Antes del fin / Ernesto Sabato

Antes del fin / Ernesto Sabato

Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi conciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina.

He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes, pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una poderosa euforia.

Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y carnal al cual pertenece el hombre concreto.

Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que anualmente otorgaba la Asociación para el progreso de las Ciencias, enviándome a trabajar al Laboratorio Curie.

Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión acompañado de Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes vivía en un cuartucho en la rue du Sommerard.

El periodo del Laboratorio coincidió con esa mitad del camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por las mañanas me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dome y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.

Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio pero muy barato, donde acostumbraba almorzar con Matilde. De pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo, señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel excepcional pintor: Wilfredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo surrealista de Breton: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara.

Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato. Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta, con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando, aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson.

Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo dionisíaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se encontraba ahora azorado entre la forma más extensa del racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta forma de la irracionalidad.

Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones demenciales como el Informe sobre ciegos, y, finalmente esos cuadros terribles que me surgen del inconsciente. En la mayor parte de los casos, sobre todo en este periodo de mi existencia, me es imposible explicar a los que me interrogaban qué quise decir, o qué representaban. Es lo mismo que uno se pregunta cuando ha despertado de un sueño, sobre todo de una pesadilla; tanta es su ilogicidad, sus contradicciones. Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.

Es lo que todos los hombres hacen con su doble existencia: la diurna y la nocturna. Un pobre oficinista sueña de noche con asesinar a puñaladas al jefe, y durante el día lo saluda respetuosamente. El ser humano es esencialmente contradictorio, y hasta el propio Descartes, piedra angular del racionalismo, creó los principios de su teoría a partir de tres sueños que tuvo. ¡Lindo comienzo para un defensor de la razón!

Algo parecido es el caso del desdichado Isidore Ducasse, uno de los patronos del surrealismo, que en uno de sus primeros Cantos, ya convertido, quién sabe por qué irónico impulso, en el Comte de Lautréamont, hace el elogio de las matemáticas a las que se acercó con indiferencia o quizá con desprecio:

 

Oh, matemática severa, yo no te olvidé, desde que tus sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una onda refrescante; yo aspiraba instintivamente, desde la cuna, a beber de tu fuente, más antigua que el sol, y aún continúo recordando cómo osé pisar el atrio sagrado de tu solemne templo, yo, el más fiel de tus iniciados.

 

Son muchos los que en medio del tumulto interior buscaron el resplandor de un paraíso secreto. Lo mismo hicieron los románticos como Novalis, endemoniados como el ingeniero Dostoievski y tantos otros que estaban destinados finalmente al arte. A mí, como a ellos, la literatura me permitió expresar horribles y contradictorias manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales. Visiones que luego expresé en novelas que me representan en sus parcialidades o extremos, a menudo deshonrosas y hasta detestables, pero que también me traicionan, yendo más lejos de lo que mi conciencia me reprocha. Y ahora, desde que mi vista deteriorada me ha impedido leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece que el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.

En medio de la espantosa inestabilidad de esa época conocí a un personaje extraño, el gran pintor español, en realidad canario, Oscar Domínguez. En los frecuentes encuentros en su taller, me insistía para que abandonase las “pavadas” del Laboratorio y me dedicase por completo a la pintura. Pasábamos largas horas literalmente delirando, entre el olor a la trementina y la botellas de cognac o de vino que no cesaba de correr por nuestras manos. La instigación al suicidio, por momentos aterradora, era una presencia constante luego de acabar cada botella. Sugerencia que me reiteró un domingo lluvioso, a la vuelta del Marché aux Puces. Yo le respondí: “No Oscar, tengo otros proyectos”.

Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en medio de la estrechez del mundo cientificista. Su desenfreno era capaz de promover las ocurrencias más disparatadas. En un tiempo, se había dedicado a la investigación, dentro del dominio de la escultura, para obtener superficies “litocrónicas”. Como yo venía de la física, inventé esa palabra que significa “petrificación del tiempo”, broma que se me ocurrió basándome en la conocida yuxtaposición, hecha por Oscar, de la Venus de Milo con un violín. Le sugerí entonces la posibilidad de forrar la escultura con una fina y elástica tela para luego desplazar el violín en diferentes formas, y lograr así lo que él denominó en su jerga “anquietanz”.

El texto completo salió publicado en Minotaure, y quedó para mí como testimonio de un tiempo de crisis. Sin embargo, Breton lo elogió con su acostumbrada solemnidad, sin advertir que era una mezcla de disparate y humor negro; lo que prueba, por otro lado, la ingenuidad de ese gran poeta que, en una delirante mezcla de materialismo dialéctico y Lautréamont, pretendía disimular su falta de rigor filosófico.

En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de su amigo, un muchacho más bien bajo y menudo, que me mostró sus cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del conocimiento de matemáticas superiores para comprender el fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de mi exposición en el Foyer del Centre Pompidou, reencontré con profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la generosidad de participar en un hermoso homenaje que se me hizo.

Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas montañas de medialunas y brioches que se veían en los mostradores de cualquier café de barrio. Pero, sobre todo, la mayor tristeza fue ver a Breton, que no se resignaba a dejar en paz el cadáver de su movimiento.

Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida. Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser auténtico.

Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre un caballete.

 

ERNESTO SABATO. Antes del fin. Seix Barral / Memorias, 1999.

Fragmento de:

I Primeros tiempos y grandes decisiones

Thanathopia

Thanathopia

—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en su gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó)

—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.

No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aún las más amargas torturas, a causa de vuestras risas… Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en las horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad donde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver… Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues temía quizás que algún día revelase lo que el pretendía tener oculto… Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. El ordenó mi secuestro, porque… Poned atención.

(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de las famosas cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar a Londres una vez al año al establecimiento de educación donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.

Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna… ¡oh, cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreces… ¿por qué había cipreces en el colegio?… y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector… ¿para qué criaba lechuzas el rector?… Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os juro, una voz: «James». ¡Oh voz!

Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él; alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese él.

Llegó más amable que otras veces; y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluído mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza… Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo,

—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además —quería decirte—, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba  noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía… ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable blue-stoking, o una cruel sabionda, o una bruja… Perdonad las palabras: A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado…

No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición, tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente, no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.

Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban sustituídos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rosetti, cubierto de un largo velo de crespón.

Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía.

—La verás luego… Que la haz de ver es seguro… James. mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego…

Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevásteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a cenizas por la llama de un relámpago…

Fue esa misma noche, si. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego ví que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.

Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos: apareció mi padre: ¡Por primera vez, por primera vez!, ví sus ojos clavados en los míos, os lo aseguro, unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban…

—Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

Ella…

Y mi padre:

—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano… Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: «!James!»

Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó.

Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría… Y la mujer no me miraba. Balbucié un saludo, un cumplimiento.

Y mi padre:

—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es tu hijo también.

Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor… ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor… no os lo quiero decir… porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún; me eriza los cabellos.

Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliera de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca…

—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto; que me saquen de aquí!

Oí la voz de mi padre:

—¡Cálmate James! ¡Cálmate hijo mío! Silencio, hijo mío.

—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—.Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

 

RUBÉN DARÍO. Cuento incluido en El libro de los vampiros (Antología), Fontamara 1982.

 

Tres historias de castigos divinos

Tres historias de castigos divinos

 

  1. Gitón (1)

El llamado Luis Gián, hijo de un pequeño comerciante de aceite en Niza, jamás había manifestado la más ligera devoción, contrariamente a los demás niños quienes, al menos durante la época de la primera comunión, daban prueba de emotiva piedad.

El vicario cojo de Santa Reparata le había dicho un día durante el catecismo, mientras limpiaba sus anteojos en su mugrosa sotana:—A ti Luis, te va a ir muy mal, porque eres falso. Al verte, pareces un ángel, pero en verdad, eres asqueroso como una chinche arrodillada. Te burlas de mí, lo sé y puedes hacerlo, pero, no se burla uno de Dios. Lo aprenderás algún día, antes de lo que crees.

Luis Gián había oído, de pie y con la vista gacha, el regaño del vicario. Pero, en cuanto éste le hubo dado la espalda, el impío remedó su cojera y canturreó:—Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.

El joven nicense no se compuso. Hasta los catorce años se apareció muy poco por la escuela y se entregó al libertinaje bajo los puentes de Paillon y en el Castillo, primero con muchachitos de su edad, luego con niñas.

A los catorce años lo enviaron de aprendiz con un fabricante de camisas y dejó la vieja ciudad de Niza, con sus perfumes de frutas aromáticas a las que se mezclaban los olores de la carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, para vivir en una tienda de la ciudad nueva. Desde los primeros días tanto el patrón como la patrona, buenos comerciantes al fin, se fijaron en él. De día no lo tenían desocupado ni un instante… de noche tampoco.

La patrona era pelirroja como una naranja, pero el patrón olía a pissala (2). Durante el carnaval, un ruso quincuagenario y meticuloso se robó a Luis Gián y le pidió que lo llamara “¡mi general!” mientras que él le decía “¡Ganímedes!”

Habiéndose percatado de la exigencia y avaricia del ruso, Luis le robó y lo abandonó.

Luego se prodigó a un turco brutal y goloso.

El turco, habiéndose arruinado en Monte Carlo, fue reemplazado por un americano. Luis Gián había caído en la cuenta que su fructuosa condición lo condenaba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.

Sin embargo no supo conservar en la fortuna aquella serenidad que es el privilegio de los virtuosos. Despreció a sus antiguos compañeros y pasaba junto a ellos sin parecer verlos. Éstos al principio pagaron desprecio con desprecio. Cuando se lo encontraban siempre hacían el ademán que consiste en colocar el brazo izquierdo en el ángulo del brazo derecho doblado y agitar el puño derecho cerrado. O también, cuando pasaba mimaban la obscena letra Z en un alfabeto mudo que emplean mucho los habitantes de Niza, Mónaco, Turbes y Mentón.

Al fin, la mala conducta de Luis Gián horrorizó al cielo, tanto como a sus antiguos compañeros. El que mea contra el viento, se moja la camisa; quiso Dios castigar con la ley del talión los pecados de Gitón.

Cuatro jóvenes, que en realidad no valían más que Luis Gián, lo esperaron una noche en que había ido solo al teatro. Se habían emborrachado con ese vino corso que lejos está de conservar la fama que tuvo en el siglo XVI; luego se escondieron y lo esperaron frente a la mansión donde el sodomizado vivía con un mórbido austriaco.

Cuando después de media noche, llegó Luis Gián, se arrojaron sobre él, lo amordazaron y, habiéndolo subido hasta la reja de la mansión, lo empalaron y huyeron dándose de manazos.

El empalado murió, quizá voluptuosamente. Era hermoso como Adonis. Las luciérnagas resplandecían a su alrededor…

 

 

2. La bailarina

Leí, hace mucho tiempo, de un viejo autor, este auténtico o legendario relato de la muerte de Salomé. No recargaré el cuento con palabras hebreas, ni descripciones exactas de trajes y palacios; son sofisticaciones que hubiesen dado al relato ese exotismo tan de moda hoy en día. La verdad es que mi ignorancia me impidió hacerlo; e incluso he conservado los mismos nombres que mis personajes tiene en nuestros evangelios.

Los que hicieron morir a San Juan Bautista fueron castigados. Herodías se prendó de la apetitosa flacura del penitente que invitaba a los hombres a bañarse. Aunque actuó como José en la casa de Putifar, Juan Bautista, el devorador de langostas, sin duda sintió deseos carnales, rápidamente reprimidos, hacia aquella que quería poseerlo. En cuanto Herodías, incestuosa según la ley judía, se hubo desposado con su cuñado Herodes Antipás, unos ligeros celos se mezclaron con los reproches hechos por el Bautista. Salomé, engalanada, emperifollada, jaspeada, pintada, bailó ante el rey y, excitando una voluntad doblemente incestuosa, obtuvo la cabeza del santo que a su madre había sido negada.

Herodías recibió en charola de oro la cabelluda cabeza de rostro barbado. Despertando de pronto su pasión, besó ardientemente los labios violáceos del Bautista degollado. Pero su resentimiento fue más fuerte y lo satisfizo perforando con agujas la lengua, los ojos y todas las partes del ensangrentado rostro. Cesó el sacrilegio con la muerte de Herodías quien, al seguir jugando con la preciosa cabeza, sucumbió según todos los indicios, tras una ruptura de aneurisma.

