Estrella de tres puntas: el surrealismo

Estrella de tres puntas: el surrealismo

Es revelador que los organizadores de este ciclo de conferencias hayan pensado que el surrealismo es uno de los grandes temas de nuestra época (1). Día a día se hace más patente que la casa construida por la civilización occidental se nos ha vuelto prisión, laberinto sangriento, matadero colectivo. No es extraño, por tanto, que pongamos en entredicho la realidad y que busquemos una salida. El surrealismo no pretende otra cosa: es un poner en radical entredicho a lo que hasta ahora ha sido considerado inmutable por nuestra sociedad, tanto como una desesperada tentativa por encontrar la vía de salida. No, ciertamente, en busca de la salvación, sino de la verdadera vida. Al mundo de “robots” de la sociedad contemporánea el surrealismo opone los fantasmas del deseo, dispuestos siempre a encarnar en un rostro de mujer. Pero hace cinco o seis años esta conferencia habría sido imposible. Graves críticos —enterradores de profesión y, como siempre, demasiado apresurados— nos habían dicho que el surrealismo era un movimiento pasado. Su acta de defunción había sido extendida, no sin placer, por los notarios del espíritu. Para descanso de todos, el surrealismo dormía ya el sueño eterno de las otras escuelas de principios de siglo: futurismo, cubismo, imaginismo, dadaísmo, ultraísmo, etcétera. Bastaba, pues, con que el historiador de la literatura pronunciase un pequeño elogio fúnebre para que, ya tranquilos, volviésemos a los quehaceres diarios. Lo maravilloso cotidiano había muerto. En realidad, nunca había existido. Existía sólo lo cotidiano: la moral del trabajo, el “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, el mundo sólido del humanismo clásico y de la prodigiosa ciencia atómica.

 

Pero el cadáver estaba vivo. Tan vivo, que ha saltado de su fosa y se ha presentado de nuevo ante nosotros, con su misma cara terrible e inocente, cara de tormenta súbita, cara de incendio, cara y figura de hada en medio del bosque encantado. Seguir a esa muchacha que sonríe y delira, internarse con ella en las profundidades de la espesura verde y oro, en donde cada árbol es una columna viviente que canta, es volver a la infancia. Seguir ese llamado es partir a la reconquista de los poderes infantiles. Esos poderes —más grandes quizá que los de nuestra ciencia orgullosa— viven intactos en cada uno de nosotros. No son un tesoro escondido sino la misteriosa fuerza que hace de la gota de rocío un diamante y del diamante el zapato de Cenicienta. Constituyen nuestra manera propia de ser  y se llaman: imaginación y deseo. El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. Es su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse. Ser que imagina porque desea, el hombre es el ser capaz de transformar el universo entero en imagen de su deseo. Y por eso es un ser amoroso, sediento de una presencia que es la viva imagen, la encarnación de un sueño. Movido por el deseo, aspira a fundirse con esa imagen y, a su vez, convertirse en imagen. Juego de espejos, juego de ecos, cuerpos que se deshacen y recrean infatigablemente bajo el sol inmóvil del amor. La máxima de Novalis “el hombre es imagen”, la ha hecho suya el surrealismo. Pero la recíproca también es verdadera: la imagen encarna en el hombre.

 

Nada más sintomático de cierto estado de espíritu contemporáneo que aceptar sin pestañear la presencia de tendencias que pueden calificarse de surrealistas a lo largo del pasado —el romanticismo alemán, la novela gótica inglesa, como ejemplos próximos— y en cambio negarse a reconocerlas en el presente. Cierto, hay un estilo surrealista que, perdido su inicial poder de sorpresa, se ha transformado en manera y receta. El surrealismo es uno de los frutos de nuestra época y no es invulnerable al tiempo; pero, asimismo, la época está bañada por la luz surrealista y su vegetación de llamas y piedras preciosas ha cubierto todo su cuerpo. Y no es fácil que esas lujosas cicatrices desaparezcan sin que desaparezca la época misma. Esas cicatrices forman una constelación de obras a las que no es posible renunciar sin renunciar a nosotros mismos. Sin embargo, el surrealismo traspasa el significado de estas obras porque no es una escuela (aunque constituya un grupo o secta), ni una poética (a pesar de que uno de sus postulados esenciales sea de orden poético: el poder liberador de la inspiración), ni una religión o un partido político. El surrealismo es una actitud del espíritu humano. Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta.

 

En Arcano 17, André Breton habla de una estrella que hace palidecer a las otras: el lucero de la mañana, Lucifer, ángel de la rebelión. Su luz la forman tres elementos: la libertad, el amor y la poesía. Cada uno de ellos se refleja en los otros dos, como tres astros que cruzan sus rayos para formar una estrella única. Así, hablar de la libertad será hablar de la poesía y del amor. Movimiento de rebelión total, nacido de Dadá y su gran sacudimiento, el surrealismo se proclama como una actividad destructora que quiere hacer tabla rasa con los valores de la civilización racionalista y cristiana. A diferencia del dadaísmo, es también una empresa revolucionaria que aspira a transformar la realidad y, así, obligarla a ser ella misma. El surrealismo no parte de una teoría de la realidad; tampoco es una doctrina de la libertad. Se trata más bien del ejercicio concreto de la libertad, esto es, de poner en acción la libre disposición del hombre en un cuerpo a cuerpo con lo real. Desde el principio la concepción surrealista no distingue entre el conocimiento poético de la realidad y su transformación: conocer es un acto que transforma aquello que conoce. La actividad poética vuelve a ser una operación mágica.

 

Para nosotros el mundo real es un conjunto de objetos o entes. Antes de la Edad Moderna, ese mundo estaba dotado de una cierta intencionalidad, atravesado, por decirlo así, por la voluntad de Dios. Los hombres, la naturaleza y las cosas mismas estaban impregnadas de algo que las trascendía; poseían un valor: eran buenas o malas. La idea de utilidad —que no es sino la degradación moderna de la noción de bien— impregnó después nuestra idea de la realidad. Los entes y los objetos que constituyen el mundo se nos han vuelto cosas útiles, inservibles o nocivas. Nada escapa a esta idea del mundo como un vasto utensilio: ni la naturaleza, ni los hombres, ni la mujer misma: todo es un para…, todos somos instrumentos. Y aquellos que en lo alto de la pirámide social manejan esta enorme y ruinosa maquinaria, también son utensilios, también son herramientas que se mueven maquinalmente. El mundo se ha convertido en una gigantesca máquina que gira en el vacío, alimentándose sin cesar de sus detritus. Pues bien, el surrealismo se rehúsa a ver al mundo como un conjunto de cosas buenas y malas, unas henchidas del ser divino y otras roídas por la nada; de ahí su anticristianismo. Asimismo, se niega a ver la realidad como un conglomerado de cosas útiles o nocivas; de ahí su anticapitalismo. Las ideas de moral y utilidad le son extranjeras. Finalmente, tampoco considera el mundo a la manera del hombre de ciencia puro, es decir, como un objeto o grupo de objetos desnudos de todo valor, desprendidos del espectador. Nunca es posible ver el objeto en sí; siempre está iluminado por el ojo que lo mira, siempre está moldeado por la mano que lo acaricia, lo oprime o lo empuña. El objeto, instalado en su realidad irrisoria como un rey en un volcán, de pronto cambia de forma y se transforma en otra cosa. El ojo que lo mira lo ablanda como cera; la mano que lo toca lo moldea como arcilla. El objeto se subjetiviza. O como dice un héroe de Arnim: “Discierno con pena lo que veo con los ojos de la realidad de lo que veo con los ojos de la imaginación”. Evidentemente se trata de los mismos ojos, sólo que sirviendo a poderes distintos. Y así se inicia una vasta transformación de la realidad. Hijo del deseo, nace el objeto surrealista: la asamblea de montes es otra vez cena de gigantes; las manchas de la pared cobran vida, se echan a volar y son un ejército de aves que con sus picos terribles desgarran el vientre de la hermosa encadenada.

 

Las imágenes del sueño proporcionan ciertos arquetipos para la subversión de la realidad. Y no sólo las del sueño; otros estados análogos, desde la locura hasta el sueño diurno, provocan rupturas y reacomodaciones de nuestra visión de lo real. Consecuentes con este programa, Breton y Éluard reproducen en el libro La Inmaculada Concepción el pensamiento de los enfermos mentales; durante una época Dalí se sirve de la “paranoia crítica”; Aragón escribe Una ola de sueños. En efecto, se trataba de una inundación de imágenes destinadas a quebrantar la realidad. Otro de los procedimientos para lograr la aparición de lo insólito consiste en desplazar un objeto ordinario de su mundo habitual (“el encuentro de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”). Ningún arma más poderosa que la del humor: al absurdo del mundo la conciencia responde con otro y el humor establece así una suerte de “empate” entre objeto y sujeto. Todos estos métodos —y otros muchos— no eran, ni son, ejercicios gratuitos de carácter estético. Su propósito es subversivo: abolir esta realidad que una civilización vacilante nos ha impuesto como la sola y única verdadera.

 

El carácter destructivo de estas operaciones no es sino un primer paso; su fin último es desnudar la realidad, despojarla de sus apariencias, para que muestre al fin su verdadero rostro. “El ser ama ocultarse”: la poesía se propone hacerlo reaparecer. De alguna manera, en algún momento privilegiado, la realidad escondida se levanta de su tumba de lugares comunes y coincide con el hombre. En ese momento paradisiaco, por primera y única vez, un instante y para siempre, somos de verdad. Ella y nosotros. Arrasado por el humor y recreado por la imaginación, el mundo no se presenta ya como un “horizonte de utensilios” sino como un campo magnético. Todo está vivo: todo habla o hace signos; los objetos y las palabras se unen o separan conforme a ciertas llamadas misteriosas; la yedra que asalta el muro es la cabellera verde y dorada de Melusina. Espacio y tiempo vuelven a ser lo que fueron para los primitivos: una realidad viviente, dorada de poderes nefastos o benéficos, algo, en suma, concreto y cualitativo, no una simple extensión mensurable.

 

Mientras el mundo se torna maleable al deseo, escapa de las nociones utilitarias y se entrega a la subjetividad, ¿qué ocurre con el sujeto? Aquí la subversión adquiere una tonalidad más peligrosa y radical. Si el objeto se subjetiviza, el yo se disgrega. “Desde Arnim —dice Breton, toda la historia de la poesía moderna es la de las libertades que los poetas se han tomado con la idea del yo soy.” Y así es: al margen de un retrato de Nerval aparece, de su puño y letra, una frase que años más tarde, apenas modificada, servirá también de identificación para Rimbaud. Nerval escribió: “Yo soy el otro”; y Rimbaud: “Yo es otro”. Y no se hable de coincidencias se trata de una afirmación que viene de muy lejos y que, desde Blake y los románticos alemanes, todos los poetas han repetido incansablemente. La idea del doble —que ha perseguido a Kafka y a Rilke— se abre paso en la conciencia de un poeta tan aparentemente insensible al otro mundo como Guillaume Apollinaire:

 

Je ne disais Guillaume il est temps que tu viennes

Un jour je m’atetendais moi-même

Pour que je sache enfin celui-là que je suis…

 

El casi enternecido asombro con que Apollinaire se espera a sí mismo, se transforma en el rabioso horror de Antonin Artaud: “transpirando la argucia de sí mismo a sí mismo”. En un libro de Benjamin Péret, Je sublime, la corriente temporal del yo se dispersa en mil gotas coloreadas, como el agua de una cascada a la luz solar. A más de dos mil años de distancia, la poesía occidental descubre algo que constituye la enseñanza central del budismo: el yo es una ilusión, una congregación de sensaciones, pensamientos y deseos.

 

La sistemática destrucción del yo —o mejor dicho: la objetivación del sujeto— se realiza a través de diversas técnicas. La más notable es la escritura automática; o sea: el dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico. Nada más difícil que llegar a este estado de suprema distracción. Todo se opone a este frenesí pasivo, desde la presión del exterior hasta nuestra propia censura interior y el llamado “espíritu crítico”. Tal vez no sea impertinente decir aquí lo que pienso de la “escritura automática”, después de haberla practicado algunas veces. Aunque se pretende que constituye un método experimental, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. Como experiencia me parece irrealizable, al menos en forma absoluta. Y más que método la considero una meta: no es un procedimiento para llegar a un estado de perfecta espontaneidad e inocencia sino que, si fuese realizable, sería ese estado de inocencia. Ahora bien, si alcanzamos esa inocencia —si hablar, soñar, pensar y obrar se han vuelto ya lo mismo—, ¿a qué escribir? El estado a que aspira la “escritura automática” excluye toda escritura. Pero se trata de un estado inalcanzable. En suma, practicarla efectivamente y no como ejercicio psicológico, exigiría haber logrado una libertad absoluta, o lo que es lo mismo, una dependencia no menos absoluta: un estado que suprimiría las diferencias entre el yo, el superego y el inconsciente. Algo contrario a nuestra naturaleza psíquica. No niego, claro está, que en forma aislada, discontinua y fragmentaria, no nos dé ciertas revelaciones preciosas sobre el funcionamiento del lenguaje y del pensamiento. En este sentido quizá Breton tenga razón al insistir en que, a pesar de todo, es uno de los modos más seguros “para devolver a la palabra humana su inocencia y su poder creador originales”. Por lo demás, ningún escritor negará que casi siempre sus mejores frases, sus imágenes más puras, son aquellas que surgen de pronto en medio de su trabajo como misteriosas ocurrencias. Y lo mismo sucede en nuestra vida diaria: siempre hay una extraña intrusión, una dichosa o nefasta “casualidad”, que vuelve irrisorias todas las previsiones del sentido común. Más allá de su dudoso valor como método de creación, la escritura automática puede compararse a los ejercicios espirituales de los músicos y, sobre todo, a las prácticas del budismo zen: se trata de llegar a un estado paradójico de pasividad activa, en el que el “yo pienso” es substituido por un misterioso “se piensa”. Lo importante, así, es lograr la ruptura de esa ficticia personalidad que el mundo nos impone o que nosotros mismos hemos creado para defendernos del exterior. El yo nos aplasta y esconde nuestro verdadero ser. Negar al yo no es negar al ser:

 

Suis-je Amour ou Phébus? Lusignan ou Biron?

