Detesto empezar a hablar del matrimonio, del amor y del noviazgo. (Creo que los he citado a la inversa, pero en realidad no representa gran diferencia, a menos que se esté enamorado.) Como tengo tres hijos, es justo que supongas que he estado casado… aunque he oído hablar de ciertas excepciones a esta regla.

No estoy tan loco como para embarcarme en este tema. En la historia de la humanidad no hay otro tópico que haya sido tan rastreado, hecho trizas y machacado como los lazos sagrados, para no mencionar los menos sagrados. Ninguna revista que se estime en algo ha aparecido en los quioscos sin publicar por lo menos dos artículos definitivos sobre el matrimonio y el noviazgo (frecuentemente escritos por un grupo de célibes o de vírgenes, si es que queda alguna). Ningún diario puede sobrevivir sin una columna de consejos sentimentales, probablemente contigua a la sección cómica, la parte más importante de la publicación. Por lo menos la mitad de las películas que se hacen para la gran masa tratan del muchacho que conoce a la chica y del lazo corredizo que el público se ha acostumbrado a esperar en el último rollo de la película. Cada tarde en la televisión hay tres horas dedicadas a variaciones del tema ‹‹La vida puede ser un éxtasis››, y en la radio ocurre otro tanto.

En la actualidad hay en la televisión dos hombres divorciados, ambos expertos reconocidos, que se ganan magníficamente la vida aconsejando a la gente acerca de sus problemas conyugales. Los casos con que se enfrentan son diversos y complicados, pero nada arredra a esos salomones electrónicos.

Yo, por mi parte, estoy dispuesto a reconocer que lo que tengo que decir acerca del matrimonio no tiene ningún valor. (Exclamaciones de ‹‹¡Fíjate, fíjate!›› por parte del lector y del editor.) No tengo ni los medios ni la experiencia necesarios para discutir inteligentemente este tema. Si quieres conocer la verdad sin circunloquios te sugiero que vayas a la biblioteca pública y te empolles a Shakespeare, a Ovidio, a Casanova y a Freud. Sin embargo, si no puedes esperar, olvídate de todos los expertos y profundiza en el corazón de Krafft-Ebing.

 

Mi primer matrimonio tuvo lugar en Chicago. Teníamos licencia y dos dólares, y hubiésemos podido casarnos rápidamente y sin trabas en el Ayuntamiento, pero mi novia insistió en que deseaba cierta atmósfera religiosa. Cualquiera que se haya casado sabe que a esta altura de las relaciones, el novio, febril de deseo, está dispuesto a conceder cualquier cosa.

No sé si Chicago ha mejorado, pero fuimos acribillados a preguntas por cinco sacerdotes antes de encontrar a uno que consintiese en celebrar la ceremonia. Parece que los cinco que nos rechazaron tenían objeciones religiosas que oponer porque no éramos de la misma fe. Además, cuando descubrieron que ambos trabajábamos en el teatro, se apresuraron a acompañarnos hasta la salida.

Mucha gente habla despectivamente del matrimonio. En la Televisión y en la Radio se le ridiculiza continuamente. En el escenario y en las cenas de despedida de soltero, el lenguaje dirigido al novio sorprendería a la madam de un burdel.

No quiero ser irreverente, pero creo que estarás de acuerdo en que quienquiera que creó el sexo ciertamente sabía lo que hacía. Aunque todo mundo está loco por él, la palabra en sí, pese a su brevedad, parece asustar a muchísima gente. Los autores de canciones, en especial, siempre suprimen esta adorable palabrita y la sustituyen por ‹‹amor››. Ningún cantante (ni siquiera un tenor) se atrevería a cantar ‹‹El sexo es maravilloso››. Con este título la canción obtendría un éxito multitudinario, pero el cantante sería puesto en la lista negra por algún comité de moralidad. ¿La acusación? Incitar a la gente a que haga una cosa perfectamente natural.

 

El amor abarca una multitud de emociones y de actitudes. Creo que puedes amar a Dios, a un niño, al vecino (o a su esposa, elegir uno o el otro), e incluso a un chucho. Pero al amor matrimonial nunca se le define con claridad.

Cuando la gente ve a una pareja joven paseando sin rumbo, cogida del brazo, ajena al mundo entero y tan apretada como dos plátanos en el mismo recinto, invariablemente exclama:

—¡Oh, qué pareja más encantadora! ¡Qué enamorados están! ¿Verdad que es bonito?

