Rosario Castellanos / Poemas

Rosario Castellanos / Poemas

ENTREVISTA DE PRENSA

Pregunta el reportero, con la sagacidad

que le da la destreza de su oficio:

—¿Por qué y para qué escribe?

 

—Pero, señor, es obvio. Porque alguien

(cuando yo era pequeña)

dijo que gente como yo, no existe.

Porque su cuerpo no proyecta sombra,

porque no arroja peso en la balanza,

porque su nombre es de los que se olvidan.

Y entonces… Pero no, no es tan sencillo.

 

Escribo porque yo, un día, adolescente,

me incliné ante un espejo y no había nadie.

¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros

chorreaban importancia.

 

No, no era envidia. Era algo más grave. Era otra cosa.

¿Comprende usted? Las únicas pasiones

lícitas a esa edad son metafísicas.

No me malinterprete.

 

Y luego, ya madura, descubrí

que la palabra tiene una virtud:

Si es exacta es letal

como lo es un guante envenenado.

 

¿Quiere pasar a mi mausoleo?

¿Le gusta este cadáver? Pero si es nada más

una amistad inocua.

Y ésta una simpatía que no cuajó y aquél

no es más que un feto. Un feto.

 

No me pregunte más. ¿Su clasificación?

En la tarjeta dice amor, felicidad,

lo que sea. No importa.

Nunca fue viable. Un feto en su frasco de alcohol.

Es decir, un poema

del libro del que usted hará un elogio.

 

 

MONÓLOGO DE LA EXTRANJERA

Vine de lejos. Olvidé mi patria.

Ya no entiendo el idioma

que allá usan de moneda o de herramienta.

Alcancé la mudez mineral de la estatua.

Pues la pereza y el desprecio y algo

que no sé discernir me han defendido

de este lenguaje, de este terciopelo

Pesado, reclamado de joyas, con que el pueblo

donde vivo, recubre sus harapos.

 

Esta tierra, lo mismo que la otra de mi infancia,

tiene aún en su rostro,

marcada a fuego y a injusticia y a crimen,

su cicatriz de esclava.

Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco

de una paloma negra: una raza vencida.

Me escondía entre las sábanas

porque un gran animal

acechaba en la sombra, hambriento, y sin embargo

con la paciencia dura de la piedra.

Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia

o el rayo del amor

o la alegría que nos aniquila?

 

Quiero decir, entonces,

que me fue necesario crecer pronto

(antes que el terror me devorase)

y partir y poner la mano firme

sobre el timón y gobernar la vida.

 

Demasiado temprano

escupí en los lugares

que la plebe consagra para la reverencia.

Y entre la multitud yo era como el perro

que ofende con su sarna y su fornicación

y su ladrido inoportuno, en medio

del rito y la importante ceremonia.

 

Y bien. La juventud,

aunque grave, no fue mortal del todo.

Convalecí. Sané. Con pulso hábil

aprendí a sopesar el éxito, el prestigio,

el honor, la riqueza.

Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los

triunfadores disputan y uno solo arrebata.

Lo tuve y fue como comer espuma,

como pasar la mano sobre el lomo del viento.

 

El orgullo supremo es la suprema

renunciación. No quise

ser el astro difunto

que absorbe luz prestada para vivificarse.

Sin nombre, sin recuerdos,

con una desnudez espectral, giro

en una breve órbita doméstica.

 

Pero aun así fermento

en la imaginación espesa de los otros.

Mi presencia ha traído

hasta esta soñolienta ciudad de tierra adentro

un aliento salino de aventura.

 

Mirándome, los hombres recuerdan que el destino

es el gran huracán que parte ramas

y abate firmes árboles

y establece en su imperio

—sobre la mezquindad de lo humano— la ley

despiadada del cosmos.

 

Me olfatean desde lejos las mujeres y sueñan

lo que las bestias de labor, si huelen

la ráfaga brutal de la tormenta.

Cumplo también, delante del anciano,

un oficio pasivo:

el de suscitadora de leyendas.

 

Y cuando, a medianoche,

abro de par en par las ventanas, es para

que el desvelado, el que medita a muerte,

y el que padece el lecho de sus remordimientos

y hasta el adolescente

(bajo de cuya sien arde la almohada)

interroguen lo oscuro de mi persona.

 

Basta. He callado más de lo que he dicho.

Tostó mi mano el sol de las alturas

y en el dedo que dicen aquí “del corazón”

tengo un anillo de oro con un sello grabado

 

El anillo que sirve

para identificar a los cadáveres.

 

 

MISTERIOS GOZOSOS

1

Ah, nunca, nunca más la conocida

ternura, la palabra pequeña, familiar

que cabía en mi boca.

 

Nunca ya mi cabeza

segada dulcemente por la mano más próxima.