 

La renuncia a la identidad personal no implica una pérdida del ser sino, precisamente, su reconquista. El poeta es ya todos los hombres. La naturaleza arroja sus máscaras y se revela tal cual es. La tentativa por “ser todos los hombres”, presente en la mayoría de los grandes poetas, se alía necesariamente a la destrucción del yo. La empresa poética no consiste tanto en suprimir la personalidad como abrirla y convertirla en el punto de intersección de lo subjetivo y lo objetivo. El surrealismo intenta resolver la vieja oposición entre el yo y el mundo, lo interior y lo exterior, creando objetos que son interiores y exteriores a la vez.  Si mi voz ya no es mía, sino la de todos, ¿por qué no lanzarse a una nueva experiencia: la poesía colectiva? En verdad, la poesía siempre ha sido hecha por todos. Los mitos poéticos, las grandes imágenes de la poesía en todas las lenguas, son un objeto de comunión colectiva.  Los surrealistas no sólo quieren participar en las creaciones poéticas: aspiran a convertir esa participación en una forma de creación. Varios libros de poemas fueron escritos colectivamente por Breton, Éluard, Char y otros. Al mismo tiempo, aparecen los juegos poéticos y plásticos, todos ellos destinados a hacer surgir, por medio del choque de dos o más voluntades poéticas, la imagen deslumbrante.

 

Los primeros años de la actividad surrealista fueron muy ricos. No solamente modificaron la sensibilidad de la época sino que hicieron surgir una nueva poesía y una nueva pintura. Pero no se trataba de crear un nuevo arte sino un hombre nuevo. Ahora bien, la Edad de Oro no aparecía entre los escombros de esa realidad tan furiosamente combatida. Al contrario, la condición del hombre era cada vez más atroz. Al periodo que inicia el Primer manifiesto sucede otro, presidido por preocupaciones de orden social. En el ánimo de Breton, Aragon y sus amigos se instala una duda: la emancipación del espíritu humano, meta del surrealismo, ¿no exige una previa liberación de la condición social del hombre? Tras varias tormentas interiores, el surrealismo decide adherirse a las posiciones de la Tercera Internacional. Y así, La Revolución Surrealista se transforma en El Surrealismo al servicio de la Revolución. Sin embargo, los revolucionarios políticos no mostraron mucha simpatía por servidores tan independientes. La máquina burocrática del Partido comunista acabó por rechazar a todos aquellos que no pudieron o no quisieron someterse. Durante algunos años las rupturas suceden a las tentativas de conciliación. Al final se vio claro que toda síntesis era imposible. Sin duda el carácter cada vez más autoritario y antidemocrático del comunismo estalinista, la estrechez y rigidez de sus doctrinas estético-políticas y, sobre todo, la represión de que fueron síntoma, entre otros, los Procesos de Moscú, contribuyeron a hacer irreparable la ruptura. Aún así, por unos años más, el surrealismo coincidió con las tesis fundamentales del marxismo, tal como las presentaba Lev Trotski. En 1938 Breton lo visita en México y redacta con el viejo revolucionario un famoso manifiesto: Por un arte revolucionario independiente. (Este texto apareció en todo el mundo con las firmas de André Breton y Diego Rivera.)

 

A pesar de la amplitud y generosidad de miras de Lev Trotski, la verdad es que demasiadas cosas separaban al materialismo histórico de la posición surrealista. La imposibilidad de participar directamente en la lucha social fue, y es, una herida para el surrealismo. En un libro reciente Breton vuelve sobre el tema, no sin amargura: “La historia dirá si esos que reivindican hoy el monopolio de la transformación social del mundo trabajan para la liberación del hombre o lo entregan a una esclavitud peor. El surrealismo, como movimiento definido y organizado en vista de una voluntad de emancipación más amplia, no pudo encontrar un punto de inserción en su sistema…” Reducido a sus propios medios, el surrealismo no ha cesado de afirmar que la liberación del hombre debe ser total. En el seno de una sociedad en la que realmente hayan desaparecido los señores, nacerá una poesía que será una creación colectiva, como los mitos del pasado. Asistirá el hombre entonces a la reconciliación del pensamiento y la acción, el deseo y el fruto, la palabra y la cosa. La escritura automática dejaría de ser una aspiración: hablar sería crear.

 

El surrealismo pone en tela de juicio a la realidad; pero la realidad también pone en tela de juicio a la libertad del hombre. Hay series de acontecimientos independientes entre sí que, en ciertos sitios y momentos privilegiados, se cruzan. ¿Cuál es el significado de lo que se llama destino, casualidad o, para emplear el lenguaje de Hegel, azar objetivo? En varios libros —Nadja, El loco amor, Los vasos comunicantes— Breton señala el carácter extraño de ciertos encuentros. ¿Se trata de meras coincidencias? Semejante manera de resolver el problema revelaría una suerte de realismo ingenuo o de positivismo primario. Lugar en que se cruzan la libertad y la necesidad, ¿qué es el azar objetivo? Engels había dicho: “La casualidad no puede ser comprendida sino ligada con la categoría del azar objetivo, forma de manifestación de la necesidad”. Para Breton el azar objetivo es el punto de intersección entre el deseo —o sea: la libertad humana— y la necesidad exterior. No creo que nadie haya ofrecido una respuesta definitiva a este “problema de problemas”. Pero si la respuesta de Breton no logra satisfacernos, su pregunta no deja de hostigarnos.Todos hemos sido héroes o testigos de encuentros inexplicables. Esos encuentros son, para citar hallazgos de personas muy alejadas de las preocupaciones surrealistas, el virus para Pasteur, la penicilina para Fleming, una rima para Valéry. Y en nuestra vida diaria, ¿no es el amor, de manera soberana, la ardiente encarnación del azar objetivo? Las preguntas que hacían Breton y Éluard en la revista Minotauro: “¿Cuál ha sido el encuentro capital de su vida?; ¿hasta qué punto ese encuentro le ha dado la impresión de lo necesario o de lo fortuito?”, las podemos repetir todos. Y estoy seguro de que la mayoría respondería que ese encuentro capital, decisivo, destinado a marcarnos para siempre con su garra dorada, se llama amor, persona amada. Y ninguno de nosotros podría afirmar con entera certeza si ese encuentro fue fortuito o necesario. Los más diríamos que, si fue fortuito, tenía toda la fuerza inexorable de la necesidad; y, si fue necesario, poseía la deliciosa indeterminación de lo fortuito. El azar objetivo es una forma paradójica de la necesidad, la forma por excelencia del amor: la conjunción de la doble soberanía de libertad y destino. El amor nos revela la forma más alta de la libertad: libre elección de la necesidad.

 

El amor es exclusivo y único porque en la persona amada se enlazan libertad y necesidad. En uno de sus libros más hermosos, El loco amor, Breton ha puesto de relieve la naturaleza absorbente, total, del amor único: “delirio de la presencia absoluta en el seno de la naturaleza reconciliada”. El verdadero amor, el amor libre y liberador, es siempre exclusivo e impide toda caída en la infidelidad: “No hay sofisma tan temible como el que afirma que el acto sexual va necesariamente acompañado de una caída del potencial amoroso entre dos seres, caída cuya repetición los arrastraría progresivamente a cansarse el uno del otro… Es fácil discernir los dos errores fundamentales que originan este modo de ver: uno es social; otro, moral. El error social, que no podría remediarse sin la destrucción de las bases económicas de la sociedad actual, procede de que la elección  inicial hoy no está realmente permitida y, en la medida en que excepcionalmente tiende a imponerse, se produce una atmósfera de no elección, hostil a su triunfo… El error moral nace de la incapacidad en que se halla la mayoría de los hombres para liberarse de toda preocupación ajena al amor, de todo temor como de toda duda… La experiencia del artista, como la del sabio, es aquí de gran ayuda: ambas revelan que todo lo que se edifica y perdura ha exigido, de antemano, para ser, un total abandono. El amor debe perder ese gusto amargo que no tiene, por ejemplo, el ejercicio de la poesía. Tal empresa no podrá llevarse a cabo plenamente mientras no se haya abolido, a escala universal, la infame idea cristiana del pecado”. Es decir, se trata de reconquistar la inocencia. No es extraño que otro gran contemporáneo de Breton, el inglés D.H. Lawrence, se exprese en términos semejantes. El verdadero tema de nuestro tiempo —y de todos los tiempos— es el de la reconquista de la inocencia por el amor.

 

¡Despojar al amor “de ese sabor amargo que no tiene la poesía”! ¿Qué es, entonces, la poesía para Breton? Él mismo nos lo dice en un poema:

 

La poesía se hace en el lecho como el amor

Sus sábanas deshechas son la aurora de las cosas

La poesía se hace en los bosques

 

 

El abrazo poético como el abrazo carnal

Mientras duran

Prohíben caer en la miseria del mundo.

 

Poesía y amor son actos semejantes. La experiencia poética y la amorosa nos abren las puertas de un instante eléctrico. Allí el tiempo no es sucesión; ayer, hoy y mañana dejan de tener significado: sólo hay un siempre que es también un aquí y un ahora. Caen los muros de la prisión mental; espacio y tiempo se abrazan, se entretejen y despliegan a nuestros pies una alfombra viviente, una vegetación que nos cubre con sus mil manos de hierba, que nos desnuda con sus mil ojos de agua. El poema, como el amor, es un acto en el que nacer y morir, esos dos extremos contradictorios que nos desgarran y hacen de tal modo precaria la condición humana, pactan y se funden. Amar es morir, han dicho nuestros místicos; pero también, y por eso mismo, es nacer. El carácter inagotable de la experiencia amorosa no es distinto al de la poesía, René Char escribe: “El poema es el amor realizado del deseo que permanece deseo”.

 

Todo el ser participa en el encuentro erótico, bañado de su luz cegadora. Y cuando la tensión desaparece y la ola nos deposita en la orilla de lo cotidiano, esa luz aún brilla y nos entreabre la cortina de nuestra condición. Entonces nos reconocemos y recordamos lo que realmente somos. La “vida anterior”regresa: es una mujer, la morada terrestre del hombre, la diosa de pechos desnudos que sonríe a la orilla del Mediterráneo, mientras el agua del “mar se mezcla al sol”: es Xochiquetzal, la de la falda de hojas de maíz y fuego, la de la falda de bruma, cuerpo de centella en la tormenta; es Perséfone que asciende del abismo de donde ha cortado el narciso, la flor del deseo. Paul Éluard revela la identidad entre amor y poesía:

 

Tú das al mundo un cuerpo siempre el mismo

El tuyo

Tú eres la semejanza

 

La mujer es la semejanza. Y yo diría: la correspondencia. Todo rima, todo se llama y se responde. Como lo creían los antiguos y lo han sostenido siempre los poetas y la tradición oculta, el universo está compuesto por contrarios que se unen y separan conforme a cierto ritmo secreto. El conocimiento poético —la imaginación, la facultad productora de imágenes en cuyo seno los contrarios se reconcilian— nos deja vislumbrar la analogía cósmica. Baudelaire decía: “La imaginación es la más científica de nuestras facultades porque sólo ella es capaz de comprender la analogía universal, aquello que una religión mística llamaría la correspondencia… La naturaleza es un Verbo, una alegoría, un modelo…” La obsesionante repetición de imágenes y mitos a través de los siglos, por individuos y pueblos que nos se han conocido entre ellos, no puede razonablemente explicarse sino aceptando el carácter arquetípico del universo y de la palabra poética. Cierto, el hombre ha perdido la llave maestra del cosmos y de sí mismo; desgarrado en su interior, separado de la naturaleza, sometido al tormento del tiempo y el trabajo, esclavo de sí mismo y de los otros, rey destronado, perdido en un laberinto que parece no tener salida, el hombre da vueltas alrededor de sí mismo incansablemente. A veces, por un instante duramente arrebatado al tiempo, cesa la pesadilla. La poesía y el amor le revelan la existencia de ese alto lugar en donde, como dice el Segundo manifiesto: “La vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejarán de ser percibidos contradictoriamente”.

