Tratemos de imaginar a Joaquín Clausell.

Su vida

 

En el movimiento que la constituye, toda biografía traza una gráfica determinada por sus altas y sus bajas, sus ascensos y caídas, los momentos en que la vida parece detenerse contenida en un aparente estancamiento anterior para, recogida sobre sí misma, tomar fuerzas e iniciar un nuevo despliegue mediante el que se señalará otro punto más alto o más bajo, hasta que esa suma de intensidades siempre aisladas y solitarias, que simula dispersar la personalidad, negando su carácter único, fragmentándola en diversas direcciones, se detiene y fijando su dibujo reconstituye la unidad perdida, enmarcando su sinuoso desarrollo dentro de los límites en los que se muestra la totalidad de un yo. Entre nacimiento y muerte, la biografía se nos entrega así como la imagen de sí mismo que el yo ha ido construyendo incapaz de prever su configuración, dueño de su unidad tan sólo cuando él la ha perdido, saliéndose de ella para que, en su vuelta al silencio, se encuentre el rumor de la vida. En Joaquín Clausell esa vida se despeña, fijando definitivamente su trazo, en el punto más alto de la gráfica, estableciendo los límites del yo en una pérdida que se reintegra a la totalidad, mostrando más claramente que de ordinario el movimiento de las intensidades y el sentido que nos revelan.

 

Clausell nació en la ciudad de Campeche el 16 de junio de 1866. Sus padres fueron don José Clausell, de origen catalán, y doña Marcelina Franconis, mexicana. México tenía nada más cuarenta y cuatro años de vida independiente en la fecha de su nacimiento. El niño Clausell era un mestizo en una época en la que todavía debería ser bastante ambiguo e indeterminado, dentro de la vida quieta, exteriormente inmóvil, de una lejana ciudad de provincia en el sureste de la reciente república, resultar dueño de una nueva nacionalidad. Ignorantes tal vez del motivo de esa costumbre, en Campeche, hasta hace muy poco, los hombres iban al mercado porque durante  siglos no era conveniente que las mujeres salieran a la calle en una ciudad expuesta a los intempestivos ataques de los piratas. ¿Podemos imaginar una infancia que transcurre dentro del ámbito que fijan las pesadas piedras de unas murallas construidas durante la Colonia, bajo un sol radiante que hace resplandecer las torres herrerianas y barrocas de la Catedral, de San Francisco, de San Juan, frente a un mar tranquilo que se acerca y se aleja prodigiosamente de acuerdo con el ritmo de sus amplias mareas, en el umbroso espacio de altas habitaciones, largos corredores y patios profundos?

Luego, el joven Clausell estudia leyes, tiene un temperamento violento y decidido, y agudas inquietudes políticas. En 1884 viaja a México para continuar sus estudios. Otra plaza, otra catedral, las que deberían verse como largas avenidas, el casi desaparecido centro colonial de la que ahora es la ciudad. Pero Clausell es de ideas liberales y conoce también la agitada vida que le abre su participación en las luchas políticas y las cárceles como inevitable escenario final de esas luchas. Tiene que salir del país. A partir de 1892 y durante cerca de un año, vive en Europa. Debe haber tenido ocasión entonces de conocer la pintura impresionista. Era dejar el tiempo convulsionado de luchas, agudas diferencias sociales , rebelión y exacerbado sentido de las injusticias, a las que había que enfrentarse, un México en el que todo estaba por hacer, bajo la estricta voluntad de crear un orden y una estabilidad imposibles del porfirismo, para encontrarse en el escenario exteriormente siempre luminoso de la Belle Époque. ¿Hasta qué punto podía encontrarse a sí mismo el joven Clausell en ese escenario? La gráfica de intensidades en su biografía debe de haber sufrido una detención. O tal vez, más exactamente, un desplazamiento. El movimiento en ella tiene que trasladarse, interiorizándose, del campo de la acción al de la reflexión. No es forzoso que Clausell advirtiera el momento en que se produce esta transformación. En su biografía, ningún signo exterior permite deducir el nacimiento de una nueva vocación. Esto hace el movimiento aún más significativo y fija la que más adelante sería la relación, exteriorizada en sus cuadros, de Clausell con la pintura. Sabemos que el nunca se inscribió en ninguna escuela de arte, sabemos que nunca estudió pintura, sabemos, también, por su obra visible, hasta qué extremo esa obra es ajena, dentro de la evolución general de la pintura, a la temporalidad de los estilos, a lo que podría considerarse la historia de la pintura, su transformación al desplazarse en el tiempo. La mirada de Clausell se ha quedado fija, inmóvil, dentro de una sola visión, una única posibilidad, que es una forma de relación con el mundo exterior y que es la que, mucho más adelante, se manifestaría en sus cuadros, determinada para siempre por esa primera impresión, la que haría inevitablemente de Clausell un pintor anacrónico, situado fuera del tiempo, que obedece sólo a su voz interior, y por esto mismo, un pintor por necesidad.