 

Nunca la juventud como una casa

espaciosa, asoleada de niños y de pájaros.

Adiós para la tierra que en mi torno bailaba.

 

Voy a entrar en tu hora, soledad; en tu mano, destino.

 

 

2

Aquí tienes mi mano, la que se levantó

de la tierra, colmada como espiga en agosto.

Aquí están mis sentidos

de red afortunada,

mi corazón, lugar de las hogueras,

y mi cuerpo que siempre me acompaña.

 

He venido, feliz con los ríos,

cantando bajo un cielo de sauces y de álamos

hasta este mar de amor hermoso y grande.

 

Yo ya no espero, vivo.

 

 

3

Día del esplendor

y la abundancia.

La cosecha me pesa

sobre la falda.

 

Abrid puertas, amigos,

y ventanas

convidando las gentes

a mi casa.

 

Dad a todos el pan,

la posada.

No ahuyentéis las palomas

si bajan.

 

 

4

Con un gesto de tierra abro los brazos.

Con un gesto de tierra

cuyo regazo acuna a todas las criaturas.

El amor me levanta,

me sostienes, extasiada como en una gran luz,

cantando mi destino de raíz

y mi obediencia.

 

Yo no le busco el rostro a esa maternidad

que colma las medidas.

Vosotros no busquéis la muchedumbre de hijos.

Pero ved mis acciones

manando como la leche espesa y silenciosa.

 

 

5

Este lugar que soy, como arena con ríos,

hace tiempo conoce la visita del cielo.

Sobre mi rostro cruza la procesión de pájaros

y yo voy extasiada, persiguiéndolo,

sin sentir que las piedras me golpean, me rompen, me rechazan.

 

Camino sin medir fatiga ni distancia.

 

Ay, alcanzaré el mar y el cielo irá volando más allá.

 

 

6

A veces, tan ligera

como un pez en el agua,

me muevo entre las cosas

feliz y alucinada.

 

Feliz de ser quien soy,

sólo una gran mirada:

ojos de par en par

y manos despojadas.

 

Seno de Dios, asombro

lejos de las palabras.

 

Patria mía perdida,

recobrada.

 

 

7

Esta tierra que piso

es la sábana amante de mis muertos.

Aquí, aquí vivieron y como yo, decían:

mi corazón no es mi corazón,

es la casa del fuego.

Y lanzaban su sangre como un potro vehemente

a que mordiera el viento

y alrededor de un árbol danzaban y bebían

canciones como un vino poderoso y eterno.

 

Ahora estoy yo aquí. Que nadie me salude

como a un recién llegado. Si camino así, torpe,

es porque voy palpando y voy reconociendo.

No llevo entre las manos más que una breve brasa

y un día para arder.

 

¡Alegría! ¡Bailemos!

Quiero jurarlo aquí, amigos: otra vez

como la primavera

volveremos.

 

 

8

Yo, pájaro cogido

y garganta prestada,

vengo a dar obediencia,

Señor de mano abierta

y poderosa casa.

 

A cantar en los patios,

con las otras mujeres

destrenzadas,

himnos de gratitud

y coros de alabanza.

 

Desde el anochecer

hasta la madrugada.

Señor de mano abierta

y poderosa

casa.

 

 

9

Como Abel y Caín

para que lo guardase

me dieron don precioso

como de llamas y aire.

 

Las sendas de la tierra

las recorro temblando.

¡Ladrones de caminos,

no me vaciéis las manos!

 

Pues Dios reclamará

el tesoro confiado,

y yo ¿qué daría

más que un oscuro rostro avergonzado?

 

 

10

Alrededor de mí —lo estoy mirando

como en torno de un huérfano

un grupo de mujeres solícitas, piadosas—

mueve su lenta ronda protectora

la casa.

 

Madre que abre las puertas como abriera los brazos,

que ha levantado el techo igual que se levanta

a mano en bendición por sobre mi cabeza,

y que ofrece el arrimo de sus paredes sólidas

como quien da a un polluelo el hueco de sus alas.

 

Yo ya no puedo hablar. No tengo más palabras

que las que el amor urge y santifica

para mostrar aquí mi corazón

contento y sosegado,

en medio de la casa durmiendo, como aljibe colmado.

 

 

11

Me quedo en las palabras

igual que en un remanso, contemplando

cielos altos, profundos y tranquilos.

 

Por nada cambiaría

mi destino de sauce solitario

extasiado en la orilla.

 

Si alguna vez me voy me iré llevando

una mirada limpia

donde los otros beban el resplandor ausente.

 

 

12

El que buscó mi mano

para cortar racimos,

deje mi mano suelta

sin fruto y sin anillo.

 

El que llamó a mi cuerpo

para nacer, se calle.

No ponga en mi cintura

la guirnalda de madre.

