México 1908-1995*
Jorge Alberto Manrique
Es una costumbre establecida y generalmente estatuaria que los nuevos miembros de número de instituciones como esta Academia hagan un discurso o exposición con motivo de su ingreso; en nuestro caso tal obligación está contenida en el decreto presidencial que a origen a nuestro cuerpo. Cumplo ahora con gusto esta obligación, si bien un poco tarde respecto a la fecha en que mis ahora colegas me hicieron el honor de elegirme como uno de ellos: diversas circunstancias, de las que no hay otro culpable sino yo mismo, impidieron que acatara esta tarea en tiempo más cercano a mi elección; lo hago ahora, quizá apenas a tiempo para no ser considerado como remiso.
Desde luego no quiero ni debo iniciar la lectura de mi texto sin antes agradecer a los miembros de la Academia el honor, que siento muy profundamente, de haberme escogido entre otros. La cantidad de académicos en una institución como ésta, con miembros de número, es por definición cerrada. De donde se sigue que, si bien todos los que están tienen indudables méritos para sesionar en ella, otros hay que los tienen y si embargo no son miembros de número. En el caso de la Academia de Artes su estructura en secciones de cinco miembros cada una (pintura, escultura, gráfica, arquitectura, música, e historia y crítica de arte) hace que, faltando un miembro, la vacante se cubra precisamente con un individuo de la sección donde ésta haya ocurrido. Por eso siento —creo con razón— mayor la distinción que recibo.
Mi agradecimiento va a todos, pues todos votaron mi presencia aquí y de todos he recibido la acogida de colegas y amigos, pero tiene un particular carácter hacia aquellos que me propusieron e impulsaron mi candidatura.
Tampoco quiero dejar de recordar a quienes me precedieron en la sección de crítica e historia del arte, algunos maestros míos directos, todos hombres de la pluma, el conocimiento, la reflexión y el entusiasmo por los hechos artísticos, que contribuyeron al mejor aprecio del arte, en particular del arte mexicano, y a la construcción de la disciplina, de la crítica y la historia artística en nuestro país. Pienso en personalidades de la talla de Justino Fernández, tan ligado al arte moderno y contemporáneo de México, cuya obra fue seminal para encauzar estudios posteriores y sigue siendo, a veintitrés años de muerto, un punto de referencia inevitable tanto por su creación personal como investigador, crítico y teórico cuanto por su capacidad organizativa de empresas culturales y s tarea de formador de nuevos investigadores, desde la cátedra, la conferencia y la dirección del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad (mi instituto). O bien en Francisco de la Maza, el erudito estudioso de nuestro arte barroco, del arte novohispano, del arte clásico y de otras particellas de nuestra historia cultural, el entusiasta formador de vocaciones desde su formidable magisterio, el batallador irreductible en la defensa del patrimonio artístico de los mexicanos. O en Pedro Rojas, espíritu abierto que rebuscó nuevos modos de interpretar y entender nuestro arte, a quien la Academia debe muchos y especiales servicios como secretario suyo que fue por largos años. O en el incasable Jorge Juan Crespo de la Serna, sensible conocedor, de una avidez sin límite en el escudriñar los hechos artísticos, que nos legó un riquísimo corpus testimonial sobre los artistas y las exposiciones, que abarca desde su juventud, cuando fue declinando de su inicial vocación de pintor a lo que sería el empeño fundamental de su vida: la crítica. O bien Pablo Fernández Márquez, crítico de pluma valiente y enterada… Así como a los miembros correspondientes, entre los que recuerdo con especial admiración y cariño a Erwin Walter Palm, gran historiador y teórico del arte, a quien debemos numerosos estudios sobre el arte novohispano.
De estos maestros idos, de algunos de los cuales recibí la enseñanza directa, de otros a través de su obra, tomo ejemplo para mi quehacer. Y también, desde luego, de no pocos felizmente vivos y en plena flor de producción de los cuales unos sesionan en la Academia. A unos y otros leo u oigo y de ellos aprendo.
