Doy principio a la oración fúnebre de Saturnino Herrán en el vestíbulo del otoño. En este mes de octubre, que es como el concordato de las aspiraciones humanas, por adelgazarse en su clima el cristianismo, difundiéndose la inmovilidad de las funciones de Buda y estilizándose, en los peristilos que salpican las hojas, el cortejo pagano. Presentaré a mis oyentes el retrato moral del pintor, mientras el cordón de Nuestro Padre San Francisco azota a las ninfas en medio de las agrias meditaciones de los pájaros en pelecho. Mas al evocarse al dueño del aniversario, no debe soplar aquí el hálito de la tumba ni el de la estación entumida, sino la respiración voluptuosa de la juventud que reverbera frente a la séptima alma del frío, como se clarifica contra el viento el tizón que alumbra la cena de amor de los montañeses.

Uno de los dogmas para mí más queridos, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la Carne. E imagino que cada uno de vosotros poseerá algo de la virtud mesiánica de abrir a voluntad los sepulcros, para que la Dicha se levante de su cabecera de gusanos y sacuda otra vez los cabellos fragantes y asome la faz entre las varas traslúcidas de sus macetas. A tal dogma y a tal conjuro apelaré, a fin de traer a Herrán por un momento y dilucidar su herencia como el plumaje del ave del paraíso.

Demasiado inteligente para ser fatuo, cultivaba un desdén especial para aquellos que, al decir de Gracián, “la naturaleza humilla bien y la fortuna eleva mal”. Pero con los hombres y las cosas que se le mostraban sin superchería, ejercitaba esa circunspección afectuosa que se deriva de considerar, en la máquina del universo, al ente más inferior y a la actividad más servil, participando de la magia pasional en que susurra el diálogo del cometa con la luciérnaga.

Casi de nadie admitía reparos a su pincel. No olvidaré la tarde en que habiéndose permitido un diplomático una observación ligera al retrato que le había encomendado, acabando de despedirse del cliente, tiró el cuadro y lo hizo girar a puntapiés. A su cuerpo débil, y a través de las tersuras virreinales en que estaba educado, llegaba la marea de la rabiosa brutalidad del Renacimiento, y en sus venas porfiaba la estética de aquellos Papas magníficos que, por haberlo sido, solamente pueden ser enjuiciados por la majestad de Dios y nunca por la pedestre honestidad de las sectas; de aquellos Papas que al apagarse de súbito los candelabros del banquete, daban a sus hijos la señal del crimen con el imperativo sacrílego: oficia. Algo habría también de herencias inmediatas, la de su abuelo materno, digamos, que doblaba entre los dedos una moneda de a peso y que arrojaba a la azotea, con el impulso de un solo brazo, la piel curtida de una res.

Su sensualidad —huelga declararlo— fundamenta su obra. ¿Acaso los propios tipos dorados de Fra Angélico no significan la sublimidad de los cinco sentidos? El alma es despótica y nos otorga su dádiva cuando le place; los sentidos, humildes y vivaces como las ardillas, nos sostienen con una perseverancia sinónima de la vida. Toca al artista aprovechar la fidelidad de estos sagrados animales en la esquivez del tiempo. En la melodía de la existencia, nuestras horas se nos mueren como tiples; mas, a la postre, “el tesoro divino, que ya se va para no volver”, ha recogido las esencias del mundo, asegurándonos una espiritual y espirituosa vejez de perfumistas. Ya no habrá virilidad; poco importa, pues resta el vino de Mosela que embotellamos en la hermosa edad parabólica.

La persuasión de lo indivisible de nuestra persona afianzó a Herrán en el culto de la línea moral y física, interpretando a sus niños, a sus viejos y a sus mujeres con tan elegante energía, que debe considerársele como poeta de la figura humana.

Llego al instante de subrayar su honorabilidad antropomórfica, con lo cual enuncio su entereza y su proporción de vástago de Adán, libre de los despeñaderos cerebrales que algunos han pretendido cavar en las grutas de la belleza. Carecía en absoluto de ideas lógicas, profesando, en cambio, las de evidencia vital, las ideas fibrosas, patrullas de Psiquis. Del ajedrez de las pesadillas cognoscitivas, espumó la congoja que ensombrece a sus varones desnudos y la coquetería de sus mulatas. No dudó entre los desvaríos mentales y los brazos palpables de la Vida. Artísticamente, la lucha de los credos se funde en el rostro de la conciencia cabal, en la que la frente es de Buda, los ojos de Cristo y la boca de Mahoma. El pintor, en

esta concepción y sensación integral, era una voz de su siglo, de la gambusina centuria que, por haber hallado la raíz de lo que titula Chesterton la filosofía del cuento de hadas, es estigmatizada, con una sonrisa de baratillo, por los bachilleres de la clasificación, por las estrictas plebes graduadas. Los sabios profesionales miran en la exégesis unitaria del cosmos, el lenocinio de las opiniones, porque la llama simboliza la interpretación y ellos el índice antártico de los almanaques.

