La nacionalidad mexicana

La nacionalidad mexicana

Por Jorge Cuesta *

¿Es México una verdadera nación? Esta pregunta se le ocurre al lector del libro de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, que hace pocos días apareció. No se trata de una crítica sistemática, sino de una serie de ensayos. Pero cada uno de ellos está enfocado con el mismo propósito: analizar el contenido de nuestra nacionalidad.  Y aunque se limitan a plantear la cuestión y no formulan una conclusión extrema, el lector se ve necesariamente conducido a confrontar el hecho de que la nacionalidad mexicana es una noción que corre el riesgo de carecer de objetividad por lo mucho que le basta un sentimiento superficial para mantenerse a flote.

— El nacionalismo es una idea europea que estamos empeñados en copiar. ¿Hasta qué punto corresponde en México a una realidad? ¿Hasta qué punto es una fantasía, un puro producto de la imitación de lo europeo?— No es este el problema, estrictamente, el que Ramos se propone, sino el que el lector examina después de que Ramos despoja a nuestra idea nacional de algunas falsedades con que acostumbra ocultar su verdadera naturaleza. Pero ya en el momento en que ésta debería mostrarse a los ojos, lo que el lector considera es que, acaso, la verdadera naturaleza de nuestra idea nacional está en su carácter convencional y ficticio.

El aspecto paradójico del problema puede causar confusión en más de un espíritu simple. Pues he aquí que se acusa de extranjerizante, precisamente al nacionalismo mexicano. Pero sólo un espíritu simple o uno de mala fe puede desconocer la seriedad filosófica con que Samuel Ramos aborda la cuestión. Lo que consigue, en efecto, no es causar, sino deshacer una confusión que se ha mostrado peligrosa. Al día siguiente de nacida, la nación mexicana entró en un caos social. Se ha revelado en esto, sin duda, una inadaptación de las ideas a la realidad, una inconformidad, si puede decirse así, de la nación consigo misma.

Por ejemplo —escribe Ramos— cuando es promulgada una constitución, la realidad política tiene que ser apreciada a través de aquélla, pero como no coincide con sus preceptos, aparece siempre como inconstitucional.  El lector debe hacerse cargo bien de lo que queremos decir. Si la vida se desenvuelve en dos sentidos distintos, por un lado la ley y por otro la realidad, esta última será siempre ilegal; y cuando en medio de esta situación abunda el espíritu de rebeldía ciega, dispuesta a estallar con el menor pretexto, nos explicamos la serie interminable de “revoluciones” que hacen de nuestra historia en el siglo xx un círculo vicioso.

De acuerdo con las observaciones de Ramos, el carácter “revolucionario” de la historia de México ha sido originado por un desacuerdo entre la “realidad mexicana” y las ideas europeas a que han querido amoldarla constantemente las clases dirigentes del país. Nuestra tradición, nuestro carácter originales se han visto contradichos inmediatamente por las normas culturales importadas de Europa, sólo por esta razón: como la primera de estas normas, a que todas las demás están subordinadas, ha  sido la idea nacional, ha resultado que, tratando de expresar una nacionalidad mexicana, se ha desconocido y falsificado nuestro carácter auténtico, que no es el carácter de una nacionalidad. La nación mexicana ha tenido una existencia puramente convencional y política; no obedece a una razón constitucional verdadera. Y por eso, al haberse dado la idea europea de nación como la constitucional de ella, toda la vida de México ha adquirido un carácter ilícito y clandestino, como Ramos lo comprueba, gracias al cual se ha creado en la conciencia mexicana un malestar profundo, que estalla a cada momento en expresiones violentas y desastrosas.

