El proceso de las artes: 1910-1970

El proceso de las artes: 1910-1970

Por Jorge Alberto Manrique *

En más de un sentido la cultura de México parece estar compuesta por sucesivos momentos en que se alternan épocas de apertura y épocas de cerrazón. Parece constitutiva de la cultura mexicana su ambivalente situación respecto a la cultura europea u occidental, de la misma manera que, en mayor o menor grado, ese fenómeno ambivalente es propio de toda la América Latina. Nuestros países pueden ser entendidos como pertenecientes —así sea marginalmente— al ámbito de la cultura occidental, como contradictorios o como más o menos ajenos a ella. Para el caso de México, esta ambivalencia, que se refleja en la doble posibilidad de interpretación, se ha resuelto en el tiempo como una sucesión de momentos contradictorios, que se sustentan en complejas situaciones históricas: nos hemos postulado alternativamente como iguales o como diferentes a Europa, al Occidente; saltamos del regodeo en lo propio, la búsqueda y complacencia en lo que nos hace diferentes, que se presenta como un valor precisamente por diferente y exclusivo nuestro, a —en el momento histórico siguiente— el susto por quedarnos atrás, por perder el paso con respecto al mundo. Las dos posibilidades de interpretación se han presentado de manera diversa cada nueva vez que hacen su aparición: no se trata precisamente de un corso e ricorso, sino simplemente de que en determinadas circunstancias prevalece y se impone una de las posibilidades interpretativas sobre la otra. Por eso mismo, porque el hecho constitutivo no ha resuelto su contradicción, no puede extrañar tampoco que en una época de “apertura” (o susto) persistan, aunque sin llegar a imponerse, elementos que serían más propios de la “cerrazón” (o regodeo), y viceversa.

Para fines de la época porfiriana, así como el sentido de un régimen surgido de la lucha liberal se habían alterado notablemente, también se había modificado el sentido de las manifestaciones culturales. México se encontraba, para el caso, en lo que podríamos llamar época de apertura con respecto al exterior. Lo cual se manifestaba en el deseo pregonado de ser “un país civilizado”, “a la altura de las naciones cultas del mundo”. Atrás habían quedado los ideales de los prohombres de la cultura nacionalista de la Reforma, que habían insistido en la necesidad de crear un arte nacional, una “escuela mexicana”, todavía en los primeros años de régimen tuxtepecano: Ignacio Manuel Altamirano, López López, Olaguíbel o el mismo José Martí. También había quedado atrás en ideología —aunque esporádicamente se practicara aún— el arte más o menos fallido a que había dado lugar aquel entusiasmo: pinturas como El tormento de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre, o esculturas como el Cuauhtémoc de Noreña. Y si José María Velasco, el talentoso paisajista que (ajeno a la ideología liberal) había dado una vuelta sutil a la interpretación nacionalista reflejando en sus obras hitos históricos del país, seguiría pintando hasta 1912, no iban a él los entusiasmos de la joven cultura mexicana de los primeros años del siglo.

Éstos iban, en cambio y precisamente, a aquellos artistas que —independientemente del talento de cada uno— encajaban sin mayor problema dentro del tipo de arte propio de la Europa de fin de siglo. Gente más joven, que había viajado a París o a las ciudades alemanas del último romanticismo y del simbolismo, y que había asimilado no sólo los estilos, sino aun el modo “bohemio” de vivir. En México pintaban, grababan o dibujaban como lo habrían hecho en Europa, y arrastraban por cafés, cantinas, cervecerías y burdeles su vida bohemia: quizá más esta imagen de su arte que la inversa. La Revista Moderna (casa, club y órgano, precisamente, de los “modernistas” literarios) les encargaba viñetas y festejaba cada vez que atravesaban el océano. Los más notables de entre ellos son Julio Ruelas y Jesús Contreras. Ruelas, pintor, dibujante, grabador, es el caso más claro del artista simbolista; su obra no por su cercanía con sus contemporáneos de allende el mar carece de personalidad ni de fuerza ni de firmeza. Asimiló y fue uno de los importantes exponentes de las formas decorativas que forjaba el entonces novísimo art nouveau; su pintura, inmersa en esa especie de marasmo enfermizo del paso entre los dos siglos, resulta pasto apetecible para las interpretaciones psicológicas; al fin de su vida realizó grabados de muy alta calidad, entre los que destaca La crítica. Jesús Contreras participa de semejante sensibilidad afilada y quebradiza; aunque su fama lo llevó a aceptar encargos civiles (Monumento a la Paz, en Guanajuato), aflora mucho más su personalidad en obras más íntimas: Malgré tout, figura femenina en mármol, realizada cuando había perdido ya un brazo, resume su actitud sentimental.

La estirpe de Ruelas y Contreras subsistió todavía con el escultor Enrique Guerra (1871-1943), que sin embargo busca un sentido heroico y monumental, procedente de los nuevos aires que Maillol y Bourdelle hacían soplar; en el pintor simbolista Germán Gedovius; y alcanzó incluso a un joven que después recorrería eclécticamente medio siglo de la historia del arte en México: Roberto Montenegro.

Julio Ruelas (autorretrato)

Al mismo tiempo que eso sucedía, ignorados en todo y por todo de la alta cultura, trabajaban en la ciudad de México dos grabadores extraordinarios, cronistas natos de la realidad y la fantasía de un ambiente urbano de medio pelo para abajo, que tenía el descaro de —inconscientemente— restregarles en la cara a los señores de la cultura que México, a pesar de lo que ellos quisieran, no era París. Manuel Manilla y Guadalupe Posada serían los representantes de una “contracultura” porfiriana, de la misma manera en que los son los corridos y juguetes teatrales que publicaba en ediciones baratísimas Vanegas Arroyo, ilustrados precisamente por ellos. No son verdaderamente artistas populares, sino hombres formados en los aledaños de la cultura oficial, que toman el partido del artesano. Creadores de las “calaveras”, pregoneros de los héroes populares, relatores de horrores reales e imaginados; Posada, el mayor, alcanza un estilo personalísimo en la simplicidad de su trazo, en la fuerza expresiva, la capacidad de ternura y el humor chocarrero.

José Guadalupe Posada

La ciudad de México que se había mantenido casi inalterable en su fisonomía durante el siglo de la independencia, empezó a resentir mutaciones y mutilaciones al triunfo del liberalismo: destrucción de capillas, derrumbamiento de viejos conjuntos conventuales para abrir calles más o menos útiles. Antes, la carencia de dinero había reducido los deseos de borrar el pasado colonial a enjalbegar paramentos de tezontle o alterar vanos de puertas y ventanas. Para fines del porfirismo, en cambio, se dio la posibilidad de levantar nuevos y fastuosos edificios públicos, que son un reflejo —no despreciable, por cierto— de la ecléctica y confusa arquitectura que privaba en la Europa de entonces. Los arquitectos de esos palacios civiles suelen ser extranjeros, porque entre los mexicanos lo que faltaba no era imaginación, sino preparación técnica para obras de una envergadura desconocida en la Academia de San Carlos, con la excepción quizá de Rivas Mercado. Adamo Boari levanta el plateresco-veneciano Palacio de Correos e inicia el ambicioso Palacio de las Bellas Artes. Silvio Contri el Palacio de Comunicaciones y Emilio Bernard hace el proyecto del nunca concluido Palacio Legislativo. El monumento a la Independencia, proyecto muchas veces acariciado y otras tantas abandonado, fue obra de Rivas Mercado y pudo inaugurarse, simbólicamente, en las celebraciones del Centenario.

El Angel de la Independencia de Rivas Mercado

Si el exotismo es recurrente en la arquitectura de ese tiempo se hace notar sobre todo en la construcción de los pabellones de las ferias internacionales a que México empieza a acudir asiduamente; más que como un temprano brote nacionalista, los proyectos de pabellones neoaztecas o neomayas se inscriben en ese exotismo general, junto con pabellones moriscos o góticos. Un tímido estilo neocolonial aparece en las ampliaciones o reformas a los viejos edificios públicos barrocos. En las últimas décadas del siglo XIX la ciudad empieza a salirse de su centro, y el movimiento se acrecentará en las primeras décadas de este siglo. Surgen los nuevos barrios —que desde entonces tomarán el curioso nombre de “colonias”— alrededor del viejo casco citadino; su arquitectura será de palacetes o chalets muy a la francesa la mayoría de las veces; pero la imaginación y prepotencia de los ricos que los construyen, secundada por los arquitectos, favorecerá más aún los exotismos y dará entrada a la gran novedad arquitectónica del momento: el art nouveau, que, con su incesante movimiento curvilíneo, su típica interpretación de las formas de la naturaleza y su abandono de los cánones clásicos, producirá obras verdaderamente notables.

En las ciudades de provincia el movimiento es similar, aunque más pausado y en cierta forma más conservador, las nuevas fachadas se acomodan más fácilmente, por lo general, al contexto urbano dado en el que se inscriben. Algunas ciudades que conocen bonanza minera, mercantil o industrial en el paso entre los dos siglos (Zacatecas, Guanajuato, Guadalajara, Puebla, Aguascalientes) tiene una importante actividad constructora.

Por lo que toca a la arquitectura, la Revolución de 1910 no produce una censura notable: se sigue construyendo igual —aunque ya no obras públicas— en los barrios que crecían por éxodo del campo inseguro a la ciudad. En otros campos, en cambio, y especialmente en la pintura, se sentirán desde temprano vientos renovadores.

Una fecha importante, y con sentido político, es 1911, en que los estudiantes de la Academia de San Carlos hacen una larga huelga. Se trataba de destituir al director Rivas Mercado. Había fermentos de novedad, en buena parte instigados a los muchachos por el Dr. Atl (Gerardo Murillo), que había vuelto de Europa con el ánimo de que se necesitaba sacudir el ambiente artístico de México. Ya desde 1910 los estudiantes encabezados por él habían exigido una exposición mexicana paralela a la que se había proyectado de pintura española. La huelga no traería resultados muy espectaculares, pero finalmente, la llegada a la dirección de Alfredo Ramos Martínez y su creación de las escuelas de pintura al aire libre (Barbizon en Santa Anita), no por ingenuas dejaban de significar nuevos rumbos. Fuera de la Academias esos nuevos rumbos los marcaba un pintor callado y tímido, Joaquín Clausell, que iniciaba una especia de impresionismo local, no muy cercano al original francés y si en cambio muy rico en colorido y en su transmutación simbólica y sentimental de la naturaleza. Los estudiantes más talentosos se habían dispersado en medio de los acontecimientos políticos, unos para siempre. José Clemente Orozco como dibujante en la prensa y después en Orizaba, donde había seguido al Dr. Atl. David Alfaro Siqueiros con el ejército constitucionalista. Mientras, Diego Rivera estaba en Europa, donde había sido desde 1907 becado por Teodoro Dehesa, gobernador de Veracruz; había estudiado con Chicharro y los modernos españoles y después se había contaminado de lo último de la vanguardia, en contacto con el grupo cubista de Braque, Picasso y Gris.

