André Breton cuenta que Philippe Soupault salió una mañana de su casa y se echó a recorrer París, preguntando de puerta en puerta:

—¿Aquí vive el señor Philippe Soupault?

Después de atravesar varias calles, de una casa desconocida salieron a responderle:

—Si, señor, aquí vive el señor Philippe Soupault.

 

 

Un detective que figura en una novela de Chesterton, empeñado en encontrar el lugar donde se ocultaba un criminal, dio con él, guiado y atraído por ciertos detalles raros que ofrecía, en su arquitectura, la casa donde estaba escondido el delincuente.

 

 

Un día que salía yo del Louvre, a un amigo que encontré en la puerta del museo y que me preguntó adónde iba, le dije:

Al museo del Louvre.

 

 

Bueno será recordar que Colón, según relata el biógrafo André de Loffechi, tuvo por la primera vez el sentimiento de la redondez del globo entrando en su dormitorio, en Génova. “ Si en lugar de entrar a su dormitorio —observa Loffechi— sale Colón al jardín, pongamos por caso, no habría seguramente descubierto América”

 

 

Marquet de Vasselot se valió, sin darse cuenta, de una voltereta en su cama para descubrir el principio científico según el cual algunos bronces chinos de la época de la dinastía de Sing, mantienen una coloración azulada al contacto del aire.

 

 

Lord Carnavon, que descubrió en febrero 1923 el tercer hipogeo funerario de Tut-Ankh-Amon, padecía, según se ha sabido después de su muerte, de una misteriosa enfermedad nerviosa. Su compañero de aventura arqueológica, Mr. Howard Carter, refiere que el infortunado Lord, estando aún en Londres, antes de su hallazgo faraónico, cada vez que venía a sus narices un olor a resina, sin saber por qué, se ponía mal y le acometían cavilaciones melancólicas. Entraba entonces a su biblioteca y abría sus volúmenes. El propio Mr. Howard Carter, al encontrar el sarcófago de oro macizo en que estaba encerrada la momia de Tut-Ankh-Amon, el héroe buscado por Carnavon, ha constatado que dicha momia se hallaba cubierta de una espesa capa de resina sagrada.

 

 

Los trescientos estados de mujer de la Tour Eiffel, están helados. La herzciana crin de cultura de la torre, su pelusa de miras, su vivo aceraje, engrapado al sistema moral de Descartes, están helados.

Le Bois de Boulogne, verde por cláusula privada, está helado.

La cámara de Diputados, donde Briand clama: “Hago un llamamiento a los pueblos de la tierra…”, y a cuyas puertas el centinela acaricia, sin darse cuenta, su cápsula de humanas inquietudes, su simple bomba de hombre, su eterno principio de Pascal, está helada.

 

 

Los técnicos hablan y viven como técnicos y rara vez como hombres. Es muy difícil ser técnico y hombre, al mismo tiempo. Un poeta juzga un poema, no como simple mortal, sino como poeta. Y ya sabemos hasta qué punto los técnicos se enredan en los hilos de los bastidores, cayendo por el lado flaco del sistema, del prejuicio doctrinario o del interés profesional, consciente o subconsciente y fracturándose así la sensibilidad plena del hombre.

 

 

Todas las cosas llevan su sombrero. Todos los animales llevan su sombrero. Los vegetales llevan también el suyo. No hay en este mundo nada ni nadie que no lleve la cabeza cubierta. Aunque los hombres se quiten el sombrero, siempre queda la cabeza cubierta de algo que podríamos llamar el sombrero innato, natural y tácito de cada persona.

Desde el punto de vista del hombre, los sombreros se clasifican en sombreros naturales y sombreros artificiales. Se llama sombrero natural aquel que nace con cada persona y que le es inseparable aún después de la muerte. En el esqueleto, la presencia del sombrero natural y tácito es palpable. Se llama sombrero artificial aquel que se adquiere en las sombrererías y del cual podemos separarnos momentánea o eternamente. En el esqueleto, la falta de este sombrero artificial es, asimismo, evidente.

 

 

Se rechazan las cosas que andan lado a lado del camino y no en él. ¡Ay del que engendra un monstruo! ¡Ay del que irradia un arco recto! ¡Ay del que logra cristalizar un gran disparate! Crucificados en vanas camisas de fuerza, avanzan así las diferencias de hojas alternas hacia el panteón de los grandes acordes.

 

 

Conozco a un hombre que dormía con sus brazos. Un día se los amputaron y quedó despierto para siempre.

 

 

El agua invita a la meditación. La tierra, a la acción. La meditación es hidrográfica: la acción geográfica. La meditación viene. La acción va. Aquella es centrípeta; ésta, centrífuga.

 

 

La danza, al repetirse, se estereotipa y se torna cliché. Cada danza debe ser improvisada y morir en seguida. Esto hacen los negros.

 

 

Estuve lejos de mi padre doscientos años y me escribían que él vivía siempre. Pero un sentimiento profundo de la vida, me daba la necesidad entrañable y creadora de creerle muerto.

 

 

Renán decía de Joseph De Maistre: “ Cada vez que en su obra hay un efecto de estilo, ello es debido a una falta del francés”. Lo mismo puede decirse de todos los grandes escritores de los diversos idiomas.

 

 

Se puede hablar de freno sólo cuando se trata de actividad cerebral, que tiene el suyo en la razón. El sentimiento no desboca nunca. Tiene su medida en sí mismo y la proporción en su propia naturaleza. El sentimiento está siempre de buen tamaño. Nunca es deficiente ni excesivo. No necesita de brida ni de espuelas.

 

 

El ruido de un carro, cuando éste va lentamente, es feo y desagradable. Cuando va rápidamente, se torna melodioso.

 

CÉSAR VALLEJO. Cuentos completos. Apéndice II. La nave de los locos. Premià Editora, S.A. Segunda edición. 1981

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