 

En 1892, entonces, en Europa, la mirada de Clausell, poblada por el recuerdo de luchas, cárceles y el abandono del escenario de esas intensidades, se detiene en las obras de Monet, de Sisley, de Pissarro. La relación con el mundo, con la naturaleza, con el paisaje, se expresa y se muestra en términos de una posibilidad hasta ese momento desconocida para él: en términos de color. Éste es el resultado de una evolución que puede definirse muy exactamente dentro del motivo de los movimientos de la estética; pero no es esto lo que importa en relación con la biografía de Clausell. Importa que, para él, en estos términos, en los términos de la pintura impresionista , se realiza el descubrimiento de la pintura. Por eso el hallazgo se queda fijo en el instante de la revelación. Pero, ¿qué es la pintura vista de esa manera? Es una forma de relación con el mundo, es el lazo de unión entre un sentimiento interior y su manifestación exterior, es el medio a través del cual el color permitiría objetivar una impresión subjetiva surgida de la confrontación entre la conciencia y el mundo. En última instancia, en el origen de la necesidad de convertir en la acción que le permitiría exteriorizarse un sentido interior, que justificara lo que Clausell ve en los cuadros de Monet, de Pissarro, en ese año de 1892, no se encontraría un motivo diferente al que lo llevaba antes a convertir en acción política su sentimiento de injusticia social, colocándolo fuera del orden establecido, haciendo de él un proscrito y obligándolo a trasladarse a ese otro mundo en el que realizará su personal descubrimiento de la pintura. Son las impulsiones interiores, los demonios privados, las urgencias personales que configuran el carácter de nuestro mundo anímico, las que, a su vez, determinan la forma que tomará nuestra relación con el mundo, con la realidad exterior en la que el mundo se constituye como realidad.

 

En cualquier forma, ese descubrimiento se exterioriza de inmediato y queda subyacente dentro de Clausell sin que él sienta la urgencia de hacer actuar las potencialidades que ha abierto. Allí, en su interior, sus presiones permanecen agrupadas, latentes. Se desconoce la fecha exacta en que Clausell empezó a pintar, pero es muy poco probable que esto ocurriera en el curso del siglo XIX todavía. Anacrónicamente, fuera del tiempo, contrariando a su tiempo —¿pero hay un tiempo exterior más “real” que ese tiempo interior en el que su visión primera, su auténtico encuentro con la realidad, o sea lo que para él sería la realidad de la pintura, quedó para siempre fija en su ánimo, en su ánima?— Clausell sería, en toda su obra de caballete, un pintor impresionista del siglo XIX en el siglo XX. Y este anacronismo, que desde un posible punto de vista de historiador de la pintura ilegitima la positividad de su figura dentro de ella, es precisamente el que lo legitima como personalidad y explica el lugar de esa personalidad dentro de la pintura. Clausell pertenece a la categoría de las excepciones, de los casos únicos que hacen historia contrariando la historia. El centro de su obra no se encuentra en un tiempo exterior sino en él mismo, en el tiempo —sin tiempo— de la expresión de las fuerzas en cuya exteriorización se configura su personalidad visible.

 

Clausell regresa a México no a hacerse pintor —nunca lo sería “públicamente”, “profesionalmente”— sino a continuar sus estudios de leyes y recibirse de abogado. Obtiene su título en 1896. Una fotografía nos lo muestra ese mismo año. Estamos en 1896: el tiempo parece tener otro ritmo, mostrar su paso en cada fisonomía de manera distinta a la de nuestra época, como si la vida tuviera trazos más firmes, como si adentrara, antes de lo que lo hace ahora, en una seriedad de las formas en la que se afirma la todavía segura validez con que esas formas descansaban en sí mismas. A los treinta años, la figura de Clausell es la de un hombre maduro. Robusto, severo, algo en su imagen recuerda a la de Salvador Díaz Mirón. Las mismas sensualidad y violencia, la obstinada incertidumbre de carácter, la fuerza de la pasión que apenas puede contenerse en los límites de una fuerza austera. Clausell vive de frac; el poblado bigote y las cejas firmes enmarcan y hacen más  prominentes las líneas de una nariz gruesa, sensual; el pelo negro, abundante, abre y limita el noble trazo de la frente. Son las formas del mundo establecido las que contienen y encauzan la impulsiones instintivs que no pueden dejar de mostrarse en esa imagen. Clausell es un hombre de acción que tiene el campo de la Ley para que actúe dentro de él su necesidad de justicia.