Un artista más o menos solitario, Saturnino Herrán, recogió por esos años el viejo y ahora renovado ideal de una pintura mexicana que representara las aspiraciones y el carácter nacionales. De alguna manera estaba claro que el péndulo regresaba y México volvía a tratar de entenderse a sí mismo como diferente y no como igual a Europa; el ideal estaría en lo propio y no en el reflejo del Viejo Mundo. Herrán resulta un moderno en su momento, abandona el academicismo, con su dibujo naturalista y su colorido convencional; del impresionismo ni se entera, porque no proporcionaba elementos útiles en la tarea que él se había destinado; parte, en cambio, de lo que proporcionaba Zuloaga, Chicharro y los españoles de esa hora: un sintetismo formal con buena carga expresionista, un colorido seco pero variado y novedoso. Pinta criollas, tehuanas, chinampas llenas de flores, preanunciando la dimensión épica que no mucho después daría a esos temas la pintura mexicana. En El cofrade alcanza una tensión expresiva muy relevante. En sus dibujos para un gran friso destinado al Palacio de Bellas Artes (Nuestros dioses) muestra toda la aspiración de su pintura como una manera de dar razón a la realidad histórica mexicana; ahí, la figura central, Coatlicue con un Cristo superpuesto, resume su intención; y de alguna manera anuncia lo que vendría después.

Saturnino Herrán

Lo que vendría después se haría presente, en forma entusiasta y exaltada, a partir de 1921. El primer régimen revolucionario estable, el de Álvaro Obregón, lleva a la rectoría de la Universidad y después a la nueva Secretaría de Educación Pública a José Vasconcelos, dotado de poderosa imaginación y de indudable capacidad para hacer las cosas. José Clemente Orozco diría mucho más tarde en su Autobiografía (1943) que la pintura mural se encontró en 1921 “con la mesa puesta”, haciendo con esto una alusión a que las ideas y los ensayos para una pintura nacional y monumental eran moneda corriente entre los jóvenes de entonces. Pero no cabe duda que la poderosa personalidad de Vasconcelos, el apoyo del general Obregón y el ambiente en ebullición y de gran optimismo del México revolucionario de entonces, fueron todos factores decisivos en el surgimiento de lo que se llamaría “escuela mexicana”.

Vasconcelos hace venir de Europa a Rivera y a Montenegro, recoge a los que aquí estaban recogibles, y les ofrece los muros de los edificios públicos para llevar adelante un programa ambicioso y de hecho sin precedente. Rivera empieza a pintar a la encáustica en el Anfiteatro Bolívar de la Universidad, y Montenegro en la exiglesia de San Pedro y San Pablo. Al ir haciendo camino, ellos y quienes estaban alrededor toman conciencia de su tarea, se agrupan en un Sindicato de Artistas Revolucionarios; surge así el programa explícito del movimiento: el Manifiesto del sindicato, dirigido, significativamente, a los campesinos, a los obreros, los soldados de la Revolución, los intelectuales no comprometidos con la burguesía. El manifiesto proponía un arte público, para todos y por lo tanto monumental; descalificaba como inútil a la pintura de caballete; reconocía como fuente inspiradora al arte popular mexicano, el que pregonaba “el mejor del mundo”; y pedía un arte para la Revolución, que actuara sobre el pueblo para encaminarlo a adelantar el proceso revolucionario. Si bien el manifiesto fue contradicho por la práctica de los pintores al día siguiente de haberlo firmado, no por eso dejó de ser la piedra de toque para todos ellos, y el gran documento programático que de alguna manera sustenta el movimiento pictórico muralista.

Durante los casi treinta años siguientes a su aparición, la pintura mexicana “muralista” conoció un éxito nunca antes logrado —ni remotamente— por ningún movimiento artístico de este lado del Atlántico, y produjo un buen racimo de obras maestras que por sus méritos quedan inscritas en la historia del arte universal. Obtuvo un reconocimiento más allá de nuestras fronteras y llegó a influir a los movimientos artísticos de no pocos países latinoamericanos y a causar impacto en Estados Unidos.

A parte del genio de sus mayores creadores, hay varios elementos que es importante tener en cuenta para entender su éxito. En primer ligar, que independientemente de las características personales de cada artista —diferentes y aun en más de un sentido contradictorias— existió una noción de grupo, de ahí lo legítimo del término “escuela” aplicado al movimiento: todos participaron en un primer momento de un entusiasmo común y de ideales similares. Esto dio la cohesión que haría posible más tarde llamar al fenómeno el “Renacimiento mexicano”. Por otra parte la escuela, a contrapelo de los que significaban los movimientos parisinos, al proponer un arte público traía el viejo problema de volver al arte una función específica en el medio social; y en este sentido es uno de los esfuerzos más estructurados que se han hecho en este siglo. Desde su aparición hasta nuestros días ha sido lugar común entender la pintura de la escuela mexicana como producto directo del movimiento revolucionario; pero si bien la coyuntura del régimen de Obregón y el general entusiasmo del país son factores nada despreciables, sería muy limitado explicar las cosas por sólo esa circunstancia. De hecho los pintores al iniciar su aventura tenían entre pecho y espalda asimilada buena parte de las novedades que habían arrojado los movimientos europeos de las dos primeras décadas del siglo, lo importante es la manera en que se sirvieron de esa experiencia asimilada para los requerimientos de la gran decoración mural y de los programas didácticos, filosóficos o históricos que ésta implicaba. Y en eso reside su grandeza, en haber podido recoger la experiencia de la vanguardia europea y reproducirla en otro contexto: por primera vez América no produjo buenas copias, sino que dio resultados originales que incluían los modelos presupuestos.

Un componente central de la escuela es su nacionalismo. Buena parte de su éxito local y aun algo del internacional dependen de él. Por fin se había logrado el acariciado sueño de crear una escuela nacional, por fin se había conseguido forjar un arte que, siendo propio, se expresara en un lenguaje universal. Por fin un país americano había creado una escuela propia. Este componente, de mayúscula importancia en el contexto mexicano y americano, ve desdibujada su importancia si se contempla con más perspectiva. En efecto, en tanto que nacionalista (incluso dispuesta a incorporar formas históricas o del arte popular) la escuela se convertía en hito romántico, en el último romanticismo posible. En ese sentido fue el punto más alto, pero final, de un largo proceso iniciado por lo menos desde mediados del siglo XIX; resultaba así el fin de algo y no el principio de otra cosa, y vería —como vio— seriamente comprometido su futuro.

El sentido unitario de la escuela, sobre todo en sus inicios, no impide que las grandes individualidades que la forjaron tuvieran personalidades diferentes y las manifestaran en su obra. Rivera es el artista de temperamento clásico, en el que predomina el sentido analítico del dibujo. Su cercanía al grupo de cubistas y admiración por Cézanne lo llevan al sintetismo de formas geometrizantes especialmente patente en sus primeras obras murales (Anfiteatro Bolívar, Secretaría de Educación). Es quien más de cerca sigue los dictados del Manifiesto de 1922, lo que es patente en su deliberado estudio de formas prehispánicas y populares, en su evidente sentido didáctico. En su obra entroniza el nacionalismo —y el indigenismo— como una verdadera religión, más sagrada que su ideología marxista. Su inagotable imaginación y la grandeza de sus concepciones se hacen patentes y consiguen salvar su obra, o por lo menos una gran parte de ella, del arqueologismo y el didactismo simplista que podrían asediarla. Obras como la Secretaría de Educación, la escalera de Palacio Nacional, el Palacio de Cortés en Cuernavaca y la capilla de Chapingo tienen una grandeza indudable, y sólo en los últimos años de su vida parece disminuir notablemente su fuerza creadora.

Los «tres grandes» Siqueiros, Orozco y Rivera

Orozco muestra desde sus obras más tempranas un sentimiento trágico y una visión “al sesgo” de la realidad, que le permite descubrir realidades no aparentes. No es en su caso el racionalismo cezaniano el que le da apoyo, sino la experiencia expresionista. Dibujante excepcional, no es sin embargo el dibujo analítico el sustento de su obra pictórica, sino que ésta se construye a base de pinceladas de color y obtiene de ello y de sus composiciones en diagonales todo su dinamismo. Desde el incio de su actividad como muralista (Preparatoria) no canta el éxito de la Revolución, sino que llora la fatiga de la lucha. Orozco parece no tener respuestas dadas sobre la historia de México y sobre el hombre cuando pinta, sino que se diría que su pintura es precisamente una interrogación sobre estos y otros problemas fundamentales. “Pintura filosófica”, ha dicho de él Justino Fernández, en el sentido de que su pintar es un filosofar. Se muestra iconoclasta y satírico desde la Preparatoria, crea la figura monumental del Prometeo de Pomona College, y alcanza las grandes síntesis de su pensamiento pictórico en los frescos de Guadalajara (Universidad, Palacio de Gobierno, Hospicio Cabañas), en el Palacio de Bellas Artes, en la Iglesia de Jesús o en el Palacio de Justicia. Al contrario de Rivera, su capacidad creadora y su búsqueda de nuevas formas expresivas no menguan hasta el día de su muerte.

Siqueiros se inicia en el muralismo en los primeros años veinte, en la Preparatoria, pero su actividad en ese sentido sería más o menos escasa durante los primeros veinte o veinticinco años. No así la pintura de caballete, que produce obras de primer orden desde temprano, como la Madre campesina o el retrato de María Asúnsolo. Es el gran teórico del movimiento muralista y su obra artística no sólo está en relación con su actitud y actividad política sino que puede entenderse como función de ellas. Convencido de que el muralismo mexicano no era una anécdota histórica, sino un hecho metahistórico que adelantaba el porvenir, estuvo siempre preocupado por las nuevas posibilidades de percepción de la obra (de ahí los escorzos brutales, el movimiento incesante de las figuras) y por el empleo de los materiales. El taller que construyó en Cuernavaca en los últimos años de su vida puede ser considerado, tanto o más que una obra en particular, cifra de su actitud frente a la actividad artística.

La escuela muralista mexicana no se agota en los “tres grandes”, aunque sea indudable que la personalidad de ellos fue predominante. Junto a ellos, más o menos destacados, aparecen Xavier Guerrero, Alva de la Canal, Fernando Leal, Fermín Revueltas y muchos más, incluso algunos participantes-disidentes como Manuel Rodríguez Lozano. Después vendrían epígonos, desde Juan O’Gorman, O’Higgins, González Camarena, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y tantos otros…

Juan O’Gorman

De pronto aparece una especie de subcorriente de la “escuela mexicana”, no ajena totalmente a ella, pero desprovista tanto de su grandilocuencia como de sus mafias aparentes. Se trata de espíritus finos, que produecen una obra como en sordina, acallada pronto por el estruendo de los demás. Entre ellos están Julio Castellanos, Carlos Mérida, Agustín Lazo, el Corzo Guillermo Ruiz, Alfonso Michel. Afectos al “arte fantástico”, encontrarían afinidad cuando en 1940 la Galería de Arte Mexicano presenta la gran exposición internacional del surrealismo. También para esos años empezaron a llegar a México artistas extranjeros —y entre ellos no pocos surrealistas—, tránsfugas de la guerra, como Wolfgang Paalen, Horna, Leonora Carrington. Unos y otros desarrollarían una labor callada y ajena a todo reconocimiento oficial. Sólo más tarde se podrían apreciar sus efectos. Mientras tanto el círculo del nacionalismo seguía cerrándose.

