Por Gregorio Luke

Al mirar retrospectivamente hacia el arte mexicano del siglo XX, la figura de José Luis Cuevas adquiere cada vez más importancia. El arte mexicano de hoy no sería el mismo sin él. Cuevas, es una figura indispensable.

El México de los cincuenta estaba dominado por la Escuela Mexicana de Pintura, representada por los tres grandes: Rivera, Orozco y Siqueiros. La presencia de los muralistas era tan fuerte que inhibía a otros artistas a buscar nuevas rutas. Era difícil enfrentarlos porque no eran solamente pintores, eran también símbolos políticos, baluartes de un arte nacional, vinculado con el pueblo y sus aspiraciones. Estar en contra de los muralistas era enfrentar el proyector político que representaban. Por eso los disidentes artísticos eran a menudo tachados de extranjerizantes, simpatizantes, del imperialismo, traidores. Se les cerraban todas las puertas.

Cuevas, entonces un joven de 23 años, desafía a los monstruos sagrados en su ensayo “La Cortina del Nopal” Con su denuncia, Cuevas abrió el camino a generaciones de artistas para buscar nuevas formas de expresión.

Se ha dicho que el arte a menudo se adelanta a las grandes transformaciones sociales. En México, es claro que el manifiesto rebelde de Cuevas y el movimiento artístico de “La Ruptura,” anticiparon el movimiento estudiantil del 68 y la lucha por la democracia en la que seguimos enfrascados. El enfrentamiento con la Escuela Mexicana de pintura fue sólo el primer capítulo en una batalla contra la rigidez y la intolerancia a la que Cuevas ha dedicado toda su vida. Como un moderno San Jorge, Cuevas se ha batido con todos nuestros dragones: el autoritarismo, la solemnidad, la corrupción, el oportunismo, el silencio.

En este esfuerzo por sacudir a la sociedad Mexicana del letargo y el conformismo, Cuevas se ha valido de su arte, pero también de la palabra. Hay una absoluta congruencia entre Cuevas como figura pública y como artista plástico. Por ejemplo, al mismo tiempo que estaba denunciando a la Escuela Mexicana de Pintura, creaba murales efímeros y mientras criticaba la demagogia y el paternalismo, pintaba la miseria sin adornos, a los locos y las prostitutas.

Tanto en su arte como en su escritura, Cuevas se ha sometido a un examen despiadado de sí mismo. Se ha asomado a nuestros abismos interiores. Ha pintado el mal que nos habita, la corrupción, pero también el amor y el erotismo. La lucha que ha sostenido José Luis Cuevas se ha desarrollado no solamente en las esferas de la política y el arte, sino también en la defensa de la expresión personal.

Lo que más irrita en Cuevas es su supuesto “exhibicionismo”, el atreverse a hablar constantemente de sí mismo, discutir inclusive su vida erótica, sus temores y obsesiones. ¿Cómo hacer esto en un país que ha hecho del silencio una virtud y del ninguneo una práctica cotidiana?

Como el mosco socrático, Cuevas se ha encargado de retar, provocar y seducir a la sociedad mexicana durante los últimos cincuenta años, y al hacerlo, ha ensanchado el espacio de expresión para todos. Por eso, Cuevas no envejece; sigue siendo símbolo de libertad y ruptura.

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