 

Todavía no es tiempo de hacer uno de esos balances que tanto aman los críticos y los historiadores. Hoy nadie se atreve a negar que el surrealismo ha contribuido de manera poderosa a formar la sensibilidad de nuestra época. Además, esa sensibilidad, en buena parte, es creación suya. Pero la empresa surrealista no se ha limitado únicamente a expresar las tendencias más ocultas de nuestro tiempo y anticipar las venideras; este movimiento se proponía encarnar en la historia y transformar al mundo con las armas de la imaginación y la poesía. No ha sido otra la tentativa de los más grandes poetas de Occidente. Frente a la ruina del mundo sagrado medieval y, simultáneamente, cara al desierto industrial y utilitario que ha erigido la civilización racionalista, la poesía moderna se concibe como un nuevo sagrado, fuera de toda Iglesia y fideísmo. Novalis había dicho: “La poesía es la religión natural del hombre”. Blake afirmó siempre que sus libros constituían las “sagradas escrituras” de la nueva Jerusalén. Fiel a esa tradición, el surrealismo busca un nuevo sagrado extra-religioso, fundado en el triple eje de la libertad, el amor y la poesía. La tentativa surrealista se ha estrellado contra un muro. Colocar a la poesía en el centro de la sociedad, convertirla en el verdadero alimento de los hombres y en la vía para conocerse tanto como para transformarse, exige también una liberación total de la misma sociedad. Sólo en una sociedad libre la poesía será un bien común, una creación colectiva y una participación universal. El fracaso del surrealismo nos ilumina sobre otro, acaso de mayor envergadura: el de la tentativa revolucionaria. Allí donde las antiguas religiones y tiranías han muerto, renacen los cultos primitivos y las feroces idolatrías. Nadie sabe lo que nos depararán los treinta o cuarenta años venideros. No sabemos si todo arderá, si brotará la espiga de la tierra quemada o si continuará el infierno frío que paraliza al mundo desde el fin de la guerra. Tampoco es fácil predecir el porvenir del surrealismo. Pero yo sé algo: como las sectas gnósticas de los primeros siglos cristianos, como la herejía cátara, como los grupos de iluminados del Renacimiento y la época romántica, como la tradición oculta que desde la Antigüedad no ha cesado de inquietar a los más altos espíritus, el surrealismo —en lo que tiene de mejor y más valioso— seguirá siendo una invitación y un signo: una invitación a la aventura interior, al redescubrimiento de nosotros mismos; y un signo de inteligencia, el mismo que a través de los siglos nos hacen los grandes mitos y los grandes poetas. Ese signo es un relámpago: bajo su luz convulsa entrevemos algo del misterio de nuestra condición.

México, 1954

 

1 “Los grandes temas de nuestro tiempo”, serie de conferencias organizada por la Universidad Nacional de México en 1954.

 

Octavio Paz. LAS PERAS DEL OLMO, México, UNAM, 1957 [OC, vol.2]

Escultura

Escultura

 

  1. Valores estereognósticos y espaciales de la escultura

 

Hablar acerca de la escultura es tarea de por sí ardua y peligrosa. Este arte que durante siglos y milenios estuvo casi identificado con la representación del elemento antropomórfico —o al menos zoomórfico—, se ha desvinculado en nuestros días de todo nexo con el mundo exterior, en grado no menor a como lo ha hecho la pintura, mas con la diferencia de que así como podríamos decir que la pintura, aun en el pasado, estuvo más ligada al color que a la forma (tanto que artistas como Delacroix llegaron a afirmar que el valor cromático tenía preminencia sobre el representativo), la escultura mantuvo una constante función representativa de la realidad fenoménica, por lo que la súbita sacudida que ha experimentado en los últimos cincuenta años ha sido más violenta y acusada. Naturalmente es fácil objetar que los escultores de la antigüedad ya habían hecho uso de elementos plásticos en versiones profundamente abstractas: bien conocidas son las deformaciones tan estudiadas que sufrieron, por ejemplo, las figuras romanas reproducidas en las monedas célticas, lo mismo que se sabe la extremada simplificación formal a que se llegó en algunas estatuillas cicládicas y nurágicas, por no hacer referencia a artes alejadas de nosotros como el arte maya o el tolteca.

 

Más a pesar de todo, el elemento naturalista estuvo siempre presente, aun en las representaciones predominantemente abstractas, por lo que creo que no es posible, sino en nuestra época, hablar justificadamente de una escultura desligada de la representación más o menos deformada y simbólica del hombre y de la naturaleza.

 

Quien observe el desenvolvimiento de la escultura a lo largo de los milenios de la historia humana, habrá de admitir que la escultura, como la danza, es una de las primeras y más intensas formas de expresión con que el hombre logra dar vida a un simulacro tangible y visible de un organismo con estructura, y en cierto modo “viviente”. Pero si en la danza esta manifestación tiene una vida temporal y efímera, que desaparece al cesar la danza, en la escultura, por el contrario, la creación adquiere una perennidad, tanto más absoluta cuanto más sólido y duradero es el material que ha servido de instrumento y medio para lograr la obra. Ahora bien, desde el fetiche africano hasta el tótem polinésico, desde la máscara entretejida con mimbres al lingam de piedra, desde la compleja y articuladísima estatua de Krishna a la Venus esteatopigia o a la auriñaciense de Lespugue, es fácil rastrear las huellas de la misma complacencia del hombre al lograr dar forma y por tanto vida, aunque sea simbólica y abstracta, a un material originariamente amorfo trasmutado en reconocible e inconfundible.

 

Y no sólo eso, pues si atribuimos algún valor a los instrumentos sensoriales que son, en definitiva, los que nos permiten el disfrute debido del fenómeno artístico, podemos aventurarnos a decir que la escultura es la única de las artes visuales que solicita para su percepción además del sentido de la vista el del tacto, y más bien una peculiarísima componente de él.

 

Sin embargo, no diremos, con Susan Langer, que la importancia sensorial del tacto se deriva de su facultad de crear “una semblanza de un espacio cinético”, pues en realidad no creemos que sea ésa la función explícita de la escultura. Mas, en mi opinión, la importancia sensorial que el tacto reviste, además de la vista, en la apreciación de la obra plástica, es debida a la necesidad que sentimos de hacer intervenir nuestra sensibilidad estereognóstica al lado de la visual y al lado también de la normal sensibilidad táctil superficial. Dicho en otras palabras, si la vista nos permite apoderarnos de la imagen global —como de la arquitectónica o pictórica— conservamos, sin embargo, la sensación de que para un justo y profundo conocimiento del peculiar ambiente espacial en el que la escultura se aloja y desarrolla es también necesaria la intervención de nuestro sentido estereognóstico (que, desde el punto de vista fisiológico, se sabe, se halla situado en estructuras anatómicas diferentes a las de la común sensibilidad táctil, superficial). Podríamos, pues, metáforas aparte, hablar de sentido de la estructura espacial además del simple sentido del tacto.

 

En el capítulo de la arquitectura, digo que ésta en los tiempos antiguos estuvo casi siempre de tal manera ligada a la plástica que acaso es imposible delimitar la frontera entre las dos artes. Pues bien, esto nos persuade de que los hombres de tiempos remotos y también de periodos posteriores (como el gótico, el románico, y hasta el mismo barroco) sintieron la necesidad de superponer a sus construcciones edilicias, a los lugares para el culto, y a la vivienda misma, la imagen plásticamente metamorfoseada del hombre y de las creaciones naturales, para hacer más orgánicamente “naturalista” su propia vivienda. También este hecho parece ahora perdido de manera análoga y por análogas causas a las que han motivado la desaparición de las paredes pintadas al fresco y en general, de las representaciones que durante tantos siglos cubrieron la desnudez de los muros.

 

Y no se piense que la causa de la desaparición de la ornamentación pictórica y plástica de nuestra arquitectura a partir del “ochocientos” deba buscarse en la simple voluntad de pureza lineal o de independencia entre las tres artes: la razón es otra; el hombre ya no siente necesidad de hacer arte “a semejanza suya”, necesita por el contrario, crear un arte que asuma su propia presencia autónoma e independiente.

 

 

  1. Figuración y monumentalidad en la escultura moderna

 

Efectivamente, si al contemplar la escultura moderna tratamos de abrirnos paso en la intrincada selva poblada por láminas retorcidas, sutiles hilos metálicos, hinchadas protuberancias marmóreas, superficies cóncavas y casi vacías, o de cintas y filamentos entretejidos, ¿cómo habremos de valuar y definir obras tan dispares, y de tan escasa analogía con las del pasado?

 

Tengo por cierto que en la escultura actual, como en la de siempre, el elemento que con mayor insistencia entra en juego es la modulación espacial; la modulación tangible y táctil, como antes dije: la que crea la estructura, la forma, el cuerpo, capaz de abarcar y der ser abarcado por el espacio y cuya naturaleza está íntimamente ligada al material empleado. Sólo esta característica nos permitirá establecer la comunidad entre las rocas talladas de Mesopotamia y las figuras monolíticas de Brancusi, entre las estatuillas cicládicas y las Galaxias de Kiesler, entre las grandes estatuas barrocas del Alejadinho y las ramas talladas y repujadas de Mirko.

 

Y esto nos permitirá también conceder carta de ciudadanía al vasto sector de las formas espaciales alambicadas y puras creadas por Pevsner, Gabo, Bill y Vantongerloo,     que son en realidad, más que verdaderas esculturas, construcciones de líneas de fuerza en el espacio, y que han tenido considerable importancia porque han permitido a la escultura acercarse a la pureza diáfana de toda su estructura orgánica —presente en las estatuas futuristas de Boccioni, en las cubistas de Picasso y Zadkine, en las expresionistas de Barlach, y en las purísimas de Brancusi que finalmente llega a sublimarse y agotarse. Y si la época del constructivismo plástico de Malevic y Tatlin ya es tiempo pasado, se debe, sin embargo, a las audaces anticipaciones de esos artistas el que asistamos en la actualidad a la vigorosa renovación de la escultura, que yo creo supera a las de la arquitectura y la pintura. Todos los jóvenes escultores ingleses de la nueva generación —que a continuación de Moore y de Hepworth— sacaron a Inglaterra al escenario artístico después de años de letargo (como Chadwick, Butler, Armitage, Turnbull, Paolozzi) y la nueva generación de los americanos (David Smith, Lippold, Lassaw, Hare, Roszac), para no hablar de los grandes maestros que les precedieron, como Brancusi, Arp, Laurens, Archipenko, Lipschitz, se expresaron en el mismo sentido. ¿Debemos quizá lamentarnos de que esta renovación de la escultura haya sido en detrimento de la componente “humana” que hasta ayer era la más destacada característica de este arte? ¿Podemos juzgar acabada para siempre la época de oro que contempló las obras de Fidias y Policleto, de Nicola y de Nino, de Antelami y de Wiligelmo?

 

No creo que el destino de la escultura sea diferente al de las otras artes: el devenir del arte es incesante, continuo: la rigidez y la paralización equivalen al fin. Basta con detenerse en cualquier cementerio y recorrer con la vista la selva desolada de simulacros marmóreos, capillas y estatuas neogóticas y neoclásicas, neobizantinas y neobarrocas, prodigadas por doquier por los “escultores de cementerio”, para comprender en dónde se anida verdaderamente la muerte del arte.

 

Por algo, sin duda, algunos dominicos iluminados, denunciaban como bondieuserie el falso arte religioso que invade y anega muchas iglesias de hoy.

 

Es difícil prever el destino futuro de la escultura; pienso, a pesar de todo, que es consolador comprobar que, en los últimos años, se advierten varios intentos de reincorporar la plástica a la arquitectura, bien como “monumento” aislado o bien en superposiciones plásticas, con frecuencia bastante acertadas.

 

Ejemplos como los de Moore en el Time-Life Building de Londres, Lipschitz en el ministerio de Educación de Río, de Noguchi en la Lever House de Nueva York, de Arp y Laurens den la universidad de Caracas, de Mirko en las Cuevas de Ardea, son de verdad prometedores, y nos hacen confiar en una futura comunión de las dos artes; sin que por esto pretendamos llegar al concepto de “síntesis de las artes” preconizado por Le Corbusier con resultados muy a menudo ambiguos y además decididamente negativos.

 

Nos parece otro hecho positivo que los escultores modernos hayan sabido adueñarse con facilidad e inventiva de los materiales nuevos más extraños, en realidad de los más desagradables, y los hayan tratado con una técnica que, de pronto, los ha trocado de golpe en “artísticos”, de igual manera que en la pintura el empleo de tela de saco, esmaltes, cementos, ha brindado nuevos impulsos al artista cansado de los medios tradicionales. Las láminas retorcidas y oxidadas, las astillas leñosas, las concreciones de cemento, los alambres, han dado así vida a nuevos seres plásticos, animados con frecuencia de una vitalidad no inferior a la que hacía decirse en su tiempo, a propósito de la obra de algún maestro antiguo, que “tenía el soplo de la vida”. La función del artista en definitiva, hoy como ayer, es la de insuflar vida a la materia muerta, la de “espiritualizar” el material ciego y mudo; la de introducir lo formativo en una forma todavía amorfa. Esta función está siempre presente en las obras de nuestros mejores artistas plásticos.

 

 

  1. Calder y la escultura móvil

 

Otro de los “nuevos” fenómenos, cuya aparición se ha realizado en nuestra época, es el surgir de las creaciones llamadas móviles, que deben su desarrollo a Alexander Calder sobre todo. El móvil, como es sabido, no es otra cosa que una estructura plástica —de lámina, madera, materiales plásticos— susceptible a moverse al mínimo soplo de aire.

 

Acaso sea ésta la primera vez que el hombre ha sentido la necesidad de infundir dinamismo a la plástica. Después de haberla ahuecado, aligerado, hecho transparente (Gabo, Pevsner, Moholy), de haber hecho evidente su esqueleto (Lassaw, Roszack, Chadwick), después de haberla dilatado (Laurens), alargado (Giacometti) derrumbado (Zadkine), compenetrado (Lipschitz, Armitage) habría de llegarse a ponerla en movimiento. Fue Calder quien emprendió esa tarea (con otros artistas más concretos y constructivos como Munari, Kenneth Martin, o con sentido más brutal y cruel, como Chadwick en sus balanced sculptures.