Tanto Orozco como Rivera hablaron —tardíamente— de la emoción que en su juventud les producían los grabados de J.G. Posada, pero lo cierto es que el artista permaneció desapercibido hasta que lo “descubrió” Jean Charlot, francés que había venido atraído por los entusiasmos de la Revolución y que desde 1921 pintó un importante fresco en la Escuela Preparatoria. Charlot venía enterado de la reciente obra gráfica de Maillot y de los expresionistas alemanes y nórdicos, y fue la simiente de la escuela mexicana de grabado. Entusiasmados por él, se dedicaron a estudiar las técnicas de la estampa, y a darles una utilización moderna y adecuada a la circunstancia Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledezma; después vendrían Carlos Alvarado Lang y el mayor de todos: Leopoldo Méndez. El grabado de “escuela mexicana” es un movimiento paralelo al de pintura, con el mismo tipo de preocupaciones sociales y nacionales. Prefirió pronto abandonar las técnicas complicadas del metal y encontró su medio expresivo más propio en el grabado en hueco, en madera de hilo o en linóleum, que permitía un trabajo rápido y fácilmente reproducible. En ese medio casi elemental, los grabadores lograron reproducir obras de gran importancia, especialmente Leopoldo Méndez, que consigue aunar con maestría insuperable la fuerza expresiva del mensaje explícito deseado, la riqueza imaginativa y la inmensa ternura.

Grabado de Leopoldo Mendez

Es un fenómeno curioso que en un país de tan rica tradición escultórica en el pasado, como México, el florecimiento de la pintura no haya sido acompañado por otro similar en la escultura. Quizá parte de la pobreza escultórica deba explicarse por la pobreza general, que después de la Revolución limitaba la posibilidad de encargos onerosos por parte del medio oficial. Los tiempos parecían propicios para aprovechar el inmenso caudal de enseñanza de la gran estatuaria precolombina, pero las obras se quedaron hablando solas en los museos. Apenas cabe hablar de la rudeza primitiva de algunas tallas en madera de Mardonio Magaña o de la monumentalidad geométrica de las obras de Fidias Escobedo; pronto el campo quedó en manos de escultores como Guillermo Ruiz y especialmente Ignacio Asúnsolo, que, habiendo aprendido de Maillol la pesadez de la figura, le pusieron cara de india con trenzas y la pasaron por representante de la quintaesencia nacional. A contrapelo, poco y mal oídos —y no muy activos— dos escultores más conscientes pudieron hacer ensayos interesantes: Germán Cueto y Ortiz Monasterio.

Escultura de Luis Ortiz Monasterio

Al día siguiente de la Revolución, las primeras obras públicas que se hacen bajo el régimen de Obregón responden a una clara intención nacionalista, lo que no sorprende a nadie. Hubo ensayos de arquitectura “indigenista”, pero por obvias posibilidades mayores de adaptación a las necesidades del momento, fue el neocolonialismo el que privó (Escuela Benito Juárez, de Obregón Santacilia, Biblioteca Cervantes) aunque no dejaron de subsistir intentos clasistas (Banco de México, del mismo Obregón Santacilia). Para los años treinta, sin embargo, se fueron imponiendo otras formas, procedentes del estilo francés art-déco que especialmente el arquitecto Suárez adaptó y “mexicanizó” en forma muy interesante. Después, tras violentas polémicas, terminaría ganando la partida el escueto funcionalismo, preconizado por Villagrán García en la Escuela de Arquitectura y puesto en práctica por él y por Juan O’Gorman. La muy refinada sensibilidad de Luis Barragán conseguiría un estilo personal e íntimo, que recoge la simplicidad funcionalista pero la enriquece de contenido propio. Lo colonial, en este caso “colonial californiano”, tendría su revancha en algunos barrios ricos, donde los ricos propietarios exponían su riqueza en complicadas labores de piedra, torreones, ajimeces, galerías y escalinatas.

La arquitectura seguía siendo moderna, aunque había abandonado la adustez de los primeros tiempos (y la funcionalidad no parecía, ni antes ni después, muy clara por ninguna parte). Ningún conjunto de edificios públicos, ni la Escuela Normal, de Pani, ni el multifamiliar Juárez, pudieron compararse con la Ciudad Universitaria; ahí, bajo el mando audaz de Carlos Lazo, según un plano de distribución concebido por estudiantes de arquitectura y los arquitectos Pani y Del Moral, se reunieron los mejores arquitectos mexicanos del momento; no bastando eso se llamó a los pintores a que decoraran los edificios: Diego Rivera, Siqueiros, Chávez Morado y el desconocido Eppens; una horrible escultura de Alemán por Asúnsolo coronaba el escenario. Suma y cifra del “Renacimiento mexicano”. Verdad es que si Ciudad Universitaria no corresponde a los elogios que se prodigaron, y si en lo particular algunos edificios son muy defectuosos como forma y como función, el conjunto es un logro indudable, hay edificios de primer orden y el resultado sigue siendo un esfuerzo de gran importancia.

Ciudad Universitaria

La pobreza del medio musical anterior a la Revolución, que encontraba su cifra en uno que otro vals, mazurca o chotis inspirado y de éxito (Sobre las olas, de Juventino Rosas) o en ensayos orquestales u operísticos que, aunque raramente con una intención nacionalista (la ópera Atzimba, de Castro), no logran ser más que trasunto leve de la brillante música europea, empieza a sacudirse con la entrada en escena de Manuel M. Ponce. Ponce realizó una investigación en la música tradicional mexicana, y es sobre todo por eso reconocido, pero más importante que tal aventura es seguramente el hecho de que pertenecía a una generación mucho más sólidamente formada que las anteriores, lo que le permitió componer a un nivel de modernidad y de calidad excepcionales. Julián Carrillo, si no poseía su mismo refinado temperamento, en cambio tenía una mente teórica que lo llevó a replantearse problemas musicales fundamentales. La hora de volver los ojos a la realidad nacional había sonado, y en ese camino anduvieron Candelario Huizar y sobre todo Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, que llegaron a entenderse en el medio mexicano como la contrapartida, en términos musicales, del movimiento muralista.

Manuel M. Ponce

Revueltas, muerto muy joven, suele ser considerado el músico más dotado que haya producido el país. Con su temperamento casi romántico, se sirvió del nacionalismo sin quedar apresado en esquemas simplistas, como lo muestran, entre muchas otras, sus obras Janitzio, Redes, Ocho por radio u Homenaje a García Lorca. Chávez, tal vez de inspiración menos brillante, tiene en su haber una obra más conscientemente realizada, más sólidamente estructurada, que le da un sitio verdaderamente excepcional en el panorama de la música mexicana. Desde un principio su nacionalismo incorporó las novedades que ofrecía la música europea a partir de Stravinsky, como en H.P. y Sinfonía india; pero fue pronto consciente del peligro de un nacionalismo indiscriminado, y éste está ya en un muy segundo plano en la Tocata para instrumentos de percusión o en la Quinta sinfonía para cuerdas, y el proceso de una investigación constante de la forma sigue en él hacia adelante lo mismo en las obras de cámara que en aquellas para gran orquesta. Por otra parte, su condición de pivote del movimiento musical mexicano es indudable: él dio a conocer en México gran parte de la música contemporánea, y cercanos a él estuvieron el grupo de músicos nacionalistas como José Pablo Moncayo (célebre por su Huapango), Hernández Moncada, Blas Galindo (Sones de mariachi) o Jiménez Mabarak; e incluso él propicio, en buena medida, la aparición de una nueva generación de compositores, ajenos ya a la preocupación nacionalista que les parecía agotada, como Joaquín Gutiérrez Heras, Julio Estrada, Leonardo Velázquez, Héctor Quintanar…

Silvestre Revueltas

El hecho es que para los principios de los años cincuenta, mientras más orgulloso de sí mismo estaba el “Renacimiento mexicano” y más apoyo y reconocimiento tenía en el mundo oficial, muchos jóvenes artistas sentían fatigada la estrecha senda nacionalista y encontraban el ambiente irrespirable. La época de “cerrazón” había alcanzado su ápice y entraba en crisis: se anunciaba el sucesivo momento de “apertura”. El regodeo en lo propio se había exacerbado. La tan cantada vuelta a lo propio, aventura indudablemente provechosa en su momento, que en más de un sentido había abierto a los ojos de los mexicanos un México nunca antes mirado por ellos, había desembocado en un estrecho callejón sin salida. La cerrazón se propiciaba por el gran éxito del arte nacionalista mexicano, especialmente por su pintura y por la fuerte personalidad de los “tres grandes”, y se había beneficiado del aislamiento de Europa que era consecuencia de la guerra, en un momento en que Estados Unidos no tenían aún nada importante que ofrecer en materia de arte (hasta la aparición del expresionismo abstracto).

Los jóvenes inconformes como Manuel Felguérez, Alberto Gironella, Vicente Rojo, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, encontraron un rechazo absoluto en los medios oficiales: no en balde las esferas gubernamentales habían entendido inteligentemente el arte de “escuela mexicana” como un magnífico instrumento de propaganda, especialmente al exterior, y no en balde la “escuela” había conseguido hacerse de un mercado importante entre el medio de funcionarios enriquecidos y la burguesía surgida al calor de contratos oficiales. En cambio se sintieron naturalmente ligados a aquella subcorriente de tono menor a la que se había permitido vivir al lado del arte grandilocuente, así como al grupo de extranjeros residentes en México: Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Matias Goeritz, Remedios Varo. La insurgencia aprovechó muy ampliamente el polémico regreso al país de Rufino Tamayo, que, contrario a los dictados retóricos de la “escuela”, había alcanzado por su magnífico arte un reconocimiento muy grande en los Estados Unidos; y también cerró filas con Carlos Mérida, el mexicano guatemalteco que calladamente había seguido rumbos completamente ajenos. Antes de la insurgencia colectiva, tres artistas importantes habían iniciado su propio rumbo aparte de la “escuela”: Gunther Gerszo, Juan Soriano y Pedro Coronel.

Obra de Lilia Carrillo

Tamayo, que se había iniciado por el camino de los muralistas, pronto se desencantó de lo que consideraba retórica vacía y cifró su arte en una búsqueda de la forma sintética y del color como elemento sustentante, que lo alejó bien pronto del naturalismo en que buena parte de la “escuela” iba cayendo naturalmente. Su promiscuidad con las corrientes europeas del arte contemporáneo le permitió aprovechar en modo muy personal no pocos avances formales. Su obra se inscribe mundialmente entre la de los restauradores de la forma, después de los embates que ésta había sufrido en los años veinte en Europa. Una pintura como las Músicas dormidas (precisamente de 1950) es uno de los grandes cuadros del siglo. Tamayo permanece como un gran clásico, quizá como el último de los grandes clásicos. Cuando se le atacaba por no hacer una pintura mexicana, contestaba que la suya lo era, y en una medida mayor que la de los muralistas, pues éstos se quedaban en la superficie de la realidad nacional y caían en el folclorismo, mientras que él bajaba en profundidad a las esencias de lo propio. Cuando llegó a pintar en el Palacio de Bellas Artes unas grandes composiciones murales echó de cualquier manera su cuarto a espadas, dando él también razón —aunque con sus propios recursos expresivos—de su idea de la realidad nacional. Su gran campo de acción, sin embargo, sigue siendo el cuadro de caballete, donde su maestría es inigualada.