 

La biografía tiene que detenerse también en el campo de los afectos. Antes de que termine el siglo XIX, en 1898, Clausell se casa con Ángela Cervantes, descendiente de los Condes de Santiago, con quien procreará cuatro hijos: Dolores, Adela, Carlos y Joaquín. ¿A qué parte de la gráfica que crea su biografía corresponde su matrimonio? Clausell es abogado, esposo y padre de familia: formas institucionales todas ellas. Tal vez nos diga más su vida profesional, su actuación pública en el mundo que le ha tocado vivir, aunque también sabemos que , por su matrimonio, vivió en la hermosa casa colonial de los Condes de Calimaya, “la casa de los cañones”, situada en el centro de la ciudad, en lo que ahora son las calles de Pino Suárez, que actualmente es la sede del Museo de la Ciudad, y en cuya azotea —dato que resultará significativo— Clausell instaló su estudio de pintor.

 

Sin embargo, es poco probable que el licenciado Joaquín Clausell fuese ya también pintor en aquel entonces. La secreta y siempre cambiante relación entre el esplendor de las formas naturales, del paisaje, y la libertad del color para entregarnos su reflejo en las que quizá sean las últimas imágenes de un mundo que se desvanece en la historia de la pintura, es un conocimiento oculto en él todavía: la visión que permanece presente pero callada y que han dejado atrás, interior, en alguna parte, los cuadros de los pintores impresionistas que él conoció cuando en la misma Europa un solitario al que tomaban por loco, llamado Cézanne, aislado en su retiro de Provence, enamorado de las montañas, las rocas, los estanques, el tembloroso rumor de los pinos y eucaliptos, aspiraba a reconstruir una vez más su apariencia fragmentándola y dispersándola tal vez para siempre en una explosión definitiva, producto del amor y la fidelidad.

 

Clausell trabaja durante algún tiempo en la Secretaría de Justicia, donde ocupa un alto puesto. Después se dedica a litigar, ya se sabe, no en favor de la Justicia, la de los ministerios, secretarías y juzgados, sino en nombre de los desfavorecidos, los que necesitan justicia y no tienen justicia. En esta tarea, la pasión se impone  muchas veces a la razón. No se trata de seguir las leyes a la letra sino de imponer la letra a las leyes. Nos lo cuenta el Dr. Atl: “Clausell, muchas veces, ante un juez estúpido o malévolo se vio obligado a pasar del campo jurídico a un campo de batalla. La discusión se salía de las páginas del Código Penal para entrar al terreno de los golpes”. Defensor y defendido terminaban en la misma celda.

 

Muy posiblemente fue el mismo Dr. Atl, que regresó a México de Europa en 1904 y al que unió a Clausell una invariable amistad, quien llevó a la superficie la otra vía en la que Clausell pondría la fuerza de su temperamento, encerrando su pasión en la belleza de la forma, convirtiendo esa pasión en pintura. Es la pintura y es la naturaleza. No el mundo de las leyes y los hombres, sino el inmutable escenario del mundo en cuyo vibrante rumor se encierra, dejándose escuchar a través  de los resplandores de la luz en la opacidad de la materia, la voz del silencio. La pasión de Clausell se interioriza y se convierte, sin perderse, al contrario, mostrándose en la transformación, en armonía.

 

Hay una serie ininterrumpida de viajes, sin fecha que los señale, viajes que son parte de una sola experiencia, a distintas partes de la República: Michoacán, aquel Acapulco, Mazatlán, Yucatán; y el altiplano de la meseta central está siempre presente: el mar, las tierras áridas, el llano, la montaña, los bosques, canales, arroyos y estanques; no un paisaje sino la multiplicidad de los paisajes y en ellos, sobre ellos, abriéndolos, transformándolos, mostrándolos en la fija materialidad de su cambiante apariencia convertida en color, la multiplicidad de los reflejos: la antigua visión, viva siempre en el presente para Clausell, de la pintura impresionista. Monet, Manet, Pizzarro, Renoir en México, si; pero también México en Monet, Manet, Pizzarro, Renoir. O en todos ellos, Clausell. La imagen es la que importa. En la biografía de Clausell el ascenso que fija su entrega a la pintura se queda en ese grupo de cuadros, de imágenes, que también fijan la última reverberación de un mundo cuyo sentido está a punto de hacerse inalcanzable. ¿Excéntrico, pintor del siglo XIX en el XX? La historia de las excepciones en la historia hace otra historia. La pintura es la pasión privada, el mundo secreto, en la biografía de Clausell. “¿Cómo es posible que yo pueda pintar un paisaje para una gente que no sea yo?” nos dice el Dr. Atl que Clausell le decía. Para él la pintura es entonces el vínculo, la relación entre el yo y el paisaje, entre el yo y el mundo; pero ¿qué queda de ese mundo en el mundo de nuestro tiempo fuera de los paisajes que Joaquín Clausell entre los últimos pintores impresionistas, junto con los pintores impresionistas, nos ha dejado?¿Y en qué otras cimas y abismos se encuentra la cifra de ese yo?