 

Adiós, adiós los nombres,

las máscaras, la casa.

Yo no soy, yo no soy

más que un pequeño cauce amoroso del agua.

 

 

13

Señor, agua pequeña,

sorbo para tu sed

espera.

 

Señor, para el invierno,

alegre,

chisporroteante hoguera.

 

Señor, mi corazón,

la uva

que tu pie pisotea.

 

 

14

Sólo como de viaje, como en sueños.

 

Como quien ama un río,

como quien hace casa para el viento.

 

Sólo como quien deja un palomar abierto.

 

 

15

Toda la primavera

ha venido a mi casa

en una flor pequeña

sólo flor y fragancia.

 

Yo rondo ese perfume

como una enamorada,

voy y vengo buscando

loores, alabanzas.

 

Con el amor me crece

la ola de nostalgia.

¡Cómo serán los campos

en donde fue cortada!

 

 

16

Heme aquí en los umbrales de la ley.

El mundo que venía como un pájaro

se ha posado en mi hombro

y yo tiemblo lo mismo que una rama

bajo el peso del canto

y del vuelo un instante detenido.

 

 

17

Más hermosa que el mundo tu mirada

¡y el mundo es tan hermoso!

Preferible tu amor

a los frutos amables de la tierra,

a la embriaguez amante de los aires.

 

Tu presencia más grande que los mares.

 

Yo he buscado a los hombres

que llevan la justicia a sentarse en los pórticos

y vigilan el fiel de su balanza,

para cambiar las joyas y las túnicas

y los dones preciosos

por la menor de todas tus palabras.

 

 

18

El centro de la llama

mi centro.

Aquí arder, aquí hablar

lo verdadero.

 

Yo no me fui,

no he vuelto;

yo siempre estuve aquí

viviendo

 

sin ayer, sin mañana,

ni próximo, ni lejos,

ese minuto único

y eterno.

 

ROSARIO CASTELLANOS. Poesía no eres tú / Obra poética: 1948-1971. Letras Mexicanas, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, Segunda edición, 1975

El Otro Yo

El Otro Yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando. Corriente en todo, menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba con los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio.  En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Éste no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora si podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir una nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable”.

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír, y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

MARIO BENEDETTI. La muerte y otras sorpresas. Siglo XXI Editores. México, decimoquinta edición, 1980

Cuerpo Iluso /Sandra Arvizu

Cuerpo Iluso /Sandra Arvizu

Estaba sentada con una aguja en el brazo y

pensaba en ti cuando sonó el teléfono,

te escuché y sentí que

te tengo pegado

detrás de los ojos

en el meollo de la cabeza

donde el olfato

va a encontrarse

con la mirada.

 

Te tengo pegado

en la hondonada de mi cuerpo.

 

Sólo sé que tu apoyo

hace que mi cuerpo iluso

se siente a descansar

en el aire.

 

(en este lugar podía escribirte,

pero no hubo internet y lo dejé guardado)

 

Leeré tus signos

para ir a buscarte

Tú estarás ahí

y allá

y aquí

mientras contamos juntos primaveras.

 

con amor
Sandra

 

Homo poeticus

Homo poeticus

Por Juan Coronado

Mi abuela me decía que yo llevaba la poesía en la sangre: Desde entonces no me interesan ni el trabajo ni el placer ni el amor. Vivo para la poesía. De ella se nutren todas las partículas de mi cuerpo. Los efluvios todos de mi anatomía gritan: poesía, poesía, poesía. Mi primera composición poética fue una especie de prefiguración del pañal desechable. Antes de conocerte te adivinaba. Y no se crea que fui tan precoz que escribía en la cuna, no. Componía en el pensamiento cuando apenas podía decir “bu,bu,ta,ta”. De ahí deduzco —y resuelvo de paso una vieja polémica— que el pensamiento precede al lenguaje.

Aprendí a escribir a los cuatro o cinco años (más tarde que Sor Juana, lo cual me da una infinita rabia, pues cómo puede ser que me gane una mujer) y desde entonces lleno y lleno papeles blancos sin el menor asomo de angustia. Nunca he dado uno solo de mis poemas a la letra impresa. Ya cuando me muera que se peleen los editores por publicar en 30 tomos mi poesía completa. No le tengo ninguna fe a la fama. Es más, creo que me haría daño. Por lo único que me gustaría publicarla, sería por hacer palidecer de rabia (por más que trato de evitar el ritmo y la rima, me persiguen como una maldición) a los 4 mil 827 finos poetas de nuestro valle.

La vida es triste para mí porque no puedo abrir la boca sin que salte una sinécdoque, una sinestesia o un oxímoron travieso. Los versos se me encabalgan a las piernas y no me dejan vivir una existencia simple y común. En los restoranes, por ejemplo, los meseros no entienden mis elipsis y termino comiendo lo que comería un canario ya ahito y cansado. A mi mujer no le hacen ninguna gracia mis hipérboles cuando discutimos sobre la personalidad de mi nunca bien ponderada madre política.