El fenómeno de la creación y producción artística en México en los últimos quince años se me presenta como uno extraordinariamente rico. Abarca desde la generación de los nacidos al filo del siglo, como Rufino Tamayo (muerto apenas) o Manuel Álvarez Bravo, los que nacieron en las dos primeras décadas de este siglo moribundo, como José Chávez Morado, Alfredo Zalce o Raúl Anguiano, los de la década de los veinte, algunos de los cuales ya forman parte de la célebre generación que ahora solemos llamar de la ruptura, de la que los más nacieron en los treinta; aquellos que vinieron después, cincuentones ahora, digamos, a quien se ha acomodado no muy felizmente en una “generación intermedia”, los feroces creadores de grupos, arte conceptual y artes alternativas en los setenta, y finalmente aquellos que empezaron a hacer obras y exponer en la década de los ochenta. Para mí la realidad artística de México en los últimos quince años está constituida total y legítimamente por es empalme de generaciones, todas ellas válidas y contribuyentes, con la personalidad de cada generación y la individual de cada artista, y los entrecruces generosos, sápidos y valiosos, en lo personal y lo artístico, que se dan entre todos. Sin olvidar, desde luego, que los de mayor edad, como creadores en activo, están en una dinámica que modifica y enriquece constantemente sus estilos propios. Pero para efectos de este texto me ocuparé sólo de quienes empezaron a “hacerse sentir”, a mostrar su obra a partir de los años ochenta o si acaso un poco antes. Se trata, por lo tanto, de un panorama mocho.
Pero que, espero, tiene una razón de ser. No es ahora mi intención —ni quizá el sentido y el espacio para la lectura de este texto lo permitieran— tratar de hacer un panorama de la realidad artística mexicana de hoy en día. Sino sólo responder a la excitación de un espectador (y entiendo el hacer de un crítico como casi nada más que el de un espectador que se manifiesta en un discurso estructurado), responder —digo— a la excitación de un espectador frente a la andanada de nuevos y tan diversos artistas que de pronto han brotado en México. Una impresionante cantidad de cosas, entre las que seguramente hay cosas malas —o que ahora me parecen malas— pero entre las que lo bueno es mucho. Un espectáculo fabuloso al ojo, al sentimiento y a la consideración intelectual, en lo que sólo hay que lamentar que el arte haya corrido más rápido, se haya ampliado más que la crítica. Más bien, que la crítica no alcanza la diversidad y cantidad de lo que hacen los artistas. Creo que todos los que hacemos crítica nos hemos ocupado de varios o muchos de los creadores jóvenes, aunque no haya todavía apenas sino algunos libros, como el ilustrativo, inteligente, y simpático de Luis Carlos Émerich. Creo que en general puede hablarse en nuestro medio de una crítica profesional (sea “académica”, sea “literaria”) de buena calidad. Pero ni los críticos somos tantos, ni todos (yo soy uno de esos casos) lo somos de tiempo completo ni, más aún, los medios a la disposición de la crítica dan cabida a todo lo que pudiera haber ni, por otra parte, la suelen pagar bien; menos ahora, en tiempos de crisis y cólera.
De modo que lo que ustedes podrán oír en los párrafos siguientes deben entenderlo como una respuesta-testimonio de un espectador ante la producción de estas últimas generaciones mexicanas de artistas. Más bien una muestra de azoro que otra cosa; con apenas quizá un intento de ordenación de mis ideas frente a ustedes.
Diré más, no sé si en mi descargo o en mi daño. Trataré de referirme a tendencias, modos, corrientes, actitudes, más que a artistas en lo particular. Pero, inevitablemente, ejemplificaré con algunos artistas. Algunos pocos. Aquellos cuya obra circunstancialmente conozco mejor, aquellos con los que tengo alguna forma de relación, aquellos cuyas propuestas me han sacudido más. Pero son algunos pocos, no más. A muchos, muchos muy valiosos, no me referiré por falta de espacio y por el temor de hacer de este texto un catálogo. Y en eso hay una indudable injusticia que asumo, pidiendo excusas. El quehacer del crítico, lo sé, está plagado de este tipo de injusticias. No implica, por favor, que aquellos a quienes no cite sean necesariamente para mí malos artistas, o mediocres, o indignos de consideración; ni siquiera que no conozco su obra.