Cuando hacia mediados de los años sesenta el mundo oficial llegó a aceptar la existencia y la vigencia de la nueva pintura mexicana (exposición Confrontación 66 en Bellas Artes) y la aceptó de plano en las exposiciones llevadas al exterior (Expo ’67, de Montreal) se creó una situación curiosa para el arte mexicano. Los epígonos de la escuela subsistieron y subsisten, con un público formado y no alejados de encargos oficiales; por otro lado, la nueva pintura mexicana se había constituido al calor de la oposición a la vieja escuela, y en más de un sentido ése era el único elemento de unión entre caminos artísticos muy diferentes entre sí: fue en buena medida una pintura de “frente de batalla”, pero se resentía de la carencia de un antecedente formativo más lógico y coherente. Y, a pesar de todo, a distancia el peso de los “tres grandes”, el más cercano de Tamayo permaneció como un punto de referencia inevitable.

Músicas dormidas de Rufino Tamayo

De tal modo, el panorama de la nueva pintura y el nuevo grabado mexicano no ofrece tendencias fácilmente discernibles, sino que es más bien un aglomerado de esfuerzos individuales casi aislados. Roto el círculo vicioso, la presencia de la vanguardia europea, y con mayor peso en los años recientes de la vanguardia neoyorquina, se hacen sentir en pleno; sin embargo, la situación mexicana no parece —como la bonaerense, por ejemplo— ser campo muy propicio para cultivo de las vanguardias más delirantes, salvo en casos marginales y pobres en general. Lo que puede verse es un puñado de muy buenos artistas, que van desde la búsqueda la exacerbada tensión espiritual de un Goeritz o un Gerszo, al geometrismo “tamizado” de Rojo o de Sakai, o de la investigación gestática de un Felguérez hasta el lirismo contenido de Fernando García Ponce, la afectada monumentalidad de Ricardo Martínez, el expresionismo iconoclasta de Gironella, la mítica imaginación de Toledo… y suma y sigue…

*Tomado de Daniel Cosío Villegas (coord.), Historia general de México, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 3a. ed., 1986, pp 1357-1373 [1a. ed., 1976].

JORGE ALBERTO MANRIQUE. Arte y artistas mexicanos del siglo XX. Primera edición enLexturas Mexicanas: 2000. CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

El mexicanísimo Froylán Ruiz

El mexicanísimo Froylán Ruiz

Por Héctor Ramírez *

Primero que nada me gustaría agradecer la amable invitación de Carlos Jaurena para participar en esta mesa, en un espacio tan significativo y tan relevante para el maestro Froylán Ruiz en lo que a su trayectoria artística se refiere.

Si me lo permiten, antes de entrar en materia de la magnífica publicación de TATUAJES ETERNOS, FROYLÁN RUIZ, OBRA GRÁFICA 1953 – 2021 que es el motivo que nos reúne hoy, me gustaría compartir con ustedes algunas reflexiones e inquietudes que me surgieron en el momento mismo de empezar a preparar esta alocución.

Froylán Ruiz, como artista, está ubicado en la corriente ochentera del Neo-mexicanismo, término acuñado en el periódico unomásuno (según dicen) por quien parece ser la madrina de los movimientos artísticos en México, me refiero por supuesto a la maestra Teresa del Conde, quien ejerciendo esa facultad del madrinazgo bautizó así esta tendencia de recuperar símbolos e íconos mexicanos, con interpretaciones muy particulares por parte de los artistas que producían obra en esa época; todo esto sin un manifiesto de por medio de parte de los autores, así igualito como sucedió con los llamados artistas de la Ruptura y de muchos otros movimientos.

Lo primero que se me presentó fue la idea de entrar en ese laberinto que desde hace mucho nos hemos planteado, ante la improbable posibilidad de entender y explicar lo que es el SER MEXICANO. Lo quise hacer desde dos perspectivas, la del filósofo michoacano Samuel Ramos, quien es autor del deslumbrante libro EL PERFIL DEL HOMBRE Y LA CULTURA EN MÉXICO, publicado en  1934 [dieciséis años antes de que Octavio Paz escribiera su ensayo EL LABERINTO DE LA SOLEDAD] y la segunda, desde la del cineasta mexicano Alejandro Galindo.

En el prólogo de su libro, Ramos explica que la idea del libro “germinó en la mente del autor por un deseo vehemente de encontrar una teoría que explicara las modalidades originales del hombre mexicano y su cultura”. Para empezar, hace una serie de interesantes disertaciones acerca de lo que el llama “el sentimiento de inferioridad” y de cómo este afecta de muchas maneras el modo de ser y de conducirse de las personas, y en particular de los mexicanos.

Entre las varias razones que da para que se desarrolle este sentimiento, está el hecho de que, si es muy grande la desproporción que puede existir entre lo que lo que el individuo considera que es capaz de realizar, y lo que realmente puede hacer, esto desembocará en el fracaso y eso se traducirá en una sensación de incapacidad, una actitud pesimista y en desconfianza en sí mismo. Ramos habla de Jung cuando se refiere a que la sobrevaloración de sí mismo es el terreno más propicio para que se desarrolle el sentimiento de inferioridad y que la tensión entre uno y otro sentimiento se hace a veces tan violenta que acaba transformándose en neurosis y muchas veces la única salida que se ofrece a todo esto es abandonar el terreno de la realidad para que el individuo termine refugiándose en la ficción.Y dice “vive, pues, una mentira, pero sólo a este precio puede librar su conciencia de la penosa idea de su inferioridad.” Todo esto asociado, desde la perspectiva de Samuel Ramos, con los obstáculos que desde hace mucho tiempo tiene que enfrentar el mexicano para comprender su forma de ser y su realidad frente al mundo.

Aquí dejamos un momento al filósofo y pasamos al cineasta.

Alejandro Galindo filma en 1946 CAMPEÓN SIN CORONA, basada en la biografía de Rodolfo “El chango” Casanova. En ella Roberto “El Kid” Terranova, interpretado por David Silva, es un vendedor de nieves en La Lagunilla que siempre está escoltado por “El Chupa”, su fiel escudero interpretado por Fernando Soto “Mantequilla”. El “Kid” Terranova representa a ese mexicano que, a pesar de no tener educación, cuenta con portentosas habilidades para los golpes, lo cual lo lleva a ser un destacado y exitoso boxeador que alcanza fama y dinero. Por supuesto enloquece y pierde el piso; se olvida por un tiempo de su origen humilde, de su entorno, de su familia y de sus amigos para convertirse en otro que ya nadie reconoce. La historia es extraordinaria y las características del personaje central son tan humanas, como reales y muy mexicanas; es la representación viva de lo que Samuel Ramos describe como el sentimiento de inferioridad. En la película esto adquiere un tono absolutamente dramático cuando el contrincante del Kid le empieza a hablar en inglés y éste se siente desesperadamente abrumado, pierde la concentración y es derrotado en el ring y vulnerado en su autoestima, lo que lo lleva a caer, ¿dónde más?, en las garras del alcohol. La cinta tiene ese tradicional “final feliz” en el que Roberto regresa a su vida y actividades anteriores: se olvida de la fama, del dinero de las giras internacionales y retoma su tranquila vida como nevero en el barrio que lo vio nacer y que seguramente lo verá morir.

En este punto, me gustaría referirme a dos películas más del genial Galindo: ESQUINA BAJAN de 1948 y su saga HAY LUGAR PARA DOS de 1949. En ellas Gregorio del Prado y Constantino Reyes Almanza, alias “Regalito” son interpretados, otra vez, por David Silva y Mantequilla, respectivamente. Se trata de un chofer de camión en la ciudad de México y su cobrador. Más allá de las peripecias de los personajes, me gustaría referirme a lo sorprendente que es el hecho de que en más de 70 años las cosas han cambiado muy poco en lo que se refiere al transporte público: muchos choferes siguen llevando un ayudante o cobrador, aunque está prohibido; los camiones siguen siendo insuficientes y prácticamente a todas horas vemos a gente colgada y viajando en los estribos; aunque no hay sindicatos, las rutas siguen siendo muy codiciadas y controladas por unos cuántos; los choferes siguen haciendo de las suyas, echando carreritas y atormentando de muchas maneras a los sufridos pasajeros. Mucho de lo que plantea Alejandro Galindo en sus cintas sigue ocurriendo, contradiciendo a la maestra Del Conde en su señalamiento de neo en cuanto a su acepción de elemento compositivo como “nuevo”.

Y precisamente en relación al concepto de “nuevo”, Samuel Ramos dice: “Al reflexionar sobre el arte mexicano, por una asociación inevitable nos viene el recuerdo del espíritu egipcio, que se caracteriza por la Rigidez, una rigidez inhumana, extrahumana y que es el signo de esa cultura.” A esta relación o similitud entre las dos culturas Ramos la llama “egipticismo”, ya que más adelante explica:

“Como por un influjo mágico, el ‹‹egipticismo›› indígena parece haberse comunicado a todos los hombres y cosas de México, que se oponen a ser arrastrados por el torrente de la evolución universal. Lo nuevo nos interesa solamente cuando es superficial como la moda. Para la edad que tiene México, ha cambiado muy poco. Nuestros cambios son más aparentes que reales; son nada más disfraces diversos que ocultan el mismo fondo espiritual.” Sin duda son interesantes los conceptos del filósofo, casi pitoniso, si pensamos que México tardó sesenta años, después de que publicara el libro con estas ideas, en realizar un tratado de libre comercio, o de cómo en la actualidad existe una clara intención de regresar a un nacionalismo en plena era globalizada.

Samuel Ramos plantea una especie de fórmula matemática en la que se puedan equilibrar las cosas y que ésta dé como resultado una personalidad que reúna “lo específico del carácter nacional y la universalidad de sus valores”, lo cito de nueva cuenta para entrar ahora si en materia del libro TATUAJES ETERNOS del maestro Froylán Ruiz:

“Si el lector quiere formarse una idea más clara de lo que queremos decir (se refiere a la fórmula), recuerde los casos del arte ruso, el arte español, etc., en los cuales precisamente cuando el artista acierta a captar las notas más individuales de su raza, en ese mismo instante su obra adquiere una trascendencia universal. “

Y ya hablando de la publicación TATUAJES ETERNOS, FROYLÁN RUIZ, OBRA GRÁFICA 1953 – 2021 ésta nos recibe con una fotografía del maestro en la que parece estar invitándonos a conocer y viajar a través de su trabajo. Si no fuera tan evidente que se trata de la ventana de una vivienda, uno podría asegurar que está abordó de la locomotora, o en el barco, o en el carrito con bandera que están con otros muchos elementos en el grabado titulado  Autorretrato niño de 2016.