Es una desgracia el haber nacido con este don de querer hermosear las palabras. No saben cuánto envidio la forma de ser de las criaturas simples. No saben el martirio que representará, el próximo primero de septiembre, el ir acomodando mentalmente el discurso en endecasílabos polirrítmicos. Porque hasta eso tengo mal; no sólo la boca sino el oído. Cuando escucho, cuento sílabas deshago hiatos y voy rimando puntillosamente todo lo escuchado. Maldigo el día que leí el manual de Tomás Navarro Tomás. Mi obsesión es siempre trasladar al eje paradigmático todo lo que está sucediendo en el eje sintagmático. Veo metáforas y metonimias donde todos ven el simple pan y el dulce vino. Hasta en la lengua de ternera guisada con jitomate veo la distancia entre significante y significado y concluyo que, en verdad, el signo es arbitrario.

Todo mi transcurrir por el muno es un desfile de sememas y lexemas que me sobrecalientan el lóbulo del cerebro donde se deposita la facultad del lenguaje. Gracias a Dios, cuando sueño, lo hago siempre en verso libre y sin abuso de recursos retóricos. En las mañanas es cuando estoy más sobregirado y le doy fuerza a la composición gongorina o me lanzo sobre infinitas paráfrasis del Primero sueño de nuestra más alta dama del verso. En las tardecitas ya estoy relajadón y me salen dulces voces a la Campoamor o Nervo. Apenas empieza a anochecer y me pongo rubendariano a más no poder.

Hace mucho que no hago el amor porque no hay quien me aguante una cabalgata épica a la manera de la Araucana o el Mío Cid. No es fácil ser poeta de esta magnitud. Un día, con un plato de sopa de letras, reproduje íntegramente El cementerio marino de Valéry… y en francés, para más detalle.

La gente como que te empieza a hacer el vacío. Nadie te puede preguntar si estudias o trabajas porque te ve en los ojos el peso completo de todos los manuales de poética, retórica, ciencia y arte del estilo y demás auxiliares para la teoría de la composición poética. Tu cara misma refleja toda la carga de los sonetos, silvas, endechas, redondillas y romances que tienes entre pecho y espalda. Sólo cuando tengo que hacer un cheque y poner la cantidad en letras, me deja de salir la rima y me sale una simple prosa poética.

Mi última lista del mercado, bien la podría firmar José Juan Tablada o alguno de los poetas concretos del Brasil. Y ya no escribo más porque, porque en verdad les digo que, de seguir así, les soltaría en este mismo instante la verdadera historia de la corrupción en México en dodecasílabos trocaicos.

NOTA DE LA REDACCIÓN

Encontré este texto por casualidad, como suceden muchas cosas. Amarillento y descuidado el papel porque debe tener unos cuarenta años de edad. A ese descuido entendible se suma el de la falta de fecha, aunque estoy cierto que debe haber sido publicado en el suplemento sábado del periódico unomásuno.

No sé si estuve presente cuando Huberto Bátis le metió mano empuñando el flamigero lápiz con el que tachaba faltas y engrandecía la redacción de lo que le pusieran enfrente, pero casi puedo jurar que identifico las frases que cambió el gran Maestro.

El texto me sigue pareciendo impecable y genial y así como en su momento decidí sumarlo a algún proyecto de dossier, hoy me parece justo y necesario publicarlo en este espacio para poder compartirlo y con ello demostrar que no soy del todo egoísta.

Por supuesto busqué en internet (donde casi todo se encuentra) a Juan Coronado y en un sitio de Literatura INBA encontré esta información y la foto del autor que aquí publicamos.

Nació en la Ciudad de México el 29 de marzo de 1943; falleció el 12 de octubre de 2021. Ensayista y narrador. Obtuvo la Maestría en Literatura Iberoamericana y el Doctorado en Letras en la FFyL de la UNAM. Fue profesor en la FFyL. Colaborador de El BuscónEl FaroLos EmpeñosSábado, y Vaso Comunicante.