Toda la consideración sobre los acontecimientos del arte mexicano en la segunda mitad de este siglo tiene que arrancar de una referencia a la generación de la ruptura. Ahora se discute si el título es correcto (en todo caso me parece mejor que los de “joven pintura mexicana” o “nuevo arte mexicano”, que ya no tienen vigencia porque los jóvenes de los años cincuenta ya andan sobre los sesenta o arañando los setenta); se discute si realmente se puede hablar de “ruptura”. Ciertamente las cosas se ven diferentes después de cuarenta años de cómo las veíamos entonces. Ni la “escuela mexicana” previa era tan monolítica como la sentíamos (ahora reconocemos con gusto la variedad y enjundia de los artistas “a contracorriente”, con Tamayo a la cabeza) ni la ruptura, siendo lo que fue, prescindió totalmente de una tradición anterior. De hecho, toda la ruptura incluye a su antecedente, así trate de negarlo. El tiempo es sabio y ahora, y felizmente, se han restañado heridas. (Esta Academia es muestra de cómo conviven en amistosa fraternidad artistas de generaciones y tendencias diversas.) La ruptura significó un abrir ventanas hacia todos los rumbos, donde cada quien tomó lo que a su juicio necesitaba para construir su obra, sin que hubiera ni manifiestos ni poéticas comunes.
Fue una generación que cambió —por su mérito y también, si se quiere, porque el tiempo lo pedía— el rostro del arte mexicano. No sólo, sino que abrió caminos para lo posterior. La generación siguiente, la de los nacidos al borde los cuarenta y que empezaron a hacerse visibles hacia mediado de los sesenta, no estuvo ya, por así decirlo, en el frente de batalla, tuvo, en cierta forma, más libertad para moverse, viajó con más facilidad. Para los miembros de esa generación ya no fue ni un problema ético ni una toma previa de posición hacer sus elecciones en referencia a lo que se hiciera o se hubiera hecho en otras partes.
Esas dos generaciones establecieron un circuito más fluido entre lo que sucedía fuera (incluida América Latina) y lo que se hacía dentro. La mayor contribuyó a ello. México siempre ha tendido a ser —para bien y para mal— un mundo artísticamente poco permeable, pero la situación estaba, para los avanzado sesenta, muy lejos del viejo aislamiento de los treinta o cuarenta. Éramos más sensibles al exterior. Eso tuvo que ver, así lo entiendo, con los movimientos de grupos que surgieron y tuvieron gran vigencia en los años setenta, con el auge del arte conceptual, con la importancia de los happenings, performances e instalaciones, con otros diversos modos de arte alternativo. La crítica al objeto artístico sobrevalorado, la desconfianza respecto a los “grandes artistas” endiosados, el ataque a los grandes concursos y bienales internacionales estaba en el ambiente de todo el mundo. En México hubo una naturalización de tales actitudes; el desgaste político del país, el alza del marxismo como verdad única, la situación de pobreza creciente y las represiones, encabezadas por la matanza de Tlatelolco en 1968, así como lo que sucedía en otras partes de América Latina justificaron que a menudo los grupos y las alternativas de los años setenta resultaran fuertemente ideologizados y politizados, con referencia a situaciones locales concretas. La idea, se recordará, era acabar con el objeto artístico exaltado y culpable del comercio, la especulación, la corrupción y la entronización del artista.
Por lo menos debo hacer una referencia al Salón Independiente, de vida corta, no ideologizado, cuyas cabezas y mayor contingente correspondió a la generación de la ruptura. Se constituyó en 1968 como respuesta de los artistas al oficial Salón Solar, organizado por el Instituto de Bellas Artes. Sus actitudes se corresponden a las de la crítica a los salones protocolarios y a la promoción por parte del Estado, que en México era casi el único promotor. Aparte de la validez de su postura, produjo, amparado por la Universidad, un hecho significativo: a falta de recursos, el Salón de 1969 estableció que todos los artistas trabajaran sobre papel periódico. No estuvo ideologizado, pero debe recordarse que sus miembros fueron, por lejos, los artistas más solidarios del movimiento estudiantil del 68, lo que se ve, entre otras cosas, en que varios de ellos realizaron un mural conjunto y efímero en las mamparas que cubrían el dinamitado monumento a Miguel Alemán en Ciudad Universitaria.
Pese a los grupos, cuya vigencia se concentra por la mayor parte en los años setenta y después tiene un corte casi abrupto —aunque algunos persisten y hay otros nuevos—, el otro arte seguía su camino. Continuaban trabajando los que lo habían venido haciendo, seguían las exposiciones e incluso se delineó un movimiento significativo, el “geometrismo mexicano”, en que coincidían procesos individuales diversos y los antecedentes europeos, estadunidenses y latinoamericanos. Con el precedente de las Torres de Satélite (1954), a partir de 1968, y la Ruta de la amistad, la llamada “escultura urbana” empieza a ser, y lo es hasta hoy día, uno de los hechos importantes de la plástica mexicana.