Joaquín Clausell,Atardecer en el mar, la ola roja ca. 1910, Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

La vida de Clausell pasa entre una serie de movimientos definitivos en la vida de México. Las estructuras que durante treinta años habían fijado la estabilidad política del porfirismo sobre un principio de inmovilidad semifeudal, estallan finalmente  en un brote incontenible de violencia. La Revolución transformará al país. Durante más de una década, el extremo movimiento sucede a la extrema quietud. A partir del triunfo presidencial de Madero y su pronto asesinato, podrá tomar la forma exterior de una feroz anarquía cuyo sentido político inmediato es difícil de determinar, pero detrás de todo ese movimiento hay una misma necesidad de justicia. La intensidad de las batallas cubre la vida en el campo. El ritmo de esa misma vida se hace absolutamente inestable en la ciudad. La Decena Trágica, la insurrección en el Sur, en el Norte. Zapatistas en la Casa de los Azulejos. Villa y Zapata en el Palacio de Gobierno. El triunfo del Ejército Constitucionalista de Venustiano Carranza. México es el México Insurgente. Una nueva estabilidad irá surgiendo muy lentamente de todos esos indispensables rompimientos, que durante años llevaron también la biografía histórica del país a una continua cima en el juego profundo de las intensidades. De la suma de todos esos movimientos sale una verdad incontrovertible: la Revolución hace de México una nación moderna. Con todas las detenciones, los retrocesos, los saltos hacia el futuro, las caídas hacia atrás que pueda experimentar, el punto de partida nunca volverá a ser el mismo. Se ha producido un inevitable desplazamiento que coloca el centro de la vida nacional en otro lugar: nación moderna: nación cuyo destino está ligado al progreso. El signo de la modernidad es el de la transformación. Esa transformación implica una desaparición de ciertas estructuras sociales y políticas, por supuesto; transformación bienvenida que debe acercar las posibilidades de justicia; pero también desaparición de una cierta apariencia del mundo. Más tarde o más temprano, indesplazable, el progreso deja atrás, en el olvido, la detención sobre el paisaje de los cuadros de Joaquín Clausell.

 

Culturalmente, en México, la Revolución abre las puertas a la gran aventura educativa de José Vasconcelos. El muralismo determina la fisonomía pública del arte en México. Hay un redescubrimiento del pasado indígena oculto en el subsuelo del país pero siempre vivo y latente. Y al mismo tiempo, la apertura hacia la modernidad ha abierto las fronteras. El pasado sólo puede volver a vivir en el presente. Imposible pensar en Orozco sin recordar el expresionismo. En sus orígenes como pintor, para hacer vivir otra vez la tradición precortesiana, la magia y los conjuros de su propio pasado indígena. Tamayo se vuelve hacia la lección del solitario loco de Provence: tiene que ver las montañas y los árboles en los términos de Cézanne y a través de él, llega a Braque. Los pinos y los eucaliptos se han salido de la pintura si hemos de atender a su inevitable evolución. Tamayo nos entregará la imagen del grito y la soledad del hombre moderno en su mundo de máquinas volviendo el rostro angustiado hacia la inmensa noche estrellada, buscando en el girar de los astros y la ocre inmovilidad de la tierra envejecida la recaptura del secreto de la consagración. Pero Clausell no es “públicamente”, no lo es ni siquiera para sí mismo, un pintor. Su trato con la pintura es la expresión de una cierta relación privada con las apariencias de un mundo que desaparece, que va a desaparecer en nuestro mundo y descansa en su derecho al anacronismo, en su decisión de pagar el precio de la soledad que exige el hecho de habitar un espacio personal. Su vida pública sigue siendo la del abogado que busca la justicia y al que sus clientes casi nunca pueden cubrirle sus honorarios. En una época se llamaba a sí mismo “el abogado gallinas” porque, en el mejor de los casos, sus clientes le pagaban así, con gallinas. También se sabe que daba clases de dibujo a los niños en humildes y apartadas escuelas primarias, cerca de Xochimilco. En tanto, en el antiguo y suntuoso palacio de los Condes de Santiago y Calimaya, la vida de Clausell se ha ido haciendo marginal. El centro de la casa ha sufrido un desplazamiento. Para él está en la azotea, donde se encuentra su estudio de pintor. Es fácil comprobarlo ahora viendo el diario secreto de su vida interior, vida que se expresa en términos de pintura, como configuración de los fantasmas que se mueven y habitan en el ánimo del artista, con cuyo despliegue ha ido poblando los muros de ese estudio. Es una habitación vasta —14 metros de largo por 6 de ancho—, a la que se llega venciendo dos pisos de hermosas escaleras coloniales, cuyas ventanas abren un panorama de cúpulas y azoteas en las que se guarda el recuerdo de una ciudad desaparecida casi por completo. En ese estudio Clausell recibe a sus amigos artistas. Allí, muy probablemente, se bebe en abundancia. De allí se va el pintor en busca de la naturaleza, del campo abierto que completa el círculo de su relación con el mundo; allí regresa a fijar definitivamente, en cuadros generalmente pequeños, sus encuentros con el paisaje. Esos cuadros y los muros de su estudio profusamente, desordenadamente, decorados por el artista, dejan fijos los que sin lugar a dudas forman los más altos momentos de la biografía de Clausell, las cimas en las que se hace visible una intensidad interior que es finalmente la que determina el sentido de esa biografía. Es un periodo que cubre un largo número de años. Por lo general, Clausell no fechaba sus obras: son un continuo movimiento, un ininterrumpido ir y venir del paisaje a sí mismo y la exteriorización en su estudio de sus obsesiones y sus fantasmas; de sí mismo y el espacio instintivo y secreto determinado por sus impulsiones, al escenario del mundo del que encierra en el color la multiplicidad de los brillos y reflejos. Inmóviles dentro de su fijación como belleza y armonía en un obra colocada fuera de las transformaciones que provoca la historia, esos años le permiten a Clausell mostrar por última vez quizás en la historia de la pintura el resplandor de un mundo que se convierte cada vez más en recuerdo, y en la verdad de ese mundo se deja aparecer, poco a poco, surgiendo entre los colores, el trazo en el que se halla la cifra de su figura.