 

Cinco poemas

Cinco poemas

De Hatem Abdulwahid Saleh

 

GRACIAS

Gracias por tu distancia y por tu cercanía

Gracias por tu tortura y por ser querida

Gracias por las nubes de compasión que llegan con una lágrima

Gracias por la edad en que sembré una vela en tu umbral para que se secara,

Veinte años las aguas de mi alma se han escurrido de tu abandono, un año más,

Gorriona de mi alma, los árboles de placer son tu bata, capa y herramienta,

Yo, mis manos, un tesoro que para siempre seguirán siendo una línea en tu manual

Gracias por mi resurrección en el más allá que comienza en tu tierra querida mía

 

 

LA PESADILLA

No hay cara para ti

Para preguntarte

Ninguna sombra para mi sombra

Y el mapa de desgracias sobre mis paredes anidándose como arañas

Y el tiempo dos bastones hechos de los peores metales

Y cuando pusieron sus huevos

vi mi día tras las rejas de una ventana infantil

una luna paseándose tullida, paralizada y vestida con los espermas de una plaga

que se gelatiniza en un caballo

llamando

Mi padre cuelga sobre mis hombros los nudos de lamentos funerarios:

—Tu casa ahora es la mía, es lúgubre y sin pasador

Ahora tu tierra es un vaso

Tu agua de regar es salvado ¡ay!

Salte de ti mismo, que he llegado

Y detrás de aquella procesión salvaje dos bastones

que a veces se reducen hasta formar tijeras

a veces una cruz

pero cuando a lo lejos se mueven

forman

un sarcófago

*****

 

Una pesadilla se pasea arrancando

rosas del despojador de nuestros deseos

Y los violines del campo

de donde comenzaré este ruido

para llenar el hueco entre una margarita y su orilla

El llanto de una alondra sobre las espigas de trigo

Los mármoles que se erigieron allí fueron mentira

Mientras yo miraba la pared

vislumbrando dedos sangrientos vestidos con prendas del vacío

pregunté —¿Qué es eso?

Llegó la respuesta, ponte sobre aviso y voltea la espalda

porque no podemos verte si no tienes la espalda girada

 

 

Mis naves perdieron su camino, ahórrame el infierno de preguntarte

Dejé para mañana mi tiempo, mi mañana dejó mi tiempo hasta la nada

Miles de promesas, una para mí, así que déjame las mejores

se acostumbran a cosechar

 

Precisar para siempre una mano que me deje ser espiga de trigo o tocarme

Como una nube dejar que la hierba en mi palma seca crezca

Aún así tu amor en mi corazón latiendo fluyendo nunca cambió

Mirándote una gota pericardia en ella la cual como cortina sauciendo sobre ella

Llámalo como quieras: ansiedad, perversión, complicarse

 

Dios ha abierto en mi corazón un paraíso pero tus puertas siguen aprensivas aún

Innecesario buscarte un significado que mataría si fuera descifrado lo que significa

Soy el hijo de ese momento; no me tomes nunca por un astrolabio que cuenta

Mis ojos siguen sedientos, pero allí siguen nubes pesadas atajadas de llover

 

 

 

SÓLO PARA TI

1

Para mi paloma cestos, huevos y plumas del mármol del cementerio.

Oh, espíritus como burbujas perplejas, cuyas piedras de fuego arden,

Mas crecen las fuerzas del estallido,

 

2

Estiro la mano a los paseantes

“Denme algo blanco” paseantes benevolentes

una caridad con qué cubrir

la mancha de la sensatez

Con la mora madura de la piedad

Mi voz un lobo

Mi carne un adiós

Oh ustedes mercenarios…

 

3

Oh, mi patria rota con política y colmillos de imanes

¿Cómo fue que Dios se volvió

una espinilla

una bomba

una basura con turbante encima?

¿Cómo fue que Dios se volvió

un policía,

un pervertido homosexual

que limpia el esperma podrido

entre sus piernas

con el mapa del Día de Juicio Final?

Cómo Dios se metamorfoseó en una mina dentro de las cabezas y los

corazones

Sin remordimiento

Sin arrepentimiento…

 

Oh, Dios se ha muerto entre tus manos Oh mi patria

alimentándose de la carne de su gente

para poder seguir salvo y sano

Tus dos doctrinas han matado a Dios

Tú, país mío, de huesos y desquicios

 

4

Sé ficción, sé sospechas

Sé locura, sé perdición

Oh estatura hasta su altura

Manantiales de luz se vuelven aguas de placer

Y el polvo de la tierra se convirtió en perlas tan luminosas

bajo tus pasos,

Bosque de hojas de menta

Llovías y jazmines

Oh, me he engañado o he visto la verdad

Así sea que te convertiste en huracán

engendrado por fuego lluvia

no por lodo

Oh, espíritu tan alto como Dios

 

 

SON CUATRO

Las paredes del cuarto también son cuatro

Dos niños se durmieron temprano muriéndose de hambre al lado del

gemido de su madre

Su padre navegando más y más allá

para buscarles pan, para dejarlos desmayándose

Clavándole los ojos mientras él azota la puerta

En tu ausencia, no querían quedarse solos

Pero ya que volvió

les consigue el pan

amasado con luto

 

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE TANYA HUNTINGTON.

Hatem Abdulwahid Saleh. Nació en Bagdad, Irak en junio de 1958. Periodista, ensayista, crítico y poeta.