Los que ahora llamo “artistas en tránsito” hicieron sentir su presencia clara en el inicio de la década de los ochenta, algunos un poco antes. Entonces tenían entre veintitantos y treintaitantos años. Con algunas excepciones, habían nacido en la década de los cincuenta. Incansablemente se han ido incorporando más jóvenes, algunos ya con una consistencia discernible, que apenas pasa hoy por los veinte. A lo largo de sólo quince años constituyen una secuencia impresionante. O estaban naciendo o andaban de pantalón corto cuando la generación de ruptura dio sus batallas. Para ellos es historia, a menudo una historia no bien sabida, sobre la que no se han interesado mayormente. No han sabido a menudo que su propia libertad tiene que ver con aquellas batallas.
La generación de los artistas en tránsito está marcada por un signo, que considero sustancial: el de la recuperación de la imagen y del objeto artístico. Después de la desconfianza y el desprecio de los grupos hacia el objeto, se le concede nuevamente a éste un valor propio y un derecho a la existencia. Pero puede decirse que se trata, ahora, de un objeto “herido”, en el que han quedado las huellas del trauma de los setenta y su desprecio a la obra de arte.
Una buena parte de los creadores que se inician con la década ochentera había empezado su carrera afiliada a los grupos iconoclastas; si bien esos artistas habían reservado un espacio a su trabajo personal. Por esta circunstancia quizá mantienen frente a la obra de arte una cierta mirada al sesgo, una soterrada desconfianza, un algo de desprecio que aquí o allá se hace más visible.
No resulta así sorprendente que no pocos de ellos realicen, paralelamente a su obra en soportes y dimensiones tradicionales (o más o menos), trabajos en medios alternativos, como los performances, las instalaciones, el arte efímero, libros-objeto u otros. También puede verse como manifestación de esa desconfianza frente a las estructuras establecidas el hecho de que los artistas busquen en ocasiones espacios alternativos o se agrupen independientemente para la posibilidad de que su trabajo sea visto y eventualmente adquirido fuera de los canales establecidos de las galerías. Espacios como La Quiñonera, el Salón des Aztèques, Temistocles o Zona son, cada uno en su modo peculiar de operar, muestra de lo anterior. A mayor abundamiento están las acciones artísticas, verdaderas salidas a la calle, organizadas por Aldo Flores (edificio Balmori y el Vaso de Leche), que desgraciadamente no han tenido más secuelas.
También, como parte de la actitud que comparten muchos de los que llamo “artistas en tránsito”, está el volver el rostro hacia técnicas y medios que una mirada torpemente maligna había mandado al hoyo de las “artesanías”, alejado del edén del “verdadero arte”. Los artistas no desdeñan usar esa variedad de medios y, algunos, tenerlos como su ocupación exclusiva, como el ceramista Gustavo Pérez, creador de vasijas de refinamiento extremo o a veces más bien pintor en cerámica, de la misma manera que Javier Marín, con sus cuerpos humanos de piezas unidas con costurones de alambre, es un escultor en cerámica. Y están los textiles, los ensamblajes de piezas preexistentes de Laura Anderson, la orfebrería… La fotografía que empieza a hacerse ver en los quince años a que se refiere mi texto, tiene logros muy significativos a los que lamento no referirme aquí: forma por sí misma un capítulo aparte.
Pese a la desconfianza anterior hacia los concursos, los artistas de los ochenta y noventa no han desdeñado en general participar en ellos. Los concursos, primero los Salones Nacionales ahora claudicantes y el Encuentro de Arte Joven de Aguascalientes (el más viejo del país), luego las numerosas bienales y certámenes promovidos por organismos públicos y privados, a los que hay que sumar las becas, estímulos y acciones conjuntas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y sus contrapartes en los estados, han sido el espacio propio de la generación de los ochenta. Han sido una posibilidad de estímulo o aun de supervivencia, pero sobretodo han sido los sitios que permiten que los artistas sean vistos; su escaparate de confrontación y su tarjeta de presentación ante público, críticos, galerías, proyectos y museos. Es significativo que el Instituto de Bellas Artes, entendiendo la situación artística del país, haya apoyado la creación propuesta por Eloy Tarsicio de X-Teresa, espacio destinado a instalaciones y performances.
