colmada de agravios y carencias no lo enjuta; al contrario, lo acicateó a proponerse un destino distinto al que, con seguridad, le aguardaba. Recuérdese que cuando arriba a la Ciudad de México (1942) cuenta con veintiún años, entonces la edad reglamentaria para ser considerado adulto. Y este dato no resulta pueril, pues su incorporación a los modos citadinos sería paulatino y discreto, marcado por su convicción filopuritana en el trabajo, la disciplina y el compromiso.

 

Incendio en la colonia de los Doctores, óleo sobre masonite, 1951.

 

El tratamiento de un episodio, el incendio, que podría ser calificado de catastrófico elude el dolor y la angustia que le serían naturales. Pasa por alto la crisis, registra hasta el último pormenor: el cerco policíaco, la aglomeración de vecinos expectantes, el activismo de los bomberos desde la azotea, la reacción de los médicos, el desalojo de residentes de una de las vecindades también desde el techo o la instantánea de que dichas personas son meros curiosos, los balcones en calidad de palcos que contienen mirones y metiches, las humaredas que sirven de celosía a unas torres que se levantan a lo lejos, la división luz-sombra del plano principal y la fuga de la composición, entre un cúmulo de datos visuales y referencias visibles. Empero, la crónica del siniestro carece de verdadero dramatismo: los heridos y los muertos, las llamas mismas, el colapso de las construcciones, no aparecen por ningún lado. Y a pesar de todo ello, el autor nos comunica su percepción del Incendio en la colonia de los Doctores (1951) 11. El suyo será siempre un pincel sin malicia; exacto, sin extenuar la realidad, factible. Revela el acontecer rehuyendo la geografía del adjetivo; se afilia a la epojé (del griego ἐποχή, “suspensión”), el juicio que no se pronuncia.

Neutralidad valorativa que le permite sintetizar los elementos esenciales del paisaje urbano, su materialidad concreta, sin considerar o recobrar el sentido o la intención de los sujetos en esos fragmentos de espacio potencialmente poblado. Su mirada privilegia la armonía de lo visto, por eso elimina aquello que la perturba; rechaza el conflicto, favoreciendo el gozo que le inocula la realidad misma. En una entrevista de 1949 defenderá esta tesis que funciona de columna vertebral en su proceso creativo: “La ciudad posee una belleza natural y propia. Pintarla entraña muchas dificultades, a menos que se recurra a trucos impresionistas, lo cual no es el caso […] es posible que muchos de mis compañeros no se hayan percatado cabalmente de la belleza de lo viejo y lo nuevo que tiene la ciudad. Es una belleza serena, pictóricamente honesta, y que hay que saber ver y apreciar en su justo valor” 12. De allí esa paradójica “distancia empática” con los escenarios arquitectónicos despojados de sus aconteceres colectivos, a menos que los actores al disimular sus deseos y sus tribulaciones, se diluyan en la superficie de la obra en cuanto tal.

En una era crispada por el debate político, el rumbo de la Nación y la urgencia del bienestar colectivo, este artista guerrerense se afana en hacer del mundo un sitio amable, indagando las alternativas salvíficas a un orden dominante que a nadie satisface. La pintura adquiere el estatuto de clave de la resistencia y la felicidad: coto a la injusticia y derecho a soñar. Con Sor Juan Inés de la Cruz: “Finjamos que soy feliz, / triste pensamiento, un rato; / quizá podréis persuadirme, / aunque yo sé lo contrario, / que, pues sólo en la aprehensión / dicen que estriban los daños, / si os imagináis dichoso / no seréis tan desdichado.”.

A pesar de la habilidad de Amador Lugo Guadarrama como dibujante, su aportación cala a profundidad en las perspectivas más que en los retratos, por más que en ellos intente otear las aguas profundas de los seres capturados en imágenes. Será el paisaje, urbano, natural, mixto, su emporio; el sitial de sus conquistas más genuinas. Su lenguaje plástico demanda horizontes abiertos e ilimitados, y por lo regular con una subordinación de los personajes, en caso de que formen parte de la trama. Panoramas deshabitados, con los suelos mancillados, horadados, tal cual aparecen en sus versiones de Minas de arena (1951; 1957, obra fundadora del Programa Pago en Especie de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público). Debilidad por la geología y sus capas, regodeo en los tejidos minerales.