 

Tenemos una fotografía de Clausell a los 68 años, poco antes de morir. Las características de su primera madurez permanecen, pero se han profundizado, suavizándose en unas partes, agudizándose en otras. De algún modo, su imagen ya no es la de un abogado que se dispone a enfrentar el mundo, sino la de un artista que ha hecho suyo el mundo, guardándolo en su interior. Clausell  tiene todavía una figura robusta, vigorosa, y la sensualidad sigue viva. Se muestra sobre todo en las manos, que vemos ahora, una sobre la otra, cruzadas bajo su vientre: manos anchas, con dedos gruesos y firmes. El bigote ha desaparecido y podemos ver el trazo largo, sensual a pesar de los labios delgados y unidos, de la boca. Una cabeza asentada sobre un cuello extraordinariamente firme, digno remate de la grave pesantez del cuerpo. Y sin embargo, a pesar de que la nariz, de anchas aletas, es la misma, las arrugas a los lados de ella y de la boca señalan una nueva ironía, quizás amarga, que en los ojos, ocultos casi por los gruesos lentes redondos, se transforma ahora en profundidad y comprensión. La frente se ha hecho más amplia. Clausell tiene abundantes canas en las sienes y la sensualidad vuelve a encontrarse en el alargado lóbulo de la oreja. Un hombre de 68 años, firmemente descansando en sí mismo, su figura entera dibujándose delante de uno de sus cuadros, que aparece al fondo. ¿Hasta dónde está ya él por completo en esos cuadros?

 

Durante un año más todavía, Joaquín Clausell seguirá saliendo frecuentemente de excursión al campo. Las Fuentes Brotantes en Tlalpan, el Canal de Iztacalco, el valle abierto que cierra el levantamiento de los volcanes. Del campo a su estudio, de la mirada contemplativa a la fija exteriorización de esa mirada en sus cuadros, en las paredes de ese mismo estudio, donde, impulsivamente, las imágenes se suman al torrente que constituye su vida secreta, compartida sólo por los amigos que pueden admirar esas paredes en las que se expresa la exacta y compleja cifra de su personalidad, se cierra un periplo en el que el artista se muestra y se nos entrega.