También vale señalar que si la Ciudad de México sigue siendo con ventaja el centro de actividad artística por lejos más importante del país, por sus museos públicos, por los privados, por las galerías, por la cantidad de artistas que laboran en la ciudad e incluso por la calidad de respuesta crítica, a partir de la década de los ochenta la situación se diversifica, Monterrey crece como un centro de actividad importante, con artistas propios, galerías muy activas y tres destacados museos. Igualmente Guadalajara tiende a recobrar su sitio perdido en la plástica nacional; Oaxaca, Zacatecas, Aguascalientes, Xalapa, Mérida y otras ciudades empiezan a contar con museos de interés y con artistas que trabajan localmente, no pocos de ellos entre los mejores.
La obsesión por la propia imagen y por un velado desnudar su interior ante el espectador, que es propia de algunos artistas como Nahun Zenil, Julio Galán o el escultor Reynaldo Velázquez, tiene sin duda antecedentes desde la pintura barroca de Rembrandt, pero mucho más cercanos en la obra de Frida Kahlo, María Izquierdo o José Luis Cuevas. De esta manera confirman, voluntaria o involuntariamente, su pertenencia a una tradición reciente. También, aunque cada uno de diversa manera, acuden a una iconografía de la cultura mexicana, pero muy lejos del mexicanismo exaltado de, por ejemplo, un Diego Rivera. Ellos no buscan resucitar un pasado glorioso sino encontrar, burla burlando, los rasgos de una cultura muchas veces marginada y menospreciada, que tiene una existencia extra artística en la realidad popular del país. No los gloriosos dioses del pasado precolombino, sino los privados cultos íntimos o pueblerinos, reafirmados en una imaginería popular de atrio e iglesia, de feria o de carpa, o los mitos creados en el espacio del radio o la televisión, la sabiduría del locutor vulgar. En Reynaldo Velázquez, mucho más acentuadamente que en los otros, hay un sentido clasista redivivo que actúa como tamiz mediador. Ellos y muchos otros artistas mexicanos tienen un dios tutelar: Enrique Guzmán, dios suicida, el primero que uso en sentido negativo o ambivalente los adorados valores del mexicano medio y los redujo a su dimensión de elemento catártico de una conciencia mal digerida. De la misma manera Marisa Lara y Arturo Guerrero se han introducido en el mundo de los personajes ídolos —luchadores, boxeadores, artistas de cine, de carpa y de palenque—, o Eloy Tarcisio reencuentra en la marginada cultura los rastros de las religiones que no han sido borradas. En sus instalaciones perecederas (esa columnas clásica de nopales, del emblemático nopal, que empiezan a apestar al cuarto día) o en las piezas propuestas para una duración mayor, está presente la sangre de sacrificios pasados o presentes.
Nahum Zenil en sus autorretratos obsesivos que pregonan la calidad de un dibujo extraordinariamente fino crea ambientes de lecturas ambiguas. La presencia de mil signos de esa cultura marginada es el marco que envuelve su propia imagen, ya como niño malo, ya como santo dudoso, a menudo cruelmente zaherido y sin embargo siempre con un punto de ironía, sorna y alegre agudeza. La economía de los recursos empleados hace más sorprendente la calidad y riqueza de su trabajo: la mayoría de sus obras en formatos menores (si bien los ha rebasado, e incluso ha hecho instalaciones como Yo también soy mexicano, Museo de Arte Moderno, 1986), la parquedad del colorido donde predominan los sepias y los ocres, la misma utilización de un dibujo fino de cierta dureza, el uso del punteado para producir sombras y volúmenes, y desde luego la repetición de su propio retrato, casi siempre frontal, acompañado a veces de su compañero Gerardo: todo ello hace resaltar más la capacidad inventiva del artista y la amplitud de significados, nunca explícitos, que ofrece su obra. La fuerte carga erótica, de signo —en su caso— homosexual, que lo relaciona tanto con Francisco Toledo como, en otro extremo, con Rafael Cauduro, o bien con Julio Galán, Reynaldo Velázquez, Oliverio Hinojosa o Eloy Tarcisio, es uno de los múltiples ropajes que visten y desvisten la paciente obra prodigiosa y llena siempre de misterio de Nahum Zenil. En la invención de figuras, formas, situaciones que traen a cuento historias de naguales, chaneques y otras mitologías dudosas está Alejandro Colunga; en el terreno de una terribilità de la figura humana en trance trágico está Martha Pacheco, y en el sensual recordatorio de momentos idos o de tiempos idas está Vargas Ponce.