 

Minas de arena, óleo sobre tela, 1951. Colección Andrés Blastein.

 

La diferencia entre los dos tratamientos de Minas de arena 13, partiendo de que se trate de la misma locación, consiste en la orientación o emplazamiento; pero, además y sustantivamente, en la presencia humana y su prótesis la tecnología, personificada en el camión de volteo; acaso, que una vista luciría un yacimiento abandonado y, por tanto, el ahínco del ambiente por restituirse, mientras la otra panorámica, así sea en segundo plano, expondría un depósito en extracción 14.

 

Minas de arena, óleo sobre madera, 1957. Acervo patrimonial SHCP.

 

Otra versión del mismo tema forma parte del Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya, Japón, cuyo título Mina abandonada pone especial énfasis en la desolación de un paisaje humillado por la depredación que nos comparte su dolorosa visión de la capacidad destructiva del homo Faber: el progreso anunciado por el ángel de la destrucción, imagen apocalíptica fijada como testimonio negativo de la modernidad por Paul Klee en su Angelus Novus (1920), que le inspira a Walter Benjamin una de las más depresivas y esclarecedoras de sus Tesis de Filosofía de la Historia (Geschichtsphilosophische Thesen;1940) 15.

En 1983 invitado por la Japan Foundation viaja a Japón y visita Tokio, Kyoto, Nagoya, Osaka, Hiroshima y Nagasaki. Contexto que explicaría la presencia de algunas obras del pintor taxqueño en Nagoya, la ciudad nuclear de la isla de Honshú, amén que su maestro Kitagawa nació allí y jamás perdió contacto con sus orígenes 16, sobresaliendo, la mencionada y multirepresentada visión de un beneficio de esas partículas que, sin ser grava, son indispensables para la industria de la construcción, en su calidad de componente del hormigón, el mortero y el cemento, o usadas en las mamposterías, ajenas a si su origen radica en las rocas trituradas, o si se trata de sílice o dióxido de silicio (SiO2) asociado a los depósitos volcánicos o provenientes de los fondos de ríos y lagos. 

 

Mina abandonada, óleo sobre tela, sf. Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya 17.

 

El reto de abordar la estratigrafía de semejantes filones, y cumplir más que satisfactoriamente el cometido, despliega las destrezas y competencias del artista; quien —de nuevo— declina asumir o emprender una denuncia sobre eventuales problemas vinculados al trabajo y la explotación. Su aproximación se limita a la objetividad de un paisaje alterado, sin ahondar en sus implicaciones sociales, como lo harían otros creadores como el hondureño Álvaro Canales (1919-1983), cercano a David Alfaro Siqueiros, o el chileno Oswaldo Barra Cunningham (1922-1999), discípulo y asistente de Diego Rivera, ambos fallecidos en México, por mencionar a algunos de sus contemporáneos menos conocidos que abordaron tópicos semejantes.

El sistema de las Escuelas de Pintura al Aire Libre (EPAL), incluyendo la de Escultura y Talla Directa (1927-1942) que estableciese Guillermo Ruiz (1894-1965) en el exconvento de La Merced, origen de “La Esmeralda”, formó y potenció los talentos de legiones de creadores mexicanos, los más de ellos sin antecedentes artísticos. Desde 1925 contó con una sede en Tlalpan bajo la tutela de Francisco Díaz de León (1897-1975), asistido por Tamiji Kitagawa (1894-1989), fundador del plantel de Taxco en 1932, donde Amador Lugo Guadarrama desarrollaría su vocación plástica primigenia. El nacionalismo sería su divisa.