 

Luego, un día, el círculo queda abierto: el pintor abandona sus obras, las deja vivir su vida fuera del tiempo. Es el 28 de noviembre de 1935. Han pasado casi setenta años desde la entrada al mundo de Joaquín Clausell, en Campeche. En esos setenta años el mundo es otro. Tal vez hasta ese paisaje que él mira ahora en las Lagunas de Zempoala desaparecerá o por lo menos se transformará hasta hacerse irreconocible muy pronto. Pero  ahora, en noviembre de 1935, Clausell puede ver el suave temblor de los verdes pinos erectos que se recortan contra el limpio azul del cielo, en uno de cuyos lados se agolpan, se mueven cambiando de forma, algunas nubes blancas. Abajo, más allá de las peñas ocres y grises, el profundo verde del lago. El viento riza ligeramente sus aguas. El verde de los pinos, el azul del cielo, el blanco de las nubes, la luz dorada que brilla en las rocas, se repite, se refleja, se mueve en el agua. El cielo y la tierra: arriba y abajo confundidos; el color de los colores; el espacio sin fondo en el que todas las formas se encuentran. Seguramente, Clausell ha bebido; bebe mucho, siempre: la necesidad de salirse de sí mismo, la búsqueda del éxtasis. Luego, de pronto, la mirada desaparece. El pintor se ha despeñado en una de las rocas ribereñas.

 

Un accidente: despeñado. Su cuerpo, el garante del yo, perdiéndose en el paisaje, abandona ese yo y lo entrega al paisaje. Una anécdota cuenta que Joaquín Clausell perdió la vida al caerse en seguimiento de una botella que él había tirado al vacío, desde la ribera, en las Lagunas de Zempoala. Es sólo una anécdota. Pero, ¿lo que hace verosímiles las leyendas no es su inmediata identificación con la esencia de la persona a la que se atribuyen? El éxtasis se alcanza finalmente en el delirio, a través de la disolución en el objeto del éxtasis. Joaquín Clausell se pierde en el paisaje;  el paisaje se encuentra ahora en sus cuadros. Allí están, reverberantes, convertidos en color, el mundo y sus reflejos: el reflejo del mundo. Además, en las paredes de su estudio, Clausell también nos ha dejado la suma de signos que constituyen la imagen de su delirio y terminan de configurarlo como artista. Su biografía se cierra en su punto más alto y nos deja solos, frente a su obra.

Joaquín Clausell,Fuentes brotantes (Bosque azul),s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

Su obra

 

  1. La naturaleza

Es poco lo que hay que decir y mucho lo que hay que ver en los cuadros de Joaquín Clausell. ¿Puede convertirse el ilimitado espacio del mundo en el campo cercado dentro del que se inscribe una forma de reflexión? Los pintores impresionistas lo enseñan: lo que la pintura nos permite reconocer ya como la sensibilidad impresionista nos lleva a advertir el carácter de esta reflexión, su forma, en los términos de las imágenes en las que se hace visible. Para la pintura impresionista se trata de que los elementos mediante los que se constituye la representación plástica no se centran alrededor de la manera en que se puede crear la ilusión de que se reproduce un determinado aspecto del mundo, sino de que la manera en que se representa ese aspecto del mundo nos entregue el pensamiento de la sensibilidad que lo contempla. Pero este pensamiento es un sentimiento. No se muestra en términos de conceptos, de ideas, sino de intensidades sensuales que encuentra su posibilidad de expresión, de convertirse efectivamente en pensamiento visible, a través de la percepción e interpretación de los efectos que la luz revela al actuar sobre la materia, o sea, a través del color.

 

Joaquín Clausell ya lo sabemos, entendía la pintura, lo que quiere decir que sentía la necesidad de la pintura, en estos términos. Su urgencia interior, conservada siempre dentro del marco de una pasión privada, de convertir en cuadros su visión de la realidad del mundo en el que se mueve, nace como una forma de reflexión que se concreta en la obra. Su oficio aparece como producto de su necesidad. Él nunca estudió con Landesio ni con Clavé; no tuvo ningún gran maestro académico; o aprendió nunca a realizar frías y transparentes composiciones panorámicas en las que, como había logrado hacerlo Velasco, el espacio abierto actuará por sí mismo mostrando siempre su independencia de cualquier intensidad de la mirada. A esa transparencia opone una lucidez opaca, tamizada por las inflexiones en las que se muestran todas las particularidades que animan su mirada. Por eso, su contemplación se entrega en sus cuadros como una inflexión; no es un recorrido exterior sino un proceso de interiorización de lo inmediato que nos regresa al campo de lo inmediato exteriorizando ese proceso. Con justicia, Xavier Villaurrutia puede decir de Clausell:

 

Pintor sensual en el más puro y directo significado de la palabra, sus cuadros hablan sin elocuencia, poéticamente, a los sentidos del espectador. Y si todos son un deleite para la vista, de algunos es justo decir que podemos respirarlos como una emanación; o bien tocarlos, por la magnífica calidad de su materia, y aun oír en ellos el silencio de sus lagos y canales, o el rumor de sus bosques, o la precipitada fuga del oleaje en sus marinas, o el hervor de sus caídas de agua.