Publicado en el número 27 LÍNEAS DE FUGA, revista trimestral editada por Casa Refugio Citlaltépec, A.C. Mayo de 2009.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un servicio de amor

Un servicio de amor

Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece demasiado penoso.

Tal es nuestra premisa. Este cuento sacará de ella una conclusión y mostrará al mismo tiempo que la premisa es incorrecta. Eso será una novedad en el campo de la lógica, y una hazaña más vieja que la Gran Muralla China en el arte de contar historias.

Joe Larrabee salió de las llanuras del Medio Oeste desbordando genio para el arte pictórico. A la edad de seis años hizo un dibujo de la bomba de agua de la ciudad, incluyendo a un prominente ciudadano que pasaba descuidadamente por allí. Esta hazaña artística fue enmarcada y expuesta en la vitrina de la farmacia junto a una mazorca de maíz con un número non de hileras de granos. A los veinte, Joe partió para Nueva York, su corbata agitada por el viento y un humilde capital bien ceñido al cuerpo.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisoriamente, en un pueblecito de pinos del Sur, que sus parientes contribuyeron con lo suficiente para que pudiera ir “al Norte” y “terminar”. No pudieron ver cómo… pero ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se habían reunido estudiantes de arte y de música para discutir sobre el claroscuro, Wagner, las obras de Rembrandt, pintura, Waldteufel, el empapelado de las paredes, Chopin, Oolong.

Joe y Delia se enamoraron el uno del otro, o cada uno del otro, como el lector lo prefiera, y se casaron al poco tiempo… porque (véase más arriba) cuando uno ama su Arte ningún servicio parece demasiado penoso.

El señor y la señora Larrabee instalaron su hogar en un departamento. Era un departamento solitario… algo así como el la sostenido en el extremo izquierdo del teclado. Y se sentían felices porque tenían su Arte y se tenían el uno al otro. Y mi demanda al joven rico es: vende todo lo que tengas y díselo al pobre… conserje, por el privilegio de vivir en un departamento con tu Arte y tu Delia.

Los que viven en departamentos estarán de acuerdo conmigo en que la suya es la única felicidad auténtica. Si un hogar es feliz, no importa su pequeñez; tanto da que el tocador se derrumbe y se transforme en una mesa de billar, que la repisa de la chimenea se convierta en un aparato de gimnasia, el escritorio en un alcoba para huéspedes y el lavabo en un piano vertical. Tanto da que las cuatro paredes se junten si les place, con tal de que usted y su Delia estén entre ellas. Pero si el hogar es del tipo opuesto, no importa que sea ancho y largo: el lector puede entrar por la Puerta de oro de San Francisco, colgar su sombrero en el Cabo Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salir por el Labrador.

Joe pintaba en la clase del Gran Maestro… cuya fama habrá llegado ya al conocimiento del lector… Sus honorarios son elevados y sus lecciones fáciles; su fácil elevación* lo ha hecho célebre. Delia estudiaba con Rosentock: el lector ya también conocerá su bien ganada reputación como perturbador del teclado.

Joe y Delia fueron felices mientras les duró el dinero. Lo mismo sucede con todos… pero no deseo ser cínico. Sus objetivos eran claros y definidos: muy pronto Joe sería capaz de pintar cuadros que viejos caballeros de finas patillas y gruesas carteras se disputarían a guantadas en su estudio. Delia debía familiarizarse con la música y luego mostrarse desdeñosa con ella; a tal extremo que, cuando las plateas de la orquesta y los palcos estuvieran sin vender, pudiera negarse a salir al escenario, por tener dolor de garganta y langosta en un reservado de restaurante.

Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el pequeño departamento: las vehementes y animadas conversaciones después de la jornada de estudio, las acogedoras cenas y los refrescantes y ligeros desayunos, el intercambio de ambiciones —ambiciones entretejidas con las del otro, ya que de lo contrario serían inconcebibles—, la ayuda e inspiración mutuas y —perdóneseme la procacidad—, las aceitunas rellenas y los emparedados de queso a las once de la noche.

Pero conforme pasó el tiempo el Arte arrió banderas. Eso ocurre a veces, aunque no haya una guardia encargada de hacerlo. Todo salía y nada entraba, como dice el vulgo. Faltaba el dinero para pagarle al Señor Maestro y a Herr Rosentock. Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece ser demasiado duro. Por lo tanto, Delia anunció que daría lecciones de música para surtir la olla.

Durante dos o tres días salió a buscar alumnos. Una noche volvió a casa, exaltada y triunfante.

