- Gitón (1)
El llamado Luis Gián, hijo de un pequeño comerciante de aceite en Niza, jamás había manifestado la más ligera devoción, contrariamente a los demás niños quienes, al menos durante la época de la primera comunión, daban prueba de emotiva piedad.
El vicario cojo de Santa Reparata le había dicho un día durante el catecismo, mientras limpiaba sus anteojos en su mugrosa sotana:—A ti Luis, te va a ir muy mal, porque eres falso. Al verte, pareces un ángel, pero en verdad, eres asqueroso como una chinche arrodillada. Te burlas de mí, lo sé y puedes hacerlo, pero, no se burla uno de Dios. Lo aprenderás algún día, antes de lo que crees.
Luis Gián había oído, de pie y con la vista gacha, el regaño del vicario. Pero, en cuanto éste le hubo dado la espalda, el impío remedó su cojera y canturreó:—Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.
El joven nicense no se compuso. Hasta los catorce años se apareció muy poco por la escuela y se entregó al libertinaje bajo los puentes de Paillon y en el Castillo, primero con muchachitos de su edad, luego con niñas.
A los catorce años lo enviaron de aprendiz con un fabricante de camisas y dejó la vieja ciudad de Niza, con sus perfumes de frutas aromáticas a las que se mezclaban los olores de la carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, para vivir en una tienda de la ciudad nueva. Desde los primeros días tanto el patrón como la patrona, buenos comerciantes al fin, se fijaron en él. De día no lo tenían desocupado ni un instante… de noche tampoco.
La patrona era pelirroja como una naranja, pero el patrón olía a pissala (2). Durante el carnaval, un ruso quincuagenario y meticuloso se robó a Luis Gián y le pidió que lo llamara “¡mi general!” mientras que él le decía “¡Ganímedes!”
Habiéndose percatado de la exigencia y avaricia del ruso, Luis le robó y lo abandonó.
Luego se prodigó a un turco brutal y goloso.
El turco, habiéndose arruinado en Monte Carlo, fue reemplazado por un americano. Luis Gián había caído en la cuenta que su fructuosa condición lo condenaba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.
Sin embargo no supo conservar en la fortuna aquella serenidad que es el privilegio de los virtuosos. Despreció a sus antiguos compañeros y pasaba junto a ellos sin parecer verlos. Éstos al principio pagaron desprecio con desprecio. Cuando se lo encontraban siempre hacían el ademán que consiste en colocar el brazo izquierdo en el ángulo del brazo derecho doblado y agitar el puño derecho cerrado. O también, cuando pasaba mimaban la obscena letra Z en un alfabeto mudo que emplean mucho los habitantes de Niza, Mónaco, Turbes y Mentón.
Al fin, la mala conducta de Luis Gián horrorizó al cielo, tanto como a sus antiguos compañeros. El que mea contra el viento, se moja la camisa; quiso Dios castigar con la ley del talión los pecados de Gitón.
Cuatro jóvenes, que en realidad no valían más que Luis Gián, lo esperaron una noche en que había ido solo al teatro. Se habían emborrachado con ese vino corso que lejos está de conservar la fama que tuvo en el siglo XVI; luego se escondieron y lo esperaron frente a la mansión donde el sodomizado vivía con un mórbido austriaco.
Cuando después de media noche, llegó Luis Gián, se arrojaron sobre él, lo amordazaron y, habiéndolo subido hasta la reja de la mansión, lo empalaron y huyeron dándose de manazos.
El empalado murió, quizá voluptuosamente. Era hermoso como Adonis. Las luciérnagas resplandecían a su alrededor…
2. La bailarina
Leí, hace mucho tiempo, de un viejo autor, este auténtico o legendario relato de la muerte de Salomé. No recargaré el cuento con palabras hebreas, ni descripciones exactas de trajes y palacios; son sofisticaciones que hubiesen dado al relato ese exotismo tan de moda hoy en día. La verdad es que mi ignorancia me impidió hacerlo; e incluso he conservado los mismos nombres que mis personajes tiene en nuestros evangelios.
Los que hicieron morir a San Juan Bautista fueron castigados. Herodías se prendó de la apetitosa flacura del penitente que invitaba a los hombres a bañarse. Aunque actuó como José en la casa de Putifar, Juan Bautista, el devorador de langostas, sin duda sintió deseos carnales, rápidamente reprimidos, hacia aquella que quería poseerlo. En cuanto Herodías, incestuosa según la ley judía, se hubo desposado con su cuñado Herodes Antipás, unos ligeros celos se mezclaron con los reproches hechos por el Bautista. Salomé, engalanada, emperifollada, jaspeada, pintada, bailó ante el rey y, excitando una voluntad doblemente incestuosa, obtuvo la cabeza del santo que a su madre había sido negada.