Esta orgullosa mujer no permaneció en el infierno. Forma parte de esas hordas de espíritus que pueblan los aires, y que, cuando son buenos, me gusta mucho llamarlos dioses. Entiendo por dios, desde luego, toda cosa sobre la cual el poder del hombre es nulo y no aquella alma del mundo que Espeusipo de Atenas fue el primero en creer que gobernaba al universo sin entendimiento. En las noches de tormenta, Herodías anunciada por el ulular de las lechuzas y el terror de los animales, conduce una fantástica cacería por encima de nuestros bosques.

Herodes Antipás, rey de Judea, cuyo poder equivalía al del sultán de Tunez en nuestros días, fue exiliado por Tiberio y murió desdichado en Lyon.

Salomé, cuya hermosa danza había cegado al rey, murió bailando; extraña muerte, envidiada por las bailarinas.

Esta dama bailó una vez durante una fiesta, en una terraza de mármol incrustada de serpentina de un procónsul. Éste se la llevó, al abandonar Judea, a una provincia bárbara del norte del Danubio.

Sucedió que, habiéndose perdido sola un día de invierno en la orilla del río helado, el hielo azulado la sedujo y se lanzó sobre el danzando. Como siempre, estaba ricamente ataviada y dorada por aquellas cadenas de minúsculas mallas como las que después hicieron los joyeros venecianos que se quedaban ciegos a los 30 años por la minuciosa labor. Danzó sin tiempo, mimando el amor, la muerte, la locura. Y, por cierto, parecía que algo de locura había en su gracia y su belleza. Según las actitudes de su flexible cuerpo, sus manos escribían mudos mensajes. Nostálgicamente, simuló los lentos movimientos de las recogedoras en los olivares de Judea, acuclilladas y enguantadas, cuando caen las aceitunas maduras.

Luego, con los párpados semi cerrados, intentó pasos casi olvidados: aquella sacrílega danza cuyo premio había sido, antaño, la cabeza del Bautista. De pronto, se quebró el hielo bajo sus pies y se hundió en el Danubio, de tal modo que, con el cuerpo en el agua, la cabeza permaneció encima del hielo que se volvió a juntar y a soldar. Algunos terribles gritos asustaron a los grandes pájaros de pesado vuelo y cuando la desdichada calló su cabeza parecía cortada y dispuesta en una charola de plata.

Llegó la noche, clara y fría; brillaban las constelaciones. Unos animales salvajes llegaron a oler a la moribunda que aún los miraba con terror. Por fin, en un último esfuerzo, apartó los ojos de las cosas terrestres para levarlos hacia las osas celestes y expiró.

Como una opaca gema, permaneció por mucho tiempo la cabeza sobre los lisos hielos que la rodeaban. La respetaron pájaros rapaces y bestias salvajes. Pasó el invierno. Luego, con el sol de pascua, llegó el deshielo y el cuerpo ataviado, incrustado de joyas, fue arrojado a una prilla para fatales podredumbres.

Algunos rabinos creen que el alma de Adán animó también a Moisés y a David. No dudo que la de Salomé haya habitado a la hija de Jefté, y que, sin dejar de viajar desde entonces, sobreviva en España, en Turquía, o quizá en las provincias del Danubio, en el cuerpo de una danzante de Kolo, esa obscena ronda que se puede llamar: la danza de las nalgas.

 

 

3. Los antojos

Hubo una vez, en Lyon, un fabricante de seda apellidado Gorene a quien sus padres, muy piadosos, pusieron el nombre de Gaetán porque había nacido el día de la huida del papa a Gaete.

Gaetán Gorene creció como buen católico. Heredó la gran fortuna de su padre y, una vez asumida la sucesión, tomó por esposa a una joven de su condición.

Sus bienes aumentaron; lo hacía feliz el matrimonio pero esa dicha no era completa. Habían pasado tres años y aún no tenía hijos.

Con la esperanza de un descendiente, hizo que su mujer siguiera las prescripciones de los más grandes médicos. La llevó en vano a los más famosos manantiales considerados como maravillosos contra la esterilidad.

Finalmente, percatándose que los medios humanos eran inútiles, con el acuerdo de su mujer, recurrió a la religión. Escuchó los consejos del confesor de su esposa. Pero la virtud de las más célebres peregrinaciones resultó vana y las más fervientes oraciones fueron inútiles.

El fabricante lionés ganó un número incalculable de días de indulgencia, pero su esposa permaneció igual de yerma que antes. Entonces blasfemó contra el cielo, puso en duda verdades religiosas y finalmente perdió la fe de sus padres. Este hombre presuntuoso no pudo soportar que la divinidad no le hiciera un milagro. Dejó de confesarse, de comulgar, de ir a los oficios religiosos y de hacer donativos a las obras pías que había mantenido hasta entonces.

Releyó la historia de Napoleón y llegó a pensar en repudiar a su esposa estéril, que seguía siendo piadosa a pesar de su marido. Sucedió entonces que un médico sin celebridad, pero altamente sabio, se enteró de la angustia del rico fabricante e inició el tratamiento; de un modo u otro logró poner en condición de recibir simiente a la tierra infecunda.

Gaetán Gorene creyó morir sofocado de alegría cuando su mujer le anunció un día que, gracias a diversos signos irrecusables, había descubierto su preñez e incluso esperaba no permanecer primeriza si este embarazo era llevado a feliz término. El fabricante confirmó así su impiedad y lo comentó a su mujer para alejarla de sus devotas prácticas.

La esposa, como buena cristiana, no dejó de contarlo todo a su confesor.

Era éste un cura robusto, en la fuerza de la madurez, terco en su fe; pensaba que todo estaba permitido para la llegada del reino de Dios. Se había enterado, con dolor, del escándalo causado por la irreligión del fabricante y, viendo el resultado obtenido por quienes habían seguido sus sinceros consejos, lo embargó el despecho. Comprendiendo que por el embarazo de la señora, Satán había sido el más fuerte, decidió traer al redil a la oveja descarriada.