—Joe, querido …dijo alegremente…, tengo una alumna. ¡Y qué alumna tan encantadora! Es la hija del general… del general A. B. Pinkney… de la calle 71. ¡Qué casa más espléndida, Joe! ¡Si vieras la puerta de entrada!— Yo diría que es de estilo bizantino. ¡Y el interior! ¡Oh, Joe, nunca he visto algo semejante. Mi alumna es hija del general, Clementina. Ya siento aprecio por ella. Es un ser delicado. Y viste siempre de blanco. ¡Y qué modales tan encantadores y sencillos! Apenas tiene dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones semanales. ¡Imagínate, Joe! ¡Cinco dólares la lección! Pero eso no me importa; porque cuando haya conseguido dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con Herr Rosentock. Vamos, no quiero ver más esa arruga entre tus cejas, querido; cenemos algo sabroso.

—Eso está muy bien en lo que a ti se refiere, Delia…dijo Joe, abriendo una lata de arvejas con un cuchillo de trinchar y una pequeña hacha—. Pero… ¿y yo? ¿Crees que permitiré que te esfuerces ganando dinero mientras yo coqueteo con las regiones del arte superior? ¡No, te lo juro por los huesos de Benvenuto Cellini! Quizá podría vender periódicos o empedrar las calles y traer un par de dólares.

Delia se acercó y se le colgó del cuello.

—Querido Joe, eres un bobo. Debes continuar con tus estudios. Lo que te dije no significa que haya abandonado mi música o que me dedique a otra cosa. Mientras enseño, aprendo. Siempre estoy con mi música. Y podemos vivir tan felices como millonarios con quince dólares semanales. No debes pensar siquiera en abandonar al Señor Maestro.

—Está bien —dijo Joe, tendiendo la mano hacia el platillo azul de las verduras—. Es que me duele que des lecciones. Eso no es Arte. Pero eres adorable al aceptar hacerlo.

—Cuando uno ama su Arte, ningún servicio le parece demasiado penoso —dijo Delia.

—El Maestro elogió el cielo de ese boceto que hice en el parque—contó Joe—. Y Tinkle me autorizó a colgar dos cuadros en su escaparate. Quizá venda uno si lo ve el tipo adecuado de imbécil con dinero.

—Estoy segura que lo venderás —dijo Delia, dulcemente—. Y ahora, demos gracias. A Dios por el general Pinkney y por este asado de ternera.

Durante toda la semana siguiente los Larrabee se desayunaron temprano. Joe estaba entusiasmado por unos bocetos con efectos matinales que pintaba en Central Park, y Delia lo mandaba para allá desayunado, mimado, elogiado y besado a las siete de la mañana. El Arte es un absorbente seductor. Por lo regular, Joe volvía a casa a las siete de la tarde.

Al terminar la semana, Delia, con reservado y lánguido orgullo, arrojó victoriosamente tres billetes de cinco dólares sobre la mesa de dos por tres decímetros que ocupaba el centro de la sala de dos por tres metros del departamento.

—En ocasiones, Clementina me desespera —dijo, mostrando cierta flojera—. Temo que no practica lo suficiente y tengo que repetirle las mismas cosas con frecuencia… Además, siempre viste totalmente de blanco y eso resulta monótono. ¡Pero el general Pinkney es un viejo encantador! Ojalá pudieras conocerlo, Joe. A veces entra cuando estoy con Clementina en el piano. Es viudo, ¿sabes? Y se queda parado allí, acariciándose la piocha blanca. ¿Y cómo van las corcheas y las semicorcheas?, pregunta siempre. ¡Si vieras el revestimiento de madera de la sala, Joe! ¡Y los cortineros! ¡Y Clementina tiene una tosecilla tan cómica! Espero que sea más sana de lo que parece. ¡Oh, me estoy encariñando con ella! ¡Es tan gentil y tan educada! El hermano del general Pinkney fue embajador en Bolivia.

Entonces Joe, con los aires de un Montecristo, sacó un billete de diez dólares, otro de cinco, otros de dos y otro de uno —todos de valor legal y corriente— y los depositó junto a las ganancias de Delia.

—He vendido la acuarela del obelisco a un individuo de Peoria ** —dijo, con tono avasallador.

—Déjate de bromas —dijo Delia—. ¿De Peoria, nada menos?

—Como lo oyes. Ojalá lo hubieras visto, Delia. Un hombre gordo de bufanda de lana y que usaba una pluma de pájaro como palillo de dientes. Vio el boceto expuesto en el escaparate de Tinkle y por un momento creyó que era un molino de viento. Pero se portó bien y lo compró de todos modos. Y me encargó otro: un óleo de la estación de carga de Lackawanna. Quiere llevárselo. ¡Lecciones de música! Oh, creo que aun en eso está el Arte.

—¡Cuánto me alegro de que hayas seguido trabajando en tus cuadros! —dijo Delia, de todo corazón—. Estás destinado a vencer, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca tuvimos tanto dinero para gastar. Esta noche cenaremos ostras.