Bueno, aquí es donde el viejo Groucho, experto en nada, saca fuerzas de flaqueza y descubre su alma ante un mundo hostil. Lo llaman amor, pero, para ser sinceros, en la mayoría de los casos no lo es. Se trata sólo de dos personas que se encuentran sexualmente atractivas y que esperan, si hay suerte, estar uno en brazos del otro.

Me gustaría saber lo entusiasmado que este Romeo se mostraría acerca de esta Julieta si ella fuese patizamba, tonta y su busto estuviese manufacturado en Akron, Ohio (1). Supongamos que tanto ella como él tuviesen patas de gallo. Me pregunto lo fuerte que sería su amor en este caso, a menos, desde luego, que resultara que ambos fuesen gallos, en cuyo caso se sentirían irresistiblemente atraídos.

No niego que incluso las personas espantosas se casan (tómenme a mi, por ejemplo), pero la mayoría de los jóvenes se casan porque sienten avidez por esa sublime experiencia sexual que han estado acariciando en su subconsciente desde que iban a la escuela, alentada por sus amigos, por las películas y por las novelas baratas.

En La gata sobre el tejado de zinc, Tennessee Williams hace que la Madre señale una cama y diga: ‹‹Ahí es donde se deciden los matrimonios›› Si el señor Williams cree que en el matrimonio no hay más que esa cama, le sugiero que repase de nuevo la obra y la escriba otra vez.

No hay duda de que el sexo es la fuerza responsable de la perpetuación de la raza humana. Si no existiese, la vida desaparecería en pocas décadas, lo que tal vez no fuese mala idea. Creo, sin embargo, que el verdadero amor aparece sólo cuando se han amortiguado las primeras llamaradas de pasión y quedan sólo las ascuas. Éste es el verdadero amor, que guarda sólo una relación remota con el sexo. Sus partes integrantes son la paciencia, el perdón, la comprensión mutua y una gran tolerancia hacia los defectos ajenos. Creo que ésta es una base mucho más firme para la perpetuación de un matrimonio feliz. Pero, ¿por qué he de divagar acerca de esto? Pongámoslo todo en manos del maestro, G.B.S. (Shaw para ti) a quien cito: ‹‹ Cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, las más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán continuamente en esa condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe.››

 

Ahora que el señor Shaw y yo hemos definido el amor y hemos hecho con él un paquete pequeño, primoroso y superficial, prosigamos. Creo que la soledad es responsable de más matrimonios que el tan traído y llevado sexo. He oído muchísimas biografías describiendo la vida plácida del soltero, pero no te lo creas. Un amigo mío llamado Devlin (hermano de sangre de Delaney), me dijo una vez con cierto arrepentimiento que si durante los días de su noviazgo hubieran existido la televisión y las comidas en lata, nunca se hubiese casado. Hay la suficiente verdad en su afirmación para hacerme creer que desearía no haberse dejado atrapar jamás.

El muy tonto no comprende que, prescindiendo de cuantas comidas en lata tragara o de cuantos televisores tuviera en casa, seguiría estando solo. Las comidas en lata son un invento maravilloso, pero no pueden reemplazar a una mujer enamorada que cuida de su marido. Si tuviera que definirlo con una sola frase, tal vez utilizaría ésta: el mejor banquete del mundo no merece la pena de ser comido a menos que se tenga alguien con quien compartirlo. Y lo mismo ocurre con todas las experiencias compartidas. La mitad del placer que supone ver la televisión en casa, es que uno puede volverse hacia el compañero y comentar los programas infames que las emisoras producen con toda deliberación. No hay nada más espantoso, que sentarse solo en un cine, sin nadie con quien hablar. Durante mis retiradas de la vida matrimonial, con frecuencia experimenté esta desagradable sensación.

Tal vez sea un caso excepcional, pero encuentro casi imposible ver una película a menos que pueda lanzar a mi compañero, hombre o mujer, preguntas como: ‹‹¿No habíamos visto el año pasado a ese gordo en Aquí está la pubertad?›› o ‹‹ He olvidado quién ha dirigido esta porquería; ¿cómo se llama?›› o ‹‹Crees que ella es verdaderamente culpable?›› Comprendo que esta clase de charla puede ser enloquecedora para mi compañero, para no mencionar a los espectadores que nos rodean, pero es un impulso que, por desdicha, no puedo dominar. Y ése fue el origen de una aventura horrible.

 

Un fin de semana sombrío, sintiéndome con ánimo romántico, viajé hasta Palm Springs. Cuando llegué estaba lloviendo. Había reservado una habitación en un destacado club de tenis y, según tengo por costumbre, andaba en busca de una compañía femenina. Aquel año, el tiempo había sido desusadamente malo (según la Cámara de Comercio), y en el club casi no había elementos del sexo opuesto. Cené solo. Con excepción de mi respiración profunda, la única distracción que había en el amplio comedor era el aterrorizador sonido que producía un viejo caballero situado en un rincón lejano. Estaba deshaciendo una tostada en su sopa de almejas con la esperanza de que este aditamento haría potable aquel mejunje.

