Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece demasiado penoso.

Tal es nuestra premisa. Este cuento sacará de ella una conclusión y mostrará al mismo tiempo que la premisa es incorrecta. Eso será una novedad en el campo de la lógica, y una hazaña más vieja que la Gran Muralla China en el arte de contar historias.

Joe Larrabee salió de las llanuras del Medio Oeste desbordando genio para el arte pictórico. A la edad de seis años hizo un dibujo de la bomba de agua de la ciudad, incluyendo a un prominente ciudadano que pasaba descuidadamente por allí. Esta hazaña artística fue enmarcada y expuesta en la vitrina de la farmacia junto a una mazorca de maíz con un número non de hileras de granos. A los veinte, Joe partió para Nueva York, su corbata agitada por el viento y un humilde capital bien ceñido al cuerpo.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisoriamente, en un pueblecito de pinos del Sur, que sus parientes contribuyeron con lo suficiente para que pudiera ir “al Norte” y “terminar”. No pudieron ver cómo… pero ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se habían reunido estudiantes de arte y de música para discutir sobre el claroscuro, Wagner, las obras de Rembrandt, pintura, Waldteufel, el empapelado de las paredes, Chopin, Oolong.

Joe y Delia se enamoraron el uno del otro, o cada uno del otro, como el lector lo prefiera, y se casaron al poco tiempo… porque (véase más arriba) cuando uno ama su Arte ningún servicio parece demasiado penoso.

El señor y la señora Larrabee instalaron su hogar en un departamento. Era un departamento solitario… algo así como el la sostenido en el extremo izquierdo del teclado. Y se sentían felices porque tenían su Arte y se tenían el uno al otro. Y mi demanda al joven rico es: vende todo lo que tengas y díselo al pobre… conserje, por el privilegio de vivir en un departamento con tu Arte y tu Delia.

Los que viven en departamentos estarán de acuerdo conmigo en que la suya es la única felicidad auténtica. Si un hogar es feliz, no importa su pequeñez; tanto da que el tocador se derrumbe y se transforme en una mesa de billar, que la repisa de la chimenea se convierta en un aparato de gimnasia, el escritorio en un alcoba para huéspedes y el lavabo en un piano vertical. Tanto da que las cuatro paredes se junten si les place, con tal de que usted y su Delia estén entre ellas. Pero si el hogar es del tipo opuesto, no importa que sea ancho y largo: el lector puede entrar por la Puerta de oro de San Francisco, colgar su sombrero en el Cabo Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salir por el Labrador.

Joe pintaba en la clase del Gran Maestro… cuya fama habrá llegado ya al conocimiento del lector… Sus honorarios son elevados y sus lecciones fáciles; su fácil elevación* lo ha hecho célebre. Delia estudiaba con Rosentock: el lector ya también conocerá su bien ganada reputación como perturbador del teclado.

Joe y Delia fueron felices mientras les duró el dinero. Lo mismo sucede con todos… pero no deseo ser cínico. Sus objetivos eran claros y definidos: muy pronto Joe sería capaz de pintar cuadros que viejos caballeros de finas patillas y gruesas carteras se disputarían a guantadas en su estudio. Delia debía familiarizarse con la música y luego mostrarse desdeñosa con ella; a tal extremo que, cuando las plateas de la orquesta y los palcos estuvieran sin vender, pudiera negarse a salir al escenario, por tener dolor de garganta y langosta en un reservado de restaurante.

Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el pequeño departamento: las vehementes y animadas conversaciones después de la jornada de estudio, las acogedoras cenas y los refrescantes y ligeros desayunos, el intercambio de ambiciones —ambiciones entretejidas con las del otro, ya que de lo contrario serían inconcebibles—, la ayuda e inspiración mutuas y —perdóneseme la procacidad—, las aceitunas rellenas y los emparedados de queso a las once de la noche.

Pero conforme pasó el tiempo el Arte arrió banderas. Eso ocurre a veces, aunque no haya una guardia encargada de hacerlo. Todo salía y nada entraba, como dice el vulgo. Faltaba el dinero para pagarle al Señor Maestro y a Herr Rosentock. Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece ser demasiado duro. Por lo tanto, Delia anunció que daría lecciones de música para surtir la olla.

Durante dos o tres días salió a buscar alumnos. Una noche volvió a casa, exaltada y triunfante.

