Situado en el límite de la vida, en los confines del arte, Justino Prerogue era pintor. Con él vivía una amiga y venían a visitarlo unos poetas. Uno tras otro llegaban a cenar al taller donde el destino tachonaba, en el techo, chinches en vez de estrellas.

Había cuatro convidados que jamás comían juntos.

David Picard procedía de Sancerre, descendía de una familia judía controvertida, como hay tantas en la ciudad.

Leonardo Delaisse, tuberculoso, escupía su vida de inspirado con aires como para morirse de risa.

Jorge Ostreole, con la mirada inquieta, meditaba, como Hércules antaño, entre las alternativas de las encrucijadas.

Jaime Saint-Felix era el que más conocía cuentos; su cabeza podía girar en sus hombros, como si el cuello estuviese atornillado en el cuerpo.

Y sus poemas eran admirables.

Las comidas eran interminables, y la misma servilleta servía alternativamente a los cuatro poetas, pero no se les decía.

 

***

 

Poco a poco, esta servilleta fue ensuciándose.

Apareció un poco de yema de huevo junto a un oscuro reguero de espinacas, círculos de bocas vinosas y cinco marcas grises dejadas por los dedos de una mano en reposo. Una espina de pescado perforó la trama del lino como una lanza. Un granito de arroz se secó y quedó pegado en la esquina. Algunas partes estaban más oscuras que otras por la ceniza del tabaco.

 

***

 

—David, tenga su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue.

—Tenemos que acordarnos de comprar servilletas —decía Justino Prerogue—, apúntalo para cuando tengamos dinero.

—Su servilleta está sucia, David —decía la amiga de Justino Prerogue—, la próxima vez se la cambio. No vino la lavandera esta semana.

—Leonardo, aquí tiene usted su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue. Puede escupir en el depósito de carbón. ¡Pero qué sucia está su servilleta! En cuanto la lavandera me traiga la ropa sucia se la cambio.

—Leonardo, tengo ganas de hacer su retrato escupiendo —decía Justino Prerogue—, no sé qué hace la lavandera. No me trae la ropa limpia.

—¡A comer! —decía Justino Prerogue.

—Jaime Saint-Felix, otra vez voy a tener que darle la misma servilleta. No tengo otra por hoy —decía la amiga de Justino Prerogue.

Y la cabeza del poeta daba vueltas durante toda la cena escuchando las historias que contaba el pintor.

 

***

 

Pasaron muchos meses.

Los poetas seguían usando alternativamente la servilleta y sus poemas eran admirables.

Leonardo Delaisse escupía su vida cada vez más cómicamente y David Picard empezó también a escupir.

La venenosa servilleta infectó uno tras otro después de David, a Jorge Ostreole y a Jaime Saint-Feliz, pero ellos lo ignoraban.

Como un asqueroso trapo de hospital, la servilleta se fue manchando de la sangre que aparecía en los labios de los cuatro poetas, y las cenas eran interminables.

 

***

 

Al principio del otoño, Leonardo Delaisse escupió lo que le quedaba de vida.

En diversos hospitales, sacudidos por la tos como las mujeres por la voluptuosidad, los otros tres poetas se murieron a pocos días de intervalo. Y los cuatro dejaron poemas tan hermosos que parecían encantados.

Se atribuyó su muerte, no a la comida, sino al hambre cruel y a las veladas líricas. Pues ¿es acaso posible que una sola servilleta pueda matar, en tan poco tiempo, a cuatro incomparables poetas?

 

***

 

Muertos los invitados, la servilleta se reveló inútil.

La amiga de Justino Prerogue quiso echarla en la ropa sucia.

Y la desdobló pensando: “Está demasiado sucia y además empieza a apestar.”

Pero una vez desdoblada, la amiga de Justino Prerogue se sorprendió y llamó a su amigo quien quedó maravillado:

—¡Es un verdadero milagro! Esta asquerosa servilleta que te complaces en desplegar, gracias a tanta mugre coagulada y tan diversos colores, muestra los rasgos de nuestro difunto amigo David Picard.

—¿Verdad? —murmuró la amiga de Justino Prerogue.

Ambos, en silencio, miraron la milagrosa imagen y luego, despacio, hicieron girar la servilleta.

Pronto palidecieron al ver el espantoso aspecto de muerto de risa de Leonardo Delaisse, haciendo esfuerzos por escupir.

Los cuatro lados de la servilleta ofrecían el mismo prodigio.

Justino Prerogue y su amiga vieron a Jorge Ostreole indeciso y a Jaime Saint-Felix a punto de contar una historia.

—Deja esa servilleta —dijo bruscamente Justino Prerogue.

Cayó el trapo extendido en el piso.

Justino Prerogue y su amiga anduvieron girando largo tiempo como astros alrededor del sol, y este Lienzo del Divino Rostro, con su cuádruple mirada, les ordenaba que huyeran al límite del arte, a los confines de la vida.

 

 

Guillaume Apollinaire. EL HERESIARCA Y CÍA. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.

 

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