Después de tragarme apresuradamente la cena, recorrí los salones en busca de una mujer joven, o incluso de mediana edad. Finalmente encontré a cuatro mujeres mayores en la sala de juego (y cuando digo mayores, me refiero a la abuela Moses y a sus contemporáneas), que estaban allí sentadas entreteniéndose con una canasta. Por fortuna, me había traído un buen libro (Almas muertas), y decidí que si esto era lo mejor que podía ofrecerme el club, más valía que me retirase a mi habitación a leer.

Era una noche fría y húmeda, de modo que puse unos cuantos troncos en el hogar. Aparentemente, algo iba mal en el tiraje porque en lugar de aquellas llamas alegres y cálidas que debían haberse alzado hacia la chimenea, la habitación y yo empezamos a llenarnos de humo.

Me coloqué el sombrero y desplazando un poco mi úlcera hacia un costado, decidí que antes de convertirme en un verdadero salmón ahumado era preferible dirigirme al cine local. No recuerdo lo que se proyectaba. Sólo me sentía atraído hacia ese cine por un anuncio que decía: ‹‹Se permite fumar en la sala››.

Al entrar, el empresario me saludó con toda la deferencia debida a un gran artista. Dijo:

—¡Hola Groucho! Quedan muchas localidades buenas ¡Ja, ja, ja!

Su risa se convirtió en sollozos mientras yo penetraba en la sala.

La platea estaba vacía, con excepción de un hombre viejo que se sentaba en el tramo central, absorto en lo que ocurría en la pantalla. Me encaminé directamente hacia él. Como había entrado después de empezar la película, no tenía idea de lo que ocurría ni de quienes eran los artistas. En consecuencia, le lancé una serie de preguntas en rápida sucesión. Me respondió con otra serie de respuestas breves y guturales. Después de esperar unos cuantos minutos, le hice otra pregunta. En cuyo momento el recogió ostensiblemente su gabardina y su sombrero y se trasladó al extremo más alejado de la sala. Como no tenía a nadie más con quien hablar, muy pronto salí del cine y regresé a mi humoso refugio.

Abrí rápidamente todas las ventanas y me zambullí en la cama. Mientras yacía en ella, tembloroso, un pensamiento terrible se me ocurrió, ¡Supongamos que el hombre del cine hubiese acudido al empresario a quejarse de que un tipo excéntrico, que había desaparecido apresuradamente, había tratado de molestarlo! ¡Qué bonito titular hubiese hecho! GROUCHO MARX DETENIDO POR MOLESTAR A UN ANCIANO EN EL CINE LOCAL.

Supongo que si eres joven y soltero, una cita con una chica resulta más divertida. Pero la última vez que estuve soltero era de mediana edad y me encontraba entre dos matrimonios. En el caso de que no te hayas visto nunca en esa situación incómoda, puedo asegurarte que ya no es lo mismo.

Permíteme darte un ejemplo concreto. Un día conocí a una muchacha atractiva. Tenía ojos azules, cabello rojizo, piel blanca, medias negras y estaba en esa edad que todo se ha desarrollado ya adecuadamente. Parecía una ganadora de un concurso de belleza. Después de una conversación preliminar a base de vaguedades y de insinuaciones, convinimos una cita para aquella noche.

—¿Le parece bien a las siete y media?— pregunté.

Ella dijo:

—De perilla.

Confié en que su inteligente respuesta no fuese un anticipo de lo que iba a ofrecerme la velada. Pero no dije nada y esperé los acontecimientos.

Habiendo pasado toda la vida en un ambiente teatral, siempre he sentido un profundo respeto por el reloj y por las virtudes de la puntualidad. En el mundo del espectáculo, pese a todas las tonterías que se dicen acerca de la fidelidad del teatro, si no estás allí a la hora de levantar el telón, la representación sigue adelante. Además, a menudo descubren que, sin tu presencia, el espectáculo ha mejorado considerablemente. De modo que como la muchacha había estado de acuerdo en la cita a las siete y media, yo estuve ahí a la hora en punto, rezumante de loción de afeitar. (Una loción de las que bastaba una aplicación, garantizaban los anuncios, para convertir una estatua femenina de piedra en una tigresa apasionada. Eso no está mal por un dólar y cuarto. En mis tiempos llegué a pagar hasta cinco dólares sin poder lograr ese efecto.)