 

De esta manera, la escultura moderna —desentrañada hasta el hueso, carcomida, corroída, muy a menudo reducida al “vacío” de un espacio cerrado en un entretejido de cuerdas sutiles (Barbara Hepworth)— ha adquirido una vitalidad nueva, se ha adueñado de materiales, aparentemente toscos, de artesanía, pero que son —además del mármol y la madera— los verdaderos materiales de nuestra época. (Quizá esta sea la razón por la que las construcciones de lámina, de César, D. Hare, D. Smith, Noguchi y Franchina, nos parecen más auténticas.)

 

Calder, en definitiva ha forjado sus creaciones siguiendo un impulso en el que peso y levedad se equilibran.  No es casual que sea el equilibro la base de todas sus creaciones: equilibrio estático y dinámico a la vez; estático aún en los móviles, dinámico aún en los estables:  una especie de vibración misteriosa recorre estos cuerpos, desde las esferillas blancas y negras que aparecen más livianas todavía en lo más alto de las tenues antenas metálicas, hasta las gruesas y ásperas láminas de acero cargadas de fuerza de gravedad, y que, sin embargo, se mueven por un soplo. Un soplo: la materia aérea (la matière aérienne, diría Bachelard) es quien da vida a estas pesadas estructuras; la que transforma una lámina de metal de varios kilos —o varios quintales— en una materia tan liviana como una pluma en el aire.

 

GILLO DORFLES. El devenir de las artes. Fondo de Cultura Económica. Breviarios 17. México 1963.

 

 

 

 

 

Pop Art — Un movimiento de los años sesenta

Pop Art — Un movimiento de los años sesenta

Pop: ¿Un juego de palabras, un estilo de vida, un término generacional, un nuevo concepto artístico? Pop Art ¿ La esencia de un extenso movimiento cultural de los años sesenta?

Pop Art no es un término estilístico, sino un término genérico para fenómenos artísticos que tiene que ver de forma muy concreta con el estado de ánimo de una época. Como adjetivo de arte, pop establece asociaciones con los diferentes elementos superficiales de una sociedad. El Pop Art mantiene el equilibrio entre las eufóricas perspectivas de progreso de una época y las catastrófico-pesimistas. Los términos de los valores, ‹‹hermoso, bueno, auténtico››, se convierten en palabras huecas intercambiables e inflacionarias ante la creciente comercialización dentro de la realidad social. Las reglas de la civilización condicionan las imágenes de los hombres y las casas, la naturaleza y la técnica. Pop es una consigna ingeniosa, irónica y crítica, una réplica a los slogans de los medios de masas cuyas historias hacen historia, cuya estética condiciona los cuadros y la imagen de la época, y cuyos clichés ‹‹modelo›› influyen en las personas.

La cultura pop y el modo de vida se enlazaron estrechamente en los años sesenta. El Pop caracteriza la reacción de una época que se extendió a la existencia, tanto en el proceso social como en el ámbito privado; un estado de ánimo que refleja su programa en el arte. En la historia del arte no ha existido antes —quizá un comienzo en la decadente exuberancia creativa de los años veinte— una superposición semejante, una proximidad entre vida y arte tan evidente para todos, tan palpable y tan general. Los temas, las formas y los medios del Pop Art muestran los rasgos esenciales que asociamos con el ambiente cultural de los años sesenta y el estado de ánimo de la gente.

El Pop es una manifestación cultural absolutamente occidental que ha ido creciendo bajo las condiciones capitalistas y tecnológicas de la sociedad industrial. América es el centro de este programa. Por tanto se produce una americanización de la cultura de todo el mundo occidental, en especial la de Europa. El Pop Art analiza artísticamente esta situación, visualiza un sismograma de nuestras modernas conquistas industriales y su absurdo, los límites de una sociedad de masas y medios de comunicación que estalla por los cuatro costados. El Pop Art vive de las grandes ciudades. En sus comienzos, fueron Nueva York y Londres los nuevos centros artísticos del mundo occidental, en su desarrollo durante los años sesenta se incorporaron otros centros europeos secundarios. Pero los artistas en los países comunistas de Europa del Este sólo captan destellos y vestigios.

Para entender la importancia de este cambio cultural y el impulso del arte de una nueva era, hay que aludir a algunos aspectos generales que mostrarán la multiplicidad de los cambios en el ánimo artístico, social e individual. La estabilización política y económica en la época de postguerra condujo a una revaloración de aquello que en general se suele designar como ‹‹pueblo›› o ‹‹popular››. El término inglés para el pueblo como masa es ‹‹populace›› (populacho) y ‹‹popular›› es algo que cuenta con la aceptación general; aquí se pone de manifiesto el origen de ‹‹Pop Art››.

Los hábitos de conducta y consumo de la sociedad de masas fueron estudiados por los sociólogos y utilizados en un sistema de marketing. Para aprovechar comercialmente los deseos de los clientes, el productor no tenía ninguna estrategia general más que pudiera tener éxito, salvo una acomodación a las modas y actitudes de la masa. Este acercamiento a los consumidores y compradores supuso para la demanda de productos de consumo y los programas de los medios de comunicación, una reestructuración trascendental que también repercutió en los modos de comportamiento individuales y en las relaciones interpersonales. Cualquiera podía adorar el mal gusto, coleccionar baratijas, leer cómics, comer salchichas, beber Coca-Cola… Los científicos —en zapatillas de deporte y cazadoras de cuero— investigaron lo trivial. Los catedráticos y los profesores de las escuelas superiores y elementales podían incorporar los análisis en los programas educativos, apoyados por una política cultural progresiva. A partir de entonces un concepto más amplio del monumento incluyó también los edificios industriales, las fábricas y las urbanizaciones. Lo trivial se convirtió en objeto del interés general, admitido por todas las capas sociales. En esto se basaba esencialmente el acercamiento entre la cultura recreativa y la de alto nivel. Como era evidente, a continuación se pusieron en tela de juicio los conceptos precedentes de cultura y arte. El arte ‹‹elitista›› del subjetivo expresionismo abstracto, de los años cuarenta y cincuenta, se vió confrontado con una exigencia general de cultura.

Los temas pictóricos del Pop Art están motivados por la vida diaria, reflejan las realidades de una época, refuerzan y reflejan el cambio cultural. La predisposición de una nueva generación a ver el ‹‹ímpetu y la presión›› del ‹‹underground››, que se articulaba abiertamente como un condicionante de la cultura que transformaba el estilo y el arte, iba unida al arraigo del lenguaje expresivo en el nuevo espíritu de la generación. La conducta heterodoxa y provocativa, la conmoción y la alteración de lo cotidiano, la ruptura de los tabúes y el final de la mojigatería formaban parte de esa contracultura. Este proceso puso en marcha la inversión de los valores en las relaciones humanas y cuestionó el tradicional reparto de papeles: la educación antiautoritaria, la emancipación de la mujer, las nuevas estructuras profesionales y la liberación de la sexualidad, se desarrollaron con arreglo a esta ‹‹revolución cultural››, se acabó el jugar al escondite con los pósters de chicas y las revistas dudosas (Playboy): Un nuevo sistema de comunicación surgió a través de los periódicos marginales, los fan-magazine, los pósters, los carteles, las octavillas, etc.

Los ‹‹hippies›› asimilaron el movimiento de los ‹‹beatniks›› nacido en los años cincuenta. El escritor Allen Ginsberg ejerció en los EEUU una fuerte influencia en algunos sectores de las nuevas generaciones, cuya nueva conciencia se manifestaba en el deseo de suprimir los valores culturales establecidos, la jerarquía social y la tutela moral. Elvis Presley y James Dean fueron ya en los años cincuenta ídolos de una emancipación —también sexual— de la juventud, de una liberación del culto a las estrellas que se abandonaba a los tópicos de las películas de Hollywood. La revuelta se produjo en una sociedad de la sociedad, de la riqueza la disponibilidad de las cosas y las personas. Condujo a comportamientos y costumbres visuales radicalmente distintas, a un concepto nuevo del objeto y el arte.

Con la comprometida politización de la juventud y su crítica al sistema capitalista —sobre todo del lado de las izquierdas— se sometieron a discusión nuevas formas de vida y estructuras culturales y sociales alternativas; los provocativos conceptos de las ideologías alternativas condujeron a nuevas modas y formas de expresión de un efecto inusitado. Tan solo resultaba aparentemente absurdo que los artistas, críticos, profesores y catedráticos se rodearan de la cultura trivial; se atestaron sus casas con arte pseudopopular y nostálgico, con reliquias, objetos de mal gusto y símbolos publicitarios; que jugaran son banalidades y se abandonaran a los cómics, la literatura de ciencia ficción, las novelas baratas y la telemanía.

La revalorización de los trivial se efectuó a muchos niveles. Lo kitsch y los souvenirs, las imágenes de la industria de consumo, los envoltorios y las ‹‹stars y stripes›› de los medios de masas, no sólo se fueron convirtiendo en el contenido del arte y en temas de la investigación, sino también en objetos coleccionados por los museos. Los temas históricos del teatro se trasladaron al ambiente de las banalidades actuales; es decir, se extrajo a la historia de su contexto histórico originario, se la liberó de modelos y esquemas convencionales y fue reactualizada. En movimientos de evasión surgidos de la inquietud, los jóvenes intentaban alcanzar la autorrealización orgiástica y sensual en comunidades abiertas estructuradas como comunas. La industria del ocio prosperó con la música pop. La música y los textos de los Beatles y los Rolling Stones tradujeron en los años sesenta el estado de ánimo, la euforia (‹‹high››), la fuerza (‹‹power››), las ansias y las realidades de la juventud. Artistas como Peter Blake, Richard Hamilton y Andy Warhol diseñaron carátulas de discos para grupos de música pop; Blake y Hamilton para los Beatles y Warhol para Velvet Underground (underground de terciopelo). Los medios de masas favorecieron la internacionalización de los estilos y las formas de expresión, así como la accesibilidad global de todas las marcas y todas las artes. La elevada participación de lo trivial en el arte y el fuerte interés del arte por lo trivial hizo que aumentara el número de  aquellos que querían producir arte. Este proceso fomentó slogans divulgados de forma equívoca como por ejemplo ‹‹El arte es vida›› y ‹‹Todos somos artistas›› (Beuys y Warhol), programas que popularizaron también los programas educativos en las academias de arte. Los museos y las galerías se abrieron a lo trivial (exposiciones interdisciplinarias y multimediales) y se pusieron en duda las estructuras de los museos. Puesto que la inversión de valores, la limitación de las jerarquías y la crítica de los límites entre arte y vida, entre lo trivial y el arte, también debería traer consigo —según esta argumentación— un análisis autocrítico de los métodos de colección, organización y presentación en los museos.

Un movimiento artísitico neoyorquino, apoyado por Roger Rauschenberg y Jasper Johns, opuso una nueva objetividad a la subjetividad y la obsesiva autorrealización artísitica del expresionismo abstracto y el action painting (del mismo modo que los expresionistas alemanes fueron sustituidos en los años veinte por el neorrealismo). El Pop Art rebatía el desasosiego interior de los expresionistas con la claridad intelectual y el orden en la concepción, los artistas oponían a la firma individual los métodos representativos impersonales, respondían a la representación subjetiva del estado psicosomático interior con reflejos objetivos del mundo exterior, como signos externos de lo vivido. Sustituyeron la mezcla espontánea del mundo de las formas y el color por la claridad de las relaciones compositivas que hacían referencia a niveles temáticos o formales. A la desmaterialización del cuadro —como portador de sugestiones e ideas contemplativas— le siguen aspectos materiales como el contenido y los medios de la representación. El Pop Art se opone a lo abstracto mediante el realismo, a lo emocional mediante el intelectualismo y a la espontaneidad mediante una estrategia compositiva.

El componente objetivo e intelectual del Pop Art hizo realidad aquello que por entonces se llamaba la ‹‹relevancia social›› del arte (a finales de los años ochenta este concepto condujo en algunos casos al lamentable malentendido de que el arte introvertido no tenía importancia social, es decir, que era irrelevante). Los mismos artistas del Pop Art se declararon expresamente partidarios de la despersonalización y el anonimato en la producción de arte —incluso del suyo propio—, definiendo el papel del artista en la sociedad de masas no de un modo subjetivo sino objetivo, justificándolo así teóricamente. Para entender su espejo sincero del presente, a lo que el público de aquellos años sólo estaba dispuesto de un modo vacilante y dentro del mundillo establecido del arte, al principio sólo personalidades aisladas —Lawrence Alloway, Henry Geldzahler, Richard Bellamy, Leo Castelli, Ivan Karp y otros— estaban preparados para la necesidad de interpretar el Pop Art. Era difícil transmitir la idea de que la adhesión a lo objetivo y la expresión artística de procesos intelectuales también respondía a una actitud subjetiva, incluso la ley del azar, la posibilidad aparentemente arbitraria de intercambiar los signos de la vida diaria, exige una reacción individual; el elegir y el decidir también son una expresión de la voluntad. Así pues, para la Action Painting (pintura de acción) la casualidad podía formar parte del concepto y la actividad, convertirse en el desencadenante del ‹‹happening›› que rompe con las convenciones y en el que las imágenes, los colores, los espacios, los objetos, las personas, las actividades y las artes se escenifican como una ‹‹performance››. El happening se desarrolló paralelamente a las imágenes de la vida diaria del Pop Art, tal como se manifestaban en la pintura, la escultura, la música, el cine, la fotografía y la literatura. Por otro lado, muchas pinturas de artistas pop llevan una firma personal. En especial Jasper Johns y Robert Rauschengerg difuminan y analizan lo trivial a través de la pintura —casi con rasgos impresionistas o tachistas, emborronan y estructuran, dibujan y analizan lo real de tal manera que vuelve a acercarse a lo abstracto.