Además de esta amable y cordial imagen, nos entrega un breve texto en el que nos convida parte de su historia, demostrando que sólo quien sabe realmente quién es, resulta capaz de sintetizar en unas cuántas líneas una larguísima y productiva trayectoria artística, que seguramente está repleta de anécdotas y de momentos que dieron origen a ideas que se convirtieron en obras. Froylán se contenta con confesarse creyente y especialmente devoto de la virgen de Guadalupe, con la conciencia —seguramente— de que lo importante es estar bien con los altos mandos.

El texto de Esteban García Brosseau aborda la obra de Froylán Ruiz desde la óptica de la nostalgia, hace referencia al Neo-mexicanismo en el que se sitúa al artista y hace mención de otros artistas que se ubican en ese mismo periodo, pero señala, que a diferencia de ellos la obra de Ruiz está desarrollada a partir de un espíritu “con un alcance más colectivo”, lo cual me hace mucho sentido pensando en la fórmula de Samuel Ramos, en lo que tiene que ver con el acercamiento que es necesario que tenga la obra para que ésta se coloque en el plano de las formas universales, aunque se trate, en principio, del microcosmos de “lo mexicano”. García Brosseau se refiere también a ese “doloroso desmembramiento” entre el pasado y la modernidad en el que parece que nos ubicamos permanentemente los mexicanos: cuando algún presidente nos hizo creer que estábamos en los umbrales del primer mundo, estalla un levantamiento armado de indígenas y nos sacude una espantosa crisis económica; cuando se está hablando de inteligencia artificial y de cómo nos afecta o nos beneficia, se descubre en el Centro Histórico un enorme tzomplantli con cientos de cráneos. La relación que hace en su texto describiendo algunos de los grabados, hace evidente que la obra de Froylán Ruiz es tan diversa como vasta y para todos los gustos, pues García centra su atención en imágenes y detalles que quizá para otros no resulten tan determinantes o pasen hasta desapercibidos.

Por su parte, en su texto, Carlos Jaurena hace referencia a algunos de los datos biográficos del artista y utiliza un término que me llamó poderosamente la atención: creación simbólica, ya que esto define con mucha certeza el trabajo del maestro Ruiz, pues él se vale de los símbolos que nos son perfectamente cercanos e identificables para crear imágenes que, de alguna u otra manera, nos son tan entrañables como reconocibles; sin embargo, también se convierten en una renovada forma de recuperar eso que nos da identidad como mexicanos, porque como dice Jaurena, es la forma en la que Froylán termina apropiándose de la cultura popular mexicana. Me parece que el trabajo de selección de las obras que realizó Carlos para este libro es magnífico y debe haber sido arduo, dado lo prolífico de este artista. Él mismo Ruiz nos confiesa en su texto de presentación: “Soy un apasionado del trabajo, me gusta transitar mi día a día con calma y disciplina, gracias a ello mi producción es muy vasta sin que demerite en calidad” Ante la enorme avalancha de piezas que debe significar revisar las carpetas de Froylán Ruiz, Jaurena tuvo a bien reunir y presentarnos en este libro un buen racimo de obras que muestran no sólo diversas técnicas y diferentes periodos de creación, sino los más variados intereses que han movido la mano y la sensibilidad de alguien que, por su trabajo, hace evidente la inmensa pasión que tiene por el arte y su orgullo por ser pre, neo y post mexicanísimo.

Me gustaría finalizar con una cita más de Samuel Ramos que me parece está totalmente vinculada con la vida y la obra del maestro Froylán Ruiz que dice:

“He querido desde hace tiempo, hacer comprender que el único punto de vista justo en México es pensar como mexicanos. Parecerá que ésta es una afirmación trivial y perogrullesca. Pero en nuestro país hay que hacerla, porque con frecuencia pensamos como si fuéramos extranjeros, desde un punto de vista que no es el sitio en que espiritual y materialmente estamos colocados. Todo pensamiento debe partir de la aceptación de que somos mexicanos y de que tenemos que ver el mundo bajo una perspectiva única, resultado de nuestra posición en él”

* Texto leído por el autor en la presentación del libro FROYLÁN RUIZ, TATUAJES ETERNOS, OBRA GRÁFICA 1953-2021 en el Salón de la Plástica Mexicana, CDMX, agosto 26 de 2023.

 

 

 

 

La liturgia de Froylán Ruiz

La liturgia de Froylán Ruiz

Por René Velázquez de León *

 

Del lat. tardío liturgĭa, y este del gr. λειτουργα leitourgía; propiamente ‘servicio, ministerio’

1. f. Orden y forma con que se llevan a cabo las ceremonias de culto en las distintas religiones.

2. f. Ritual de ceremonias o actos solemnes no religiosos.

 

Neomexicanismos

En los ochentas del siglo pasado, a Froylán Ruiz le endilgaron el mote de neomexicanista, término despectivo contrario al arte prevaleciente de esa época, la época nice, popis, pirrurris. Los hijos de la revolución ya no querían ser revolucionarios, ni indigenistas, ni costumbristas, su anhelo cosmopolita renegó de la raíz. Desde los cincuentas la generación de La Ruptura, el término con el que fue bautizado el movimiento del arte del México del desarrollo estabilizador, “el milagro mexicano” que luego ya no fue, y que rompió con la estética nacionalista revolucionaria, representada principalmente por los muralistas. Los setentas llegaron y el país había avanzado hacia ese lugar utópico llamado “modernidad”: Los artistas habían cambiado a los pobres, los campesinos y ahora eran intelectuales burgueses sufridores de una realidad que nunca cazaba con sus ideales. Como respuesta a esa visión, el trabajo de Froylán Ruiz, entre otros, se refugió en esa corriente expresionista mexicanista, que abreva en la iconografía popular, pienso en Julio Galán, Nahum B. Zenil, o Enríque Guzmán, entre otros: esta corriente que viene desde José Guadalupe Posada, y pasa por Julio Ruelas, Dr. Atl, Francisco Goitia hasta nuestros días con dignos representantes de este neomexicanismo hoy día como como Daniel Lezama y Carlos Jaurena.

La obra de Froylán Ruiz traza una parábola que va de los pintores costumbristas del siglo XIX (Arrieta, Bustamante, et al) hasta el neo expresionismo mexicano (los ya citados Lezama y Jaurena) es una peregrinación espiritual a través del paisaje mexicano: pájaros, escarabajos, cráneos, muertos, juguetes, que actúan como personajes de una misa, el paisaje es un templo. Ruiz asume la creación como un rito, crea su propia mitología asentada en la tradición vernácula. El conjunto de su obra es un cosmos espiritual, religioso y naturalista, el sincretismo como leitmotiv.

Literalmente, los personajes vuelan en el lienzo, y aunque tienen una corporeidad, son etéreos. Los espacios abiertos dan cabida a sus obsesiones. La estética de Froylán Ruiz es la de la tradición, de la memoria y de la materialidad de los objetos.

 

La desaparición de los objetos

Hoy, 2023, en la era de lo virtual ,la desaparición de los objetos, de las cosas, es el zeitgest de nuestra época. La corporeidad es ya solo una ilusión, una idea in-abstracto sin referencia en la realidad. El filósofo coreano Byung Chul Han reflexiona:

“Las cosas son polos de reposo de la vida. En la actualidad, están completamente recubiertas de información. Los impulsos de información son todo menos polos de reposo de la vida.”

“Las cosas retroceden cada vez más a un segundo plano de atención. La actual hiperinflación de las cosas, que lleva a su multiplicación explosiva, delata precisamente la creciente indiferencia hacia las cosas. Nuestra obsesión no son ya las cosas, sino la información y los datos”.(1)

 

Un zepelin de plomo

La obra de Froylán vuela a contracorriente de esta noción, su gráfica es corpórea, material, pesada pero etérea, vuela en el lienzo. La imagen de algo pesado que vuela, me lleva a recordar la historia de dos jóvenes músicos en los sesentas, Jimmy Page y Robert Plant, virtuosos del blues y el rock, buscaban un nombre para su agrupación, querían que tuviera la resonancia de algo pesado pero que flotara, fue así que se les ocurrió el nombre de Led Zeppelin, (literalmente Zeppelin de plomo–lead) el resto ya lo conocen.

Aquí hago un paréntesis para contar una pequeña historia: Al iniciar este proyecto Carlos Jaurena me pidió que lo ayudará en el diseño de un libro del maestro Froylán Ruíz, como todo proyecto en ciernes, todavía no teníamos una idea clara de cómo abordarlo, pero teníamos claro que tenía que ser algo corpóreo, material, que no fuera fácil de perder y que funcionara como un arte-objeto. Por la diferencia de formatos llegamos a la conclusión que lo mejor es que fuera cuadrado, y el tamaño ideal el de un disco LP de vinilo (30 cm), así fue como nació la idea formal de Tatuajes eternos. El libro es conceptualmente la funda de un disco LP de los setentas, esos discos que todavía deambulan por ahí en mercados de viejo y en baúles perdidos en todas las casas. La era dorada del rock donde las fundas eran verdaderos viajes metafísicos, ya fuera un disco de Chico-che o alguna portada del grupo de rock progresivo Yes.

Todo esto me vuelve a llevar a Led Zeppelin y sus portadas de discos y música mística, y, para mí, encontrar un paralelismo en la obra de Froylán y del grupo inglés. Mientras Zeppelin encuentra su inspiración en las raíces del blues americano y la mitología celta, Froylán Ruiz abreva en la iconografía naturalista vernácula de un México pretérito, pero en ambos casos abordan su trabajo desde una perspectiva espiritual, ritual y naturalista, pero alejada de cualquier concepción religiosa preestablecida.

Termino diciendo que lo qué Froylán Ruiz nos propone a través de su obra es asistir a una misa, a un viaje místico a través de una liturgia personalísima y sui generis, que volemos en sus cuadros y soñemos con pájaros, calaveras, flores, iguanas, escarabajos y que al final del viaje el oficiante Froylán Ruiz nos dé la venia para ir en paz. Propongo que en este viaje, al hojear el libro, escuchar, de Led Zeppelin, Going to California y perdernos en el viaje místico de la música y el arte.

(1) – No-cosas. Byung Chul Han. Ed. Taurus. 2021

* Texto leído por el autor en la presentación del libro FROYLÁN RUIZ, TATUAJES ETERNOS, OBRA GRÁFICA 1953-2021 en el Salón de la Plástica Mexicana, CDMX, agosto 26 de 2023.

Un viaje por la Libertad Pictórica de Enrique Echeverría

Un viaje por la Libertad Pictórica de Enrique Echeverría

Por Héctor Ramírez *

Enrique Echeverría, Libertad pictórica, es un libro que cumple con creces su cometido. En poco más de trecientas páginas nos acerca al artista y a su mundo. Nos deja ver no sólo parte representativa de su trabajo, también nos muestra cómo lo veían los demás y cómo se veía a sí mismo.