Repleto de propósitos inmorales, aunque exteriormente tranquilo, fui admitido en la casa por una arpía gorda y vieja embutida en un vestido sucio que estuvo a la última moda durante la guerra de los bóers. Se presentó inmediatamente como ‹‹la madre de Margarita››, lo que demostraba sin lugar a dudas que Margarita era bastante estúpida. Una chica lista que se propone casarse es, por lo general, lo bastante astuta para ocultar a su vieja hasta que ha tenido oportunidad de sonsacar un Buick y un anillo de compromiso a su víctima elegida.

Ignoro de dónde sacarían el mobiliario, pero un decorador lo describiría como Repugnante Primitivo. Estaba compuesto por muebles de gran tamaño tapizados con una imitación de terciopelo y parcialmente ocultos por una cretona floreada. Uno no se habría sorprendido en absoluto si, al entrar, hubiese descubierto al general Grant sentado en una de las sillas.

Un olor peculiar impregnaba el apartamento. Es un olor que he encontrado a menudo en mis búsquedas románticas. Parece formar parte integral de ese tipo de escenario. No puedo describirlo con precisión, pero es como si alguna forma invisible de descomposición tuviera lugar en la vecindad inmediata. Yo lo llamaría una esencia de desesperación, de licor barato y de alimentos fritos.

La señora Suciedad me indicó con la mano una de las recargadas monstruosidades, y se fue a informar de mi llegada a su retoño. Regresó al poco rato y aseguró que Margarita bajaría ‹‹en un abrir y cerrar de ojos›› Luego, deseosa de mejorar nuestras relaciones, la vieja me preguntó si quería beber algo.

—Oh, gracias, desde luego —dije—. Un vasito de whisky no me vendría mal.

—Lo siento, señor Ritz…

—¡Marx, si no le importa!

—…pero no tenemos ningún licor fuerte en la casa. Hágase cargo, formo parte de la junta de los Rosacruces y, como usted sabe, son adversarios acérrimos de las bebidas alcohólicas. —Y añadió rápidamente—: Mi pequeña bebe un poquito, pero sólo fuera de la casa, en algún club nocturno. Dice que le hace parecer más sofisticada.

(Lo que ella no sabía y yo descubrí más adelantada aquella noche, fue que su ‹‹pequeña›› bebía como un verdadero cosaco.)

—Lamento no tener whisky —prosiguió la vieja—, pero, si le parece, podría ofrecerle una botella de cerveza dulce.

Había comido pescado ahumado en el almuerzo y tenía sed suficiente para beber hasta agua del fregadero.

—Muy bien —dije—, tráigame la cerveza.

—Bueno —replicó ella, dudosa—, no sé si le gustará. Tenemos estropeada la nevera y estará caliente.

—En tal caso beberé agua sola.

—Creo que será lo más conveniente. Esa cerveza dulce está cargada de azúcar. Mi doctor me ha dicho que si no dejo de beberla me volveré diabética en un abrir y cerrar de ojos.

Durante ese movido diálogo, mamá fue entrando y saliendo del salón, asegurándome que Margarita estaría lista en un santiamén. El ‹‹santiamén›› se alargó hasta tres cuartos de hora. Finalmente apareció mi pareja. Tenía un aspecto adorable, y cuando su perfume se mezcló con el mío, las chispas empezaron a brotar. En aquel instante lamentaba ser treinta años más viejo que ella. (De hecho, lamentaba ser treinta años más viejo que cualquiera, pero no era momento para lamentaciones.)

Mientras nos encaminábamos a la puerta, su madre le lanzó una última advertencia.

—Vigílalo, Margarita. ¡Ya sabes la reputación tan terrible que tiene la gente del teatro!

Esta observación terminó con la vieja y, a medida que salíamos, el ruido de sus suspiros pudo oírse hasta que llegamos al coche.

 

Pronto estuvimos en el club nocturno, donde el maitre nos escoltó hasta una mesa frontal con todas las reverencia y sonrisas debidas a mi posición. Para asegurarme de que esta falsa deferencia no se evaporaría con excesiva rapidez, le entregué a regañadientes tres pavos.

Antes de que el camarero pudiese abrir la boca para desearnos las buenas noches, Margarita encargó un whisky solo, sin hielo, sin agua, sin soda, sin corteza de limón, sólo whisky.

–Y póngalo doble—añadió.

Yo me lo tomé con soda.