El aspecto artístico de esta época sólo ofrece una impresión acabada cuando queda patente que las raíces del Pop Art arrancan del arte del os años cincuenta. Y todavía hay algo más que debe ser precisado: la intelectualización y la objetividad caracterizan también a otras corrientes artísticas paralelas cronológicamente al Pop Art, pero que surgen a otros niveles diferentes: la Colourfield Painting, el Hardedge y el Minimal Art parecen provenir, en cuanto a lo temático y lo creativo,  de un mundo ajeno al Pop Art. La claridad y la firmeza de su lenguaje formal, lo objetivo de su expresión de base teórica, la concentración de los niveles creativos en el ‹‹punto›› decisivo de un efecto, así como el propósito de la concepción, son reconocibles en la conciencia de una época y una generación comunes. Artistas como Robert Morris, George Brecht y en cierto sentido también Joseph Kosuth, responden a la relación entre Pop Art, Minimal Art y Arte Conceptual, también cercano al happening. Andy Warhol y Frank Stella (incluido en la colección de objetos de arte de Warhol) crearon al mismo tiempo sus primeros cuadros provocativos, ambos llevaban dentro de sí la fuerza revolucionaria de la época que terminaría por emancipar el contenido y la forma. Una descripción más precisa del escenario del Pop Art mostrará que, tanto  a nivel semántico como a nivel formal, no sólo existen variantes, sino claros extremos y rupturas. Los antagonismos y las contradicciones incómodas se justifican en las posturas artísticas individuales, en el origen de las ‹‹artes›› a partir del medio ambiente de un espíritu materialista estructurado social e individualmente.

Tilman Osterworld. POP ART. Ed. Taschen, 2007

Joaquín Clausell y los paisajes

Joaquín Clausell y los paisajes

Tratemos de imaginar a Joaquín Clausell.

Su vida

 

En el movimiento que la constituye, toda biografía traza una gráfica determinada por sus altas y sus bajas, sus ascensos y caídas, los momentos en que la vida parece detenerse contenida en un aparente estancamiento anterior para, recogida sobre sí misma, tomar fuerzas e iniciar un nuevo despliegue mediante el que se señalará otro punto más alto o más bajo, hasta que esa suma de intensidades siempre aisladas y solitarias, que simula dispersar la personalidad, negando su carácter único, fragmentándola en diversas direcciones, se detiene y fijando su dibujo reconstituye la unidad perdida, enmarcando su sinuoso desarrollo dentro de los límites en los que se muestra la totalidad de un yo. Entre nacimiento y muerte, la biografía se nos entrega así como la imagen de sí mismo que el yo ha ido construyendo incapaz de prever su configuración, dueño de su unidad tan sólo cuando él la ha perdido, saliéndose de ella para que, en su vuelta al silencio, se encuentre el rumor de la vida. En Joaquín Clausell esa vida se despeña, fijando definitivamente su trazo, en el punto más alto de la gráfica, estableciendo los límites del yo en una pérdida que se reintegra a la totalidad, mostrando más claramente que de ordinario el movimiento de las intensidades y el sentido que nos revelan.

 

Clausell nació en la ciudad de Campeche el 16 de junio de 1866. Sus padres fueron don José Clausell, de origen catalán, y doña Marcelina Franconis, mexicana. México tenía nada más cuarenta y cuatro años de vida independiente en la fecha de su nacimiento. El niño Clausell era un mestizo en una época en la que todavía debería ser bastante ambiguo e indeterminado, dentro de la vida quieta, exteriormente inmóvil, de una lejana ciudad de provincia en el sureste de la reciente república, resultar dueño de una nueva nacionalidad. Ignorantes tal vez del motivo de esa costumbre, en Campeche, hasta hace muy poco, los hombres iban al mercado porque durante  siglos no era conveniente que las mujeres salieran a la calle en una ciudad expuesta a los intempestivos ataques de los piratas. ¿Podemos imaginar una infancia que transcurre dentro del ámbito que fijan las pesadas piedras de unas murallas construidas durante la Colonia, bajo un sol radiante que hace resplandecer las torres herrerianas y barrocas de la Catedral, de San Francisco, de San Juan, frente a un mar tranquilo que se acerca y se aleja prodigiosamente de acuerdo con el ritmo de sus amplias mareas, en el umbroso espacio de altas habitaciones, largos corredores y patios profundos?

Luego, el joven Clausell estudia leyes, tiene un temperamento violento y decidido, y agudas inquietudes políticas. En 1884 viaja a México para continuar sus estudios. Otra plaza, otra catedral, las que deberían verse como largas avenidas, el casi desaparecido centro colonial de la que ahora es la ciudad. Pero Clausell es de ideas liberales y conoce también la agitada vida que le abre su participación en las luchas políticas y las cárceles como inevitable escenario final de esas luchas. Tiene que salir del país. A partir de 1892 y durante cerca de un año, vive en Europa. Debe haber tenido ocasión entonces de conocer la pintura impresionista. Era dejar el tiempo convulsionado de luchas, agudas diferencias sociales , rebelión y exacerbado sentido de las injusticias, a las que había que enfrentarse, un México en el que todo estaba por hacer, bajo la estricta voluntad de crear un orden y una estabilidad imposibles del porfirismo, para encontrarse en el escenario exteriormente siempre luminoso de la Belle Époque. ¿Hasta qué punto podía encontrarse a sí mismo el joven Clausell en ese escenario? La gráfica de intensidades en su biografía debe de haber sufrido una detención. O tal vez, más exactamente, un desplazamiento. El movimiento en ella tiene que trasladarse, interiorizándose, del campo de la acción al de la reflexión. No es forzoso que Clausell advirtiera el momento en que se produce esta transformación. En su biografía, ningún signo exterior permite deducir el nacimiento de una nueva vocación. Esto hace el movimiento aún más significativo y fija la que más adelante sería la relación, exteriorizada en sus cuadros, de Clausell con la pintura. Sabemos que el nunca se inscribió en ninguna escuela de arte, sabemos que nunca estudió pintura, sabemos, también, por su obra visible, hasta qué extremo esa obra es ajena, dentro de la evolución general de la pintura, a la temporalidad de los estilos, a lo que podría considerarse la historia de la pintura, su transformación al desplazarse en el tiempo. La mirada de Clausell se ha quedado fija, inmóvil, dentro de una sola visión, una única posibilidad, que es una forma de relación con el mundo exterior y que es la que, mucho más adelante, se manifestaría en sus cuadros, determinada para siempre por esa primera impresión, la que haría inevitablemente de Clausell un pintor anacrónico, situado fuera del tiempo, que obedece sólo a su voz interior, y por esto mismo, un pintor por necesidad.

 

En 1892, entonces, en Europa, la mirada de Clausell, poblada por el recuerdo de luchas, cárceles y el abandono del escenario de esas intensidades, se detiene en las obras de Monet, de Sisley, de Pissarro. La relación con el mundo, con la naturaleza, con el paisaje, se expresa y se muestra en términos de una posibilidad hasta ese momento desconocida para él: en términos de color. Éste es el resultado de una evolución que puede definirse muy exactamente dentro del motivo de los movimientos de la estética; pero no es esto lo que importa en relación con la biografía de Clausell. Importa que, para él, en estos términos, en los términos de la pintura impresionista , se realiza el descubrimiento de la pintura. Por eso el hallazgo se queda fijo en el instante de la revelación. Pero, ¿qué es la pintura vista de esa manera? Es una forma de relación con el mundo, es el lazo de unión entre un sentimiento interior y su manifestación exterior, es el medio a través del cual el color permitiría objetivar una impresión subjetiva surgida de la confrontación entre la conciencia y el mundo. En última instancia, en el origen de la necesidad de convertir en la acción que le permitiría exteriorizarse un sentido interior, que justificara lo que Clausell ve en los cuadros de Monet, de Pissarro, en ese año de 1892, no se encontraría un motivo diferente al que lo llevaba antes a convertir en acción política su sentimiento de injusticia social, colocándolo fuera del orden establecido, haciendo de él un proscrito y obligándolo a trasladarse a ese otro mundo en el que realizará su personal descubrimiento de la pintura. Son las impulsiones interiores, los demonios privados, las urgencias personales que configuran el carácter de nuestro mundo anímico, las que, a su vez, determinan la forma que tomará nuestra relación con el mundo, con la realidad exterior en la que el mundo se constituye como realidad.

 

En cualquier forma, ese descubrimiento se exterioriza de inmediato y queda subyacente dentro de Clausell sin que él sienta la urgencia de hacer actuar las potencialidades que ha abierto. Allí, en su interior, sus presiones permanecen agrupadas, latentes. Se desconoce la fecha exacta en que Clausell empezó a pintar, pero es muy poco probable que esto ocurriera en el curso del siglo XIX todavía. Anacrónicamente, fuera del tiempo, contrariando a su tiempo —¿pero hay un tiempo exterior más “real” que ese tiempo interior en el que su visión primera, su auténtico encuentro con la realidad, o sea lo que para él sería la realidad de la pintura, quedó para siempre fija en su ánimo, en su ánima?— Clausell sería, en toda su obra de caballete, un pintor impresionista del siglo XIX en el siglo XX. Y este anacronismo, que desde un posible punto de vista de historiador de la pintura ilegitima la positividad de su figura dentro de ella, es precisamente el que lo legitima como personalidad y explica el lugar de esa personalidad dentro de la pintura. Clausell pertenece a la categoría de las excepciones, de los casos únicos que hacen historia contrariando la historia. El centro de su obra no se encuentra en un tiempo exterior sino en él mismo, en el tiempo —sin tiempo— de la expresión de las fuerzas en cuya exteriorización se configura su personalidad visible.

 

Clausell regresa a México no a hacerse pintor —nunca lo sería “públicamente”, “profesionalmente”— sino a continuar sus estudios de leyes y recibirse de abogado. Obtiene su título en 1896. Una fotografía nos lo muestra ese mismo año. Estamos en 1896: el tiempo parece tener otro ritmo, mostrar su paso en cada fisonomía de manera distinta a la de nuestra época, como si la vida tuviera trazos más firmes, como si adentrara, antes de lo que lo hace ahora, en una seriedad de las formas en la que se afirma la todavía segura validez con que esas formas descansaban en sí mismas. A los treinta años, la figura de Clausell es la de un hombre maduro. Robusto, severo, algo en su imagen recuerda a la de Salvador Díaz Mirón. Las mismas sensualidad y violencia, la obstinada incertidumbre de carácter, la fuerza de la pasión que apenas puede contenerse en los límites de una fuerza austera. Clausell vive de frac; el poblado bigote y las cejas firmes enmarcan y hacen más  prominentes las líneas de una nariz gruesa, sensual; el pelo negro, abundante, abre y limita el noble trazo de la frente. Son las formas del mundo establecido las que contienen y encauzan la impulsiones instintivs que no pueden dejar de mostrarse en esa imagen. Clausell es un hombre de acción que tiene el campo de la Ley para que actúe dentro de él su necesidad de justicia.

 

La biografía tiene que detenerse también en el campo de los afectos. Antes de que termine el siglo XIX, en 1898, Clausell se casa con Ángela Cervantes, descendiente de los Condes de Santiago, con quien procreará cuatro hijos: Dolores, Adela, Carlos y Joaquín. ¿A qué parte de la gráfica que crea su biografía corresponde su matrimonio? Clausell es abogado, esposo y padre de familia: formas institucionales todas ellas. Tal vez nos diga más su vida profesional, su actuación pública en el mundo que le ha tocado vivir, aunque también sabemos que , por su matrimonio, vivió en la hermosa casa colonial de los Condes de Calimaya, “la casa de los cañones”, situada en el centro de la ciudad, en lo que ahora son las calles de Pino Suárez, que actualmente es la sede del Museo de la Ciudad, y en cuya azotea —dato que resultará significativo— Clausell instaló su estudio de pintor.

 

Sin embargo, es poco probable que el licenciado Joaquín Clausell fuese ya también pintor en aquel entonces. La secreta y siempre cambiante relación entre el esplendor de las formas naturales, del paisaje, y la libertad del color para entregarnos su reflejo en las que quizá sean las últimas imágenes de un mundo que se desvanece en la historia de la pintura, es un conocimiento oculto en él todavía: la visión que permanece presente pero callada y que han dejado atrás, interior, en alguna parte, los cuadros de los pintores impresionistas que él conoció cuando en la misma Europa un solitario al que tomaban por loco, llamado Cézanne, aislado en su retiro de Provence, enamorado de las montañas, las rocas, los estanques, el tembloroso rumor de los pinos y eucaliptos, aspiraba a reconstruir una vez más su apariencia fragmentándola y dispersándola tal vez para siempre en una explosión definitiva, producto del amor y la fidelidad.

 

Clausell trabaja durante algún tiempo en la Secretaría de Justicia, donde ocupa un alto puesto. Después se dedica a litigar, ya se sabe, no en favor de la Justicia, la de los ministerios, secretarías y juzgados, sino en nombre de los desfavorecidos, los que necesitan justicia y no tienen justicia. En esta tarea, la pasión se impone  muchas veces a la razón. No se trata de seguir las leyes a la letra sino de imponer la letra a las leyes. Nos lo cuenta el Dr. Atl: “Clausell, muchas veces, ante un juez estúpido o malévolo se vio obligado a pasar del campo jurídico a un campo de batalla. La discusión se salía de las páginas del Código Penal para entrar al terreno de los golpes”. Defensor y defendido terminaban en la misma celda.