Si sólo la pasión es fecunda, procede publicar el nombre de la amante de Herrán. Él amó a su país; pero usando de la más real de las alegorías, puedo asentar que la amante de Herrán fue la ciudad de México; millonésima en el dolor y en el placer. Ella le dio paisaje y figura; él la acarició piedra por piedra, habitante por habitante, nube por nube. La ciudad causará el tedio de los espíritus enfermizos, mas al reflexionar que atesora desde el tráfico visible hasta los espejos morganáticos en que la diosa sempiterna copia un dibujo piramidal, se concluye su estupenda categoría. Durante la noche, cuando se desenvuelve la fábula tripartita de alumbramientos, enlaces y defunciones, y el silencio se materializa para que lo gocemos por el olfato, se atraviesa la ciudad con el fervor con que Santa Genoveva velaba el sueño de París. En la solemne y copiosa obra de Herrán, apologética de la ciudad, blanquean la col y la flor de la metrópoli.

Pecaría yo si prescindiera de recordar al humorista. Volcábase el relampagueo de su talento en ironías acerbas, desquite de su ineptitud para la batalla mesocrática. Al hablar de sus modelos de los dos sexos, que se jactaban ante él de la perfección de sus formas, reía con su risa batiente, retorciéndose en el asiento, a la manera del que padece un cólico. Un día me detuvo frente a un escaparate, y a gritos, según su costumbre, me indicó el retrato de un actor de cine, con estas apostillas textuales: “Mire usted esa cara. ¿Por qué con ella se meten de actores? Es como si yo me pusiera a hacer gestos con la espalda.” De un sujeto que blasonaba de la austeridad del matrimonio y de los ojos seráficos con que veía a la esposa, decía que sólo faltaba que el caballero, al ir a acostarse, se arrodillara ante su suegra pidiéndole la bendición. En una fiesta teatral, después de examinar sin descanso a una señora en extremo flaca, escotada hasta la cintura, declaró que jamás hubiera creído que los rayos X pudieran escotarse. Privilegiado en sus dotes analíticas, cogía al vuelo la deformidad íntima y externa de las gentes. A sus habituales, nos escarnecía a mansalva, con el regocijo del niño que conoce de antemano la impunidad. En cuanto a sus propias fallas, las ocultaba con escrúpulo, pues el terror a lo chusco le sirvió de guía infalible, ya para sostener la seriedad peregrina de su obra, ya para defenderse del roce con los personajes de mal gusto, aun a costa de su bienestar. No le era grato el tema de sus inclinaciones supersticiosas. Como los toreros, juzgaba que hay trajes de mala sombra; no traspasaba el umbral de la Escuela de Bellas Artes sin cierto arreglo cabalístico de los pies, y cuando leía, metido en su lecho, los dramas de Maetelinck, a los quince minutos de lectura estaba ya trasudando de miedo. Los duendes y los trasgos se confabulaban para tomar venganza en él de los registros positivos de su paleta.

Falto de vanidad y sobrado de orgullo, en sus dos talleres sombríos de sus dos casas de Mesones, pintó, cual si decorase las paredes de un pozo, la equivalencia de medio siglo de tarea. Su segunda casa de dicha calle no presenció más que el epílogo de la vasta empresa.

Izando su bandera puertas a dentro, si con ello daba un ejemplo singular de continencia, incapacitábase para imitar a los pianistas que gobiernan a Polonia y a los literatos acuartelados en Fiume. Más aún: apenas desarrolló el sacrificio indispensable para ganarse el pan de cada día. La vergüenza con que ejerció, su religiosa vergüenza, esplende sobre los fulleros que tratan al Arte como quincalla. Él lo practicó honrando la sangre y el fósforo de que estaba amasado, la angustia que lo anima, las manos de la Humanidad que lo moldea y la gracia punzante que lo corona, cual la cruz nacida sobre la cabeza de las palomas en las lápidas venecianas. Sumiso y altivo, alentaba en él la duplicidad adriática que puso a un embajador de la República el sobrenombre de Perro, porque enviado a conseguir el perdón del Papa, y habiéndose negado éste a recibirlo, se escabulló hasta su refectorio, y allí, echado a los pies pontificales, imploró, con agravio de la política de los tritones excomulgados, quienes discurrieron que había rogado en exceso.