El artista guerrerense sería un indudable caso de éxito de la transformación educativa impulsada por los regímenes posrevolucionarios, sobretodo en el lapso que abarca desde José Vasconcelos hasta Jaime Torres Bodet, al frente de la Secretaría de Educación Pública. Empero, el paso del tiempo le fue dando la espalda a los compromisos sociales de la gesta armada de 1910, y con ello la Escuela Mexicana de Pintura fue perdiendo visibilidad y protagonismo, en favor de la abstracción principalmente y de ciertas modalidades de la figuración.

De manera gradual pero inexorable, los críticos del Muralismo y del Estado terminarían entronizándose en la nueva ortodoxia, concentrando en su beneficio espacios, adquisiciones, encargos y mecenazgos. En apego a los movimientos pendulares, en el presente se observa que las condiciones hegemónicas favorecen el instalacionismo, el arte conceptual y el performance. El cuento de nunca acabar, que nos impide reconocer el mérito y la trayectoria de los creadores en su diversidad y pluralidad, que es donde reside nuestra riqueza e identidad culturales.

La personalidad estética de este creador sureño se mantendría congruente e inalterable, alejándose de las tendencias reconocibles por la crítica, el mercado y una sociedad cada vez más proclive a identificarse con las tendencias internacionales. A riesgo de cometer una simplificación, podría fecharse a fines de los años cincuenta el momento en que el universo simbólico de Amador Lugo Guadarrama pierde atención y centralidad, a pesar de que permanecería activo durante varias décadas.

Al ceñirse al canon de la figuración, se extravía en los vericuetos de la ortodoxia, languideciendo su discurso; por alguna extraña razón, ¿temor o elección?, las limitaciones de su fábrica derivan de sus propias decisiones. Al revisar Perro con gatos (1933), una de sus primeras incursiones en la plástica, seductora pieza que avizoraba maneras inéditas de frecuentación y fatiga de lo real, se echa de menos el arrojo de aventurarse en nuevos tópicos y recursos expresivos. A pesar de su timidez, por su energía y oficio, es el momento de revalorarlo.

 

Perro con gatos, óleo sobre yute, 1933. Colección Andrés Blastein.

 

1 Grabado al aguafuerte también conocido fuera de México como Surreal landscape with tree: www.annexgalleries.com/inventory/detail/11239/Amador-Lugo-Guadarrama/Surreal-landscape-with-tree. The Annex Galleries. 19th, 20th & 21st Century Fine Prints. De acuerdo con la ficha técnica de la Comisión Nacional de la Biodiversidad dedicada al Pseudobombax ellipticum (Coquito, Amapola, Xiloxochitl, Sospó, Clavellina), se trata de un: “Árbol de hasta 30 m de alto, con tronco recto de hasta 1.5 m de diámetro. Corteza gris clara lisa con estrías longitudinales verdes sobre fondo rojizo. Copa globosa y follaje durante algunos meses. Hojas compuestas radiales de hasta 45 cm, con 3 a 6 hojuelas ovaladas de 4.5 x 4 hasta 25 x 15.5 cm. Flores rosadas a rojo púrpura o blancas bisexuales, pétalos largos y enrollados con numerosos estambres sobresalientes unidos en la base, crecen solitarias o en pares. Polinizado por murciélagos, aves, e insectos. Venados y otros animales comen sus flores. Fruto es una cápsula oblonga o elipsoide de hasta 25 cm de largo. Semillas inmersas en abundante fibra sedosa blanquecina. Originario desde el sur de México hasta El Salvador y Honduras. Habita selvas secas y húmedas. Su fruto es comestible y la madera es utilizada como leña y para fabricar artesanías. Se usa para curar enfermedades respiratorias, úlceras y dolores en general. […] Es la única especie del género viviendo en ciudades mexicanas”.
www.biodiversidad.gob.mx/Difusion/cienciaCiudadana/aurbanos/ficha.php?item=Pseudobombax%20ellipticum. El Museo Nacional de Arte (INBA; Ciudad de México) cuenta con una impresión (Inventario: 2446; SIGROA: 51444).

