Por Luis Ignacio Sáinz
I
Las representaciones icónicas de un episodio sacro tan vertebrante, como el de la Crucifixión, del hijo del Creador ni más ni menos, esa ambigüedad magnífica de hombre-Dios-hombre, suelen focalizar su atención en lograr transmitir la belleza del dolor, entendido como valor necesario de la redención del género humano. Vaya vaya, que semejante teoría de la salvación linda con el horror y provoca el pánico; y, sin embargo, es el núcleo de la Pasión, su momento culminante: morir por amor al otro. Volverse prenda de una negociación inconcebible con el Altísimo, vicario (del latín vicarius, suplente, sustituto; su acusativo vicem, “en lugar de”) que encarna a los pecadores en su castigo y /o penitencia. Si eso le ocurre al mismísimo emisario celeste, “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, imaginen ¿qué les espera a los fieles de la palabra, acaso briznas del tiempo, soplos mortales y vahos azarosos?
Que fallezca Dios no es poca cosa, y si se trata de una sentencia que tiene como anti-premio la muerte en la cruz, y que ese laudo romano haya sido ratificado por los compatriotas mismos de la encarnación divina, eligiendo al Mesías como víctima propiciatoria, suena monstruoso. Pero aquí no se pone el acento, los cronistas de este sacrificio voltean su mirada hacia otro lado, se detienen en el consuelo del más allá; en la entrega amorosa al límite por redimir de sus pecados a la comunidad de fieles; confiando a plenitud en el apotegma de Isaías (53:5): “Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Y a esta figura de la teología se le denomina “expiación sustitutiva”.
Lo aclarará el agustino renovador, Martín Lutero, pues exprimirá la savia de un pasaje de las Escrituras que diese la impresión de manifestarse entre brumas: “Cristo el poder de Dios, justicia, bendición, gracia y vida, vence y destruye a estos monstruos: el pecado, la muerte y la maldición, sin guerra o armas, en su propio cuerpo y en sí mismo” (Gálatas 3: 13-14). Y esta cifra o resumen nos explica el por qué el Calvario deviene esencial en el Nuevo Testamento, ya que sin esa prueba consumada carecería de sentido, como narración y como empeño de gracia. De modo tal que representar dicho misterio será literalmente una epifanía (del griego επιφάνεια, “revelación, manifestación”) crucial (esa instantia crucis que ya aparece en el Novum Organum Scientiarum de Francis Bacon, 1620) en la iconografía de Jesús-Cristo.
Este preámbulo, que se extiende siguiendo la traza de un laberinto, nos conduce, en teoría, a un corolario único: el del inveterado agradecimiento de los píos. Y teniendo en mente las imágenes de la Crucifixión como tópico plástico, concordaríamos en reconocer la arraigada deuda de la expiación. Empero, más que una voz, será un pincel el que se levante para irrumpir en la paz de los creyentes, mostrándonos que, hasta la Virgen María y san Juan el Evangelista (del griego εὐαγγέλιον, “mensaje feliz”), eventualmente y con sutileza, pueden mostrar su desacuerdo, no compartiendo quizá el elevado costo pagado por el mensajero salvífico, aún más, incluso, su negación de la especie metafísica que lo constituye, la condición de ser hijo de Dios.
Que yo sepa nadie se había atrevido a tanto siendo miembro de la comunidad de fieles, y esto es lo que hace Carlo Crivelli en su composición. Obra maestra resguardada en la Pinacoteca de Brera que evidencia el disenso de la madre terrestre del Nazareno y del discípulo al que amaba Jesús, ese que se recuesta en su pecho durante la Última Cena (Juan 13: 25) y a quien confía a María desde la Cruz (Juan 19: 25-27). Sorprenden las ausencias de su hermana María, la mujer de Cleofás y de María Magdalena, tratándose del testimonio del apóstol referido.