 

Muy posiblemente fue el mismo Dr. Atl, que regresó a México de Europa en 1904 y al que unió a Clausell una invariable amistad, quien llevó a la superficie la otra vía en la que Clausell pondría la fuerza de su temperamento, encerrando su pasión en la belleza de la forma, convirtiendo esa pasión en pintura. Es la pintura y es la naturaleza. No el mundo de las leyes y los hombres, sino el inmutable escenario del mundo en cuyo vibrante rumor se encierra, dejándose escuchar a través  de los resplandores de la luz en la opacidad de la materia, la voz del silencio. La pasión de Clausell se interioriza y se convierte, sin perderse, al contrario, mostrándose en la transformación, en armonía.

 

Hay una serie ininterrumpida de viajes, sin fecha que los señale, viajes que son parte de una sola experiencia, a distintas partes de la República: Michoacán, aquel Acapulco, Mazatlán, Yucatán; y el altiplano de la meseta central está siempre presente: el mar, las tierras áridas, el llano, la montaña, los bosques, canales, arroyos y estanques; no un paisaje sino la multiplicidad de los paisajes y en ellos, sobre ellos, abriéndolos, transformándolos, mostrándolos en la fija materialidad de su cambiante apariencia convertida en color, la multiplicidad de los reflejos: la antigua visión, viva siempre en el presente para Clausell, de la pintura impresionista. Monet, Manet, Pizzarro, Renoir en México, si; pero también México en Monet, Manet, Pizzarro, Renoir. O en todos ellos, Clausell. La imagen es la que importa. En la biografía de Clausell el ascenso que fija su entrega a la pintura se queda en ese grupo de cuadros, de imágenes, que también fijan la última reverberación de un mundo cuyo sentido está a punto de hacerse inalcanzable. ¿Excéntrico, pintor del siglo XIX en el XX? La historia de las excepciones en la historia hace otra historia. La pintura es la pasión privada, el mundo secreto, en la biografía de Clausell. “¿Cómo es posible que yo pueda pintar un paisaje para una gente que no sea yo?” nos dice el Dr. Atl que Clausell le decía. Para él la pintura es entonces el vínculo, la relación entre el yo y el paisaje, entre el yo y el mundo; pero ¿qué queda de ese mundo en el mundo de nuestro tiempo fuera de los paisajes que Joaquín Clausell entre los últimos pintores impresionistas, junto con los pintores impresionistas, nos ha dejado?¿Y en qué otras cimas y abismos se encuentra la cifra de ese yo?

Joaquín Clausell,Atardecer en el mar, la ola roja ca. 1910, Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

La vida de Clausell pasa entre una serie de movimientos definitivos en la vida de México. Las estructuras que durante treinta años habían fijado la estabilidad política del porfirismo sobre un principio de inmovilidad semifeudal, estallan finalmente  en un brote incontenible de violencia. La Revolución transformará al país. Durante más de una década, el extremo movimiento sucede a la extrema quietud. A partir del triunfo presidencial de Madero y su pronto asesinato, podrá tomar la forma exterior de una feroz anarquía cuyo sentido político inmediato es difícil de determinar, pero detrás de todo ese movimiento hay una misma necesidad de justicia. La intensidad de las batallas cubre la vida en el campo. El ritmo de esa misma vida se hace absolutamente inestable en la ciudad. La Decena Trágica, la insurrección en el Sur, en el Norte. Zapatistas en la Casa de los Azulejos. Villa y Zapata en el Palacio de Gobierno. El triunfo del Ejército Constitucionalista de Venustiano Carranza. México es el México Insurgente. Una nueva estabilidad irá surgiendo muy lentamente de todos esos indispensables rompimientos, que durante años llevaron también la biografía histórica del país a una continua cima en el juego profundo de las intensidades. De la suma de todos esos movimientos sale una verdad incontrovertible: la Revolución hace de México una nación moderna. Con todas las detenciones, los retrocesos, los saltos hacia el futuro, las caídas hacia atrás que pueda experimentar, el punto de partida nunca volverá a ser el mismo. Se ha producido un inevitable desplazamiento que coloca el centro de la vida nacional en otro lugar: nación moderna: nación cuyo destino está ligado al progreso. El signo de la modernidad es el de la transformación. Esa transformación implica una desaparición de ciertas estructuras sociales y políticas, por supuesto; transformación bienvenida que debe acercar las posibilidades de justicia; pero también desaparición de una cierta apariencia del mundo. Más tarde o más temprano, indesplazable, el progreso deja atrás, en el olvido, la detención sobre el paisaje de los cuadros de Joaquín Clausell.

 

Culturalmente, en México, la Revolución abre las puertas a la gran aventura educativa de José Vasconcelos. El muralismo determina la fisonomía pública del arte en México. Hay un redescubrimiento del pasado indígena oculto en el subsuelo del país pero siempre vivo y latente. Y al mismo tiempo, la apertura hacia la modernidad ha abierto las fronteras. El pasado sólo puede volver a vivir en el presente. Imposible pensar en Orozco sin recordar el expresionismo. En sus orígenes como pintor, para hacer vivir otra vez la tradición precortesiana, la magia y los conjuros de su propio pasado indígena. Tamayo se vuelve hacia la lección del solitario loco de Provence: tiene que ver las montañas y los árboles en los términos de Cézanne y a través de él, llega a Braque. Los pinos y los eucaliptos se han salido de la pintura si hemos de atender a su inevitable evolución. Tamayo nos entregará la imagen del grito y la soledad del hombre moderno en su mundo de máquinas volviendo el rostro angustiado hacia la inmensa noche estrellada, buscando en el girar de los astros y la ocre inmovilidad de la tierra envejecida la recaptura del secreto de la consagración. Pero Clausell no es “públicamente”, no lo es ni siquiera para sí mismo, un pintor. Su trato con la pintura es la expresión de una cierta relación privada con las apariencias de un mundo que desaparece, que va a desaparecer en nuestro mundo y descansa en su derecho al anacronismo, en su decisión de pagar el precio de la soledad que exige el hecho de habitar un espacio personal. Su vida pública sigue siendo la del abogado que busca la justicia y al que sus clientes casi nunca pueden cubrirle sus honorarios. En una época se llamaba a sí mismo “el abogado gallinas” porque, en el mejor de los casos, sus clientes le pagaban así, con gallinas. También se sabe que daba clases de dibujo a los niños en humildes y apartadas escuelas primarias, cerca de Xochimilco. En tanto, en el antiguo y suntuoso palacio de los Condes de Santiago y Calimaya, la vida de Clausell se ha ido haciendo marginal. El centro de la casa ha sufrido un desplazamiento. Para él está en la azotea, donde se encuentra su estudio de pintor. Es fácil comprobarlo ahora viendo el diario secreto de su vida interior, vida que se expresa en términos de pintura, como configuración de los fantasmas que se mueven y habitan en el ánimo del artista, con cuyo despliegue ha ido poblando los muros de ese estudio. Es una habitación vasta —14 metros de largo por 6 de ancho—, a la que se llega venciendo dos pisos de hermosas escaleras coloniales, cuyas ventanas abren un panorama de cúpulas y azoteas en las que se guarda el recuerdo de una ciudad desaparecida casi por completo. En ese estudio Clausell recibe a sus amigos artistas. Allí, muy probablemente, se bebe en abundancia. De allí se va el pintor en busca de la naturaleza, del campo abierto que completa el círculo de su relación con el mundo; allí regresa a fijar definitivamente, en cuadros generalmente pequeños, sus encuentros con el paisaje. Esos cuadros y los muros de su estudio profusamente, desordenadamente, decorados por el artista, dejan fijos los que sin lugar a dudas forman los más altos momentos de la biografía de Clausell, las cimas en las que se hace visible una intensidad interior que es finalmente la que determina el sentido de esa biografía. Es un periodo que cubre un largo número de años. Por lo general, Clausell no fechaba sus obras: son un continuo movimiento, un ininterrumpido ir y venir del paisaje a sí mismo y la exteriorización en su estudio de sus obsesiones y sus fantasmas; de sí mismo y el espacio instintivo y secreto determinado por sus impulsiones, al escenario del mundo del que encierra en el color la multiplicidad de los brillos y reflejos. Inmóviles dentro de su fijación como belleza y armonía en un obra colocada fuera de las transformaciones que provoca la historia, esos años le permiten a Clausell mostrar por última vez quizás en la historia de la pintura el resplandor de un mundo que se convierte cada vez más en recuerdo, y en la verdad de ese mundo se deja aparecer, poco a poco, surgiendo entre los colores, el trazo en el que se halla la cifra de su figura.

 

Tenemos una fotografía de Clausell a los 68 años, poco antes de morir. Las características de su primera madurez permanecen, pero se han profundizado, suavizándose en unas partes, agudizándose en otras. De algún modo, su imagen ya no es la de un abogado que se dispone a enfrentar el mundo, sino la de un artista que ha hecho suyo el mundo, guardándolo en su interior. Clausell  tiene todavía una figura robusta, vigorosa, y la sensualidad sigue viva. Se muestra sobre todo en las manos, que vemos ahora, una sobre la otra, cruzadas bajo su vientre: manos anchas, con dedos gruesos y firmes. El bigote ha desaparecido y podemos ver el trazo largo, sensual a pesar de los labios delgados y unidos, de la boca. Una cabeza asentada sobre un cuello extraordinariamente firme, digno remate de la grave pesantez del cuerpo. Y sin embargo, a pesar de que la nariz, de anchas aletas, es la misma, las arrugas a los lados de ella y de la boca señalan una nueva ironía, quizás amarga, que en los ojos, ocultos casi por los gruesos lentes redondos, se transforma ahora en profundidad y comprensión. La frente se ha hecho más amplia. Clausell tiene abundantes canas en las sienes y la sensualidad vuelve a encontrarse en el alargado lóbulo de la oreja. Un hombre de 68 años, firmemente descansando en sí mismo, su figura entera dibujándose delante de uno de sus cuadros, que aparece al fondo. ¿Hasta dónde está ya él por completo en esos cuadros?

 

Durante un año más todavía, Joaquín Clausell seguirá saliendo frecuentemente de excursión al campo. Las Fuentes Brotantes en Tlalpan, el Canal de Iztacalco, el valle abierto que cierra el levantamiento de los volcanes. Del campo a su estudio, de la mirada contemplativa a la fija exteriorización de esa mirada en sus cuadros, en las paredes de ese mismo estudio, donde, impulsivamente, las imágenes se suman al torrente que constituye su vida secreta, compartida sólo por los amigos que pueden admirar esas paredes en las que se expresa la exacta y compleja cifra de su personalidad, se cierra un periplo en el que el artista se muestra y se nos entrega.

 

Luego, un día, el círculo queda abierto: el pintor abandona sus obras, las deja vivir su vida fuera del tiempo. Es el 28 de noviembre de 1935. Han pasado casi setenta años desde la entrada al mundo de Joaquín Clausell, en Campeche. En esos setenta años el mundo es otro. Tal vez hasta ese paisaje que él mira ahora en las Lagunas de Zempoala desaparecerá o por lo menos se transformará hasta hacerse irreconocible muy pronto. Pero  ahora, en noviembre de 1935, Clausell puede ver el suave temblor de los verdes pinos erectos que se recortan contra el limpio azul del cielo, en uno de cuyos lados se agolpan, se mueven cambiando de forma, algunas nubes blancas. Abajo, más allá de las peñas ocres y grises, el profundo verde del lago. El viento riza ligeramente sus aguas. El verde de los pinos, el azul del cielo, el blanco de las nubes, la luz dorada que brilla en las rocas, se repite, se refleja, se mueve en el agua. El cielo y la tierra: arriba y abajo confundidos; el color de los colores; el espacio sin fondo en el que todas las formas se encuentran. Seguramente, Clausell ha bebido; bebe mucho, siempre: la necesidad de salirse de sí mismo, la búsqueda del éxtasis. Luego, de pronto, la mirada desaparece. El pintor se ha despeñado en una de las rocas ribereñas.

 

Un accidente: despeñado. Su cuerpo, el garante del yo, perdiéndose en el paisaje, abandona ese yo y lo entrega al paisaje. Una anécdota cuenta que Joaquín Clausell perdió la vida al caerse en seguimiento de una botella que él había tirado al vacío, desde la ribera, en las Lagunas de Zempoala. Es sólo una anécdota. Pero, ¿lo que hace verosímiles las leyendas no es su inmediata identificación con la esencia de la persona a la que se atribuyen? El éxtasis se alcanza finalmente en el delirio, a través de la disolución en el objeto del éxtasis. Joaquín Clausell se pierde en el paisaje;  el paisaje se encuentra ahora en sus cuadros. Allí están, reverberantes, convertidos en color, el mundo y sus reflejos: el reflejo del mundo. Además, en las paredes de su estudio, Clausell también nos ha dejado la suma de signos que constituyen la imagen de su delirio y terminan de configurarlo como artista. Su biografía se cierra en su punto más alto y nos deja solos, frente a su obra.

Joaquín Clausell,Fuentes brotantes (Bosque azul),s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

Su obra

 

  1. La naturaleza

Es poco lo que hay que decir y mucho lo que hay que ver en los cuadros de Joaquín Clausell. ¿Puede convertirse el ilimitado espacio del mundo en el campo cercado dentro del que se inscribe una forma de reflexión? Los pintores impresionistas lo enseñan: lo que la pintura nos permite reconocer ya como la sensibilidad impresionista nos lleva a advertir el carácter de esta reflexión, su forma, en los términos de las imágenes en las que se hace visible. Para la pintura impresionista se trata de que los elementos mediante los que se constituye la representación plástica no se centran alrededor de la manera en que se puede crear la ilusión de que se reproduce un determinado aspecto del mundo, sino de que la manera en que se representa ese aspecto del mundo nos entregue el pensamiento de la sensibilidad que lo contempla. Pero este pensamiento es un sentimiento. No se muestra en términos de conceptos, de ideas, sino de intensidades sensuales que encuentra su posibilidad de expresión, de convertirse efectivamente en pensamiento visible, a través de la percepción e interpretación de los efectos que la luz revela al actuar sobre la materia, o sea, a través del color.