Se entiende mejor el problema si se considera el carácter histórico de los nacionalismos europeos, que no han correspondido tan sólo a una voluntad política de los estados, sino que se han encontrado provistos de un contenido tradicional en todos los órdenes de la cultura. Por mucho que se hable de una sola cultura europea, no puede desconocerse el hecho histórico de que esta cultura aparece concretamente en la forma de cultura nacional. Cada una de ellas es, a su modo, una integración de las demás; cada una de ellas aspira a la universalidad; cada una de ellas aspira a ser la expresión más cabal de “Europa”; pero sin perder el carácter nacional de su tradición. Hasta cuando se ha concebido la creación de una “nación europea”, aparte de que el nacionalismo, aun de un modo contradictorio, se ha infiltrado en la idea continental, no se ha pretendido con ello la refundición de las nacionalidades en una sola unidad cultural, sino, por el contrario, el equilibrio y la conservación de las diferencias nacionales.

Ahora bien, en México la nacionalidad tiene un sentido exclusivamente intelectual, que no corresponde a una individualidad de la cultura ni a una necesidad de ella. Han sido penosamente estériles todos los esfuerzos para dar a la idea política de la nación mexicana una razón tradicional profunda. Ni siquiera es española la tradición política de México, sino antiespañola. De aquí que hasta ridículas aparezcan muchas de las tentativas por dotar a México de un arte y una literatura “nacionales”. La idea más infecunda en el arte y la literatura mexicanos ha sido la idea nacional. Las obras nacionalistas no han logrado otra cosa que imitar servilmente a los nacionalismos de Europa. El nacionalismo mexicano se ha caracterizado por su falta de originalidad, o, en otras palabras, lo más extranjero, lo más falsamente mexicano que se ha producido en nuestro arte y nuestra literatura, son las obras nacionalistas. Como una ironía del destino, encontramos que en el momento en que más “nacionales” hemos sido es cuando nos hemos falsificado más.

Las consecuencias de este error sentimental han sido funestas en la vida de México. Además de las que señala Ramos en los órdenes psicológico y moral, pueden señalarse muchas por lo que respecta a lo político y a lo económico. La idea de que debemos tener, al igual que las naciones genuinas, una economía nacional, se ha revelado particularmente ruinosa, creando barreras para la importación de capitales más baratos que el capital “nacional”; cerrando las puertas a la inmigración, y obligándonos a consumir , como artículos “nacionales”, artículos falsificados. Es una idea corriente en el mercado mexicano, que los productos nacionales son generalmente una imitación, una falsificación de los extranjeros. He aquí también a la nacionalidad como causa de una falsificación. Pues nuestra tradición económica tampoco es una tradición nacional. Y en desconocer este hecho, pensando que, como nación que somos, somos una nación europea, sólo estamos impidiendo que la “nacionalidad” mexicana se realice con su valor histórico original.

Nuestro sentimiento “nacional», para no destruirse así mismo, tendrá que escuchar la voz de Samuel Ramos y renunciar a vivir de la imitación de lo europeo, que es lo mismo que la imitación de la nacionalidad. Crear artificialmente un arte, una literatura, una moral, una economía nacionales,  es como en México se está corriendo el riesgo de vivir con una nacionalidad artificial y ficticia. “El principio de las nacionalidades —dice Ángel Sánchez Rivero—  tiene históricamente sentido en cuanto crea organismos vitales; no lo tiene si se convierte en un factor disolvente o en un obstáculo.” Pues “ la historia no respeta más que aquellas formas capaces de eficiencia creadora”. Y el principio de la nacionalidad mexicana no será una forma capaz de eficiencia creadora mientras sea una pura capacidad de imitación.

El libro de Samuel Ramos nos lo hace ver con una claridad que sólo a los espíritus reaccionarios podrá confundir. El pensamiento mexicano ha producido pocas obras tan auténticamente revolucionarias como El perfil del hombre y la cultura en México. Sólo después de este libro, la nacionalidad mexicana podrá tener una conciencia fecunda de su verdadera significación.

El Universal, 1ª sección, febrero 5 de 1935. P.3.