Ambos protagonistas muestran unos rostros turbados, alterados, que contravienen –como posible lectura de interpretación- la decisión de entregarse al martirio en beneficio de otros. Distancia, incredulidad, enojo, sentimientos apuntados en los ceños fruncidos, la contracción de los músculos de la cara, las miradas inyectadas de rabia o ira, la distancia asumida por la Virgen, la búsqueda de los porqués en la mano extendida y la mueca del semblante del desterrado en la isla de Patmos. Exangüe, el Mesías, se despide con una expresión desde la lejanía, dejo transmundano que ya estimara justo y oportuno su holocausto.
Ambos protagonistas muestran unos rostros turbados, alterados, que contravienen –como posible lectura de interpretación- la decisión de entregarse al martirio en beneficio de otros. Distancia, incredulidad, enojo, sentimientos apuntados en los ceños fruncidos, la contracción de los músculos de la cara, las miradas inyectadas de rabia o ira, la distancia asumida por la Virgen, la búsqueda de los porqués en la mano extendida y la mueca del semblante del desterrado en la isla de Patmos. Exangüe, el Mesías, se despide con una expresión desde la lejanía, dejo transmundano que ya estimara justo y oportuno su holocausto
El universo del veneciano Crivelli se agota en la iconografía religiosa, con encargos de franciscanos y dominicos en Ascoli. Paradójico que imágenes tan perturbadoras y hasta grotescas, no le hayan granjeado conflictos, cercanas a las composiciones de Cósimo Tura (c. 1430 – 1495), su contemporáneo ferrarense, otro relapso seductor. Aquí presente con una versión inusitada. Jesús ha entregado su alma al Creador. En más de un sentido, ha finalizado su prueba, lo que le permite reunirse consigo mismo. Emprende el viaje desafiando la gravedad de las ataduras de su cuerpo profano, flotando o levitando, despojado de los maderos donde fuese sostenido por tres clavos en su martirio, pues tales son físicos y no tienen cabida en la bóveda celeste. Es una cáscara, su propia mortaja, no emite señal alguna, se limita a ascender, dejando evidencia de ello con la estela de humo, gas o luz que desprende su movimiento. La cabeza está provista con un yelmo sin celada que suple a la corona de espinas, y que cuenta con una suerte de aspa como si dicho adminículo, en caso de serlo, fuese responsable de su locomoción. Solía coronar al San Jerónimo penitente.
II
Carlo Crivelli da por sabido que el suplicio de la cruz cobra la vida humana, acaso histórica, de Jesús. No le dedicará tiempo a este hecho, por importante que sea; se centrará a contracorriente en establecer las reacciones y consecuencias de esa muerte: ¿cómo la perciben y la procesan los espectadores del teocidio? Una de las respuestas que ofrece a tan tremendo acertijo, se materializa justamente en La crucifixión con la Virgen María y San Juan Evangelista. Lo atrapa más el psicologismo que la representación verosímil del acontecimiento; otro tanto hará Cósimo Tura.
Ambos podrán divagar sobre este tipo de cuestiones esotéricas gracias a que Andrea Mantegna (1431-1506) ya había ofrecido el análisis forense, tras efectuar el reconocimiento anatómico e identificar las heridas, cerraría el expediente, procediendo a que los deudos recuperasen el cadáver y procediesen a su atención para cumplir el entierro ritual. Lamentación sobre Cristo muerto es un punto de inflexión en el tratamiento de los cuerpos en el espacio, alcanzando una cota insuperable en la aplicación de la perspectiva y el escorzo.
Este monstruo del renacimiento, influencia en Alberto Durero, Giovanni Bellini o Leonardo da Vinci. Y tendremos que esperar hasta 1512-1516 para que irrumpa en el imaginario del martirio de Jesucristo un tratamiento tan novedoso como el del alumno de Francesco Squarcione en su studium de Padua. Me refiero al retablo de Isenheim en Colmar, la Alsacia francesa, ese políptico inagotable concebido al temple y el óleo sobre madera de la autoría de Matthias Grünewald, también llamado Mathias Gothardt Neithardt, en particular el panel central dedicado a la Crucifixión y el Santo Entierro en su predella, donde el hijo de Dios nos convida una morfología exacta de lo que sufre un cuerpo devenido cadáver con todos los síntomas de la “pudrición”, en la voz de Baltazar Gracián
El originario de Isola di Cartura sacaría provecho a raudales de las estancias de hacedores de imposibles en Padua: Filippo Lippi y Paolo Ucello, que le aportan el perspectivismo, Donato di Niccolò di Betto Bardi, llamado Donatello, a quien le debe la monumentalidad de sus figuras, en lo que se ha dado en calificar su “estilo pétreo”.
