Por Gregorio Luke

 La obra de Jorge Marín es muy diferente a la mayor parte del arte contemporáneo porque responde a una tradición propia y no a la adopción de tendencias estéticas internacionales.  Jorge creció en Michoacán donde se familiarizó con el arte religioso y popular así como las obras del renacimiento en la biblioteca de su padre.

Después, en la Ciudad de México pasó cuatro años en la escuela de restauración.  Su formación me recuerda a la de Tamayo, que dedicó muchos de sus años formativos a dibujar obras pre-colombinas.  Pero la experiencia de Marín es todavía más radical pues el restaurador no solamente analiza intensamente un objeto sino que establece una relación física con el mismo; lo toca, lo barniza.  El objeto restaurado se convierte en maestro que le permite reconstruir el camino de su creador y descubrir sus secretos.

Lo que Marín aprendió de la escultura religiosa va más allá del oficio, tiene que ver con la presencia de la obra como ser vivo.  Los santos y las imágenes en las iglesias mexicanas son mucho más que obras de arte, son objetos adorados y temidos a quienes se les ruega, se les pide favores.  El arte religioso transforma el objeto artístico en algo sagrado.  Marín crea una nueva sintaxis que fusiona lo sagrado con lo profano, lo terreno con lo etéreo.

El mayor elogio que puedo decir de sus obras es que están vivas.  Marín logra animar lo inanimado, convierte la materia en imaginación y fantasía.

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