*JORGE CUESTA. Poesía y crítica. Lecturas Mexicanas 31. Dirección General de Publicaciones del CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES. 1991

Arte culto, popular, tradicional, folklórico

Arte culto, popular, tradicional, folklórico

Por Arturo Souto*

La historia demuestra que, en casi todas las épocas, han convivido dos clases de arte: uno de carácter popular, anónimo, tradicional, y otro de carácter culto, firmado por sus autores y original. La frontera que los separa no es precisa. Cierto es que hay entre los dos profundas diferencias estilísticas e inclusive temáticas, así como de lenguaje, pero es frecuente encontrar autores y obras, sobre todo en el mundo hispánico, donde lo culto y lo popular están indisolublemente integrados. La convergencia y divergencia de las dos literaturas ha variado según los pueblos y las épocas. En el caso de la española, los escritores han tenido actitudes contrarias conforme a los ideales estéticos de su tiempo enfatizaban lo culto o lo popular. Durante la edad media, los juglares, por ejemplo, representaron la corriente popularista frente a los clérigos. Con todo, nunca son precisos los límites, puesto que el propio Gonzalo de Berceo usa fórmulas juglarescas en sus poesías de cuaderna vía. En el siglo xv, en tiempo de Juan II, Enrique IV y concretamente durante el reinado de los Reyes Católicos, el gótico florido y el plateresco tienden a la valoración de la forma, la imitación de los clásicos grecolatinos y, en general, la literatura sabia y exquisita. Recuérdese el desprecio del marqués de Santillana hacia la poesía vulgar. Los siglos de oro manifestarán una equilibrada conjunción de las dos corrientes, pero el barroco se distingue por su vuelta al formalismo y la erudición. El siglo xviii también, a pesar de múltiples ejemplos de arte popular, es, en su conjunto, una época altamente “sofisticada”. Los románticos, por lo contrario, sobrevalorarán la función que desempeña el pueblo en la creación artística. Esta, en el caso de la literatura española, ha sido, a pesar de las ondulaciones citadas, casi constante. La influencia popular está presente en la mayor parte de los grandes escritores españoles del siglo xx: Valle-Inclán, los Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Alberti… En Hispanoamérica, sin embargo, aunque es intensa, la corriente popularista, nunca lo ha sido tanto como en España. El modernismo, por ejemplo, pone énfasis en el tono culto, en la aristocracia del espíritu. Recuérdese a Rubén Darío y Gutérrez Nájera. El hincapié en el refinamiento y en la exclusividad no es nuevo en la América española. Véase, a este respecto, el contraste entre Lope de Vega y Ruiz de Alarcón, o el caso de Sor Juana y la influencia que tuvo en México el gongorismo.

Aunque los terminos popular, tradicional, y folklórico no son estrictamente sinónimos, ni tampoco muy precisos, pueden barajarse, en la mayor parte de los casos, con el mismo sentido. No es cierto que la literatura española sea esencialmente popularista, como no lo es que la francesa o la italiana sean exclusivamente cultas, pero es innegable que la corriente tradicional es más significativa en la literatura española que en sus vecinas y hermanas. Muchos ejemplos lo atestiguan: las jarchas, las canciones de amigo, la poesía épica, el romancero, la comedia, el auto sacramental, la picaresca…A propósito de los romances, escribe Margit Frenk:

Poesía folklórica, poesía popular (como se la ha llamado y sigue llamando en todas partes) o poesía tradicional (como la designa Menéndez Pidal): poesía cantada, esencialmente anónima e impersonal, que se ajusta a cierta técnica y a cierta temática ya establecidas, conocidas por todos. Poesía, por tanto, colectiva, no porque sea obra de la colectividad, como pensaban ciertos teóricos románticos, sino porque el autor primero de un cantar –poeta docto o iletrado, poco importa– adopta de manera deliberada o inconsciente un molde métrico y estilístico y un caudal de motivos previamente aceptados por la comunidad.

*Arturo Souto, LITERATURA Y SOCIEDAD, ANUIES 1973.

Rimbaud y su prisa de absoluto

Rimbaud y su prisa de absoluto

Por Manuel Mantero

El caso de Rimbaud es excepcional: hasta septiembre de 1871, en que marcha a París invitado por Verlaine (después de varias fugas de su casa de Charleville, con intervención policiaca), había escrito casi toda su obra, cuarenta y tantos poemas, casi todos fechados en 1870 y 1871. En 1872 escribiría los últimos, algo más de una docena.