La publicación es inteligente y está magistralmente resuelta con una estructura que comprende textos teóricos, presentación de obras y contenidos reciclados, entiéndase esto en el mejor sentido del concepto, porque el reciclaje es el proceso de recolección y transformación de materiales, para convertirlos en nuevos productos, ya que de otra manera, serían desechados como basura.

El texto de Ester Echeverría se titula ENRIQUE, con esa familiaridad que nadie puede tener más que ella.

Es un testimonio vivo, personal y lleno de admiración y cariño con fotografías familiares y personales que nos aproximan, en imágenes y palabras, al Enrique hombre.

Aquí Ester nos revela que el hecho de conocer en su infancia al intrépido Charles Lindberg, fue lo que despertó en Echeverría la idea de estudiar ingeniería en aeronáutica; habla también de su trabajo como aparadorista de boticas, de cómo en algún momento el artista se ganó la vida haciendo tiras cómicas con un personaje llamado Don Cheve.

Entre los méritos e intereses de Enrique, Ester menciona que fue el primer artista mexicano en obtener la beca Guggenheim y también habla de los esfuerzos que hizo para formar la UNIÓN DE PINTORES, ESCULTORES Y GRABADORES DE MÉXICO ¡Ay Maestro si supiera que esto sigue siendo una tarea titánica e imposible! A sesenta años de distancia de que usted se propuso organizar a sus colegas, no hay quien pueda poner de acuerdo a un gremio en el que muchos quieren opinar, pero muy pocos están dispuestos a hacer algo.

En APERTURA, VOZ. LA PINTURA DE ENRIQUE ECHEVERRÍA el historiador Arturo López Rodríguez realiza una revisión del movimiento de Ruptura y nos comparte que, en su momento, Rojo y Felguérez, hablaron de la pertinencia de referirse más bien como una Apertura a los trabajos y las búsquedas que se realizaban.

López nos cuenta de la creación de Galería Prisse en la que participaron Echeverría, Héctor Xavier, Vlady, Gironella, Josep Bartoli  y el joven José Luis Cuevas, esto como un acto de rebeldía por parte de artistas que estaban unidos por un deseo de cambio.

Así mismo revisa varios periodos del trabajo de Echeverría y de algunas de sus más importantes exposiciones; habla de la etapa en Nueva York, y de cómo ello le permitió alejarse de la pintura de Arturo Souto, su maestro, para recibir de lleno el impacto del expresionismo abstracto y en particular del ruso Nicolás de Stael.

En el texto también hace referencia a los diferentes periodos estilísticos por los que pasó Echeverría y menciona la importante exposición que tuvo lugar en Bellas Artes hace veinte años (2003) Enrique Echeverría. Tiempo suspendido 1923-1972 en la que se reunieron 151 de sus obras. Señala también que la obra de nuestro artista fue muy bien recibida por el coleccionismo privado y además se encuentra en el acervo de recintos como los Museo de Arte Moderno de Nueva York, Tel-Aviv y México.

Por su parte José María Espinasa, en su texto LA PRESENCIA DEL SENTIDO EN LA PINTURA, nos deja ver que es más escritor y editor que funcionario público, ya que en un tono literario nos obsequia reflexiones muy interesantes acerca de si la Ruptura debería de considerarse en todo caso Rupturas, por todos los ires y venires que se dieron en la época en la que trabajaron los jóvenes artistas contemporáneos de Echeverría. La conclusión a la que llega es que, en todo caso, más que ruptura o continuidad, lo que se proponían los artistas en esa época era una Transformación.

Espinasa realiza una revisión acerca de la influencia de pintores en el exilio como Souto, Climent y Gaya y de cómo el ambiente político de la época resultaba determinante en muchos sentidos. Aquí me detengo, porque creo que viene al caso recomendarles a ustedes la lectura de la novela EL ESPIA DE FRANCO, de Luis Rius ya que —de manera tan detectivesca como entretenida— nos ayuda a entender de qué iban estos asuntos a mediados del siglo pasado entretejiendo política con arte, ya que el protagonista de la novela es un pintor.

Chema Espinasa hace referencia al autorretrato entre los participantes de la Ruptura, ya que está presente en Gironella, Vlady, García Ponce o Lilia Carrillo, siendo la marca personal en el caso de José Luis Cuevas.

Es una autodefinición, un “así soy” o un “ese soy yo”, que no pocas veces es doloroso y en el que hay una evidente melancolía común en el caso de estos artistas, dice José María.

Por lo que toca a Echeverría habla de una paradoja, de una melancolía no melancólica y establece que a diferencia de la desesperación de Cuevas por el paso del tiempo, en Enrique se trata de una manifestación juguetona, lúdica.

Juan Rafael Coronel Rivera, titula su texto ACTUAL, y nos explica que es éste el pseudónimo que Enrique Echeverría eligió desde su condición de un ser al que le tocó desarrollarse en entre-guerras, entre dos catástrofes que definieron/destrozaron al ser humano en el siglo XX y que marcan el modernismo como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y lo contemporáneo como resultado de la Segunda, y es quizá por ello que habla de Echeverría “como un ser interiormente fragmentado”, en una búsqueda permanente entre “lo moral” y “el deber ser” (aquí pienso yo en esos senderos bifurcados en los que Echeverría podía moverse cómodamente entre el oficinista y el artista, entre la creación y la organización de sus colegas artistas) y Juan Coronel llega a una importante conclusión:

“A Echeverría le interesaba buscar en la representación pictórica un yo auténtico, no un estilo, sino un lenguaje.”

Atendiendo a su permanente interés antropológico, Coronel habla de la Ruptura como una tribu de artistas nómadas, empeñados en la realización de viajes iniciáticos; de una necesidad de romper con su pasado inmediato de “antiguos mexicanos” para arriesgarse en una actualidad mestiza construida a partir de la necesidad de conocer nuevos horizontes, de visitar otros países o vivir en ellos y que, de alguna manera, caen en el espejismo de que se integrarían al arte contemporáneo primermundista.

Juan Coronel apunta que algo fundamental en la actitud de la Ruptura es la capacidad de disentir de lo nacionalista dando paso a una pluralidad expresiva muy valiosa, que en el caso de Echeverría, quien optó por ser un pintor contemporáneo, se traduce en dos actitudes evolutivas claras: la exploración de cánones estéticos múltiples y una fructífera interacción con el extranjero.

De la discusión formal entre lo figurativo y lo abstracto, Juan Coronel señala que, más que una controversia pueril, debe entenderse como un análisis que abre las perspectivas cognoscitivas y conceptuales de lo que será la filosofía del arte en la segunda mitad del siglo XX y que Enrique Echeverría supo entender y capitalizar enormemente,  ya que como dice Juan “no era un pintor netamente sensorial, sino un artista formado en la teoría, un estudioso de la pintura en el sentido formal”, lo que le permitió intercalar la descomposición geométrica de las formas, a las cuales les agregó una vivencialidad emocional para llegar a un muy preciso expresionismo. Es por todo esto que, como bien señala Coronel, fue de los pocos peces que abrevó, muy inteligentemente, entre dos aguas: Abstracción y Figuración.

En la sección OBRA PICTÓRICA cabe destacar el cuidado y la calidad de las reproducciones. Tuve la fortuna de ver algunas de las obras originales en la casa de Ester Echeverría y me sorprendió enormemente la fidelidad cromática que tiene el libro con éstas.

La sección de textos que llamo RECICLADOS, inicia con la recuperación de un texto de 1992 escrito por Teresa del Conde que, hasta antes de la publicación del libro que nos reúne aquí, era inédito.

En él explica cómo decidió que Echeverría fuera su tema de disertación de Maestría en Historia del Arte para la UNAM, la cual derivó en la publicación del libro UN PINTOR MEXICANO Y SU TIEMPO: ENRIQUE ECHEVERRIA.

Quizá esta publicación es la razón de que el texto de pronto tenga cierto aire “somero”, ya que si bien Del Conde habla de los diferentes estilos por los que pasó la obra de Echeverría; hace acertados apuntes acerca de sus influencias; se detiene a reflexionar sobre las técnicas, en realidad parece no interesarse demasiado por profundizar en los temas, y probablemente la razón sea que pensó “quien quiera saber más, que lea mi libro”. Sin duda, el texto no deja de tener un gran valor por lo que aporta a esta publicación dedicada a Echeverría.

El siguiente texto LA EVOCACIÓN DE UN PINTOR es de Xavier Moyssén publicado en la Revista de la Universidad.

Moyssén hace un elogio de la vocación artística de Echeverría y lo califica de maestro del color. Hace referencia a la obra que está ejecutada a base de grises, azules, blancos y negros y a otra muy distinta en la que se decanta por tonalidades cálidas, vivas y luminosas. También nos habla de los temas que eran recurrentes y de interés para el artista: naturalezas muertas, flores, paisajes y personas.

Desafortunadamente para el lector, Moyssén sólo menciona por encima la faceta de Echeverría como artista experimental ya que habla de proyectos con la fotógrafa Graciela Iturbide y de otro con música electrónica sintonizada, realizado con el ingeniero Raúl Pavón, por supuesto no deja de mencionar las ACETOGRAFÍAS.

Salomón Grimberg por su parte realiza un RETRATO ÍNTIMO. Este es un artículo cuyo título no podría ser más adecuado, ya que comparte toda una serie de recuerdos y reflexiones sumamente personales del autor en su relación con el artista. Nos define a Echeverría como persona y como creador plástico con una precisión deslumbrante y nos comparte la definición de la pintura que el propio artista le dio:

Mi pintura nace de un objeto fácilmente identificable, un fruto, un paisaje, una persona. Así es como empiezo a pintar, pero luego, sigo con lo que me viene a la mente, tal vez lo modifico añadiéndole o quitándole algo, hasta que no sea fácil de reconocer. Pero el objeto está ahí, solo, después de pensarlo y hacerlo subjetivo.

Después encontramos las ACETOGRAFÍAS, LAS ACUARELAS Y LOS APUNTES en donde podemos darnos cuenta que la magia experimental de Echeverría tenía más intención que accidente en el caso de las acetografías, ya que los resultados lo delatan como un artista tan creativo como formal. En las Acuarelas se percibe un control absoluto en el manejo de materiales tan caprichosos, en los que no hay margen de error y se muestra navegando a placer entre las aguas de la figuración y la abstracción

Los ANEXOS son un estupendo cierre para la publicación en lo que se refiere a textos, ya que en ellos podemos encontrar una entrevista realizada por BAMBI (Ana Cecilia Treviño) para Excélsior en 1953, donde de manera absolutamente divertida hace una Reseña de la Ruta del Quijote en bicicleta y de algunas historias ocurridas en el viaje que Echeverría hizo por Barcelona, las Cuevas de Altamira, Londres y África.

La entrevista que le realiza Emmanuel Carballo para Excélsior en 1959 tiene un tono completamente distinto con preguntas directas y concretas en las que las respuestas son en el mismo sentido.