Yo admiro con tal rendimiento la pureza social de Herrán, que lo reputo un patrono de los postulantes de la belleza.

De la fraseología de Saturnino, para no desmenuzarme en lo anecdótico, reproduciré sólo las palabras con que mencionaba a su hijo. Invariablemente llamábalo “el muchacho”. Frase de concisa dureza en que se disimulaba una ternura, y que cito al entrar a encarecer la insólita capacidad plástica de aquella conciencia. Por ese don de lo concreto, Herrán se incorpora al cenáculo ideal de los hombres que parecen destinados a suplir la inopia expresiva de las almas, el ripio abundancial de los informes que, incapaces de ejecutar su propia silueta, encomiendan sus nebulosas al astro vecino. Suprimid el Arte y os ensordecerán las ramplonerías de la Torre de Babel.

La herencia con que nos enriqueció se ostenta sellada por esa universalidad accesible únicamente a los reactivos mitológicos que acallan la pacotilla de las cosas y les extraen la entonación pitagórica. Encima de las modas, la euforia de su mito le permitió convertir el universo en el balneario interminable en que todo se desviste para jugar el juego eterno de la desnudez de los arquetipos. En los creadores, el mito se desdobla, personificándose dentro de las vísceras, en la intangible doncella filarmónica, y por las playas exteriores en la marcial deidad que con sus flancos de borrasca, sus pupilas de belladona y sus perfumes clorofórmicos, desfila entre las bayonetas del Deseo.

Murió significativamente en este mes de octubre que, gracias al tornasol de su clima, finge el concordato de las posturas espirituales.

La hora vacía, la entretenida con los fosfenos, la hora que se malgastó sin exprimir los delirios sustantivos de la existencia, remuerde como la contribución a un Minotauro, y al acusarnos de ella, nos asfixia y nos degrada sentir de tierra los soles, de tierra la luz y de tierra el pensamiento. Matemática golosa, la Muerte se bebe el signo más de la libertad y el signo menos de la inocencia esclava. Sin ánimo de contradecir la hermenéutica de los novísimos o postrimerías del hombre, esta oración, mal llamada fúnebre, en obsequio de las leyes, os invita a recordar que tener frío es dejar de interpretar, y os exhorta a contemplar la muerte sin la avaricia del temor, enarbolando en la presente ceremonia nuestros apetitos mundanos y nuestros anhelos elíseos, con la actitud de las madres que levantan a sus retoños al paso del monarca.

De cuanto he perdido, si en verdad se pierde aquello cuya esencia guardamos por la voluntad, el pintor que hoy celebramos es de los seres con quienes desearía volver a convivir veinticuatro horas, “un día y nada más”, según la letra nostálgica de una canción que mi abuelo materno cantó quince años, desde la fecha de su viudez hasta la de su tránsito.

Hubiera querido hablaros envuelto en una túnica bicolor, azafrán y verde, emblemática de frenesí y gravedad. De la gravedad y del frenesí correspondientes a los treinta y tres años en que frisaría el artista si no se pudriese bajo tierra. Pero frente al desaseo de la Muerte, la Vida se baña sin tregua en el balneario platónico aludido antes, donde cualquiera estrella es arrecife. La Vida entrégase desmayada, de cara al cenit, tremolando sus cabellos encima de las aguas eternas.. Sería infame, por lasitud de nuestros brazos, arrastrar en la arena su pelo. Con ella no nos podemos llamar a engaño: no nos ha dicho que sea buena, no nos ha dicho que sea mala; entre filtro y filtro, de una atrocidad a una misericordia, nos ha enseñado que es hechicera. Llevémosla, como la llevó Herrán, sobre la embriaguez de los brazos horizontales, de modo que la energía que nos gaste su torso nos la restituya la punta de su cabellera al azotarnos las rodillas. En el prodigio de esta mutua circulación, la próxima invernada que coagula a las vírgenes y convierte en granizo las lágrimas de los niños, descubrirá que no son nuestros miembros los que se llenan de su frío, sino ella la que se quema de nosotros.

1919

RAMÓN LÓPEZ VELARDE, Obras. Edición de José Luis Martínez. Biblioteca Americana del FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, 1986

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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