Carlos Mérida nació en Guatemala en 1893. Estuvo en París de 1910 a 1914, y allí se relacionó con Modigliani. Regresó a Guatemala, viajó por Estados Unidos y llegó a México en 1919. Desde entonces se hizo solidario de la aventura que corre la pintura mexicana moderna, cuyos azares y sentimiento ha hecho constantemente suyos, con una devoción irreprochable: entró a la corriente nacionalista, participó en el movimiento mural, experimentó la seducción de las artes populares, cedió a la tentación de encontrar solicitudes tradicionales en las impresiones atmosféricas. No se negó a las más peligrosas equivocaciones del movimiento; pero no fueron una distracción para él, un olvido de sí mismo: de cada una de esas experiencias recogió la conciencia de su personalidad. Desde las más tempranas hasta las más maduras de sus obras, se atraviesa por diferentes climas y paisajes; pero sólo se sigue la historia de una conciencia, fiel a su necesidad, que no ha dejado de apurarse y aclararse en medio de los desiertos y las sombras a donde nos arrastra sin remedio nuestra lealtad al dios que nos subyuga. Si algo hay que reprochar a su pintura, es su excesiva fidelidad, su excesiva aplicación, su excesiva conciencia. Pero entonces habría que desconocer lo que es precisamente la fuente de su virtud.

Leonardo recomendaba a sus discípulos que observaran las manchas de la pared. Es una disciplina peligrosa, pues no llega a determinar si se las contempla como un objeto natural o como una pintura; puede al fin deducirse, de la observación de esas manchas, que la naturaleza pinta. Las obras de Carlos Mérida recuerdan la pared de Leonardo; se piensa a veces que la naturaleza las pintó; se consideran como un arte de la intemperie; se pasa por alto su secreto designio. Las manchas de la pared son los defectos de la eternidad de la pared, la historia de su descomposición y de su ruina. Y se teme conocer las razones que llevan a la pintura de Mérida a un grado tal de dilución; se teme verificar que los ojos se disuelven  que el objeto que miran está sólo pasando por un momento de su ruina, porque se teme despertar el estremecimiento  ante la muerte que duerme en el fondo de cada espectador.

La acuarela aquí producida (colección de miss Evelyn Mayer, de San Francisco, California), es una “abstracción sobre un tema mixe”. ¿Cómo es posible que se relacionen esa tranquilidad geométrica y esa putrefacción de color? Es significativo que Carlos Mérida haya llegado a cultivar casi exclusivamente la acuarela, en cuya materia las imágenes flotan como las tierras de aluvión sobre los estratos rocosos, que súbitamente manifiestan la solidez de cristal de su razón profunda, rompiendo la superficie del terreno. Las líneas de un solo trazo, las curvas inmóviles, los círculos perfectos, son, en esta acuarela, lo que aparece de la secreta arquitectura de un mundo cuya apariencia se corrompe. No podría del todo asegurarse que hay un sentido místico en obras que se denominan “abstracciones” y cuya serenidad se ve garantizada por una armoniosa medida. Pero en esta acuarela se está explicando, a los ojos que atienden a su carácter radiográfico —permítaseme llamarlo así—, cómo una inteligencia diáfana suele ser la embriaguez que, según Baudelaire, los temperamentos privilegiados encuentran en “los encantos del horror”

Mexicano, núm. 10, Cervecería Cuauhtémoc, S.A., Monterrey, N.L., ¿1935?

Jorge Cuesta. Poesía y crítica. Primera edición en Lecturas Mexicanas: 1991. CONACULTA.

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