2 Underpass; véase www.annexgalleries.com/inventory/detail/15495/Amador-Lugo-Guadarrama/Underpass-Mexico

3 (1902-1969). Destacado activista político, vinculado a movimientos obreros y sociales de izquierda. Grabador que fuera discípulo de Saturnino Herrán, Leandro Izaguirre y Germán Gedovius, en la Academia de San Carlos a partir de 1917. Acudió a la Escuela de Pintura al Aire Libre, fundada por Alfredo Ramos Martínez. Ilustrador de varias revistas (Irradiador, Horizontes y Norte). Formó parte del grupo de Los Estridentistas, junto con Manuel Maples Arce, Germán Cueto, Arqueles Vela, Fermín Revueltas, Ramón Alva del Canal y Germán List Arzubide. Se sumó a las misiones culturales de la Secretaría de Educación Pública en los estados de México y Jalisco, publicando en El Sembrador y El Maestro. Colaboró en el rotativo 30-30. En 1933, junto con otros creadores e intelectuales, fundó la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR). En 1937 promovió el establecimiento del Taller de la Gráfica Popular, con Pablo O´Higgins, Alfredo Zalce, Luis Arenal, Ignacio Aguirre, Isidoro Ocampo, Everardo Ramírez, Raúl Anguiano, Jesús Escobedo y Ángel Bracho. Realizó las estampas (grabados) para las películas mexicanas Río Escondido, Pueblerina, Un día en la vida, El rebozo de Soledad, Memorias de un Comunista y se suma con Enrique Ramírez y Ramírez y José Revueltas a la organización “José Carlos Mariátegui”, ilustrando su órgano de difusión El Insurgente. En 1968 promovió la Academia de las Artes. Recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1969. Véase, Caplow, Deborah: Leopoldo Méndez: Revolutionary Art and the Mexican Print, Austin, University of Texas Press, 2007, 305pp.

4 Fueron miembros fundadores Carlos Alvarado Lang, Abelardo Ávila, Angelina Beloff, Erasto Cortés Juárez, Feliciano Peña, Vita Castro, Esperanza de Cervantes, Manuel Echauri, Pedro Castelar, Fernando Castro Pacheco, Isidoro Ocampo, Lola Cueto, Ángel Zamarripa y Amador Lugo. Véase, De la Torre Villar, Ernesto: Ilustradores de libros: Guión Biobliográfico, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, 364pp; Híjar, Alberto: Frentes, coaliciones y talleres: grupos visuales en México en el siglo XX, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Casa Juan Pablos, 2007, 543 pp.

5 El propio artista zanja toda duda sobre su visión en materia de cultura y política: “La posición ideológica y estética del artista será válida en tanto corresponda a lo tangible y comprobable. Hombre y artista deben ser un todo, así podrá haber congruencia entre el individuo que habla y el artista que crea […] Necesario es hablar de libertad y respeto como condición suprema en la democracia artística; que cada creador exprese su verdad, pues, finalmente, es esa verdad la que hablará por sí misma”; Amador Lugo Guadarrama: Presencia del Salón de la Plástica Mexicana, México, FONAPAS/INBA, 1979, p. 169, citado en Espinosa Campos, Eduardo: Amador Lugo: Impulso creador y perseverancia, México, Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Centro de Investigación Documentación e Información de Artes Plásticas (CENIDIAP), colección Addenda, número 6, septiembre, 2003, 58 pp.

6 El Museo Nacional de Arte (INBA; Ciudad de México) cuenta con una impresión (Inventario: 2484; SIGROA: 51483).

7 Téngase en mente, por ejemplo, la debilidad de los británicos por el senderismo. Así, Hazlitt, William y Stevenson, Robert Louis: El arte de caminar, introducción de Hernán Lara Zavala, México, UNAM, colección Pequeños Grandes Ensayos, 2005, 51pp. El ensayo “Dar un paseo” de Hazlitt /1788-1830) suscita la revisitación “Excursiones de a pie” de Stevenson (1850-1894).