En verdad, el cielo se cobró una deslumbrante venganza de la impiedad de Gaetán Gorene. Una noche de plegarias fue suficiente para inspirar al religioso una jugada que le salió redonda.

Un día de verano, enterado de que el marido, por sus negocios, estaba en Lyon y la mujer en el campo, el cura dejó la sotana y se vistió lo más mal que pudo, simulando ser un vagabundo, vendedor ambulante, pordiosero, mendigo, bellaco, holgazán o desarrapado, como se ve en todos los caminos.

Así vestido, se dirigió al pueblo donde la dama preñada, aburrida de estar sola, se asomaba a la ventana. Era un violento día de verano, un mediodía del que Pan, oculto entre las mieses, simboliza el aterrador y lujurioso celo.

El falso vagabundo se acercó al muro, bajo la ventana de la dama aburrida. Realizó un acto natural que no viene al caso nombrar y exhibió una mano de mortero, un bastón pastoral, una flauta de Robin, y, mejor aún, un ruiseñor tal y como muchas damas hubieran querido oírle cantar el kyrie eleison. La esposa, a pesar de su devoción, no se quedó indiferente y tuvo antojo de ser mortero de la mano, jaula del ruiseñor. Pero siendo honesta, no podía satisfacer su deseo. No obstante, es seguro que sintió comezón y se rascó.

Pese a ser negados por numerosos sabios, los fenómenos relativos a los antojos de las mujeres preñadas son ciertos, y también me parece cierto que la dama estaba esperando niña. Porque, algunos meses más tarde parió y cuando el marido, jadeante de emoción, quiso conocer el sexo del recién nacido, la comadrona alzando los brazos al cielo, exclamó: “¡Es un monstruo!” y el médico que la asistía dijo: “¡Es un hermafrodita!”

Después de este monstruoso suceso, poco faltó para que el rico fabricante enloqueciera de dolor. Admitió que todo llega por mano de Dios y se resignó, se hizo devoto, dio grandes sumas para las obras pías y fue ejemplo para todos por su devoción.

El cura, al enterarse de lo acontecido, soltó una fuerte carcajada, estalló, se revolvió, brinco, tosió y finalmente, fue a confesarse. Pero el sacerdote le negó la absolución y tuvo que ir a implorar por ella con el arzobispo.

El andrógino murió pronto. Gaetán, habiendo recuperado la fe, vivió feliz con su mujer y tuvieron muchos hijos.

 

1 personaje del Satiricón de Petronio: efebo mantenido por un homosexual (N. de T.)

2 Pescado salado (N. de T.)

 

GUILLAUME APOLLINAIRE. El Heresiarca y Cía. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.

Seis poetas de Poesía en Movimiento

Seis poetas de Poesía en Movimiento

RELACIÓN DE LOS HECHOS

Esta vez volvíamos de noche,

los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus

anuncios de vidrio,

las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,

los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban

en el amanecer

como banderas borrosas.

 

Esta vez el barco navegaba en silencio,

las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por

los hábitos de la noche.

Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,

en la vaga mención de la tierra que en la forma de un

ave el cielo retuvo

un momento en la tarde contra tu pecho,

algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro

de las mareas.

 

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los

ahogados,

de la bajamar que deja grises los labios como el dolor

inexperto,

de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen

de las aglomeraciones solitarias,

del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,

el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con

un picotazo en el poniente,

la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul

en los ojos,

el hombre que juega distraído con el amanecer como con

un cuchillo filoso y deslumbrante.

 

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

la respiración apaciguada de los dormidos como si no

descansaran sobre el mar,

sino a la sombra del hogar terrestre.

 

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para

enumerarla.

 

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,

alcobas que nos asumían fuera de horarios,

hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,

en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro

corazón como un depósito de estatuas.

 

Sólo hablábamos debajo de la sal,

en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en

la espesa humedad de la madera.

Sólo hablábamos en la boca de la noche,

allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían

olvidando.

 

Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,

y la Palabra, la misma, devorando mi boca,

comiendo como un animal hambriento en el corazón de

aquel que la padece y la dice.

 

Yo miraba igual que los ríos,

verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la

eternidad retiraba de la muerte

igual que retiran el vendaje de la herida curada.

Yo descubría pasos en el amanecer

y me cegaba aquel silencio que como mano oscura

parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

 

También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza

incendiada,

y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las

estaciones,

el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos

como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

 

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar,

de algún desenlace:

vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio

centro de navegación,

en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las

aguas.

Incorporabas tus ojos el desenlace nocturno,

meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por

el animal de la niebla.

 

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta

su desnudo con viento,

tú como la inminencia del amanecer que rodea con un

corazón amarillo a los labios,

tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro

escapado de tus hombros

se sacudiera las plumas en mi garganta;

desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía,

mirándome.

 

Y eran los dos asiduos a las lluvias que desentierran

en el otoño al abismo,

esa pregunta que pesa tanto en los labios

que cae al fondo de nuestra voz sin remedio

o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado

al que es inútil llamar dulcemente.

 

Y sin embargo, allí estábamos,

allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al

corazón soñoliento

como una suave advertencia,

en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos

son los labios.

 

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,

tú también habías escuchado, en quién sabe qué momento

del sosiego nocturno,

ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando

amanece,

esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos

enlazados.

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en e l agua,

y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo

de atardecer,

aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

 

Esta vez volvíamos,

el amanecer te daba en la cara como la expresión más

viva de ti misma,

tus cabellos llevaban la brisa,

el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

JOSÉ CARLOS BECERRA [Revista de Bellas Artes, núm. 4, julio-agosto,1965]

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HABLANDO ENTRE DOS AGUAS

Bella la muerte al borde de un callado

nudo anclado cuelga sueño

sujétate y muerde tus dientes y tus uñas

no tus cabellos aquí detengo

lo que quería decir y después de que te invoco

oh Absalón voy a eso que te dije

aquí sin piel nuestros destinos

se cuecen se retuercen se resisten

y al fin quedan sonriendo

como si la espada de la alegría los amenazara

un poco creo que el filo les importa

carne de la esperanza ánimo aquí está ella

te está llamando y tú que no la oías

que si es la muerte no le digan nada

díganle que regreso en media hora

y si insiste que ya no regresaré

qué extrañeza y lo que debe sorprenderla

es que si me busca va a saberlo

y a pesar de lo que escribo y las excusas

es tan cierto como el llanto que no hemos derramado.