En la entrevista Echeverría dice que después de los 3 grandes hubo una generación de pintores grises: Chávez Morado, Anguiano, Guerrero Galván y Rodríguez Lozano y apunta “En México se alcanza el prestigio, la fama, por antigüedad, practicando el alpinismo burocrático”

De Rivera dice que es necesario revalorizar su obra, de Orozco afirma que admira su fuerza expresiva y su caos organizado, pero no le convencen sus cuadros de caballete; y es contra Siqueiros que se tira a fondo diciendo “Su obra no me gusta; puedo decir que es mala, mala por exceso de monstruosidad y de amaneramiento”.

Ante la pregunta de cuál es el camino que debe seguir la pintura, su pintura, responde:

“Cuando predomina la temática se llega al arte de propaganda. Cuando se equilibra la anécdota y la expresión, se consigue lo que es tan difícil de conseguir: el arte. Un ejemplo: El Guernica de Picasso”.

El siguiente ANEXO es de Rosa Castro, de su sección Genio y Figuras publicado por Excélsior en 1954 y en él reseña la inauguración de la Galería Proteo de Alberto Gironella. Menciona los expositores que son de diversas épocas y da la noticia de la exposición de Echeverría, al que describe de una manera curiosa: “es el vivo retrato físico de algunas de las figuras —apacibles— de Picasso”.

El artículo escrito por Paul Westheim que vió la luz en el suplemento La cultura en Méxco en 1965 por decisión de Mariana Frenk quien consideró que era oportuno traducirlo y publicarlo es un artículo serio, profundo y cuyas reflexiones sobre el trabajo de Enrique Echeverría son muy valiosas.

Habla, por ejemplo, de cómo a diferencia de artistas que encuentran una “fórmula, un estilo” que les permite producir cuadro tras cuadro, en el caso de Echeverría se trata de un artista que está permanentemente en la búsqueda de nuevas formas expresivas y que “todo lo que pinta es Echeverría, pero cada vez es otro Echeverría”. Menciona también que los entonces jóvenes integrantes de la Ruptura expresaban la espiritualidad del color para plasmar sus experiencias interiores.

Para Westheim, Echeverría parte del fenómeno óptico, pero lo convierte en vivencia y dice:

“Pintar es para él crear una nueva belleza, la belleza pictórica”.

De Raquel Tibol se recupera un artículo publicado en Excélsior en 1974, y en él habla acerca del homenaje a Echeverría en el Salón de la Plástica Mexicana y de la experimentación que realizó con las Acetografías. Explica el método que utilizaba y se refiere a los resultados y relata cómo fue que Echeverría decidió inventar sonoridades sustantivas para la denominación de sus obras como: Trasipa, Sarupa, Magzume, etc, en lugar de utilizar sólo números.

Nos refiere que en la última conversación que sostuvo con Enrique Echeverría, éste le dijo que estaba haciendo escultura “que no tendrá color —precisó— no quiero mezclar; todavía no me gusta la integración; me preocupa el arte ambiente, pero eso será para más tarde”.

Los ANEXOS finalizan con lo que me parece que es un texto de sala con motivo de una EXPOSICIÓN DE TRIBUTO EN SU MEMORIA, que tuvo lugar en el Museo de Arte Moderno en 1980 y que está firmada por Fernando Gamboa quien era Director de ese recinto en esa época.

El texto es igual de breve que sustancioso y transcribo aquí un párrafo:

“Echeverría fue un pintor pictórico. Desarrollaba su concepción a base del color, que es su verdadero tema. Los paisajes, los retratos, las naturalezas muertas son para él pretextos para componer su poesía cromática, nunca literaria. Esto se puede afirmar sobre todo para sus años de madurez.”

  • El texto fue leído por su autor en la Segunda presentación del libro ENRIQUE ECHEVERRÍA. Libertad Pictórica que tuvo lugar el viernes 14 de julio de 2023 en el Museo Casa del Risco en San Ángel. Ciudad de México

 

 

 

 

El elemento temporal en el arte de Klee

El elemento temporal en el arte de Klee

Desde el comienzo hasta el fin de la obra de Klee, nos es dado escuchar uno de los más extraordinarios lenguajes del arte moderno: a través de sus signos minuciosos, filiformes, diáfanos, se nos revelan todas las angustias y catástrofes recientes, las investigaciones científicas, los descubrimientos de la psicología y, sobre todo, ese “sentido del devenir” del werden tan característico de nuestra época. Al sumergirnos en sus cuadros, vivimos una pluralidad de tiempos: el tiempo de la poesía (sugerido por las palabras enigmáticas que sirven de títulos a sus obras), el de la música (de la que Klee fue siempre fiel devoto), el del cinematógrafo: tiempos vertiginosos y tiempos lentísimos, porque también allí donde la línea se detiene encontramos el tiempo transformado en ritmos escondidos que se deshacen en la nada.

Paul Klee, Abstract Trio, 1923

La pretendida temporalización cubista del espacio en la obra de los cubistas no fue, otra cosa que una acentuación de la espacialidad pictórica; el hecho de adueñarse del objeto, descomponerlo en sus diferentes proyecciones dimensionales, despedazarlo, invertirlo e integrar todo de nuevo, yuxtaponiendo y entrecruzando los fragmentos, creó en verdad, una visión múltiple y sincrónica de estructuras y puntos de vista diversos, pero hizo más patente su dimensión sobre la superficie de la tela, cada vez más aplanada; llevaba, pues, a un retorno de la bidimensionalidad y no como algunos creyeron a la cuarta dimensión. De muy distinto modo planteó Klee el problema, y muy probablemente a él se debe la evolución de la conciencia pictórica desde entonces hasta el actual momento. El maestro de Berna se sirvió ciertamente de algunos descubrimientos cubistas, futuristas, dadaístas, surrealistas, pero, prescindiendo de la atmósfera tan personal de su mundo introvertido y tenebroso, prescindiendo, también, de la arcana sensibilidad mágica de sus telas, lo que verdaderamente nos impresiona es su manera de introducir en la pintura de la época un elemento verdaderamente nuevo: es nuevo elemento es la inclusión del tiempo en la tela, por medio de la línea. La línea es la verdaderamente dominante en su arte, ; la línea, que es siempre un “recorrido”. La línea de Klee —más que la de Miró, que tanto le debe— es pues un recorrido en el tiempo; por eso el mismo Klee asigna a la línea el valor de “medida”, al claroscuro el de “peso”, al color el de “cualidad” y, admite así, implícitamente, que a su ductus lineal le acompaña una gradación de valores tonales (los que da el claroscuro) y de valores tímbricos, aportados por la cualidad diversa del color.

Paul Klee, Senecio, 1922

El camino y su recorrido: eso es lo que nos revela y nos dice la línea de Klee: su voluntad de incluir en la pintura moderna esa dimensión cuya presencia se advierte hoy más que nunca. Aquella dimensión que los futuristas habían introducido sólo de manera artificial, con su dinamismo plástico, y que los cubistas habían “señalado” sólo “estáticamente” con sus multiplicaciones de puntos de vista, esa dimensión que Klee, en cambio, ha sabido insertar con la mágica sutileza que señala su obra con el signo de precursora de una época en la que las artes visuales ya no son únicamente “artes del espacio”, sino además, “artes del devenir”.

Paul Klee, Pez Mágico, 1925

GILLO DORFLES. El devenir de las artes. Fondo de Cultura Económica. Breviarios 17. México 1963.

 

La escultura como instrumento visual

La escultura como instrumento visual

Ante los últimos trabajos de Larry Bell, muchos son los que ven solamente cajas vacías de vidrio. Es posible que las interpreten como manifestaciones metafóricas del Zen de la Costa Oeste de los Estados Unidos, o las relacionan históricamente con las cajas sólidas de Robert Morris. Pero al estar hechas de vidrio coloreado, las piezas de Bell no solamente son transparentes, sino que reflejan una y más veces las imágenes de la habitación en que se encuentran. Opino que estas reproducciones y reflejos del espacio ambiental es la parte fundamental de ese material y, en consecuencia, del contenido de la obra.

Untitled, Larry Bell, 1971

Si esto es verdad, no estamos entrenados ni habituados a ver lo que Bell ha hecho. Resulta obvio que los reflejos en el cristal enmarcado de un cuadro, un dibujo o una pintura no forma parte de la obra; que en general tratamos de pasar por alto el vidrio, minimizar la interferencia de los reflejos, y realizamos un esfuerzo mental para compensar las condiciones físicas de la observación. Esto no es fácil ya que requiere un cierto esfuerzo. A veces fracasa completamente. Por ejemplo, si intentamos observar La Grande Jatte de Seurat, los reflejos impenetrables son un motivo de frustración. (Cualquiera que trate de ver el cuadro a través de un vidrio descubrirá, obviamente, que es imposible encontrar detalles claros, exentos de desfiguraciones, para luego reunirlos en un todo inteligible, pero quizá sólo aquellos que pudieron observarlo antes de ser montado sean capaces de apreciar la magnitud de la pérdida.) De todas maneras, estamos tan habituados a crear defensas contra interferencias de esa naturaleza, que lo hacemos en forma forzada y automática.

A menudo, reflejos extraños nos impiden la apreciación de la obra misma y realizamos cierto esfuerzo físico o mental para eliminarlos; esto no significa que el reflejo no pueda constituir una parte intrínseca de muchas obras. En la obra de Bell, por ejemplo, los reflejos dobles (o reflejos de reflejos), así como las imágenes que se observan a través de la pieza, debido a la forma cúbica del vidrio, se organizan en estructuras complejas. En este sentido son mucho más “sistemáticas” que “primarias” si recurrimos a un término que Lawrence Alloway emplea para una gran variedad de arte contemporáneo. Cuando el observador se mueve, el movimiento de las imágenes agrega una nueva dimensión al conjunto perceptivo complicado que se origina en una construcción simple. La importancia no reside en las relaciones o cualidades de la caja en sí, sino en las cualidades y la estructura de las imágenes vistas por medio de la obra. Estas constituyen gran parte del material estético y la obra es un instrumento para ver, no un simple objeto.

(Estoy casi seguro de que estos efectos no forman parte de la intención consciente de Bell. Según me han dicho, hace unos años rechazaba esos reflejos y reproducciones; consideraba que en condiciones óptimas las obras debían exhibirse en una habitación blanca y el observador debía mirar a través de alguna abertura para no verse reflejado. Sin embargo, sólo puedo analizar la obra según yo la veo, y prefiero considerar qué tipo de vivencia origina la obra de un artista, y si no tuvo éxito en lo que propuso, o fracasó en ello. Si aún por las razones equivocadas encuentro un gran interés y ciertas implicaciones en la obra de Bell, no las puedo negar por ninguna cuestión de orden teleológico. Al mismo tiempo, al relacionar las cajas transparentes actuales con las cajas-espejo de su periodo anterior, podía inferirse una cierta intención inconsciente; en éstas las imágenes “del mundo exterior” entraban en las piezas a través de ventanas ovaladas, claras, abiertas en el espejo-pared para reflejarse en el interior, bajo diversas configuraciones. Aunque a ciertos observadores les parezcan iguales, es preciso destacar que las cajas actuales varían en sus medidas y en el color o matiz del vidrio empleado; estas variaciones, aparentemente insignificantes, producen grandes cambios en la cantidad, tamaño y escala de las imágenes reflejadas, y producen cambios significativos tanto en las imágenes transmitidas como en las reflejadas.)