 

Joaquín Clausell ya lo sabemos, entendía la pintura, lo que quiere decir que sentía la necesidad de la pintura, en estos términos. Su urgencia interior, conservada siempre dentro del marco de una pasión privada, de convertir en cuadros su visión de la realidad del mundo en el que se mueve, nace como una forma de reflexión que se concreta en la obra. Su oficio aparece como producto de su necesidad. Él nunca estudió con Landesio ni con Clavé; no tuvo ningún gran maestro académico; o aprendió nunca a realizar frías y transparentes composiciones panorámicas en las que, como había logrado hacerlo Velasco, el espacio abierto actuará por sí mismo mostrando siempre su independencia de cualquier intensidad de la mirada. A esa transparencia opone una lucidez opaca, tamizada por las inflexiones en las que se muestran todas las particularidades que animan su mirada. Por eso, su contemplación se entrega en sus cuadros como una inflexión; no es un recorrido exterior sino un proceso de interiorización de lo inmediato que nos regresa al campo de lo inmediato exteriorizando ese proceso. Con justicia, Xavier Villaurrutia puede decir de Clausell:

 

Pintor sensual en el más puro y directo significado de la palabra, sus cuadros hablan sin elocuencia, poéticamente, a los sentidos del espectador. Y si todos son un deleite para la vista, de algunos es justo decir que podemos respirarlos como una emanación; o bien tocarlos, por la magnífica calidad de su materia, y aun oír en ellos el silencio de sus lagos y canales, o el rumor de sus bosques, o la precipitada fuga del oleaje en sus marinas, o el hervor de sus caídas de agua.

 

Las palabras de Villaurrutia nos dan un catálogo casi exhaustivo de los temas de Clausell. Es siempre el mismo encuentro con un determinado paisaje, con el paisaje, pero ese encuentro subraya precisamente sus cualidades sensibles. De pronto, en la múltiple variedad de sus reflejos, el mundo se pone a hablar, deja escapar apenas, casi silenciosamente, dejándonos escuchar su voz sólo desde adentro, un rumor incesante, hecho de lentas emanaciones intermitentes, de efluvios que confunden nuestros sentidos de tal modo que, como nos lo sugiere Villaurrutia, no sabemos si esa voz se dirige al oído, al tacto, al olfato, o a la vista. Y sin embargo, se trata siempre, inevitablemente, de ver. Es el placer de la pintura. Ante los cuadros de Clausell siempre llegamos al puro placer de la pintura. Pero ese encuentro sobre el que nuestra mirada se detiene, en el que nuestra mirada se queda, habiendo encontrado la densidad de una materia que la seduce y en la que puede descansar, es al mismo tiempo una meta y un punto de partida.

Joaquín Clausell, Canal de Santa Anita, s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

Clausell ha convertido en pintura un mundo que lo seduce. Sus cuadros nos hablan, se quedan como impresiones, de sus viajes y excursiones por México. Pero en esos cuadros ya todo es color y la meditación sobre el mundo se transforma en meditación del color sobre sí mismo y a través de esa meditación, en capacidad que la pintura nos otorga para reflexionar sobre la personalidad que ha elegido definirse a través de la vida que el color nos muestra. En sus pequeños, grandes cuadros, Clausell es ya un paisaje. Para pensar en él, pensemos en ese paisaje. Él nos habla de las Fuentes Brotantes de Tlalpan y del Canal de Iztacalco; del mar embravecido estrellándose en los acantilados de Mazatlán o aquel Acapulco del mar incesante, agitándose sin fin en inagotables ondulaciones, con toda su profundidad convertida en superficie, o extendiéndose sobre la arena hasta parecer perderse en ella antes de regresar a sí mismo; el agua quieta o murmurante de lagos y arroyos en los que se repiten las vibrantes siluetas de los árboles y el agolparse de las nubes en el cielo; el árbol que en un riguroso primer plano enmarca y abre el espacio en el que finalmente se unen la tierra y el cielo, la hierba y las nubes; de las altas, nevadas montañas, cuya lejanía muestra la profundidad del llano y que de pronto se yerguen al final de éste, y una y otra vez, siempre de nuevo, de las nubes, el cielo, el agua, la tierra, el mar, la temblorosa y esbelta silueta de los árboles. Sin embargo, todo eso no es más que el azul, el amarillo, el rojo, el verde, los juegos, los reflejos, las repeticiones de la luz y la sombra en el azul, el amarillo, el rojo, el verde. Y así, el color crea u espacio mágico, el lugar en el que todo aparece y desaparece, se muestra y se queda fijo en su continua capacidad de transformación.

Joaquín Clausell, Camino al bosque. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA

Hay dos cuadros de Clausell que separamos arbitrariamente, tan sólo para ilustrar una verdad que corresponde al conjunto de su obra. Se titulan Camino en el bosque y Claro en el bosque. Son dos paisajes encantados. La naturaleza parece contener el aliento en ellos, suspendida en un suspiro desde cuya momentánea detención, antes de precipitarse en el instante siguiente, se contempla a sí misma. Los azules, esbeltos troncos de los árboles cercan un espacio en el que nada ocurre. La hojas, amarillas, verdes, aletean y vibran, quietas. La luz entra, tamizada por los colores entre los que se filtra, hasta ese sendero oculto cuyo camino los árboles señalan, hasta ese claro que los árboles abren, creando su lugar. La pintura ha establecido una zona vacía, pero esa zona aparece a través de la existencia de la pintura, del mundo de color que al cercarla la obliga a manifestarse. La ausencia se ha convertido en una presencia. ¿No podemos ver en esta imagen un símil de la existencia presente-ausente del pintor en los paisajes que crea? Él ya no está, le ha dado su voz al paisaje, pero esa voz en la que se pierde es suya, y recogiéndolo, ocultándolo, el paisaje lo encuentra y lo muestra.

 

  1. El delirio

 

El estudio de Joaquín Clausell, en la azotea de la antigua casa de los Condes de Santiago y Calimaya, que hoy es el Museo de la Ciudad, nos propone otra imagen del artista que le da un giro inesperado a la proyección de su figura y termina de constituirla en toda la riqueza de sus contradicciones. Clausell no es sólo el que, indirectamente, encontramos en sus paisajes, o mejor dicho, nada más lo es cuando a esta imagen le agregamos la de la expresión de sus sueños y pesadillas tal como los ha dejado, exteriorizados también, en las paredes de su estudio.

Estudio de Joaquín Clausell. Museo de la Ciudad

A lo largo de su vida de pintor, Clausell fue pintando en desorden, sin ningún propósito público, las paredes de su estudio. No lo animaba la intención de realizar una obra en ellas, y en efecto, lo que encontramos en su estudio no es una obra en el sentido tradicional del término: es más bien un diario íntimo en el que el artista iba anotando todas las figuras que lo obsesionaban, alimentaban y constituían su yo. Por eso, como ocurre con todos los diarios, sólo la muerte de su autor, al cerrar la posibilidad de continuarlas, le da un final a esas anotaciones y las convierte en obra marcando sus límites, cerrándolas definitivamente. Es un estudio que nos cerca, nos rodea, dejándonos contemplar como desde el interior y hacia fuera el alma de Clausell. Allí no hay más orden que el desorden que crea el libre movimiento de intensidades en las impulsiones. Pero el alma que así se expone a la contemplación es el alma de un pintor. Aspectos sorprendentes de las zonas de expresión que ese pintor puede tocar y hacer visibles se agolpan en el estudio. Una tras otra se suceden las imágenes, muchas veces esas imágenes se superponen una a otra, se borran en parte, desaparecen una en la otra. Su conjunto se contradice, contrapone las figuras hasta formar un abigarrado mapa del lúcido delirio a través del cual, en la pintura, Clausell salía al encuentro de sus fantasmas. Hay una interminable sucesión de pequeños cuadros. En ellos encontramos las marinas, las montañas, los bosques, las playas, los cielos que ya conocíamos a través de las obras de caballete. Y de regreso de esas montañas, esas playas, esos bosques, a solas consigo mismo, ¿qué encontraba el pintor? La serena belleza de los paisajes se puebla de figuras humanas, de emblemas, de signos. Sobre la naturaleza, en el espacio de la naturaleza, aparecen los deseos, los sueños, los delirios diurnos cuya cifra secreta surge del reino de la noche.  Entonces, el estilo de Clausell sufre la transformación a la que lo obliga y lo somete la urgencia de dar libre curso a la expresión de sus impulsiones instintivas. El pintor impresionista cede el paso a un poderoso intérprete del “Nuevo Estilo”. Los innumerables desnudos, los rostros de mujer, las emblemáticas cabezas de leones, los misteriosos caballos blancos inmóviles en medio de un campo al que baña la luz lunar de Clausell ya no nos conducen hacia Monet o Pizzarro sino hacia Gustave Moreau, hacia Klimt, algunos aspectos de Ensor, hacia Odilon Rendon. No se trata de clasificar, sin embargo, sino de penetrar en esa obra sin centro cuyo único centro posible es el propio Clausell.

Estudio de Joaquín Clausell, Museo de la Ciudad de México

A través de la multitud de desnudos, siempre fascinantes, siempre perturbadores, figuras mórbidas, yacentes, con el cuerpo quebrado en distorsiones incitantes e imprevisibles, de piel blanquísima en la que se refleja la muerte y la vida; a través de esa multitud de escenas en las que intervienen monjes, asesinos, cadáveres, animales, charros, figuras populares, y que no están regidas más que por la loca libertad de la imaginación que alimenta los sueños; a través de los emblemas y signos que presiden el obsesionante despliegue de esas escenas entre las que una y otra vez reaparece el paisaje, el callado e inmutable escenario del mundo , dejándose llevar, mover, sacudir por los mandatos de una fantasía a la que nada limita, Clausell ha convertido en razón su delirio dándole forma, obligándolo a mostrarse como obra, una obra que tiene entre sus exigencias la imposibilidad de que el propio artista la rigiera, pero que en la libertad de su movimiento sin fin, movimiento que es el de impulsiones irracionales en las que se expresa la fuerza de la vida, lo encierra y nos lo dona. En las paredes del estudio de Clausell, los límites de esa obra sin orden consciente van trazando un perfil que en sus altas y bajas semeja el de una lejana cordillera que se diluye, se hace imprecisa en la distancia. Sin reparar en los detalles de cada composición, dejando flotar la mirada por las abigarradas paredes del estudio, los colores se difuminan, se funden uno en el otro, van creando una imprecisa tonalidad roja, azul, verde, amarilla. Y de pronto, es sólo el color el que nos rodea, estamos inmersos en el color. La totalidad de las paredes del estudio, encerrando el delirio de Joaquín Clausell, forman también un paisaje.

JUAN GARCIA PONCE. Imágenes y visiones. Editorial Vuelta, primera reimpresión 1991.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

JOAQUÍN CLAUSELL   (1866 – 1935)

Canal de Santa Anita

Fecha:s/f

Técnica:Óleo sobre tela

Crédito:Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

 

 

Paisaje inconcluso de Teresa Cito

Paisaje inconcluso de Teresa Cito

Luis Ignacio Sáinz

Teresa Cito manifiesta su espiritualidad en la devoción por la naturaleza, donde los árboles y las montañas marcan el ritmo de la vida y sus avatares. Suerte de paganismo, especie de panteísmo, que redescubre los prodigios y los milagros en ese ser allí de lo que habita la corteza terrestre. Diversidad botánica y miscelánea mineral que parecieran desdeñan otras formas de vida, las móviles que son zoológicas. El regalo que nos brinda tan profunda creadora está, en su dicho, inconcluso, faltaría perfilar un poco más el horizonte, la irrupción de la luz y el levitar de las nubes. No lo sé de cierto, pues me parece que está ya cocinado a la perfección con esa mano que piensa y siente al empuñar los carboncillos como si fuesen dagas quirúrgicas, cuyas heridas sanan los males del mundo, dejando en la tela−soporte rastros gruesos e imprecisos, difuminados, de su deslizamiento zigzagueante y caótico.

Teresa Cito: Paisaje inconcluso, carboncillo sobre tela, 2022.

De mirarlo con detenimiento, el paisaje comparece escultórico, cual si hubiese sido devastado por la acción persistente de cinceles y punzones en vez de dibujado /pintado. Un no se qué de trazo golpeado, fuerte, sin tregua, recorre su geografía transformándolo en relieve: espacio habitado por el silencio, interrumpido de tanto en tanto por los murmullos del viento, esos ululares de la soledad y el frío. Exilia hasta la más mínima pretensión romántica, sin que ello signifique renunciar a cierto lirismo o, todavía mejor, permitiendo un margen de automatismo en beneficio de la claridad técnica, la corroboración de lo visto y lo representado, donde el ojo y la mano se funden en un abrazo expresivo. Esta vocación perfeccionista por la verdad de la mirada, que trasciende la verosimilitud, explicaría el porqué de su compulsión por frecuentar una y otra vez ciertos escenarios visuales: la materia de lo real y sus manifestaciones en todo su esplendor. Teresa Cito es vedora e intérprete, escudriña lo que observa, descomponiéndolo para luego rearmarlo desde su lógica estética, una que ancla en el gusto por los panoramas y los belvederes, a despecho del mecanicismo de los rompecabezas.