8 Él mismo lo ha expuesto con claridad y sencillez, al responder la pregunta ¿Qué puede decirnos sobre el color en su obra?: “Habría que conocer el conjunto de mi trabajo pictórico para entender un poco lo que ha sido o es el color en mi obra. Desde luego, debo decir, reconocer, que mi color no es brillante, un color de impacto; como lo es el color en la actualidad. Creo que mi color es un poquito el extremo de lo brillante; sin embargo, hay cosas diferentes, en mis diferentes épocas, naturalmente. A mí me ha impresionado y gustado mucho el recurso de los grandes contrastes. Y no he podido lograr, hasta ahora, un contraste en un cuadro que no llegue a oscuros. El oscuro tiende quizá hasta a entristecer un poco el cuadro o tal vez requiera un cuadro de un lugar especial, con una iluminación especial, para que pueda lucir en todo su esplendor. Pero yo he tenido la tendencia a la cosa vigorosa. No lo he logrado todavía del todo; en ocasiones sí. Por esto es que a mí me han gustado, entre los grandes pintores de la historia de la pintura, Velázquez, este pintor español que manejó los medios [tonos] de una manera extraordinaria, o el Greco; eran dos pintores diametralmente opuestos. También Rembrandt, desde luego; yo lo recuerdo, más que en el color propiamente dicho, en su luz, porque no se le puede recordar de otra manera que como el pintor de la luz. Un pintor único en su género, tanto en su pintura como en sus grabados. Recuerdo que he visto algún grabado, algún cuadro de él, donde a pesar de que tenga zonas oscuras, en esa zona oscura está brillando la luz. Es decir, logró una atmósfera, una luminosidad, incluso en las sombras. / El color en mi obra es un color que ha variado muchísimo y que cada vez he tratado de ir limpiando, pero que he visto a través de los grandes contrastes, de la armonía de colores, dentro de lo cual es muy importante el manejo de los oscuros. Pienso que es tan difícil manejar el color, por el color mismo, como manejar los oscuros dentro de un colorido determinado. Así que yo no soy el pintor de la luz, precisamente; pero es una de las cosas que estoy tratando de resolver ahora mismo, a través del color luminoso, pero sin olvidarme de los grandes contrastes. Es el contraste del claro y del oscuro lo que va a encerrar o a concretar una idea, un paisaje o un tema determinado. Espinosa Campos, Eduardo: op. cit., p.38-40.

9 Formó parte de la exposición presentada por el Instituto Nacional de Bellas en el Salón de la Plástica Mexicana, Galería de Ventas Libres, del 10 de junio al 29 de julio de 1950, integrada por 10 óleos, 4 gouaches, 4 dibujos y 12 estampas del maestro Amador Lugo; según lo consigna al detalle Justino Fernández en su Catálogo de las Exposiciones de Arte en 1950, Suplemento del Núm. 19 de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, UNAM, 1951, p.26-27.

10 “Chávez Morado, destructor de mitos. Silencios y aniquilaciones de La ciudad (1949)”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, UNAM, Volumen XXVII, número 87, otoño, 2005, p.65-116. Para los curiosos se consigna los ganadores: Primer lugar: Juan O’Gorman, Paisaje de la ciudad de México; Segundo lugar: Guillermo Meza, La tolvanera; Tercer lugar: José Chávez Morado, Río revuelto; Cuarto lugar: Gustavo Montoya, La merced. Para el crítico Jorge Juan Crespo de la Serna, la muestra no ocultaba misterios para quienes conocían o se interesaban en la problemática de la metrópolis. Sino que en todo caso los redescubrirían «expresados con máxima claridad y hasta crudeza», porque los autores «han presentado la ciudad nuestra tal como es, llena de contrastes, de realizaciones, de miserias y de lujos: una ciudad vieja que gradualmente se va haciendo una gran urbe moderna»: Véase: “La exposición ciudadana”, Excélsior, 18 de diciembre de 1949, 3ª sección, p. 14. Entre las muchas joyas que fueron presentadas, de la autoría de 150 creadores, destaca una litografía de Alfredo Zalce, México se transforma en una gran ciudad (1943), que retrata en el escenario de la plaza del Monumento a la Revolución, colonia Tabacalera, los contrastes entre una urbe de rascacielos, los más todavía en construcción, con unos precaristas gigantescos que deambulan entre aquellos. Devastación, apocalipsis, destrucción e incuria, que definen ayer al igual que hoy, a la Ciudad de México.