Larry Bell y Jan Tumlir

El diccionario Webster define “instrumento” como “una herramienta o implemento, que se usa especialmente para trabajos delicados o para fines artísticos o científicos” y como “un objeto mediante el cual se hace algo”. Ese “algo” hecho por las cajas de Bell es la combinación y disposición de imágenes visuales del medio ambiente. El uso que el espectador hace de la caja implica movimiento y elección y es, por lo tanto, más físico y activo que interpretar un cuadro. Además, en este caso, es un trabajo delicado.

Al considerar obras de arte que en este sentido son “instrumentos”, preferiría limitarme a aquellos que, como los de Bell, pueden ser considerados instrumentos visuales o viso-mentales. Algunas piezas pueden ser “usadas” y considerarse “instrumentos” físicos, como el Forgotten Game de Joseph Cornell, en el cual el observador deja caer una pelota y mira el curso que sigue al rodar a través de una hilera de ventanitas. Un ejemplo mejor aún lo constituyen las cajas de láminas de vidrio que contienen arena y objetos diversos; éstos cambian de forma y posición al inclinar la caja. Un ejemplo más reciente de “instrumentación” física es el Minu-phone de Marta Minujin, orientado, como está, hacia una mayor diversidad de medios: el espectador usa el teléfono de la casilla para hacer un llamado telefónico auténtico; su voz resulta distorsionada, su imagen aparece reflejada en una pantalla de televisión que se encuentra a sus pies, y él provoca corrientes de aire, efectos de sombra, etc. Pero sin la participación física del observador, la pieza no existe. Aunque estos ejemplos sugieren de manera más gráfica y definitiva el sentido que le doy a la palabra “instrumento”, lo único que me interesa es el uso de carácter visual y viso-mental. (Viso-mental se refiere al conjunto de relaciones y estructuras, no sólo de tipo retinal, sino también a las que en forma directa se deducen o infieren de datos visuales.)

Forgotten Game de Joseph Cornell,

Minu-Phone de Marta Minujin

Esto es sólo uno de los elementos de una obra sutil y compleja. The Birkle Stripped Bare by Her Bachelors, even, en la que combina lo que se ve a través del vidrio con lo que se refleja en él; si el espectador se mueve, como es natural, éstas imágenes duales se mueven en relación con las imágenes estáticas que Duchamp colocó en el vidrio. Este uso de imágenes transmitidas y reflejadas no es sólo “instrumental” en cuanto Duchamp está interesado en incorporar a la obra un conjunto de imágenes ambientales, que sirvan como un campo visual de contextura variable, y no como una forma de mirar el espacio circundante. En el vocabulario de las piezas, como las de Bell, que se refieren al espacio real en una manera más complicada y a la vez esencial, resulta elemental la simple comparación simultánea que se establece entre los espacios que hay detrás y frente al plano del vidrio.

The Birkle Stripped Bare by Her Bachelors, even de Marcel Duchamp

Igual que Large Glass de Duchamp, las pinturas de Pistoletto sobre acero muy pulido comparan reflejos con imágenes pintadas, pero los asuntos más realistas y las proporciones naturales del trabajo del segundo, lo definen con más precisión como instrumental. A través de sus movimientos, el espectador puede variar el trasfondo reflejado de personas pintadas y, puede incorporarse al cuadro, si lo desea.

En la exposición que tuvo lugar en el Finch College Museum, titulada Schemata 7, en mayo y junio de 1967, la obra Islands of Prims de Charles Ross consistía en prismas triangulares hechos de plástico de diversos largos y llenos de aceite mineral incoloro, colgados en grupos a la altura del pecho, con la cara superior paralela al suelo. Cada grupo o “isla” formaba en el espacio una red horizontal, en rectángulos regulares; los espacios entre los prismas, en cada grupo, eran iguales al ancho de los prismas. Mirando hacia abajo cualquiera de las redes, el observador enfrentaba alternadamente las imágenes dentro de los prismas y una linja igual del piso y del espacio que estaba debajo de la pieza. El prisma  curva la luz que pasa a través de él; dos de las tres caras se hallan inclinadas formando un ángulo de 60˚ con el piso y pueden recoger y transmitir imágenes de sitios inesperados de la habitación. En los grupos más prolongados, la misma imagen (quizás otro espectador o el pie de uno mismo) aparecería en uno o más prismas y se podía ver en su totalidad aunque estaba quebrado por una red coherente del ambiente “real”. En los prismas más pequeños, las imágenes refractadas se veían tan truncas que resultaban irreconocibles y parecían sólo formas y colores.

El color es muy importante en las obras de Ross. Al refractarse las ondas de luz de diversa longitud se quiebran en forma desigual, lo que origina la separación de los tonos, como sucede en el arco iris; Ross exagera este efecto empleando aceite mineral, que tiene una densidad mayor y, por lo tanto, más poder refractario que el agua o el aire. Por ejemplo, la imagen de un proyector vista “en” la obra adquiere un color o colores que en realidad no posee; un objeto queda rodeado de un halo o aureola de múltiples colores. Aunque de líneas idénticas al del medio ambiente, el mundo “interior” de los prismas tiene su propio cromatismo.

Obra de Charles Ross en Franklin Parrasch Gallery

(Sin duda Ross ha tratado conscientemente de hacer un trabajo “instrumental”, en una entrevista publicada en el catálogo del show Schemata 7 dijo: “ Al mirar uno de los prismas se ve la forma de la pieza, se ve dentro de ella y a través de la misma, todo simultáneamente… Esto lo coloca a uno en contacto con el espacio en que está, de diversos modos. Cuando se camina hacia los prismas y el suelo se transforma en techo, se experimenta un cambio espacial en la percepción que uno tiene de la galería.)

En mi propia obra empleo vidrio transparente, y a veces espejos. Sin embargo, los elementos más importantes son fotografías del espacio en que están colocadas las piezas. Por ejemplo, Window Piece (La Pieza Ventana) incluida en la exhibición Schemata 7, incluía, entre otros elementos, un cuadro central hecho de tubos de aluminio; dos barras semejantes unían las cuatro esquinas, dividiendo el interior del cuadrado en cuatro triángulos iguales. En uno de los triángulos se montó un espejo de manera que quedara algo por encima del alcance visual; el espectador no se veía a sí mismo en la reflexión de la parte superior del cuarto. En el triángulo siguiente había una “fotografía-espejo”, es decir, una fotografía que mostraba lo que se vería si en el espacio hubiera un espejo. En los otros dos triángulos se veían, respectivamente, un vidrio transparente, a través del cual se miraba por la ventana, y una fotografía de la vista exterior (la escalera de incendio, los árboles, los edificios, vecinos); esto correspondía a lo que podría verse si el rectángulo estuviera vacío o cubierto con un vidrio transparente. Por lo tanto, la parte central de la pieza establecía varias comparaciones, que involucraban espacio interior y exterior, distancia, imágenes fijas (las fotografías) e imágenes cambiantes (el espejo y el vidrio transparente). En este caso, la estructura viso-mental consistía básicamente de un eje horizontal, que unía el espacio detrás del observador con el espacio que tenía delante, a cierta distancia. Aunque la pieza era físicamente bidimensional, este aspecto intangible —pero no menos real— la convertía, esencialmente, en tridimensional.

Como parte de la experiencia estética parecía necesario, en mayor o menor grado comparar las imágenes y los sistemas de imágenes que estaban “dentro” de los instrumentos visuales mencionados, con sus contrapartes reales y con los elementos relacionados  en el espacio. Por supuesto, esto requiere una actitud perceptiva diferente de las que se emplean habitualmente en la escultura. Así como nuestra mente ha aprendido a compensar la interferencia del vidrio colocado frente a un cuadro, y a eliminar todos los datos externos que de él recibimos, casi todos hemos tenido años de práctica en desechar el medio circundante: (la pared de la que cuelga un cuadro, lo que puede verse detrás y alrededor de una pieza escultórica) para poder percibir la obra en sí, tan completa y fielmente como sea posible. Sin embargo, cuando la obra se transforma en un instrumento, se hace necesario efectuar el “juego opuesto”; la mera conciencia debe incluir el espacio real del que se toman las imágenes y sobre el cual se hacen las diferencias. Tal estado mental es bastante diferente al que requiere el énfasis total en lo físico, sostenido por la corriente principal de la escultura contemporánea.

Charles Ross

Este cambio necesario en la actitud perspectiva no significa, sin embargo, que las piezas no sean escultura. Casi todos los ejemplos dados guardan, con respecto al observador, la misma relación física que la escultura tradicional. Aunque hacen referencias ambientales, no son “Ambientes”. No encierran al observador, como las habitaciones-espejo de Kusama y Samara, por ejemplo. Cualquier estructura espacial que rodee al observador no es tangible, sino visio-mental.

Por supuesto, un aspecto muy importante de la obra radica en que estas construcciones tienen una forma física y una masa en el espacio, que, por definición, la convierten en escultura en el sentido tradicional. Así como el teléfono y el microscopio coexisten con los sonidos e imágenes que representan su aspecto tangible, esta tridimensionalidad concreta que hemos ejemplificado existe de manera simultánea y en relación con la estructura viso-mental; ésta también es tridimensional. En ciertos casos la estructura física se ve completamente determinada por la estructura no-física circundante; en otros casos, en cambio, como en las cajas de Bell, hay un balance entre ambas. En mi terminología, si lo concreto tiene preeminecia sobre lo viso-mental, la obra no es un instrumento; no todas piezas que incluyen reflejos los usan instrumentalmente. La reflexión del espacio circundante es una cualidad de cualquier obra muy bruñida; por ejemplo, entre muchas otras, las construcciones metálicas de Von Schleegal. En otras oportunidades se puede incorporar como elemento cierto material del ambiente, como se hizo en The Large Glass. Pero las diferencias entre una cualidad, un elemento aislado y un sistema viso-mental son muy grandes; la obra adquiere el carácter de “instrumento” solamente cuando la estructura no física de referencia ambiental es tan clara y complicada como la estructura física.

Como conclusión, podemos afirmar que la descripción de una pieza escultórica como instrumento visual no depende de los aspectos específicos formales, materiales o estilísticos, sino del estado mental particular involucrado en su percepción. Todos los ejemplos aquí nombrados hacen uso de las imágenes, aún cuando representan una gran diversidad técnica y estructural; puede tratarse de imágenes “vivas” tomadas por transmisión directa, reflejo, refracción del mismo ambiente circundante o fotografía estática de ese ambiente, pero a todos, a diferencia de la mayoría de las esculturas que podría llamar instrumentos físicos, tienden a ser contemplativos y esencialmente íntimos. Sin embargo, éstos no constituyen factores forzosamente definitivos, y la consideración más importante es aceptar que la escultura, como instrumento visual, demanda del observador un modo de percepción completamente distinto del que requiere la escultura tradicional.

MICHAEL KIRBY. Estética y arte de vanguardia. Editorial Pleamar, Buenos Aires. 1976

 

 

 

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