Herodías recibió en charola de oro la cabelluda cabeza de rostro barbado. Despertando de pronto su pasión, besó ardientemente los labios violáceos del Bautista degollado. Pero su resentimiento fue más fuerte y lo satisfizo perforando con agujas la lengua, los ojos y todas las partes del ensangrentado rostro. Cesó el sacrilegio con la muerte de Herodías quien, al seguir jugando con la preciosa cabeza, sucumbió según todos los indicios, tras una ruptura de aneurisma.
Esta orgullosa mujer no permaneció en el infierno. Forma parte de esas hordas de espíritus que pueblan los aires, y que, cuando son buenos, me gusta mucho llamarlos dioses. Entiendo por dios, desde luego, toda cosa sobre la cual el poder del hombre es nulo y no aquella alma del mundo que Espeusipo de Atenas fue el primero en creer que gobernaba al universo sin entendimiento. En las noches de tormenta, Herodías anunciada por el ulular de las lechuzas y el terror de los animales, conduce una fantástica cacería por encima de nuestros bosques.
Herodes Antipás, rey de Judea, cuyo poder equivalía al del sultán de Tunez en nuestros días, fue exiliado por Tiberio y murió desdichado en Lyon.
Salomé, cuya hermosa danza había cegado al rey, murió bailando; extraña muerte, envidiada por las bailarinas.
Esta dama bailó una vez durante una fiesta, en una terraza de mármol incrustada de serpentina de un procónsul. Éste se la llevó, al abandonar Judea, a una provincia bárbara del norte del Danubio.
Sucedió que, habiéndose perdido sola un día de invierno en la orilla del río helado, el hielo azulado la sedujo y se lanzó sobre el danzando. Como siempre, estaba ricamente ataviada y dorada por aquellas cadenas de minúsculas mallas como las que después hicieron los joyeros venecianos que se quedaban ciegos a los 30 años por la minuciosa labor. Danzó sin tiempo, mimando el amor, la muerte, la locura. Y, por cierto, parecía que algo de locura había en su gracia y su belleza. Según las actitudes de su flexible cuerpo, sus manos escribían mudos mensajes. Nostálgicamente, simuló los lentos movimientos de las recogedoras en los olivares de Judea, acuclilladas y enguantadas, cuando caen las aceitunas maduras.
Luego, con los párpados semi cerrados, intentó pasos casi olvidados: aquella sacrílega danza cuyo premio había sido, antaño, la cabeza del Bautista. De pronto, se quebró el hielo bajo sus pies y se hundió en el Danubio, de tal modo que, con el cuerpo en el agua, la cabeza permaneció encima del hielo que se volvió a juntar y a soldar. Algunos terribles gritos asustaron a los grandes pájaros de pesado vuelo y cuando la desdichada calló su cabeza parecía cortada y dispuesta en una charola de plata.
Llegó la noche, clara y fría; brillaban las constelaciones. Unos animales salvajes llegaron a oler a la moribunda que aún los miraba con terror. Por fin, en un último esfuerzo, apartó los ojos de las cosas terrestres para levarlos hacia las osas celestes y expiró.
Como una opaca gema, permaneció por mucho tiempo la cabeza sobre los lisos hielos que la rodeaban. La respetaron pájaros rapaces y bestias salvajes. Pasó el invierno. Luego, con el sol de pascua, llegó el deshielo y el cuerpo ataviado, incrustado de joyas, fue arrojado a una prilla para fatales podredumbres.
Algunos rabinos creen que el alma de Adán animó también a Moisés y a David. No dudo que la de Salomé haya habitado a la hija de Jefté, y que, sin dejar de viajar desde entonces, sobreviva en España, en Turquía, o quizá en las provincias del Danubio, en el cuerpo de una danzante de Kolo, esa obscena ronda que se puede llamar: la danza de las nalgas.
3. Los antojos
Hubo una vez, en Lyon, un fabricante de seda apellidado Gorene a quien sus padres, muy piadosos, pusieron el nombre de Gaetán porque había nacido el día de la huida del papa a Gaete.
Gaetán Gorene creció como buen católico. Heredó la gran fortuna de su padre y, una vez asumida la sucesión, tomó por esposa a una joven de su condición.
Sus bienes aumentaron; lo hacía feliz el matrimonio pero esa dicha no era completa. Habían pasado tres años y aún no tenía hijos.
Con la esperanza de un descendiente, hizo que su mujer siguiera las prescripciones de los más grandes médicos. La llevó en vano a los más famosos manantiales considerados como maravillosos contra la esterilidad.