—Joe, querido …dijo alegremente…, tengo una alumna. ¡Y qué alumna tan encantadora! Es la hija del general… del general A. B. Pinkney… de la calle 71. ¡Qué casa más espléndida, Joe! ¡Si vieras la puerta de entrada!— Yo diría que es de estilo bizantino. ¡Y el interior! ¡Oh, Joe, nunca he visto algo semejante. Mi alumna es hija del general, Clementina. Ya siento aprecio por ella. Es un ser delicado. Y viste siempre de blanco. ¡Y qué modales tan encantadores y sencillos! Apenas tiene dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones semanales. ¡Imagínate, Joe! ¡Cinco dólares la lección! Pero eso no me importa; porque cuando haya conseguido dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con Herr Rosentock. Vamos, no quiero ver más esa arruga entre tus cejas, querido; cenemos algo sabroso.

—Eso está muy bien en lo que a ti se refiere, Delia…dijo Joe, abriendo una lata de arvejas con un cuchillo de trinchar y una pequeña hacha—. Pero… ¿y yo? ¿Crees que permitiré que te esfuerces ganando dinero mientras yo coqueteo con las regiones del arte superior? ¡No, te lo juro por los huesos de Benvenuto Cellini! Quizá podría vender periódicos o empedrar las calles y traer un par de dólares.

Delia se acercó y se le colgó del cuello.

—Querido Joe, eres un bobo. Debes continuar con tus estudios. Lo que te dije no significa que haya abandonado mi música o que me dedique a otra cosa. Mientras enseño, aprendo. Siempre estoy con mi música. Y podemos vivir tan felices como millonarios con quince dólares semanales. No debes pensar siquiera en abandonar al Señor Maestro.

—Está bien —dijo Joe, tendiendo la mano hacia el platillo azul de las verduras—. Es que me duele que des lecciones. Eso no es Arte. Pero eres adorable al aceptar hacerlo.

—Cuando uno ama su Arte, ningún servicio le parece demasiado penoso —dijo Delia.

—El Maestro elogió el cielo de ese boceto que hice en el parque—contó Joe—. Y Tinkle me autorizó a colgar dos cuadros en su escaparate. Quizá venda uno si lo ve el tipo adecuado de imbécil con dinero.

—Estoy segura que lo venderás —dijo Delia, dulcemente—. Y ahora, demos gracias. A Dios por el general Pinkney y por este asado de ternera.

Durante toda la semana siguiente los Larrabee se desayunaron temprano. Joe estaba entusiasmado por unos bocetos con efectos matinales que pintaba en Central Park, y Delia lo mandaba para allá desayunado, mimado, elogiado y besado a las siete de la mañana. El Arte es un absorbente seductor. Por lo regular, Joe volvía a casa a las siete de la tarde.

Al terminar la semana, Delia, con reservado y lánguido orgullo, arrojó victoriosamente tres billetes de cinco dólares sobre la mesa de dos por tres decímetros que ocupaba el centro de la sala de dos por tres metros del departamento.

—En ocasiones, Clementina me desespera —dijo, mostrando cierta flojera—. Temo que no practica lo suficiente y tengo que repetirle las mismas cosas con frecuencia… Además, siempre viste totalmente de blanco y eso resulta monótono. ¡Pero el general Pinkney es un viejo encantador! Ojalá pudieras conocerlo, Joe. A veces entra cuando estoy con Clementina en el piano. Es viudo, ¿sabes? Y se queda parado allí, acariciándose la piocha blanca. ¿Y cómo van las corcheas y las semicorcheas?, pregunta siempre. ¡Si vieras el revestimiento de madera de la sala, Joe! ¡Y los cortineros! ¡Y Clementina tiene una tosecilla tan cómica! Espero que sea más sana de lo que parece. ¡Oh, me estoy encariñando con ella! ¡Es tan gentil y tan educada! El hermano del general Pinkney fue embajador en Bolivia.

Entonces Joe, con los aires de un Montecristo, sacó un billete de diez dólares, otro de cinco, otros de dos y otro de uno —todos de valor legal y corriente— y los depositó junto a las ganancias de Delia.

—He vendido la acuarela del obelisco a un individuo de Peoria ** —dijo, con tono avasallador.

—Déjate de bromas —dijo Delia—. ¿De Peoria, nada menos?

—Como lo oyes. Ojalá lo hubieras visto, Delia. Un hombre gordo de bufanda de lana y que usaba una pluma de pájaro como palillo de dientes. Vio el boceto expuesto en el escaparate de Tinkle y por un momento creyó que era un molino de viento. Pero se portó bien y lo compró de todos modos. Y me encargó otro: un óleo de la estación de carga de Lackawanna. Quiere llevárselo. ¡Lecciones de música! Oh, creo que aun en eso está el Arte.

—¡Cuánto me alegro de que hayas seguido trabajando en tus cuadros! —dijo Delia, de todo corazón—. Estás destinado a vencer, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca tuvimos tanto dinero para gastar. Esta noche cenaremos ostras.