Quedé estupefacto ante el triunfo silente de esas yerbas −agrestes, pero no abrojos−, que abrazan y se untan en los accidentes del terreno con el único propósito de concederle el protagonismo pleno a sus majestades los volcanes… que brotan enigmáticos en su calidad de bocetos. Se intuyen las ausencias por la altitud de los bosques de encino, pino y oyamel, mientras son sustituidos por pastizales alpinos (1) que llamamos zacatonales. ¡Qué belleza, cuánta fuerza! En su negritud se escapan de la trama−urdimbre del lienzo. Poema desgarrador y hasta cierto punto perturbador: nos advierte de nuestra pequeñez e insignificancia redimida acaso en su contemplación. Me sorprende, y no debería dada la calidad y exquisitez del dibujo de esta cronista excepcional, que una composición monocroma sea tan vívida, seguramente mucho más que si hubiesen aparecido caudas de color…

Obra de corte y sentido apotropaico (del griego, ἀποτρόπαιος, apotrópaios, que aleja el mal), capaz de imbuirnos una serenidad que deriva de la transparencia y limpidez del escenario, ya que el cuadro como tal propicia el bienestar, la ausencia de turbación (ataraxia), esa imperturbabilidad del alma o la conciencia, a según sea uno religioso o espiritual. Y sin embargo la factura de esta composición no descansa en la meditación, sino en el arrebato o frenesí, una suerte de posesión que se le impone a la artista, como si se tratase de un estado de semiconciencia, pues es tan vertiginoso el proceso que pareciera no involucrar pensamiento alguno, cuando la verdad de las cosas es que siendo tan intensa la reflexión de origen que su desarrollo aplicado deviene instantáneo.

Aún en su etapa más abstracta, el lenguaje plástico de Teresa Cito le ha concedido al dibujo, al oficio mismo de concebir y construir formas y figuras, plena potestad soberana. Más acusado se torna el fenómeno de la representación cuando la constelación misma que atrapa la atención de la creadora es esa vitalidad llamada medio ambiente. Como en su serie previa dedicada a los árboles, se trata en honor a la verdad de un tópico emocional y filosófico, pues las florestas y sus componentes aislados establecen comunidades, familias en sentido ampliado que sobreviven como sistemas unificados protegiéndose de las amenazas de plagas y agentes virales. Bosques que están vivos, en movimiento, creciendo y mutando: “la soledad opaca y la sombra ceniza” en los versos de Xavier Villaurrutia. Ejemplos de empatía y solidaridad, lecciones de responsabilidad moral y sentido común vegetal, asociaciones pragmáticas y racionales, persiguen el bien común por encima de sus miembros.

Paisaje inconcluso (2022) es un magnífico ejemplo de cómo la pintura goza de cabal salud y nos sigue maravillando y desconcertando a un tiempo, en la medida en que mantiene afiladísimas las garras para no soltar a sus presas, nosotros, sus espectadores, mostrándonos facetas ocultas del ser del mundo: en su cáscara y sus tripas; en sus intenciones y sus deseos. Obra que evoca aquellos espejos de obsidiana capaces de otear en lo recóndito de la esperanza: el porvenir.

 

1 El pastizal alpino “Se desarrolla por encima de los límites de la vegetación arbórea (Bosque de Pinus hartwegi~, por encima de los 3700 m y en algunos casos llegando a 4300 m. Se le encuentra en climas de tipo fríos donde la precipitación anual sobrepasa los 1000 mm, con suelo constituido por ceniza volcánica ácida, y con alto contenido de materia orgánica (Rzedowski, 1978). Las gramíneas que lo conforman son altas (hasta 1 m) y crecen amacolladas. En la región de la Sierra Nevada Cruz−Cisneros (1969) distingue tres diferentes asociaciones: la dominada por Muhlenbergia quadridentata que se establece en sitios carentes de bosque entre 3700 y 3800 m ; la de Calamagrostis tolucensis y Festuca tolucensis que es la más extendida de los 3800 a 4200 m y la de Festuca livida y Arenaria bryoides propia de parajes entre los 4200 y 4300 m. Otros géneros son Stipa, Senecio, Eryngium, Juniperus y Lupinus entre otros”: A.A Vega-López y T. Alvarez S.: “La Herpetofauna de los Volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatt”, en Acta Zoológica Mexicana, 51, 1992 131 pp. (p. 12).

Jacques Lipchitz, Escultor

Jacques Lipchitz, Escultor

La obra de Lipchitz es un ejemplo de nobleza y de salud. Todo en manos de este gran escultor, la forma, la luz, la sombra, adquiere una dignidad elevada a las más altas cumbres del espíritu.

Es difícil mantener siempre el cerebro en la punta del alma y que el alma, curiosa e insatisfecha, sepa escuchar la voz de la tierra y de la eternidad, aprenda a descifrar el misterio de sus propias tinieblas.

Muy pocos hombres saben escoger y discernir en medio de sus fantasmas internos; muy pocos saben destruir lo que hay que destruir y salvar lo que hay que salvar; muy pocos conocen las palabras mágicas del sésamo que abre las puertas del Sol. En realidad, nada es tan difícil como materializar nuestras sombras, llevar de lo abstracto a lo concreto todas esas larvas de sentimientos, de ideas y de emociones que se pasean en los subterráneos del espíritu.

Allí la tierra esconde magníficas minas de mármol, acá el artista guarda profundas minas de alma. Es preciso extraer la riqueza de ambas y luego saber acordar la materia geológica con la materia humana, de manera que la una sirva para que la otra pueda revelar la grandeza del sentido de la unidad cósmica que llevan en su frente los elegidos.

De nada habrían servido todas esas Venus dormidas en las entrañas de los montes griegos sin las manos del sol de los Fidias, que ellas aguardaron pacientes desde el principio del mundo. De nada servirían las maderas preciosas de África y de las Islas si sus habitantes no llevaran otras selvas encantadas en el pecho.

La obra de arte es una prolongación del espíritu, es una supervivencia del hombre histórico más allá de su momento en el tiempo. La verdadera obra de arte es el lenguaje de nuestras raíces, de nuestro ser más profundo. En verdad, no se trata de “hacer” belleza, sino de crear vida. Y todo aquel que sabe crear vida auténtica, todo aquel que sabe expresarse acordando sus instrumentos espirituales con los instrumentos físicos, es decir que sabe equilibrar sus leyes internas con las leyes del mundo, hará forzosamente obra de arte. El arte no es otra cosa que la expresión o el lenguaje de ciertos hombres.

El artista trabaja acaso por miedo a la muerte, por alargar su vida a través del tiempo. Por eso el lenguaje popular, que tan a menudo aparece lleno de adivinaciones, ha creado la expresión “encarnarse en una obra”. Acaso sólo se trata de olvidar o de engañar a la muerte creando vida. Y ese fondo patético que poseen todas las grandes obras de arte nace, seguramente, de esta lucha de la vida y la muerte.

Sólo se puede hacer vida conociendo o descubriendo la relación oculta que une los miembros dispersos del alma universal. Únicamente así puede el hombre crear un fantasma vital, una quimera nueva, y agregar a los seres y objetos del mundo los objetos y los seres de su pecho. Muy pocos son los que logran crear estas nuevas quimeras: muy pocos son los que logran revelar algo que no hemos visto nunca ante nuestros ojos atónitos, sea en poesía, en pintura, en escultura o en música. Estos pocos son los únicos que tienen interés y valor real en el tiempo. Los otros, los que viven convertidos en espejos, sólo tienen interés cuando necesitamos arreglarnos la corbata.

En escultura, Jacques Lipchitz pertenece al clan de los creadores. Sus quimeras son tan reales que producen en nosotros un eco intenso y profundo.

Lipchitz interroga los misterios del mundo con tal ardor que el misterio le responde. Nunca desmaya ante los problemas que se le presentan cada día, porque él sabe que cuando el cerebro trabaja y el corazón bate al unísono, la mano termina siempre por obedecer. Y se realiza lo que el espíritu quería realizar.

Lipchitz cree en el valor mágico-creador del arte, y la experiencia le enseña que, para llegar al acto creativo, es preciso un gran saber o la absoluta inocencia.

Según Lipchitz, la escultura obra sobre el hombre más directa y más fuertemente que las otras artes, porque trabaja con elementos naturales. Por discutible que sea esta afirmación, pues la poesía también trabaja con elementos tan naturales como la palabra, y lo mismo la pintura y la música, ella nos prueba, al menos, la pasión del hombre por su oficio. Lipchitz afirma con una hermosa paradoja de piedra: “La escultura es el arte menos material”, y añade como una explicación que ella es el sol al alcance de la mano. Esto seguramente porque el escultor es un modelador de la luz.

El artista en su trabajo constituye un rito. Se equivocan todos aquellos que buscan en el artista la realización de una idea preconcebida de la belleza, cuando en realidad sólo se trata de crear un objeto que por sus propias fuerzas naturales, por la importancia del mundo que descubre, se convierte en una realidad excepcional.

Una mala costumbre de juzgar según cánones antiguos y establecidos impide a la mayoría de los hombres ver claro en nuestras obras y les hace buscar en ellas lo que nosotros no pretendemos ni queremos darles. Algún día comprenderán que para el artista de nuestro tiempo la belleza o la fealdad son palabras con otro sentido que el que tienen para ellos. Nuestra belleza no es la misma.

Son aún numerosos los que califican de impotente al artista que no imita a la naturaleza o que no realiza en sus obras lo que ellos consideran como lo único digno de interpretación. Esto prueba ceguera, estrechez mental y una gran vanidad de su parte. Estos amantes furiosos del naturalismo más primario ignoran que esos artistas que ellos atacan, si quisieran, podrían complacerles y hacer obra de imitación naturalista (todos ellos han trabajado durante años en academias y conocen profundamente a los grandes clásicos, pero da la casualidad que aspiran a otra cosa).

A un artista como Lipchitz lo que puede interesarle en las obras del pasado es la manifestación del lenguaje humano de una época y sobre todo en su grado de diferenciación con el lenguaje de la naturaleza.

La obra de los verdaderos artistas de nuestro tiempo se caracteriza muy principalmente por la busca de una especie de autonomía. De ahí que todos hemos empezado por la rebelión, pues la rebelión es el primer paso para llegar a la autonomía.

Toda grande época será siempre una época de rebelión con vistas a la superación y a la independencia espiritual. Es el instante más potente, más vital y más rico en la vida del hombre. No se concibe un pensamiento poderoso que no sea revolucionario. Casi diría que el hecho mismo de pensar ya implica revolucionar.

Los más grandes artistas pueden equivocarse en lo que dicen, en sus teorías, en la manera como explican y defienden sus obras, pero no se equivocan en ellas mismas, pues ellas son la expresión de sus raíces profundas. Ellas están por encima de toda metafísica, porque ellas “son” y están fuera del campo de las discusiones sobre lo que “podría ser”. Lipchitz tiene razón cuando me afirma que muy a menudo los artistas dicen cosas lamentables y hacen cosas sublimes, y que si se debiera juzgar a Ingres por sus escritos, deberíamos tenerle por un mediocre. En las primeras obras de Jacques Lipchitz se advertía el predominio de la rebelión en el lenguaje, una preocupación de afirmar sus palabras plásticas independientes en relación con el espectáculo externo de la naturaleza. Ahora se ve en ellas un engrandecimiento del sujeto. Lipchitz no es naturalista, pero tampoco acepta el arte abstracto. El se pretende realista, pero su representación de la realidad está tan alejada del motivo inicial que se convierte en una transfiguración y sólo tiene valor en cuanto a transfiguración.

Ante sus obras se siente palpitar un mundo intangible que él hace tangible. Para hablar de ellas deberíamos recurrir a la poesía. Sólo la poesía de la palabra puede hacer sentir y explicar el conjunto admirable de las obras de este gran escultor. Sólo la poesía puede traducir el espíritu en tensión constante de Jacques Lipchitz, de este hombre que parece llevar en una mano la luz y en la otra la sombra; en una mano la línea y en la otra el volumen; de este hombre que quisiera hacer con el aire cosas más pesadas que la piedra y con la piedra cosas más ligeras que el aire. Alma de verdadero poeta, su idioma graba en la piedra un mundo nuevo. Alma de creador, no busquéis en él lo cotidiano, lo habitual, sino aquello que sale de nuestra pequeña realidad inmediata y entra en un mundo de otros climas.

 

Arlequín, 1917, escultura de Jacques Lipchitz. Obra perteneciente a la colección de arte de Vicente Huidobro.

 

“Jacques Lipchitz, Escultor“. Traducción de la “Introduction” en el libro Jacques Lipchitz, colección de 45 fototipos de esculturas de Lipchitz (París: Éditions du Carrefour, 1930). Reproducido en Obras completas (1964). El texto apareció antes en el boletín de suscripción para la adquisición de esta obra en una hoja impresa en papel azul (13,5 x 21 cm). En estas fechas Lipchitz cerraba su etapa cubista (1919-1930).

 

VICENTE HUIDOBRO. Escritos sobre las artes EDICIÓN, ESTUDIOS Y NOTAS CRÍTICAS Macarena Cebrián López y Belén Castro Morales TEXTOS EN ESTUDIOS CRÍTICOS Samuel Quiroga y Renzo Vaccaro Edición: Universidad Católica de Temuco y Origo Ediciones 2015

 

 

 

 

Abrir chat
¿En qué lo puedo ayudar?
Bienvenido
En qué podemos ayudarte