 

No la esperé traición

pero hablando entre dos aguas

ésta es la única salida y la hora inesperada

que uno se saca sin los guantes

con las manos deteniéndose en el polvo y las maldiciones

que no la esperara

estando ella ya tan cerca

a la vuelta de unas delaciones

y de la desnudez de unos fracasos

ya dará con otro

que no dañe.

FRANCISCO CERVANTES [Revista de Bellas Artes, núm. 3, mayo-junio,1965]

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MÚSICA CONTRA LA TORMENTA

Para Laurette y Arnaldo

¿Qué viento se detiene en esa rama pulverizada?

Las crines del caballo son ya piedra.

Ahí hubo un tronco

antes de que un mar de roca viva lo doblara;

allí quedó la huella de un amor siniestro;

acá el inasible gesto del vencido;

aquí el asombro del ciego

ante el estruendo que unos ojos no vieron.

 

No es posible siquiera soportar

el cementerio de recuerdos,

cualquiera voz en este mar que controló sus olas

hasta volverlas una, petrificada y densa,

igual, colérica y desnuda: aire caído.

No es posible siquiera soportar este silencio,

el ruido del inútil aire.

 

Cantar parece una insolencia.

Como en el fondo de un mar

para el que no tenemos oídos

o dentro de un violento satélite

en el que nada se escucha (ni los colores

que dan noticia del ruido de las construcciones).

 

Cantar parece una insolencia, digo,

porque las rocas son los gritos

galvanizados hoy y sin garganta

(el volcán está lejos y me observa);

estas piedras agujereadas por el frío

son unos ojos o los testigos de sus toses roncas.

Vinieron la marea y el vómito de tierra.

 

Hablar resulta súbita blasfemia.

No hay palabras que me digan

que esto mismo verá un hombre

que no recordará mi voz ni mi conciencia;

un día, toda la piedra llegará a este monte

y las uvas secarán la primicia de sus vinos

y las sirenas serán definitivas estatuas;

la arquitectura nerviosa de la joven

que vence delicada su pelea con el aire

será un monumento de delgados humos

y no habrá palomas últimas

que anuncien el límite de la lluvia

y su fuego.

 

Ahora veo: la pared de esa casa

caerá frente a la lava;

la torre se inclinará sumisa ante la tierra

en su antigua nostalgia de catástrofe.

 

Y desde allá las voces.

Un perro hunde su hocico entre las piedras.

Arriba cruzan patos buscando una laguna.

¿Qué, si de pronto hubiera un ciego,

un borracho terrible que cantara bajo su vuelo

y alterara la estructura de la muerte?

Canto sobre los huesos de la tierra.

 

Cuando era niño, alguien me habló de los naufragios

e imaginé mi cuerpo entre los dientes de los peces;

había luces en las entrañas del delfín,

oh sol, oh isla que emergiste desde el fondo

para servir de pedestal a un templo.

 

La música del mar movía aquel barco.

Alguien cantó contra los vientos

y yo sintonicé en mi radio

una estación de límpidos relámpagos.

En tierra, alguien lloraba por nosotros.

Quise escuchar la música de Bach en la tormenta,

sus órganos sedientos de justicia,

la catedral humana de sus voces

lanzada

contra la insomne catedral marina;

brazo a brazo,

el huracán del mar contra los hombres,

ruido a ruina,

la sinfonía de Bach

contra la amarga codicia del mar desafinado.

El barco, única tierra firme entre las aguas,

se equilibra

si el corazón se finca en este esfuerzo

por escuchar la música arrebatada al mar,

y con más furia.

Cellos y flautas contra el agua,

órganos que toman ímpetus del viento.

 

Y vuelvo y miro

la rama del abeto cercenada.

Si escarbo, encuentro la luna demolida

como un mirlo carbonizado en su esperanza,

mazorcas de maíz que remedan la sangre.

Aquí un soldado violento a una infante

y los santos patronos de este pueblo

se quedaron solos,

más estatuas entonces con sus varas de nardo

que pretendían detener la consumación irreparable:

¿abrieron los ojos de cedro ante el asombro

y se volvieron piedra?

 

Se oyen las bocinas de un carro.

Me ofrecen de nuevo una cerveza.

El radio sintoniza una estación de México.

Alguien pensaba en mí, alguien pensaba

mientras los ánades graznaban a lo lejos.

 

Tomo cerveza frente a la estatua de ceniza

que la luz edifica, lanzo la música del radio

contra este ángel de plomo y de silencio.

JAIME LABASTIDA [EL Corno Emplumado, núm. 18, abril de 1966]

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CANCIÓN PARA CELEBRAR LO QUE NO MUERE

Hijo único de la noche,

negreante espejismo que me llevas a cometer serenidades;

silencio indispensable; necesario para la quilla del harpa

que entre las ondas del éter se abre paso.

 

Hijo único de la noche

que bordas con la mayor impaciencia

un buque rojo en el bastidor lunar;

vuelve desde tu castillo crestado con el festón de mis

halagos

y brota en mí como una columna de palomas entre el

mosaico roto,

como un géiser de soles bajo la fisura del párpado;

pues sin ti el dulce absurdo no sucede jamás

y no se trenzan los cuernos del buey,

ni se anudan las paralelas,

ni vuelve la carne al muñón

con una estrella entre los dedos.

 

Acércate ahora que el surtidor eleva tan alto

su ramillete de rizados sables; óyeme,

óyeme al fin, sanador de los estragos torrenciales,

amado silencio amado y amante:

 

“Se pasan yermos, riberas,

túneles como un sinfín de claras cúpulas

y otros túneles amargos por donde el aire ya es de piedra;

se conversa con extrañas aldeanas

que llevan al mercado canastas de fémures inscriptos;

se atraviesan pueblos sin oriente, sin calles ni paredes

encaladas;

al desierto se llega,

ileso y sangrante, el roído espíritu intacto,

al país de los derrumbes llega.”