—Y filete miñón con champiñones —dijo Joe—. ¿Dónde está el tenedor para las aceitunas?

El sábado siguiente por la noche, Joe fue el primero en llegar al departamento. Extendió sus dieciocho dólares sobre la mesa de la sala y lavó lo que parecía ser una notoria cantidad de pintura oscura de sus manos. Media hora después llegó Delia, con la mano derecha envuelta en una masa informe de tiras y vendajes.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Joe, después de los saludos usuales.

Delia se echó a reír, pero sin mucha alegría.

—Clementina insistió en comer una tostada con queso y cerveza después de la lección —explicó—. Es una niña tan extraña… ¡Tostadas con queso y cerveza a las cinco de la tarde! ¡Imagínate! El general estaba allí. ¡Lo hubieras visto correr en busca del tostador, Joe, como si no hubiera una sola criada en toda la casa! Sé que la salud de Clementina es delicada. ¡Es tan nerviosa! Al tomar la tostada dejó caer buena parte de ella, hirviendo aún, sobre mi mano y mi muñeca. Me dolió horriblemente, Joe. ¡La pobrecita se apenó tanto! Pero el general Pinkney… ¡Joe, el viejo enloqueció! Se precipitó al piso de abajo y mandó a alguien —al hombre que atendía la caldera o no sé a quién del sótano— a una farmacia, para que trajera un poco de ungüento y vendajes. Ahora ya no me duele tanto.

—¿Qué es esto? —preguntó Joe, tomándole con ternura la mano a Delia y tirando de una hebras blancas que estaban debajo de los vendajes.

—Es algo blando que tenía ungüento encima —dijo Delia—. Oh, Joe… ¿Vendiste otro boceto?

Había visto el dinero encima de la mesa.

—¿Qué si lo vendí? —replicó Joe. Pregúntaselo al hombre de Peoria… Hoy tuvo su estación de carga y aunque no está seguro aún, es probable que me pida otro paisaje y una vista del Hudson. ¿A qué hora de la tarde te quemaste la mano, Delia?

—Creo que eran las cinco —respondió quejumbrosamente—. La plancha… quiero decir, la tostada, fue retirada del fuego a esa hora. Valía la pena ver al general Pinkney, Joe, cuando…

—¿Qué has estado haciendo durante estas dos últimas dos semanas, Delia? —quiso saber él.

Delia afrontó valerosamente la situación durante unos instantes, con ojos llenos de amor y obstinación y murmuró un par de frases vagas sobre el general Pinkney; pero, al fin, bajó la cabeza y brotaron las lágrimas y la verdad.

—No conseguía alumnos —confesó—.Y no podía soportar la idea de que abandonaras tus lecciones. Por eso conseguí trabajo como planchadora de camisas en esa lavandería de la Calle 24. Y creo que inventé muy bien al general Pinkney y a Clementina, ¿verdad, Joe? Y cuando una muchacha de la lavandería, esta tarde, apoyó una plancha caliente sobre mi mano, dediqué todo el trayecto hasta aquí en inventar esa historia de la tostada. No estás enojado, ¿verdad, Joe? Si yo no hubiera conseguido ese trabajo, tú no habrías podido venderle tus bocetos al hombre de Peoria.

—No era de Peoria —dijo Joe, lentamente.

—Bueno, igual da. ¡Qué inteligente eres, Joe! Pero… bésame, Joe … Y… ¿qué te hizo sospechar que yo no daba lecciones de música a ninguna Clementina?

—No sospeché nada hasta esta noche —respondió él—. Y no habría sospechado nunca. Pero esta tarde mandé desde el cuarto de máquinas esa estopa y ese ungüento para una muchacha que se había quemado la mano con una plancha en el piso de arriba. He estado alimentando la caldera de esa lavandería durante las últimas dos semanas.

—De manera que tú no…

—Tanto mi comprador de Peoria como el general Pinkney son creaciones del mismo arte —dijo Joe—. Pero es un arte que no llamaría música ni pintura.

Y entonces ambos se echaron a reír y Joe comenzó:

…Cuando uno ama su Arte, ningún servicio parece…

Pero Delia lo interrumpió, poniéndole la mano sobre los labios.

—No —dijo—. Di solamente: “Cuando uno ama”.

*Juego de palabras intraducible: High: elevado; Light: fácil, ligero; Highlights: Hechos notables, acontecimientos sobresalientes (Nota del traductor)

**Ciudad de Illinois, considerada en el folklore popular americano como la quintaesencia de los Estados Unidos, y por ende, sus habitantes, el americano típico (N. del T.)

 

O. Henry. Trece cuentos. La nave de los locos. Premiá Editora, 1988

Abrir chat
¿En qué lo puedo ayudar?
Bienvenido
En qué podemos ayudarte