—Y filete miñón con champiñones —dijo Joe—. ¿Dónde está el tenedor para las aceitunas?

El sábado siguiente por la noche, Joe fue el primero en llegar al departamento. Extendió sus dieciocho dólares sobre la mesa de la sala y lavó lo que parecía ser una notoria cantidad de pintura oscura de sus manos. Media hora después llegó Delia, con la mano derecha envuelta en una masa informe de tiras y vendajes.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Joe, después de los saludos usuales.

Delia se echó a reír, pero sin mucha alegría.

—Clementina insistió en comer una tostada con queso y cerveza después de la lección —explicó—. Es una niña tan extraña… ¡Tostadas con queso y cerveza a las cinco de la tarde! ¡Imagínate! El general estaba allí. ¡Lo hubieras visto correr en busca del tostador, Joe, como si no hubiera una sola criada en toda la casa! Sé que la salud de Clementina es delicada. ¡Es tan nerviosa! Al tomar la tostada dejó caer buena parte de ella, hirviendo aún, sobre mi mano y mi muñeca. Me dolió horriblemente, Joe. ¡La pobrecita se apenó tanto! Pero el general Pinkney… ¡Joe, el viejo enloqueció! Se precipitó al piso de abajo y mandó a alguien —al hombre que atendía la caldera o no sé a quién del sótano— a una farmacia, para que trajera un poco de ungüento y vendajes. Ahora ya no me duele tanto.

—¿Qué es esto? —preguntó Joe, tomándole con ternura la mano a Delia y tirando de una hebras blancas que estaban debajo de los vendajes.

—Es algo blando que tenía ungüento encima —dijo Delia—. Oh, Joe… ¿Vendiste otro boceto?

Había visto el dinero encima de la mesa.

—¿Qué si lo vendí? —replicó Joe. Pregúntaselo al hombre de Peoria… Hoy tuvo su estación de carga y aunque no está seguro aún, es probable que me pida otro paisaje y una vista del Hudson. ¿A qué hora de la tarde te quemaste la mano, Delia?

—Creo que eran las cinco —respondió quejumbrosamente—. La plancha… quiero decir, la tostada, fue retirada del fuego a esa hora. Valía la pena ver al general Pinkney, Joe, cuando…

—¿Qué has estado haciendo durante estas dos últimas dos semanas, Delia? —quiso saber él.

Delia afrontó valerosamente la situación durante unos instantes, con ojos llenos de amor y obstinación y murmuró un par de frases vagas sobre el general Pinkney; pero, al fin, bajó la cabeza y brotaron las lágrimas y la verdad.

—No conseguía alumnos —confesó—.Y no podía soportar la idea de que abandonaras tus lecciones. Por eso conseguí trabajo como planchadora de camisas en esa lavandería de la Calle 24. Y creo que inventé muy bien al general Pinkney y a Clementina, ¿verdad, Joe? Y cuando una muchacha de la lavandería, esta tarde, apoyó una plancha caliente sobre mi mano, dediqué todo el trayecto hasta aquí en inventar esa historia de la tostada. No estás enojado, ¿verdad, Joe? Si yo no hubiera conseguido ese trabajo, tú no habrías podido venderle tus bocetos al hombre de Peoria.

—No era de Peoria —dijo Joe, lentamente.

—Bueno, igual da. ¡Qué inteligente eres, Joe! Pero… bésame, Joe … Y… ¿qué te hizo sospechar que yo no daba lecciones de música a ninguna Clementina?

—No sospeché nada hasta esta noche —respondió él—. Y no habría sospechado nunca. Pero esta tarde mandé desde el cuarto de máquinas esa estopa y ese ungüento para una muchacha que se había quemado la mano con una plancha en el piso de arriba. He estado alimentando la caldera de esa lavandería durante las últimas dos semanas.

—De manera que tú no…

—Tanto mi comprador de Peoria como el general Pinkney son creaciones del mismo arte —dijo Joe—. Pero es un arte que no llamaría música ni pintura.

Y entonces ambos se echaron a reír y Joe comenzó:

…Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece…

Pero Delia lo interrumpió, poniéndole la mano sobre los labios.

—No —dijo—. Di solamente: “Cuando uno ama”.

*Juego de palabras intraducible: High: elevado; Light: fácil, ligero; Highlights: Hechos notables, acontecimientos sobresalientes (Nota del traductor)

**Ciudad de Illinois, considerada en el folklore popular americano como la quintaesencia de los Estados Unidos, y por ende, sus habitantes, el americano típico (N. del T.)

 

O. Henry. Trece cuentos. La nave de los locos. Premiá Editora, 1988

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