A mis soledades voy,

de mis soledades vengo,

porque, para andar conmigo,

me bastan mis pensamientos.

No sé qué tiene el aldea

donde vivo y donde muero,

que, con venir de mi mismo,

no puedo venir más lejos.

Ni estoy bien ni mal conmigo;

mas dice mi entendimiento

que un hombre que todo es alma

está cautivo de su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,

y, solamente no entiendo

cómo se sufre a sí mismo

un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,

fácilmente me defiendo;

pero no puedo guardarme

de los peligros de un necio.

Él dirá que yo lo soy,

pero con falso argumento,

que humildad y necedad

no caben en un sujeto.

La diferencia conozco,

porque en él y en mi contemplo,

su locura, en su arrogancia,

mi humildad, en mi desprecio.

O sabe Naturaleza

más que supo en este tiempo,

o tantos que nacen sabios

es porque lo dicen ellos.

“Sólo sé que no sé nada”,

dijo un filósofo, haciendo

la cuenta con su humildad,

adonde lo más es menos.

No me precio de entendido;

de desdichado me precio;

que, los que no son dichosos,

¿cómo pueden ser discretos?

No puede durar el mundo,

porque dicen, y lo creo,

que suena a vidrio quebrado

y que ha de romperse presto.

Señales son del Juicio,

ver que todos le perdemos,

unos por carta de más,

otros por carta de menos.

Dixeron que antiguamente

se fue la Verdad al cielo;

tal la pusieron los hombres,

que desde entonces no ha vuelto.

En dos edades vivimos

los propios y los ajenos:

la de plata los extraños,

y la de cobre los nuestros.

¿A quién no dará cuidado,

si es español verdadero,

ver los hombres a lo antiguo

y el valor a lo moderno?

Todos andan bien vestidos,

y quéxanse de los precios

de medio arriba, romanos,

de medio abaxo, romeros.

Dijo Dios que comería

su pan el hombre primero

en el sudor de su cara

por quebrar su mandamiento;

y algunos, desobedientes

a la vergüenza y al miedo,

con las prendas de su honor

han trocado los efetos.

Virtud y Filosofía

peregrinan como ciegos;

el uno se lleva al otro;

llorando van y pidiendo.

Dos polos tiene la tierra,

universal movimiento:

la mejor vida, el favor;

la mejor sangre, el dinero.

Oigo tañer las campanas

y no me espanto, aunque puedo,

que en lugar de tantas cruces

haya tantos hombres muertos.

Mirando estoy los sepulcros,

cuyos mármoles eternos

están diciendo sin lengua

que no lo fueron sus dueños.

¡Oh! ¡Bien haya quien lo hizo!;

porque solamente en ellos de los poderosos grandes

se vengaron los pequeños.

Fea pintan a la envidia;

yo confieso que la tengo

de unos hombres que no saben

quién vive pared en medio.

Sin libros y sin papeles,

sin tratos, cuentas, ni cuentos,

cuando quieren escribir,

piden prestado el tintero.

Sin ser pobres y sin ser ricos,

tienen chimenea y huerto;

no los despiertan cuidados,

ni pretensiones, ni pelitos.

Ni murmuraron del grande,

ni ofendieron al pequeño;

nunca como yo firmaron

parabién, ni Pascuas dieron.

Con esta envidia que digo,

y lo que passo en silencio,

a mis soledades voy,

de mis soledades vengo.

 

Lope de Vega (1562-1635)

Carlos González Peña. EL JARDÍN DE LAS LETRAS. Editorial Patria, 1958

 

 

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