Después del segundo whisky doble, mi encantadora compañera soltó la lengua y empezó a obsequiarme con la historia de su vida. A lo que parecía, procedía de Moline, Illinois. Después de llegar a Hollywood había trabajado como camarera, pero a la tercera semana el propietario la había despedido.

—Me dijo que llevaba pantalones Capri tan estrechos que los parroquianos perdían todo interés por la comida —explicó ella—. Además, estaba en vías de ascender.

Ella había dicho a su jefe que lo único que intentaba era parecer atractiva, pero él le replicó que había un lugar para aquella clase de pantalones, y que ese lugar no era un restaurante. A continuación había trabajado en otros dos restaurantes, pero, a causa, de su insistencia en llevar los pantalones Capri, siempre había sido despedida. Finalmente decidió que la única profesión en la que carecía de importancia la clase de pantalones que uno llevara era la industria cinematográfica. Aparentemente, sabía más cosas del cine que yo mismo.

Se aproximó un poco y prosiguió:

—¿Sabe?, no hace mucho conocí al ayudante del director de reparto de uno de los mayores estudios. Era un hombre muy agradable. Mientras nos dirigíamos al hotel me explicó que con un poco de práctica podría convertirme en una segunda Kim Novak. —Volvió hacia mi sus grandes ojos azules y echándose hacia atrás el cabello, me preguntó—: Dígame, encanto. ¿Qué tiene Kim Novak que no tenga yo?

—Con franqueza —le dije—, no sé. Pero te prometo una cosa. Si alguna vez salgo con la Novak trataré de descubrirlo y ya te lo diré. Bueno, veamos —proseguí—. Dices que quieres trabajar en el cine. ¿Tienes alguna experiencia teatral?

—Bueno, no, es decir, no profesionalmente. —Luego sonrió satisfecha—. ¡Pero cuando estudié en la escuela elemental interpreté a la protagonista de Rumpelstiltskin durante dos años consecutivos!

Debí de mirarla de un modo extraño, porque se apresuró a añadir:

—Oh, ya comprendo que necesito más práctica que ésa para convertirme en una gran estrella. Pero admitirás que ya es algo; además, todo el mundo dice que lo único que necesito es un pequeño empujón y creo que si te colocases detrás de mí —y se me acercó todavía más—, podría dar el golpe.

Había una serie de respuestas evidentes a tal afirmación, pero decidí mantener la boca cerrada. Permanecí sentado, aturdido por su charla insustancial. Mientras seguía hablando y hablando, me puse a pensar: ‹‹¿Qué diablos estoy haciendo aquí, escuchando esto, cuando podría estar jugando al póquer en casa de algún amigo, presenciando un partido de base-ball o incluso tomando un baño en White Sulphur Springs? ¿Por qué, a mi edad, insisto en meterme en estas situaciones absurdas?››

El tiempo transcurrió lentamente. ¡Oh, cuán lentamente! Nada de pies de plomo, el tiempo se arrastraba ahora de rodillas. Ya no era un muchacho, y después del segundo whisky me sentía somnoliento. No importaba el tema que plantease cuidadosamente, Margarita necesitaba sólo unos pocos minutos para desviar de nuevo la conversación hacia su carrera. ¿Has oído hablar de las variaciones sobre un tema de Haydn? Bueno, pues aquella chica inventaba variaciones con las que Haydn ni siquiera había soñado.

Transcurrieron tres horas largas y mortales mientras mis tímpanos se petrificaban lentamente. Supongo que sólo era debido a mi imaginación, pero tenía la impresión de que incluso sus atractivos empezaban a volverse opacos. Su rostro se hacía tan aburrido como su conversación, y por lo que a mi respectaba el sexo se había ido de vacaciones. En lo único que ahora pensaba era en irme a dormir. No quiero decir con ella, no. Yo solito. Margarita había establecido una marca que duraría bastante tiempo. ¡En tales horas me había convencido de las bondades del celibato!

No te figures que este episodio con Margarita constituyó una experiencia excepcional. Siempre me ocurría lo mismo. Otros hombres conocían a muchachas ricas, bien educadas, cuyos padres poseían grandes almacenes, pozos de petróleo o fábricas. Por lo visto esas hijas de los ricos no tenían interés en la carrera teatral. Todo lo que deseaban era casarse, una familia y un porcentaje razonable de los ingresos de su padre. Pero en cuanto a mí, siempre cogía las Margaritas.

1 En Akron, Ohio se manufacturan más artículos de goma que en cualquier otra ciudad del mundo. (N. del A.)

GROUCHO Y YO. Groucho Marx, Tusquets Editores. Col. Cuadernos Ínfimos 79. Décima edición, 1982.

 

 

 

 

 

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