Lectura de Cortázar

En el jardín de Coyoacán sopla el viento de marzo,

cambia de lugar las hojas de los árboles,

el olor de las mujeres, el plumaje de las palomas.

Julio Cortázar, atado a un viejo tronco de palmera,

hace su aparición, entre fotógrafos.

Lo suben al estrado, comienza su lectura.

El viento no se lleva sus palabras.

 

 

Francisco Toledo: cerámica

En algún lugar del mundo

Francisco Toledo

abre la puerta del horno:

salen garzas-cangrejos

iguanas-peces

alacranes-grillos

sapos-tortugas

y pájaros-conejos

que se meten

en las vitrinas de los marchantes

en las colecciones

de los millonarios

en los agujeritos

de las muchachas.

 

 

Ricardo Martínez: obra reciente

Son los primeros moradores del tiempo.

Gigantes que toman posesión de un ámbito

con suaves movimientos de animales oscuros.

A ellos corresponde inaugurar la noche,

el fuego, el vaso, el hijo,

el agua entre los dedos.

Ellos fundaron las caricias del musgo,

la brasa del abrazo.

Su desnudez los cubre. Su silencio habla.

En sus manos el trigo fragua piedras espectrales.

Todo acaba de nacer y ellos lo saben.

Se tienden contra el color de fondo,

expulsan a la luz de sus dominios,

se reúnen en el centro de la tierra

y deciden que otro, su semejante,

incorpore la eternidad a su belleza.

 

 

Rodolfo Nieto: despedida

Hay una hoguera en París

sentada sobre tu pecho.

Hay un niño en Oaxaca

sentado sobre tu nombre.

 

 

Autógrafo

El hombre está sentado frente a mí, en una

habitación donde no hay nadie más. Le acerco

un libro pequeño, de pastas negras y le

pido que lo firme. Entonces el hombre se

incorpora, saca su pluma y el libro, ya inmenso,

abierto e integrado a la pared, comienza

a ser recorrido por la nerviosa mano.

Surgen árboles con nubes en vez de copas,

bestias que se alimentan de terrones,

zopilotes inmóviles en la quietud del aire y

vías de tren que pasan herrumbradas hacia

la línea del horizonte.

Rulfo cierra el libro, guarda la pluma y me

dice en silencio:

—No sueñe más. Este es mi nombre.

 

 

Rubén Bonifaz Nuño, dos moscas y un cristal

Dos moscas, una de cada lado del cristal, se miran.

¿Qué será para ellas eso que sienten, que no ven

y que sin embargo les impide tocarse?

¿Habrá tocarse para ellas?

¿Cómo se explicarán esa transparencia,

que no es la misma que observan a través de sus alas?

De pronto vuela una y ambas desaparecen.

El estira la mano, trata de alcanzar el

cristal: no existe.

Sólida y muda, entre su mano y la tarde,

cae una transparencia nueva, inexplicable.

 

 

Poema en el que se usa mucho la palabra Owen

Gambusino de perfil y de frente

Ibas a la otra orilla en busca del azufre y el mercurio

Lo sabías todo porque nunca dijiste todo lo que sabías

Bajo tu lengua la furia descubrió sueños tranquilos

En la mano de un ciego te vieron caminar a tientas

Rojo y amarillo pronto serían dos manchas del paisaje

Te aterraba la impuntualidad de la muerte

Olvidaste la puntualidad de la vida

Orfeo vencido, huiste de las estatuas y de aquello que

William Blake llamaba “porciones de eternidad”

Empieza tu ley a ser oída por sordos

No hay descanso: en tu féretro se multiplican los espejos.

 

 

César Vallejo agoniza en la Clinique Generale de Chirurgie

95 Boulevard Arago

 

Mientras se aleja de la vida, César Vallejo

piensa en una llama.

La habitación que ocupa tiene color de pus.

Una silla, un pequeño lavabo, el biombo y la

claridad que logra traspasar la ventana reducen

dimensiones entre suelo y techo.

Cubierto apenas por una sábana, Vallejo

suda y soporta la fiebre.

De pie, tres hombres lo contemplan.

En la silla, una mujer se entretiene con el

vacío de su escarcela.

Los hombres traen consigo el olor de la lluvia.

Vallejo tiene cinco días sin comer y sólo piensa

en una llama que atraviesa un río.

Los hombres se acercan y levantan el cuerpo

del poeta.

La mujer se aleja: llora de cara a la pared.

Los hombres, ya transformados en brujos,

danzan alrededor del que se muere, vociferan

extrañas letanías, queman esencias de

brillantez granate, lo someten a repentinas

succiones y pases magnéticos, hacen que camine

por el mosaico frío, lo sientan en la

silla, lo suben a la cama, leen su mano, cuentan

sus dientes, trazan jeroglíficos en su espalda,

le separan los párpados, encienden un

cirio y lo pasan una y otra vez frente a las

pupilas del hombre que, mientras se aleja de

la vida, piensa en una llama que se ahoga.

 

 

Del capítulo Los rostros

FRANCISCO HERNÁNDEZ. Oscura coincidencia. Universidad Autónoma Metropolitana. Colección Molinos de viento Serie/Poesía. Dirección de Difusión Cultural Departamento Editorial, 1986

 

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