Si tú me olvidas

Quiero que sepas
una cosa.
Tú sabes cómo es esto:
si miro
la luna de cristal, la rama roja
del lento otoño en mi ventana,
si toco
junto al fuego
la impalpable ceniza
o el arrugado cuerpo de la leña,
todo me lleva a ti,
como si todo lo que existe,
aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.

Ahora bien,
si poco a poco dejas de quererme
dejaré de quererte poco a poco.

Si de pronto
me olvidas
no me busques,
que ya te habré olvidado.

Si consideras largo y loco
el viento de banderas
que pasa por mi vida
y te decides
a dejarme a la orilla
del corazón en que tengo raíces,
piensa
que en ese día,
a esa hora
levantaré los brazos
y saldrán mis raíces
a buscar otra tierra.

Pero
si cada día,
cada hora
sientes que a mí estás destinada
con dulzura implacable.
Si cada día sube
una flor a tus labios a buscarme,
ay amor mío, ay mía,
en mí todo ese fuego se repite,
en mí nada se apaga ni se olvida,
mi amor se nutre de tu amor, amada,
y mientras vivas estará en tus brazos
sin salir de los míos.

Publicado en LOS VERSOS DEL CAPTÁN, en 1963

 

No es necesario

No es necesario silbar

para estar solo,

para vivir a oscuras.

 

En plena muchedumbre, a pleno cielo,

nos recordamos a nosotros mismos,

al íntimo, al desnudo,

al único que sabe cómo crecen sus uñas,

que sabe cómo se hace su silencio

y sus pobres palabras.

hay Pedro para todos,

luces, satisfactorias Berenices,

pero, adentro,

debajo de la edad y de la ropa,

aún no tenemos nombre,

somos de otra manera.

No sólo por dormir los ojos se cerraron

sino para no ver el mismo cielo.

Nos cansamos de pronto

y como si tocaran la campana

para entrar al colegio,

regresamos al pétalo escondido,

al hueso, a la raíz semisecreta

y allí, de pronto, somos,

somos aquello puro y olvidado,

somos lo verdadero

entre los cuatro muros de nuestra única piel,

entre las dos espadas de vivir y morir.

Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964

 

 

El largo día jueves

Apenas desperté reconocí

el día, era el de ayer,

era el día de ayer con otro nombre,

era un amigo que creí perdido

y que volvía para sorprenderme.

 

Jueves, le dije, espérame,

voy a vestirme y andaremos juntos

hasta que tú te caigas en la noche.

Tú morirás, yo seguiré

despierto, acostumbrado

a las satisfacciones de la sombra.

 

Las cosas ocurrieron de otro modo

que contaré con íntimos detalles.

 

Tardé en llenarme de jabón el rostro

—qué deliciosa espuma

en mis mejillas—

sentí como si el mar me regalara

blancura sucesiva,

mi cara fue sólo un islote oscuro

rodeado por ribetes de jabón

y cuando en el combate

de las pequeñas olas y lamidos

del tierno hisopo y la afilada hoja

fui torpe y de inmediato

malherido,

malgasté las toallas

con gotas de mi sangre,

busqué alumbre, algodón, yodo, farmacias

completas que corrieron a mi auxilio:

sólo acudió mi rostro en el espejo

mi cara mal lavada y mal herida.

 

El baño

me incitaba

con prenatal calor  a sumergirme

y acurruqué mi cuerpo en la pereza.

 

Aquella cavidad intrauterina

me dejó agazapado

esperando nacer, inmóvil, líquido,

substancia temblorosa

que participa de la inexistencia

y demoré en moverme

horas enteras,

estirando las piernas con delicia

bajo la submarina caloría.

 

Cuánto tiempo en frotarme y secarme,

cuánto una media después de otra media

y medio pantalón y otra mitad,

tan largo trecho me ocupó un zapato

que cuando en dolorosa incertidumbre

escogí la corbata, y ya partía

de exploración, buscando mi sombrero,

comprendí que era demasiado tarde:

la noche había llegado

y comencé de nuevo a desnudarme,

prenda por prenda, a entrar entre las sábanas,

hasta que pronto me quedé dormido.

 

Cuando pasó la noche y por la puerta

entró otra vez el Jueves anterior

correctamente transformado en Viernes

lo saludé con risa sospechosa,

con desconfianza por su identidad.

Espérame, le dije, manteniendo

puertas, ventanas plenamente abiertas,

y comencé de nuevo mi tarea

de espuma de jabón hasta sombrero,

pero mi vano esfuerzo

se encontró con la noche que llegaba

exactamente cuando yo salía.

Y volví a vestirme con esmero.

 

Mientras tanto esperando en la oficina

los repugnantes expedientes, los

números que volaban al papel

como mínimas aves migratorias

unidas en despliegue amenazante.

Me pareció que todo de juntaba

para esperarme por primera vez:

el nuevo amor que, recién descubierto,

bajo un árbol del parque me incitaba

a continuar en mí la primavera.

 

Y mi alimentación fue descuidada

día tras día, empeñado en ponerme

uno tras otro mis aditamentos,

en lavarme y vestirme cada día.

Era una insostenible situación:

cada vez un problema la camisa,

más hostiles las ropas interiores

y más interminable la chaqueta.

 

Hasta que poco a poco me morí

de inanición, de no acertar, de nada,

de estar entre aquel día que volvía

y la noche esperando como viuda.

 

Ya cuando me morí todo cambió.

 

Bien vestido, con perla en la corbata,

y ya exquisitamente rasurado

quise salir, pero no había calle,

no había nadie en la calle que no había,

y por lo tanto nadie me esperaba.

 

Y el Jueves duraría todo el año.

Publicado en MEMORIAL DE ISLA NEGRA, 1964

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