En 1873, después del escándalo de Bruselas, escribe Une saison en Enfer, donde la prosa francesa volvió a encontrar toda la antigua frescura exiliada por los racionales de la literatura, y en 1874  termina de escribir las Illuminations. Después Rimbaud se pierde. Se pierde por los países, se pierde para la poesía. Parece como si Rimbaud hubiera sido dos. La renuncia fue radical, hasta llegar a la quema de manuscritos.

¡Y qué vida nómada la de Arturo!… Es expulsado de Austria, deserta del ejército colonial holandés, sirve de intérprete en el circo Loisset por Alemania, Suecia y Dinamarca,  trabaja en Chipre para una casa francesa. En 1879 tiene que curarse de la tifoidea… (Y aquí, un inciso. ¿Qué destino hizo que dos personas tan amadas por Verlaine, Arturo Rimbaud y Luciano Létinois, padecieran la misma enfermedad? ¿Es el simple azar? ¡Ah, pero Luciano no pudo prevalecer, para él fue, no

une mort

Militaire, sûre et splendide,

Mais Dieuvint qui te fit la mort

Confuse de la typhoide…!)

Rimbaud, en 1880, está en Chipre y en Aden y es nombrado delegado de un comercio de pieles y café en la sucursal de Harrar. Más tarde, parte para la Ogadina y explora aquellos lugares vírgenes. Entra en tratos con Menelik, que recibe los fusiles que Rimbaud le había hecho llegar de Europa, pero no quiere pagarlos. Rimbaud vive en El Cairo.

Entre 1888 y 1891, dirige una factoría en Harrar, y es posible que traficara con esclavos; en ese último año, se ve atacado por un tumor canceroso en la rodilla; parte a Francia, a Marsella, en cuyo hospital se le amputa la pierna derecha. A los cinco meses (y tras volver al mismo hospital de la Concepción), muere. La muerte del gran poeta fue la de un místico —‹‹un místico en estado salvaje››, lo llamó Claudel—. Isabel Rimbaud ha contado las visiones, las dulzuras de su hermano durante los días anteriores a su muerte: ‹‹Termina su vida —escribió— en una suerte de ensueño continuo››, y hace notar que no tenía fiebre. Y dice: ‹‹Pregunta a los médicos si ellos ven las cosas extraordinarias que él percibe, les habla y les narra con dulzura, en términos que yo no sabría repetir, sus impresiones: los médicos le miran a los ojos, esos bellos ojos que nunca fueron tan bellos ni tan inteligentes, y se dicen entre ellos: es singular. Hay, en el caso de Arturo, algo que ellos no entienden››*.

En el caso de Arturo, digamos que no sólo los médicos, sino todos están conformes en que hay  muchas cosas que no se entienden. La principal, esa mutilación de su obra literaria (hasta aquí escribo —dijo Rimbaud—) gemela de la mutilación de su pierna, que le llevaría a la muerte.

Y sin embargo, yo deseo atreverme a dar una explicación al fenómeno, al por qué Rimbaud, casi un adolescente todavía, renunció a escribir, se desinteresó de toda ambientación libresca y huyó lo más lejos posible de los poetas, de los amigos, de Francia. Pues pretender que Rimbaud abandonó la carrera literaria (dicho en términos administrativos) por lo ocurrido entre Verlaine y él, es desconocer el espíritu de los poetas.

Normalmente, el escritor (en este caso, el poeta) tiene una trayectoria de menos a más: de busca, de evolución. A veces, cae en la ironía. A mí me causa desasosiego ver cómo Antonio Machado, en sus últimos poemas, se muestra irónico, cáustico, agrio. Cuando un poeta escribe versos con ironía, ya ha perdido la inocencia, la virginidad ante las cosas.

Rimbaud empezó por donde otros terminan. Hay tal sabiduría, tal acidez, tal terremoto íntimo en la obra de Rimbaud, escrita en cuatro años, que no puede catalogarse a la ligera como un caso raro, sin ahondar y sin trepar hasta las ramas que definen el mejor color, sin plantearse seriamente el problema con intención de respuesta.