11 Cuya composición evoca de alguna manera la Vista nocturna de Saruwakacho (1856) de Utagawa Hiroshige (1797-1858), pseudónimo de Andō Tokutarō; impresión xilográfica (nishiki-e, 錦絵, estampa brocada) a color, 35.6 x 24.2 cm (oˉban, 大判, es el estándar de las estampas ukiyo-e, 浮世絵, “pinturas del mundo flotante”, de tamaño grande).

12 Véase, Espinosa Campos, Eduardo: op. cit., p. 13: Fergus: “Entrevista dominical. Amador Lugo”, Excélsior, México, 2 de octubre de 1949.

13 “La arena es un conjunto de partículas de rocas disgregadas. En geología se denomina arena al material compuesto de partículas cuyo tamaño varía entre 0,063 y 2 milímetros (mm). Una partícula individual dentro de este rango es llamada “grano de arena”. Una roca consolidada y compuesta por estas partículas se denomina arenisca (o psamita). Las partículas por debajo de los 0,063 mm y hasta 0,004 mm se denominan limo, y por arriba de la medida del grano de arena y hasta los 64 mm se denominan grava”: Estudio de la cadena productiva de la arena, México, Secretaría de Economía, Coordinación General de Minería, Documento de Análisis, agosto, 2015, p.5.

14 Fuera de nuestro país y tan sólo como referencia resulta imposible ignorar el conmovedor y tristísimo dibujo de Vincent Van Gogh, Las mujeres de los mineros llevando sacos (Las portadoras de la carga), lápiz y grafito sobre papel, 1881, conservado en el Museo Kröller-Müller, el segundo mayor repositorio de este artista que conserva casi noventa pinturas y más de ciento ochenta dibujos, localizado en Otterlo, Holanda. Imagen que capta los dolores de su estancia en la región del Borinage, cuenca minera entre Francia y Bélgica, y en especial en Mons, la unión de 19 aldeas rodeadas por yacimientos de carbón, situada a una hora de Bruselas.

15 Se trata de la Tesis 9 que da inicio con un epígrafe de Gerhard Scholem (Gruss vom Angelus): “Tengo las alas prontas para alzarme, Con gusto vuelvo atrás, Porque de seguir siendo tiempo vivo, Tendría poca suerte”; para continuar con el texto del malogrado filósofo y esteta de la Escuela de Frankfurt: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. La obra aludida, un pequeño dibujo en acuarela, gis y pastel, formaba parte de la colección del propio Benjamin.

16 También resulta decisivo que la Galería de Arte Mexicano siempre lo representó en México y que Inés Amor era un puente que vinculaba al artista nipón con sus homólogos mexicanos, entre ellos Amador Lugo Guadarrama. Véase, Del Conde, Teresa: “Pintura de caballete y dibujo: principales muestras del siglo XX en el extranjero”, en México en el Mundo de las Colecciones de Arte, coordinación de investigación de México Contemporáneo Ida Rodríguez Prampolini, México, Grupo Azabache, 1994, p.18.

17 Repositorio que abriera sus puertas en 1988 en un inmueble diseñado por Kisho Kurokawa (1934-2007), distinguido discípulo del gran maestro japonés Kenzo Tange, que le dedica una sala a lo que llama “Renacimiento mexicano”, recurriendo a la expresión de Anita Brenner en Ídolos tras los altares (1929), donde se exhiben algunas joyas de nuestra plástica. Entre ellas: José Clemente Orozco, Paisaje mexicano (1932); Diego Rivera, Paisaje español de Toledo (1913); Frida Kahlo, Niña con máscara de calavera (1938); David Alfaro Siqueiros, La figura de Cuauhtémoc (1947); Rufino Tamayo, Tocador de flauta (1983). Nagoya está “hermanada” con la Ciudad de México, y esta afinidad electiva explica la intensa presencia cultural mexicana en la capital de la Prefectura de Aichi, debiendo resaltarse los buenos oficios de Tamiji Kitagawa.

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