Difícil encontrar una obra capaz de rivalizar en trascendencia con este vademécum de lo que sí se debe hacer a la hora de pintar: Lamentación sobre Cristo muerto. Un continente terreno espera su preparación para el depósito en el sepulcro; habrá sido sometido a un ritual de purificación (tahará), llevado a cabo por cuidadores mixtos (hombres y mujeres) o jevrá kadisá y lo cubrirán con una mortaja funeraria o tachrachim. De existir contenidos sacro y profano, uno migró ya a casa de su Padre para acompañarlo a su diestra en espera del Juicio Final y su prometido regreso, la Parusía; otro se desvaneció en su ser materia, permaneciendo en el orbe doloroso que fuera escenario de su Pasión.
III
La Pinacoteca de Brera es el corazón de un enjambre de instituciones culturales y científicas de la Lombardía en Milán. En el antiguo monasterio de la Orden de los Humillados (s. XIV), disuelta en 1571 por el papa Gregorio XIII, a partir de sus vestigios fue habilitado un colegio jesuita de formación, cuyo rector Pallavicini impulsaría la creación de un Observatorio Astronómico desde 1764, para lo cual logró incorporar a un colega de congregación adscrito a la Universidad de Pavía como titular de la cátedra de matemáticas, el croata Ruggiero Boscovich (Dubrovnik, 171-Milán, 1787) para que se encargase del proyecto, mismo que entró en operación un año más tarde. En 1770 se le conferiría la dirección del sofisticado mirador, aunque tres años después el pontífice Clemente XIV suspendería la Compañía de Jesús, trasladándose su gestión al gobierno imperial, es decir al Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana hasta 1797 cuando las tropas de Napoleón Bonaparte vencieran a la Primera Coalición (Austria y aliados).
María Teresa, reina de Hungría y Bohemia, emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano Germánico y archiduquesa de Austria, establecería allí mismo el Museo Astronómico-Orto botánico en 1774, que ahora forma parte de la Universidad de Estudios de Milán; y en 1776 fundaría la Academia de Bellas Artes, en la actualidad una universidad pública de vocación transdisciplinaria; el mismo año la cabeza de la casa de Habsburgo abriría al público la Biblioteca Nacional Braidense, con un acervo de más de millón y medio de manuscritos, códices, libros y documentos. Con el triunfo napoleónico en 1797, surgiría la Academia de Ciencias y Letras, a imagen y semejanza del Instituto de Francia. Vencido el corso, se impondrá la Restauración, hasta que, por fin, se concede que la unificación de Italia se feche en 1861. Incluso Alessandro Manzoni, el autor de I promesi sposi, fue su director; y en su primer aniversario luctuoso, Guiseppe Verdi compuso la Misa de Réquiem (1874).
Brera demostrará al cierre del siglo XIX y tras las dos conflagraciones del siglo XX, que su vocación consiste en sobrevivir, actualizarse y representar un modelo de gestión patrimonial y de desarrollo académico: en calidad de enclave de instituciones de investigación y creación científica y cultural diversas; por el crecimiento, restauro y estudio de sus colecciones biblio-hemerográficas y documentales, así como de pintura, estampa y escultura; de artefactos astronómicos, y especies de plantas. Se mantiene vigente con poco más de doscientos cincuenta años de antigüedad, fundando una tradición intelectual vigorosa y dinámica.
Le tocará a Fernanda Wittgens (1903-1957) concluir el sueño compartido de “la Gran Brera” con su mentor y jefe Ettore Modigliani (1873-1947), reintegrado tras la caída del fascismo y la “normalización democrática” en 1946. Le sucederá su discípula y aliada, siendo la primera mujer en dirigir esta Pinacoteca o cualquier museo o galería de importancia nacional.
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