 

Las palabras de Villaurrutia nos dan un catálogo casi exhaustivo de los temas de Clausell. Es siempre el mismo encuentro con un determinado paisaje, con el paisaje, pero ese encuentro subraya precisamente sus cualidades sensibles. De pronto, en la múltiple variedad de sus reflejos, el mundo se pone a hablar, deja escapar apenas, casi silenciosamente, dejándonos escuchar su voz sólo desde adentro, un rumor incesante, hecho de lentas emanaciones intermitentes, de efluvios que confunden nuestros sentidos de tal modo que, como nos lo sugiere Villaurrutia, no sabemos si esa voz se dirige al oído, al tacto, al olfato, o a la vista. Y sin embargo, se trata siempre, inevitablemente, de ver. Es el placer de la pintura. Ante los cuadros de Clausell siempre llegamos al puro placer de la pintura. Pero ese encuentro sobre el que nuestra mirada se detiene, en el que nuestra mirada se queda, habiendo encontrado la densidad de una materia que la seduce y en la que puede descansar, es al mismo tiempo una meta y un punto de partida.

Joaquín Clausell, Canal de Santa Anita, s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

Clausell ha convertido en pintura un mundo que lo seduce. Sus cuadros nos hablan, se quedan como impresiones, de sus viajes y excursiones por México. Pero en esos cuadros ya todo es color y la meditación sobre el mundo se transforma en meditación del color sobre sí mismo y a través de esa meditación, en capacidad que la pintura nos otorga para reflexionar sobre la personalidad que ha elegido definirse a través de la vida que el color nos muestra. En sus pequeños, grandes cuadros, Clausell es ya un paisaje. Para pensar en él, pensemos en ese paisaje. Él nos habla de las Fuentes Brotantes de Tlalpan y del Canal de Iztacalco; del mar embravecido estrellándose en los acantilados de Mazatlán o aquel Acapulco del mar incesante, agitándose sin fin en inagotables ondulaciones, con toda su profundidad convertida en superficie, o extendiéndose sobre la arena hasta parecer perderse en ella antes de regresar a sí mismo; el agua quieta o murmurante de lagos y arroyos en los que se repiten las vibrantes siluetas de los árboles y el agolparse de las nubes en el cielo; el árbol que en un riguroso primer plano enmarca y abre el espacio en el que finalmente se unen la tierra y el cielo, la hierba y las nubes; de las altas, nevadas montañas, cuya lejanía muestra la profundidad del llano y que de pronto se yerguen al final de éste, y una y otra vez, siempre de nuevo, de las nubes, el cielo, el agua, la tierra, el mar, la temblorosa y esbelta silueta de los árboles. Sin embargo, todo eso no es más que el azul, el amarillo, el rojo, el verde, los juegos, los reflejos, las repeticiones de la luz y la sombra en el azul, el amarillo, el rojo, el verde. Y así, el color crea u espacio mágico, el lugar en el que todo aparece y desaparece, se muestra y se queda fijo en su continua capacidad de transformación.

Joaquín Clausell, Camino al bosque. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA

Hay dos cuadros de Clausell que separamos arbitrariamente, tan sólo para ilustrar una verdad que corresponde al conjunto de su obra. Se titulan Camino en el bosque y Claro en el bosque. Son dos paisajes encantados. La naturaleza parece contener el aliento en ellos, suspendida en un suspiro desde cuya momentánea detención, antes de precipitarse en el instante siguiente, se contempla a sí misma. Los azules, esbeltos troncos de los árboles cercan un espacio en el que nada ocurre. La hojas, amarillas, verdes, aletean y vibran, quietas. La luz entra, tamizada por los colores entre los que se filtra, hasta ese sendero oculto cuyo camino los árboles señalan, hasta ese claro que los árboles abren, creando su lugar. La pintura ha establecido una zona vacía, pero esa zona aparece a través de la existencia de la pintura, del mundo de color que al cercarla la obliga a manifestarse. La ausencia se ha convertido en una presencia. ¿No podemos ver en esta imagen un símil de la existencia presente-ausente del pintor en los paisajes que crea? Él ya no está, le ha dado su voz al paisaje, pero esa voz en la que se pierde es suya, y recogiéndolo, ocultándolo, el paisaje lo encuentra y lo muestra.

 

  1. El delirio

 

El estudio de Joaquín Clausell, en la azotea de la antigua casa de los Condes de Santiago y Calimaya, que hoy es el Museo de la Ciudad, nos propone otra imagen del artista que le da un giro inesperado a la proyección de su figura y termina de constituirla en toda la riqueza de sus contradicciones. Clausell no es sólo el que, indirectamente, encontramos en sus paisajes, o mejor dicho, nada más lo es cuando a esta imagen le agregamos la de la expresión de sus sueños y pesadillas tal como los ha dejado, exteriorizados también, en las paredes de su estudio.