Erotismo, también carácter ambiguamente homosexual, recurrencia a mitología e imaginería popular, clasemediera y cotidiana, obsesión por el autorretrato, están presentes en la obra de Julio Galán. En Galán la imaginería es cercana a la de una clase media o alta del país; el autorretrato con frecuencia se refiere al artista niño o adolescente (mientras que, por ejemplo, en Zenil, aun cuando a veces aparezca como niño, el rostro es el suyo en el momento de pintar). El recuerdo, terrible y amoroso, a veces seguramente distorsionado en la operación de recordar, es quizá la fuente más caudalosa en las imágenes de Galán. Su amplitud de técnicas y recursos, la variedad de sus formatos, su gama colorística, el uso desprejuiciado de aplicaciones de diversos materiales o de otros medios de romper la superficie consabida: todo ello le abre un horizonte insospechado de posibilidades que, sin embargo, no contradicen las notas obsesivas de su quehacer.
En Germán Venegas es más explícita la pertenencia a un mundo tradicional mexicano de origen rural (en su caso el de la Sierra de Puebla —él es hijo de santero— y más fuerte la rudeza de su diálogo personal con una tradición establecida). Su obra temprana utiliza con frecuencia las técnicas de un arte francamente popular, como el cartón de las máscaras de feria o las tallas de madera policroma de los santos de pueblo. Esos medios, puestos al servicio de una intención diferente a la tradicional, creaban un espacio de desconcierto: lo consabido se enfrentaba a lo personal y novedoso. Andando el camino de su obra, Germán Venegas ha ido más hacia un hacer escueto, donde predomina el tallado en madera y el color se reduce a tonalidades grisáceas y sepias. Al mismo tiempo es de una gran complejidad formal: se aglomeran cuerpos, torsos, brazos, piernas, cabezas en superficies-relieves semicaóticas y sin embargo de cuidadoso, casi imperceptible orden. Los agregados de mecates, pelos o alambres aumentan la sensación de desamparo; un sentimiento trágico recorre la obra de este formidable artista.
También muy ligado a su tierra originaria, la Mixteca Alta, es Sergio Hernández. Entre los nuevos artistas es quizá el que muestra mayor variedad de recursos y caminos divergentes. Transita por el dibujo y la acuarela con la misma tranquilidad con que se mueve en la escultura en metal, la cerámica o el óleo. Su obra variada tiende siempre a recrear el icono y establecer un espacio sagrado. Ha renacido los viejos dioses (oh, recuerdo de Artaud), sin nombre y sin culto, dioses personales que a tientas identificamos con otros que fueron.
Por otros rumbos de la figuración transitan Alberto Castro Leñero, creador de poderosas obras a partir de formas dibujísticas básicas. Carla Rippey, que remite sensualmente a sentimientos y formas de art nouveau; José Castro Leñero, que se sirve con desenfado de imágenes provenientes de la fotografía creando un mundo inquietante y sensual.
Otros manejan la figura de una manera adrede no rigurosa, como un elemento que les da pie a una expresión más libre. Es el caso de Miguel Castro Leñero o bien de Renato González, en la pintura, y el de Manuel Marín principalmente en la escultura. En Gabriel Macotela (que fue miembro del Grupo Pentágono) la figuración llega a veces a límites extremos; podemos hablar de una abstracción-figuración; la ciudad, su orden caótico por definición, o bien el comentario de obras del pasado es el sustento de este artista que maneja con desparpajo todos los medios imaginables; la pintura, la escultura en fierro, la escultura en cerámica, os relieves, sus fabulosas maquetas de espacios y edificios imaginados, tanto como la creación de libros objeto, la obra efímera, la gran instalación-espectáculo Babel en el cine iris.
La figuración que glosa la obra de artistas del pasado ha tenido una presencia no soslayable en el país, cuyo antecedente para la generación joven está en Alberto Gironella o más recientemente en Arnaldo Coen. Las recreaciones de Oscar Ratto (Caravaggio) o de José Castro (Géricault) están en esa tendencia, así como las nueve vanitas, inspiradas en las del barroco del siglo XVII, de Luis Argudín.
