Nota de la redacción
El presente es el texto de sala escrito por Luis Rius Caso,
curador de la exposición, el cual fue leído en la
inauguración de la muestra.
Por Luis Rius Caso
Como tantos espectadores que recorren ferias, museos, espacios expositivos diversos, suelo tener esa mirada anestesiada o indiferente que repasa infinidad de obras que están ahí porque son “lo dado” en la actualidad del arte, o bien, porque entran en “la costumbre del arte”. No necesitan sino reunir algunos requisitos generales para acreditarse y complementar su escaso nivel propositivo o su relativa calidad con un “discurso” curatorial o museográfico que las dote de lo que carecen. Viven gracias a la coyuntura de época y sobreviven gracias a lo que está fuera de ellas.
Por eso agradezco tanto el caso de Jorge Ismael Rodríguez. Con él, los imperativos de la cultura del arte se verifican, pero al mismo tiempo salen sobrando: sus objetos, intervenciones y acciones tienen su propio peso, su autosuficiencia con respecto a los vaivenes de las modas, las narrativas curatoriales y la especulación. Gozan de un alma propia. Su soul, para emplear un término muy elocuente en la música, les viene de tocar esencias profundas de aquello que todavía llamamos arte y condición humana.
Jorge Ismael Rodríguez ha logrado lo que muchos vanguardistas y posvanguardistas han intentado con diversos resultados: incorporar la esfera del arte a la esfera de la vida cotidiana. Lo ha logrado como escultor, de virtuoso oficio; como performancero que activa sensaciones, emociones y reflexiones en los públicos; como artista conceptual que une ideas importantes e inquietantes al vuelo de la poesía y a la naturaleza de la materia y los objetos; como instalacionista que reinstaura una espiritualidad sorprendente en su realidad, más cercana y tangible para nosotros los descreídos; como promotor que da forma y proyección a impulsos propios y de otros que él incorpora en huellas, reflejos, acciones y sueños compartidos.
La magia se cumple en sus obras, acciones e ideas, porque involucra uno de sus principios rectores: la simpatía. No me refiero a una cualidad de carácter sino al principio que rige el accionar de la magia. La antropología estructural acertó en destacar este elemento que actúa bajo el contagio que se da entre dos entidades, sea por semejanza o por diferencia. Una provoca en la otra una reacción empática que une más allá de las diferencias; nace y fluye a partir de un gesto, una mirada, una acción que invita e incluye, una referencia icónica de parecido, una sensación. Fluye en el reflejo que incorpora a la imagen y, por ende, a la persona, al espejo negro de la obsidiana. Fluye en el ritual que se comparte y que convierte al espectador en un simbionte, según la definición del propio Jorge Ismael Rodríguez; esto es, en un participante activo que establece una colaboración con otra u otras personas o entidades, especialmente cuando trabajan o realizan algo en común.
En su proyecto actual, Camino tierra adentro, la magia se brinda a plenitud. Es un proyecto que conecta a la Ciudad de México con Querétaro, San Luis Potosí y Zacatecas, la tierra de los ancestros y la tierra elegida por Jorge Ismael para “ser de ahí”. Es el viaje a la semilla, el viaje del eterno retorno, siempre insuficiente, siempre necesitado de reconfiguraciones emocionales y simbólicas.
No es Pedro Páramo: la memoria de Jorge Ismael es feliz y permeable a las memorias de sus mayores. Es él y es también “el otro/ el otro de mi sangre y de mi nombre” (diría el gran escritor sobre su abuelo Borges), que perdió el terruño en la Revolución y que ganó, en cambio, la razón de ser de la tierra y la comarca.
Ser de tierra adentro. Ser como las personas que la habitan. Sentir y estar en el mundo de manera similar: “yo soy un ranchero”, suele decir Jorge Ismael. Trazar un camino y un recorrido. Tan importante éste como la meta: Zacatecas es la Ítaca de Constantino Kavafis; el final de un largo camino marcado por el aprendizaje y la plenitud.
Pero a diferencia de Kavafis, quien, de manera similar a Giorgio de Chirico, busca en Ítaca el origen de la cultura occidental, el centro del mundo, Jorge Ismael busca su origen en la periferia, en el lugar apartado del centro que determina, justamente, su excentricidad. Desde ahí perfila su historia o, mejor dicho, su microhistoria.
Ser excéntrico, en el caso de este artista, es asumir un riesgo que a la vez deviene cualidad: estar y no estar en la narrativa perfilada desde el centro; estar en las orillas que relativizan la legitimidad del centro. Es una estrategia que permite entrar y salir; ser de la contemporaneidad pero sin la grandilocuencia y las limitaciones del discurso homogeneizante; ser de Japón, Madrid, Nueva York, claro, ser un artista global pero ser –repito— sobre todo, un artista marcado por la verdad de la tierra y la comarca.
Llegar a la contemporaneidad desde un camino propio, más largo y pleno que el de no pocos fundadores, a veces entrando de puntitas, sin hacer ruido; otras, abandonando la sala con la aburrición de que la película no empieza. Gran estrategia, no necesariamente planeada por el artista: el centro, para no borrarse, siempre se alimentará de lo que reconoce, pero no tiene; de lo que ha dejado fuera y ofrece nuevos sueños y esperanzas.
En los relatos de sus vivencias en Zacatecas, Jorge Ismael brinda indicios que perfilan su trayectoria, consumada en diversos foros mexicanos e internacionales. Ahora, en su camino tierra adentro, el artista ofrece objetos propiciatorios que marcan el regreso: flores de obsidiana que laten, lajas de la misma piedra que conforman un círculo que sostiene en el centro un prisma vertical, obras que combinan la monumentalidad pesada del bulto con la ligereza y la movilidad del péndulo en posición cenital; ritmos pendulares que establecen tres horizontes diferenciados pero ubicados en la misma ruta visual y simbólica.
Estos magníficos objetos propiciadores confirman, con su contundencia, el afortunado viaje de ida y vuelta de este artista. Simpatizan con los versos de un poeta que celebró ser de tierra adentro:
Roja simiente aventada
en la llanura, al azar, el corazón grana, eterno,
la eterna flor de esperar.
Tierra adentro, compañera, me encontrarás.
Tierra y cielo. El alma sabe
su camino y su cantar
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