Finalmente, percatándose que los medios humanos eran inútiles, con el acuerdo de su mujer, recurrió a la religión. Escuchó los consejos del confesor de su esposa. Pero la virtud de las más célebres peregrinaciones resultó vana y las más fervientes oraciones fueron inútiles.
El fabricante lionés ganó un número incalculable de días de indulgencia, pero su esposa permaneció igual de yerma que antes. Entonces blasfemó contra el cielo, puso en duda verdades religiosas y finalmente perdió la fe de sus padres. Este hombre presuntuoso no pudo soportar que la divinidad no le hiciera un milagro. Dejó de confesarse, de comulgar, de ir a los oficios religiosos y de hacer donativos a las obras pías que había mantenido hasta entonces.
Releyó la historia de Napoleón y llegó a pensar en repudiar a su esposa estéril, que seguía siendo piadosa a pesar de su marido. Sucedió entonces que un médico sin celebridad, pero altamente sabio, se enteró de la angustia del rico fabricante e inició el tratamiento; de un modo u otro logró poner en condición de recibir simiente a la tierra infecunda.
Gaetán Gorene creyó morir sofocado de alegría cuando su mujer le anunció un día que, gracias a diversos signos irrecusables, había descubierto su preñez e incluso esperaba no permanecer primeriza si este embarazo era llevado a feliz término. El fabricante confirmó así su impiedad y lo comentó a su mujer para alejarla de sus devotas prácticas.
La esposa, como buena cristiana, no dejó de contarlo todo a su confesor.
Era éste un cura robusto, en la fuerza de la madurez, terco en su fe; pensaba que todo estaba permitido para la llegada del reino de Dios. Se había enterado, con dolor, del escándalo causado por la irreligión del fabricante y, viendo el resultado obtenido por quienes habían seguido sus sinceros consejos, lo embargó el despecho. Comprendiendo que por el embarazo de la señora, Satán había sido el más fuerte, decidió traer al redil a la oveja descarriada.
En verdad, el cielo se cobró una deslumbrante venganza de la impiedad de Gaetán Gorene. Una noche de plegarias fue suficiente para inspirar al religioso una jugada que le salió redonda.
Un día de verano, enterado de que el marido, por sus negocios, estaba en Lyon y la mujer en el campo, el cura dejó la sotana y se vistió lo más mal que pudo, simulando ser un vagabundo, vendedor ambulante, pordiosero, mendigo, bellaco, holgazán o desarrapado, como se ve en todos los caminos.
Así vestido, se dirigió al pueblo donde la dama preñada, aburrida de estar sola, se asomaba a la ventana. Era un violento día de verano, un mediodía del que Pan, oculto entre las mieses, simboliza el aterrador y lujurioso celo.
El falso vagabundo se acercó al muro, bajo la ventana de la dama aburrida. Realizó un acto natural que no viene al caso nombrar y exhibió una mano de mortero, un bastón pastoral, una flauta de Robin, y, mejor aún, un ruiseñor tal y como muchas damas hubieran querido oírle cantar el kyrie eleison. La esposa, a pesar de su devoción, no se quedó indiferente y tuvo antojo de ser mortero de la mano, jaula del ruiseñor. Pero siendo honesta, no podía satisfacer su deseo. No obstante, es seguro que sintió comezón y se rascó.
Pese a ser negados por numerosos sabios, los fenómenos relativos a los antojos de las mujeres preñadas son ciertos, y también me parece cierto que la dama estaba esperando niña. Porque, algunos meses más tarde parió y cuando el marido, jadeante de emoción, quiso conocer el sexo del recién nacido, la comadrona alzando los brazos al cielo, exclamó: “¡Es un monstruo!” y el médico que la asistía dijo: “¡Es un hermafrodita!”
Después de este monstruoso suceso, poco faltó para que el rico fabricante enloqueciera de dolor. Admitió que todo llega por mano de Dios y se resignó, se hizo devoto, dio grandes sumas para las obras pías y fue ejemplo para todos por su devoción.
El cura, al enterarse de lo acontecido, soltó una fuerte carcajada, estalló, se revolvió, brinco, tosió y finalmente, fue a confesarse. Pero el sacerdote le negó la absolución y tuvo que ir a implorar por ella con el arzobispo.
El andrógino murió pronto. Gaetán, habiendo recuperado la fe, vivió feliz con su mujer y tuvieron muchos hijos.
1 personaje del Satiricón de Petronio: efebo mantenido por un homosexual (N. de T.)
2 Pescado salado (N. de T.)
GUILLAUME APOLLINAIRE. El Heresiarca y Cía. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.
Comentarios recientes