Rimbaud es genial porque el tiempo, en él, cambió su sentido. Estaba Rimbaud instalado en el futuro, era todo futuro. Sí, él puede realizar los recuerdos de otro (‹‹Que j’aie réalisé Tous vos souvenirs…››) porque se halla en posición de dominar el tiempo, de superarlo. En los recuerdos siempre existe una añoranza que los cambia, un deseo que los ilumina nuevamente, como si fueran otros. En Rimbaud es clave esta otredad, esta conversión constante de seres en otros, de recuerdos en otros, de paisajes en otros: de esta vida en otra.

Efectivamente, Rimbaud empezó por donde se suele acabar: con un dominio feroz del idioma, que en sus manos adquirió tal originalidad, que la poesía moderna se alimenta todavía de sus descubrimientos expresivos. El simbolismo fue en sus manos la consecuencia penúltima (la última sería el sobrerrealismo) de la época romántica, mucho más duradera de lo que se cree por lo común.

La lengua está en Rimbaud al servicio del ensueño, pero un ensueño dislocado, con prisa por alcanzar lo trascendente. Rimbaud hizo posible identificar idioma como estética, expresión con intención: es el secular deseo de una literatura natural. Topó con lo absoluto sin trámites, de modo desordenado, como aconsejaba Baudelaire, y se fabricó su propia torre de paraísos artificiales. Aquellos experimentos psíquicos casi le llevaron a la locura. Y cuando se dio cuenta de ello, cuando vio ‹‹lo que el hombre ha creído ver›› (y eso, a los veinte años), se aterró. Tomó el atajo, encontró la recta, ya no le hizo falta la literatura : ‹‹O pureté! Pureté! C’est cette minute d’eveil qui m’a donné la vision de la pureté! —Par l’esprit on va à Dieu!››

Entre sus diecisiete y veinte años, Rimbaud caló su propia tormenta, investigó los oscuros resortes de su espíritu… Quedó asustado. Asustado de su soberbia, de su conocimiento de lo sobrehumano. Y calló. Sus últimos versos (digo últimos para entendernos, ya que en Rimbaud los versos siempre son primeros), acusan, denuncian este balbuceo ante el misterio. Ya no se trata de dar color a las vocales. Se ha despojado de toda retórica, como quieren los poetas, pero que lo logran al final, y emplea el verso corto, huidizo. Un verso que ya es otro verso. Rimbaud evoca cómo en esos tres años tan intensos, él ha hecho el estudio de lo malo y de lo bueno, de la verdad y del pecado:

O saison, ô châteaux

Quelle âme est sans défauts?

 O saison, ô châteaux

J’a fait la magique étude

Du Bonheur, que nul n’elude

Y dirá en otro poema que la eternidad ha sido encontrada:

Elle est retrovée

Quoi? —L’Éternité

Después de encontrar la eternidad, Rimbaud sólo pudo hacer lo que hizo: callar. Quemar los manuscritos en la chimenea de su casa. Huir de su país, de sus amigos. Olvidar la literatura.

Cuando, días antes de morir, recibió los sacramentos, su preocupación era ordenar la habitación, traer velas y encajes, preparar ropa blanca. Todo blanco. Y el blanco es el color de los místicos, el color de relámpago de los místicos.

* Sé la polémica existente aún en torno a la conversión de Rimbaud. Las palabras de su hermana han sido puestas en entredicho. Recuerdo ahora a dos autores, José Cabanis y Etiemble, que en Rimbaud (por varios colaboradores, París, 1968) hablan sarcásticamente de Isabel y sus noticias sobre los últimos días del poeta. Pero yo pienso que, si hay que dudar de los testimonios de personas presentes y afectas, la historia universal debe de escribirse de otra forma ¿Cómo?

Manuel Mantero. La poesía del “yo” al “nosotros”. EDICIONES GUADARRAMA. Madrid, 1971

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