 

Algo, entonces, sobre la impenetrada conciencia

rompe la lívida yema lunar.

Un mirlo baja hasta el pebetero de rosas podridas

y al clima de fragor no con un himno ni una canción

responde,

pero si con el ajado balbuceo

que en su letra y su espíritu,

oh silencio de las grandes ocasiones, así te invoca:

 

“Que siga la cacería de azucenas,

y manchas verdeantes en las rodilleras

digan por cuánto tiempo y con qué amor

nuestras almas se hincaron en el prado.

 

“Desborde el fuego mare limitados por otros mares,

y la presea que el adalid ya no retiene dulce nos sea;

más dulce que la granada repleta de jazmines

cuando estalla sobre la testa nupcial;

tan dulce, tan cierta acaso, como esa niña que vi

pegada con sus labios a una mariposa.

 

“Separada cada uno con tenazas de jade

la nítida pluma que brilla entre la resurrección y la

catástrofe;

nos visiten los ángeles enfebrecidos y prudentes

que quieran ser amor antes que ala.

 

“Salgan del abismo flores bárbaras

nunca insultadas por la vista ni la mano.

Repose por mil años la embriagante luz de otoño

en barricas de ámbar

o sueños tejidos con mimbre de relámpagos.

 

“Y esa denodada luz subsista

cuando no haya podredumbre para formar gusanos,

ni palas para remover la tumba,

ni cedro alguno para construir la caja fúnebre.

 

“Nos sobrevivan luz y silencio entremezclados formando

lo deseable.

Sobre todo esa luz en que flotan caravanas de sonámbulas

sandalias,

esas ráfagas de luz

que descienden por las brillantes laderas

de unos inolvidables cabellos desplegados.”

MARCO ANTONIO MONTES DE OCA [Cantos al sol que no se alcanza]