El culto a la pintura abstracta se revirtió, especialmente en México, en la década de los ochenta. Parece indudable que predomina una vuelta a la figuración, así sea, como he dicho, una “figuración herida”. Pero en el caso mexicano la abstracción geométrica mantiene una indudable vigencia, especialmente en la escultura, con gente que cae fuera de mi campo textual, como Manuel Felguérez, Sebastián o Fernando González Gortázar, que trasciende a los nuevos, como Ernesto Álvarez y otros no pocos. La presencia de una geometría blanda (geometría sensible, la llamó el brasileño Roberto Pontual) s un hecho especialmente significativo, con pinores como Francisco Castro Leñero, creador de estructuras decantadas o, en la escultura, Jorge Yaspik, que trabaja grandes piedras contrastando las formas naturales con su intervención geometrizante, o Lucila Rousset, que maneja los metales con un sentido primigeniamente artesanal y pausadamente filosófico.
Otros artistas están y permanecen legítimamente en el campo de la abstracción libre o lírica, en diversa medida. Pienso en la sensibilidad exquisita de Irma Palacios o en la cuidadosamente ordenada y de exaltado color de Miguel Ángel Alamilla, en la de recuerdos añejos como lo es la del oaxaqueño-poblano Villalobos, la refinada delicadeza de Jesús Urbieta o en la euforia formal de Jordi Boldó.
La presencia de artistas mujeres es muy significativa entre la generación que se hace notar a partir de los ochenta. Ya se ha visto en párrafos anteriores. No es sólo el hecho de que haya abundantes mujeres pintoras o escultoras o ceramistas, sino que a menudo éstas aluden de una u otra manera a su propio género como una asunción personal en su trabajo. Puede haberlas feministas combatientes, como Mónica Mayer, que utiliza muy variados medios, casi ninguno ortodoxo, la instalacionista Maris Bustamante… u otras no tan combativas pero siempre conscientes de su condición mujeril de lo que esto implica en la sociedad actual. En ese campo están Rowena Morales o Lucila Rousset.
La sola cita de algunos de los rumbos por donde transita el arte mexicano, de quienes no tienen sino acaso quince años de ejercicio, da idea de la amplitud de este panorama. Va de la abstracción lírica a la geométrica, la figuración que glosa formas y obras del pasado, la figuración libre, “instrumental”, la presencia de una intención de recurrir a ciertas fuentes de la cultura mexicana; el manejo de técnicas tan diversas que se sirven tanto de los instrumentos modernos de la imagen como, en el otro extremo, incorporan modos artesanales, o bien usan los pinceles o los soportes tradicionales. Además de ensamblajes, instalaciones, performances, acciones callejeras… Todo está permitido.
Esa variedad puede y debe entenderse como parte de lo que ha venido siendo, en el mundo entero, la posmodernidad. Entiendo por ella, aquí, el fin de las vanguardias (de las que México se mantuvo siempre a una cierta distancia), sobre todo el abandono de una idea lineal del proceso del arte, que dejaba fuera todo lo que no encajaba dentro de la sucesión sancionada canónicamente de movimientos o de ismos. Ahora, y diré que para bien, los artistas se pueden mover en cualquier dirección.
La posmodernidad en términos artísticos tiene en México, en estos quince años, peculiaridades que la enriquecen. Por un lado está la abundante tradición del arte mexicano, por otro la pluralidad cultural del país; está la ambivalencia que nos es constitutiva: en partes se toca con el primer mundo, en otras está a mucha distancia. Y además está el hecho de que la herencia de la cultura europea también es nuestra herencia legítima. Todo ello abre para cada artista un inmenso abanico de posibilidades, que muchos de ellos han sabido y podido aprovechar.
Hablo de “artistas en tránsito” porque entiendo que se han movido de la desconfianza y crítica al objeto artístico que prevaleció en los años setenta, hacia la restauración de ese objeto, su recuperación. Pero, como he señalado, entiendo que se trata ahora de un objeto herido, que muestra las marcas de lo que sucedió. Los artistas transitan, por los mil caminos que el mundo posmoderno les pone a disposición —esto es, el mundo que ellos han ganado—, hacia una nueva instauración del objeto de arte. Todavía no distinguimos bien cuál es éste y cómo será. Sabemos, sin embargo, que no será más como antes. Que responderá a la situación de este mundo convulso, insatisfactorio, trágico, del paso del milenio. Pero rico y tensamente esperanzado.
* Discurso de ingreso a la Academia de Artes, México, Academia de Artes, 1996. pp 7-21
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