Estudio de Joaquín Clausell. Museo de la Ciudad

A lo largo de su vida de pintor, Clausell fue pintando en desorden, sin ningún propósito público, las paredes de su estudio. No lo animaba la intención de realizar una obra en ellas, y en efecto, lo que encontramos en su estudio no es una obra en el sentido tradicional del término: es más bien un diario íntimo en el que el artista iba anotando todas las figuras que lo obsesionaban, alimentaban y constituían su yo. Por eso, como ocurre con todos los diarios, sólo la muerte de su autor, al cerrar la posibilidad de continuarlas, le da un final a esas anotaciones y las convierte en obra marcando sus límites, cerrándolas definitivamente. Es un estudio que nos cerca, nos rodea, dejándonos contemplar como desde el interior y hacia fuera el alma de Clausell. Allí no hay más orden que el desorden que crea el libre movimiento de intensidades en las impulsiones. Pero el alma que así se expone a la contemplación es el alma de un pintor. Aspectos sorprendentes de las zonas de expresión que ese pintor puede tocar y hacer visibles se agolpan en el estudio. Una tras otra se suceden las imágenes, muchas veces esas imágenes se superponen una a otra, se borran en parte, desaparecen una en la otra. Su conjunto se contradice, contrapone las figuras hasta formar un abigarrado mapa del lúcido delirio a través del cual, en la pintura, Clausell salía al encuentro de sus fantasmas. Hay una interminable sucesión de pequeños cuadros. En ellos encontramos las marinas, las montañas, los bosques, las playas, los cielos que ya conocíamos a través de las obras de caballete. Y de regreso de esas montañas, esas playas, esos bosques, a solas consigo mismo, ¿qué encontraba el pintor? La serena belleza de los paisajes se puebla de figuras humanas, de emblemas, de signos. Sobre la naturaleza, en el espacio de la naturaleza, aparecen los deseos, los sueños, los delirios diurnos cuya cifra secreta surge del reino de la noche.  Entonces, el estilo de Clausell sufre la transformación a la que lo obliga y lo somete la urgencia de dar libre curso a la expresión de sus impulsiones instintivas. El pintor impresionista cede el paso a un poderoso intérprete del “Nuevo Estilo”. Los innumerables desnudos, los rostros de mujer, las emblemáticas cabezas de leones, los misteriosos caballos blancos inmóviles en medio de un campo al que baña la luz lunar de Clausell ya no nos conducen hacia Monet o Pizzarro sino hacia Gustave Moreau, hacia Klimt, algunos aspectos de Ensor, hacia Odilon Rendon. No se trata de clasificar, sin embargo, sino de penetrar en esa obra sin centro cuyo único centro posible es el propio Clausell.

Estudio de Joaquín Clausell, Museo de la Ciudad de México

A través de la multitud de desnudos, siempre fascinantes, siempre perturbadores, figuras mórbidas, yacentes, con el cuerpo quebrado en distorsiones incitantes e imprevisibles, de piel blanquísima en la que se refleja la muerte y la vida; a través de esa multitud de escenas en las que intervienen monjes, asesinos, cadáveres, animales, charros, figuras populares, y que no están regidas más que por la loca libertad de la imaginación que alimenta los sueños; a través de los emblemas y signos que presiden el obsesionante despliegue de esas escenas entre las que una y otra vez reaparece el paisaje, el callado e inmutable escenario del mundo , dejándose llevar, mover, sacudir por los mandatos de una fantasía a la que nada limita, Clausell ha convertido en razón su delirio dándole forma, obligándolo a mostrarse como obra, una obra que tiene entre sus exigencias la imposibilidad de que el propio artista la rigiera, pero que en la libertad de su movimiento sin fin, movimiento que es el de impulsiones irracionales en las que se expresa la fuerza de la vida, lo encierra y nos lo dona. En las paredes del estudio de Clausell, los límites de esa obra sin orden consciente van trazando un perfil que en sus altas y bajas semeja el de una lejana cordillera que se diluye, se hace imprecisa en la distancia. Sin reparar en los detalles de cada composición, dejando flotar la mirada por las abigarradas paredes del estudio, los colores se difuminan, se funden uno en el otro, van creando una imprecisa tonalidad roja, azul, verde, amarilla. Y de pronto, es sólo el color el que nos rodea, estamos inmersos en el color. La totalidad de las paredes del estudio, encerrando el delirio de Joaquín Clausell, forman también un paisaje.

JUAN GARCIA PONCE. Imágenes y visiones. Editorial Vuelta, primera reimpresión 1991.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

JOAQUÍN CLAUSELL   (1866 – 1935)

Canal de Santa Anita

Fecha:s/f

Técnica:Óleo sobre tela

Crédito:Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

 

 

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