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BESOS

Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica

primero uno a uno como una hilera de gruesas gotas

anchas gotas dulces cuando empieza la lluvia

que revientan como claveles de sombra

luego de pronto todos juntos

hundiéndose en tu gruta marina

chorro de besos sordos entrando hasta tu fondo

perdiéndose como un chorro en el mar

en tu boca oceánica de oleaje caliente

besos chafados blandos anchos como el peso de la

plastilina

besos oscuros como túneles de donde no se sale vivo

deslumbrantes como el estallido de la fe

sentidos como algo que te arrancan

comunicantes como los vasos comunicantes

besos penetrantes como la noche glacial en que todos

nos abandonaron

besaré tus mejillas

tus pómulos de estatua de arcilla adánica

tu piel que cede bajo mis dedos

para que yo modele un rostro de carne compacta idéntico

al tuyo

besaré tus ojos más grandes que tú toda

y que tú y yo juntos y la vida y la muerte

del color de la tersura

de mirada asombrosa como encontrarse en la calle con

uno mismo

como encontrarse delante de un abismo

que nos obliga a decir quién somos

tus ojos en cuyo fondo vives tú

como en el fondo del bosque más claro del mundo

tus ojos llenos de aire de las montañas

y que despiden un resplandor al mismo tiempo áspero

y dulce

tus ojos que tú no conoces

que miran con un gran golpe aturdidor

y me inmutan y me obligan a callar y a ponerme serio

como si viera de pronto en una sola imagen

toda la trágica indescifrable historia de la especie

tus ojos de esfinge virginal

de silencio que resplandece como el hielo

tus ojos de caída durante mil años en el pozo del

olvido

besaré también tu cuello liso y vertiginoso como un

tobogán inmóvil

tu garganta donde puede morderse la amargura

tu garganta donde la vida se anuda como un fruto que

se puede morder

y donde el sol en estado líquido circula por tu voz y tus

venas

como un coñac ingrávido y cargado de electricidad

besaré tus hombros construidos y frágiles como la ciudad

de Florencia

y tus brazos firmes como un río caudal

frescos como la maternidad

rotundos como el momento de la inspiración

tus brazos redondos como la palabra Roma

amorosos a veces como el amor de las vacas por los

terneros

y tus manos lisas y buenas como cucharas de palo

tus manos como esos pedazos de la noche que de pronto

caen revoloteando en la mitad del día

tus manos incitadoras como la fiebre

o blandas como el regazo de la madre del asesino

tus manos que apaciguan como saber que la bondad existe

besaré tus pechos globos de ternura

besaré sobre todo tus pechos más tibios que la

convalecencia

más verdaderos que el rayo y que la soledad

y que pesan en el hueco de mi mano como la evidencia

en la mente del sabio

tus pechos pesados fluidos tus pechos de mercurio solar

tus pechos anchos como un paisaje escogido

definitivamente

inolvidables como el pedazo de tierra donde habrán de

enterrarnos

calientes como las ganas de vivir

con pezones delicados iridiscentes florales

besaré tus pezones de milagro y dulces alfileres

que son la punta donde de pronto acaba chatamente

la fuerza de la vida y sus renovaciones

tus pezones de botón para abrochar el paraíso

de retoño del mundo que echa flores de puro júbilo

tus pezones submarinos de sabor a frescura

besaré mil veces tus pechos que pesan como imanes

y cuando los aprieto se desparraman como el sol en los

trigales

tus pechos de luz materializada y de sangre dulcificada

generosos como la alegría de aceptar la tristeza

tus pechos donde todo se resuelve

donde acaba la guerra la duda la tortura

y las ganas de morirse

besaré tu vientre firme como el planeta Tierra

tu vientre de llanura emergida del caos

de playa rumorosa

de almohada para la cabeza del rey después de entrar

a saco

tu vientre misterioso cuna de la noche desesperada

remolino de la rendición y del deslumbrante suicidio

donde la frente se rinde como una espada fulminada

tu vientre montón de arena de oro palpitante

montón de trigo negro cosechado en la luna

montón de tenebroso humus incitante

tu vientre regado por los ríos subterráneos

donde aún palpitan las convulsiones del parto de la tierra

tu vientre contráctil que se endurece como un brusco

recuerdo que se coagula

y ondula como las colinas

y palpita como las capas más profundas del mar océano

tu vientre lleno de entrañas de temperatura insoportable

tu vientre que ruge como un horno

o que está tranquilo y pacificado como el pan

tu vientre como la superficie de las olas

lleno hasta los bordes de mar de fondo y de resacas

lleno de irresistible vértigo delicioso

como una caída en un ascensor desbocado

interminable como el vicio y como él insensible

tu vientre incalculablemente hermoso

valle en medio de ti en medio del universo

en medio de mi pensamiento

en medio de mi beso auroral

tu vientre de plaza de toros

partido de luz y sombra y donde la muerte trepida

suave al tacto como la espalda negra del toro de la muerte

tu vientre de muerte hecha fuente para beber la vida

fuerte y clara

besaré tus muslos de catedral

de pinos paternales

practicables como los postigos que se abren sobre lo

desconocido

tus muslos para ser acariciados como un recuerdo

pensativo

tensos como un arco que nunca se disparará

tus muslos cuya línea representa la curva del curso de

los tiempos

besaré tus ingles regadas como los huertos mozárabes

traslúcidas y blancas como la vía láctea

besaré tu sexo terrible

oscuro como un signo cuyo nombre no puede decirse sin

tartamudear

como una cruz que marca el centro de los centros

tu sexo de sal negra

de flor nacida antes que el tiempo

delicado y perverso como el interior de las caracolas

más profundo que el color rojo

tu sexo de dulce infierno vegetal

emocionante como perder el sentido

abierto como la semilla del mundo

tu sexo de perdón para el culpable sollozante

de disolución de la amargura y de mar hospitalario

y de luz enterrada y de conocimiento

de amor de lucha de muerte de girar de los astros

de sobrecogimiento de hondura de viaje entre sueños

de magia negra de anonadamiento de miel embrujada

de pendiente suave como el encadenamiento de las ideas

de crisol para fundir la vida y la muerte

de galaxia en expansión

tu sexo triángulo sagrado besaré

besaré besaré

hasta hacer que toda tú te enciendas

como un farol de papel que flota locamente en la noche.

TOMÁS SEGOVIA

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DECLARACIÓN DE ODIO

Estar simplemente como delgada carne ya sin piel,

como huesos y aire cabalgando en el alba,

como un pequeño y mustio tiempo

duradero entre penas y esperanzas perfectas.

Estar vilmente atado por absurdas cadenas

y escuchar con el viento los penetrantes gritos

que brotan del océano:

agonizantes pájaros cayendo en la cubierta

de los barcos oscuros y eternamente bellos,

o sobre largas playas ensordecidas, ciegas

de tanta fina espuma como miles de orquídeas.

 

Porque ¡qué alto mar, sucio y maravilloso!

Hay olas como árboles difuntos,

hay una rara calma y una fresca dulzura,

hay horas grises, blancas y amarillas.

Y es el cielo del mar, alto cielo con vida,

que nos entra en la sangre, dando luz y sustento

a lo que hubiera muerto en las traidoras calles,

en las habitaciones turbias de esta negra ciudad.

Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro,

de acero, de sangre y apagado sudor.

 

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,

la miseria y los homosexuales,

las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,

los rezos y las oraciones de los cristianos.

Sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son

alimento diario

de los jovencitos alcahuetes de talles ondulantes,

de las mujeres asnas, de los hombres vacíos.

 

Ciudad negra o colérica o mansa o cruel,

o fastidiosa nada más: sencillamente tibia.

Pero valiente y vigorosa porque en sus calles viven los

días rojos y azules

de cuando el pueblo se organiza en columnas,

los días y las noches de los militantes comunistas,

los días y las noches de las huelgas victoriosas,

los crudos días en que los desocupados adiestran su rencor

agazapados en los jardines o en los quicios dolientes.

 

¡Los días de la ciudad! Los días pesadísimos

como una cabeza cercenada con los ojos abiertos.

Estos días como frutas podridas.

Días enturbiados por salvajes mentiras.

Días incendiarios en que padecen las curiosas estatuas

y los monumentos son más estériles que nunca.

 

 

Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas,

con sus minutos como niños desnudos,

con sus bochornosos actos de vieja díscola y aparatosa,

con sus callejuelas donde mueren extenuados, al fin,

los roncos emboscados y los asesinos de la alegría.

 

Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,

criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora

páramo sofocante, nido blando en que somos

como palabra ardiente desoída,

superficie en que vamos como un tránsito oscuro,

desierto en que latimos y respiramos vicios,

ancho bosque regado por dolorosas y punzantes lágrimas,

lágrimas de desprecio, lágrimas insultantes.

 

Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad.

A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,

a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,

a tus juventudes ice cream rellenas de basura,

a tus desenfrenados maricones que devastan

las escuelas, la plaza Garibaldi,

la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán.

 

Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de

sentirte cada día más inmensa,

cada hora más blanda, cada línea más brusca.

Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto

no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,

sino por tu candor de virgen desvestida,

por tu mes de diciembre y tus pupilas secas,

por tu pequeña burguesía, por tus poetas publicistas,

¡por tus poetas, grandísima ciudad!, por ellos y su enfadosa

categoría de descastados,

por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios,

por sus lamentos al crepúsculo y a la soledad interminable,

por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo

o estatuas del sollozo, por su ritmo de asnos en busca de

una flauta.

 

Pero no es todo, soberana ciudad de lenta vida.

Hay por ahí escondidos, asustados, acaso masturbándose,

varias docenas de cobardes, niños de la teoría,

de la envidia y el caos, jóvenes del “sentido práctico de

la vida”,

ruines abandonados a sus propios orgasmos,

viles niños sin forma mascullando su tedio,

especulando en libros ajenos a lo nuestro.

¡A lo nuestro, ciudad!, lo que nos pertenece,

lo que vierte alegría y hace florecer júbilos,

risas, risas de gozo de unas bocas hambrientas,

hambrientas de trabajo,

de trabajo y orgullo de ser al fin varones

en un mundo distinto.

 

Así hemos visto limpias decisiones que saltan

paralizando el ruido mediocre de las calles,

puliendo caracteres, dando voces de alerta,

de esperanza y progreso.

Son rosas o geranios, claveles o palomas,

saludos de victoria y puños retadores.

Son las voces, los brazos y los pies decisivos,

y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,

y la táctica en vilo de quienes hoy te odian

para amarte mañana cuando el alba sea alba

y no un chorro de insultos, y no río de fatigas,

y no una puerta falsa para huir de rodillas.

EFRAÍN HUERTA [Los hombres del alba]

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Todos los poemas publicados en

POESÍA EN MOVIMIENTO México 1915-1966

Selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Siglo Veintiuno Editores. Decimo tercera edición, 1979

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La servilleta de los poetas

La servilleta de los poetas

Situado en el límite de la vida, en los confines del arte, Justino Prerogue era pintor. Con él vivía una amiga y venían a visitarlo unos poetas. Uno tras otro llegaban a cenar al taller donde el destino tachonaba, en el techo, chinches en vez de estrellas.

Había cuatro convidados que jamás comían juntos.

David Picard procedía de Sancerre, descendía de una familia judía controvertida, como hay tantas en la ciudad.

Leonardo Delaisse, tuberculoso, escupía su vida de inspirado con aires como para morirse de risa.

Jorge Ostreole, con la mirada inquieta, meditaba, como Hércules antaño, entre las alternativas de las encrucijadas.

Jaime Saint-Felix era el que más conocía cuentos; su cabeza podía girar en sus hombros, como si el cuello estuviese atornillado en el cuerpo.

Y sus poemas eran admirables.

Las comidas eran interminables, y la misma servilleta servía alternativamente a los cuatro poetas, pero no se les decía.

 

***

 

Poco a poco, esta servilleta fue ensuciándose.

Apareció un poco de yema de huevo junto a un oscuro reguero de espinacas, círculos de bocas vinosas y cinco marcas grises dejadas por los dedos de una mano en reposo. Una espina de pescado perforó la trama del lino como una lanza. Un granito de arroz se secó y quedó pegado en la esquina. Algunas partes estaban más oscuras que otras por la ceniza del tabaco.

 

***

 

—David, tenga su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue.

—Tenemos que acordarnos de comprar servilletas —decía Justino Prerogue—, apúntalo para cuando tengamos dinero.

—Su servilleta está sucia, David —decía la amiga de Justino Prerogue—, la próxima vez se la cambio. No vino la lavandera esta semana.

—Leonardo, aquí tiene usted su servilleta —decía la amiga de Justino Prerogue. Puede escupir en el depósito de carbón. ¡Pero qué sucia está su servilleta! En cuanto la lavandera me traiga la ropa sucia se la cambio.

—Leonardo, tengo ganas de hacer su retrato escupiendo —decía Justino Prerogue—, no sé qué hace la lavandera. No me trae la ropa limpia.

—¡A comer! —decía Justino Prerogue.

—Jaime Saint-Felix, otra vez voy a tener que darle la misma servilleta. No tengo otra por hoy —decía la amiga de Justino Prerogue.

Y la cabeza del poeta daba vueltas durante toda la cena escuchando las historias que contaba el pintor.

 

***

 

Pasaron muchos meses.

Los poetas seguían usando alternativamente la servilleta y sus poemas eran admirables.

Leonardo Delaisse escupía su vida cada vez más cómicamente y David Picard empezó también a escupir.

La venenosa servilleta infectó uno tras otro después de David, a Jorge Ostreole y a Jaime Saint-Feliz, pero ellos lo ignoraban.

Como un asqueroso trapo de hospital, la servilleta se fue manchando de la sangre que aparecía en los labios de los cuatro poetas, y las cenas eran interminables.

 

***

 

Al principio del otoño, Leonardo Delaisse escupió lo que le quedaba de vida.

En diversos hospitales, sacudidos por la tos como las mujeres por la voluptuosidad, los otros tres poetas se murieron a pocos días de intervalo. Y los cuatro dejaron poemas tan hermosos que parecían encantados.

Se atribuyó su muerte, no a la comida, sino al hambre cruel y a las veladas líricas. Pues ¿es acaso posible que una sola servilleta pueda matar, en tan poco tiempo, a cuatro incomparables poetas?

 

***

 

Muertos los invitados, la servilleta se reveló inútil.

La amiga de Justino Prerogue quiso echarla en la ropa sucia.

Y la desdobló pensando: “Está demasiado sucia y además empieza a apestar.”

Pero una vez desdoblada, la amiga de Justino Prerogue se sorprendió y llamó a su amigo quien quedó maravillado:

—¡Es un verdadero milagro! Esta asquerosa servilleta que te complaces en desplegar, gracias a tanta mugre coagulada y tan diversos colores, muestra los rasgos de nuestro difunto amigo David Picard.

—¿Verdad? —murmuró la amiga de Justino Prerogue.

Ambos, en silencio, miraron la milagrosa imagen y luego, despacio, hicieron girar la servilleta.

Pronto palidecieron al ver el espantoso aspecto de muerto de risa de Leonardo Delaisse, haciendo esfuerzos por escupir.

Los cuatro lados de la servilleta ofrecían el mismo prodigio.

Justino Prerogue y su amiga vieron a Jorge Ostreole indeciso y a Jaime Saint-Felix a punto de contar una historia.

—Deja esa servilleta —dijo bruscamente Justino Prerogue.

Cayó el trapo extendido en el piso.

Justino Prerogue y su amiga anduvieron girando largo tiempo como astros alrededor del sol, y este Lienzo del Divino Rostro, con su cuádruple mirada, les ordenaba que huyeran al límite del arte, a los confines de la vida.

 

 

Guillaume Apollinaire. EL HERESIARCA Y CÍA. Joan Boldó i Climent, Editores. México 1989.

 

Lunes / Poema de Sandra Arvizu

Lunes / Poema de Sandra Arvizu

Por la ventana

mi mirada se escapa

y

se desliza atravesando el jardín

encerrándome en un laberinto

que recorro sin prisa.

 

En el jardín pintado de rocío

el canto de los pájaros

juega a esconderse

detrás de la palmera

dejándome en silencio

 

con un sorbo de café

entibiando mis labios

 

en un instante

se vestirán de gris

las sombras expectantes

… y esa emoción

alentará mi espíritu durante

el día…

30 de agosto 2021

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