¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?

Detesto empezar a hablar del matrimonio, del amor y del noviazgo. (Creo que los he citado a la inversa, pero en realidad no representa gran diferencia, a menos que se esté enamorado.) Como tengo tres hijos, es justo que supongas que he estado casado… aunque he oído hablar de ciertas excepciones a esta regla.

No estoy tan loco como para embarcarme en este tema. En la historia de la humanidad no hay otro tópico que haya sido tan rastreado, hecho trizas y machacado como los lazos sagrados, para no mencionar los menos sagrados. Ninguna revista que se estime en algo ha aparecido en los quioscos sin publicar por lo menos dos artículos definitivos sobre el matrimonio y el noviazgo (frecuentemente escritos por un grupo de célibes o de vírgenes, si es que queda alguna). Ningún diario puede sobrevivir sin una columna de consejos sentimentales, probablemente contigua a la sección cómica, la parte más importante de la publicación. Por lo menos la mitad de las películas que se hacen para la gran masa tratan del muchacho que conoce a la chica y del lazo corredizo que el público se ha acostumbrado a esperar en el último rollo de la película. Cada tarde en la televisión hay tres horas dedicadas a variaciones del tema ‹‹La vida puede ser un éxtasis››, y en la radio ocurre otro tanto.

En la actualidad hay en la televisión dos hombres divorciados, ambos expertos reconocidos, que se ganan magníficamente la vida aconsejando a la gente acerca de sus problemas conyugales. Los casos con que se enfrentan son diversos y complicados, pero nada arredra a esos salomones electrónicos.

Yo, por mi parte, estoy dispuesto a reconocer que lo que tengo que decir acerca del matrimonio no tiene ningún valor. (Exclamaciones de ‹‹¡Fíjate, fíjate!›› por parte del lector y del editor.) No tengo ni los medios ni la experiencia necesarios para discutir inteligentemente este tema. Si quieres conocer la verdad sin circunloquios te sugiero que vayas a la biblioteca pública y te empolles a Shakespeare, a Ovidio, a Casanova y a Freud. Sin embargo, si no puedes esperar, olvídate de todos los expertos y profundiza en el corazón de Krafft-Ebing.

 

Mi primer matrimonio tuvo lugar en Chicago. Teníamos licencia y dos dólares, y hubiésemos podido casarnos rápidamente y sin trabas en el Ayuntamiento, pero mi novia insistió en que deseaba cierta atmósfera religiosa. Cualquiera que se haya casado sabe que a esta altura de las relaciones, el novio, febril de deseo, está dispuesto a conceder cualquier cosa.

No sé si Chicago ha mejorado, pero fuimos acribillados a preguntas por cinco sacerdotes antes de encontrar a uno que consintiese en celebrar la ceremonia. Parece que los cinco que nos rechazaron tenían objeciones religiosas que oponer porque no éramos de la misma fe. Además, cuando descubrieron que ambos trabajábamos en el teatro, se apresuraron a acompañarnos hasta la salida.

Mucha gente habla despectivamente del matrimonio. En la Televisión y en la Radio se le ridiculiza continuamente. En el escenario y en las cenas de despedida de soltero, el lenguaje dirigido al novio sorprendería a la madam de un burdel.

No quiero ser irreverente, pero creo que estarás de acuerdo en que quienquiera que creó el sexo ciertamente sabía lo que hacía. Aunque todo mundo está loco por él, la palabra en sí, pese a su brevedad, parece asustar a muchísima gente. Los autores de canciones, en especial, siempre suprimen esta adorable palabrita y la sustituyen por ‹‹amor››. Ningún cantante (ni siquiera un tenor) se atrevería a cantar ‹‹El sexo es maravilloso››. Con este título la canción obtendría un éxito multitudinario, pero el cantante sería puesto en la lista negra por algún comité de moralidad. ¿La acusación? Incitar a la gente a que haga una cosa perfectamente natural.

 

El amor abarca una multitud de emociones y de actitudes. Creo que puedes amar a Dios, a un niño, al vecino (o a su esposa, elegir uno o el otro), e incluso a un chucho. Pero al amor matrimonial nunca se le define con claridad.

Cuando la gente ve a una pareja joven paseando sin rumbo, cogida del brazo, ajena al mundo entero y tan apretada como dos plátanos en el mismo recinto, invariablemente exclama:

—¡Oh, qué pareja más encantadora! ¡Qué enamorados están! ¿Verdad que es bonito?

Bueno, aquí es donde el viejo Groucho, experto en nada, saca fuerzas de flaqueza y descubre su alma ante un mundo hostil. Lo llaman amor, pero, para ser sinceros, en la mayoría de los casos no lo es. Se trata sólo de dos personas que se encuentran sexualmente atractivas y que esperan, si hay suerte, estar uno en brazos del otro.

Me gustaría saber lo entusiasmado que este Romeo se mostraría acerca de esta Julieta si ella fuese patizamba, tonta y su busto estuviese manufacturado en Akron, Ohio (1). Supongamos que tanto ella como él tuviesen patas de gallo. Me pregunto lo fuerte que sería su amor en este caso, a menos, desde luego, que resultara que ambos fuesen gallos, en cuyo caso se sentirían irresistiblemente atraídos.

No niego que incluso las personas espantosas se casan (tómenme a mi, por ejemplo), pero la mayoría de los jóvenes se casan porque sienten avidez por esa sublime experiencia sexual que han estado acariciando en su subconsciente desde que iban a la escuela, alentada por sus amigos, por las películas y por las novelas baratas.

En La gata sobre el tejado de zinc, Tennessee Williams hace que la Madre señale una cama y diga: ‹‹Ahí es donde se deciden los matrimonios›› Si el señor Williams cree que en el matrimonio no hay más que esa cama, le sugiero que repase de nuevo la obra y la escriba otra vez.

No hay duda de que el sexo es la fuerza responsable de la perpetuación de la raza humana. Si no existiese, la vida desaparecería en pocas décadas, lo que tal vez no fuese mala idea. Creo, sin embargo, que el verdadero amor aparece sólo cuando se han amortiguado las primeras llamaradas de pasión y quedan sólo las ascuas. Éste es el verdadero amor, que guarda sólo una relación remota con el sexo. Sus partes integrantes son la paciencia, el perdón, la comprensión mutua y una gran tolerancia hacia los defectos ajenos. Creo que ésta es una base mucho más firme para la perpetuación de un matrimonio feliz. Pero, ¿por qué he de divagar acerca de esto? Pongámoslo todo en manos del maestro, G.B.S. (Shaw para ti) a quien cito: ‹‹ Cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, las más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán continuamente en esa condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe.››

 

Ahora que el señor Shaw y yo hemos definido el amor y hemos hecho con él un paquete pequeño, primoroso y superficial, prosigamos. Creo que la soledad es responsable de más matrimonios que el tan traído y llevado sexo. He oído muchísimas biografías describiendo la vida plácida del soltero, pero no te lo creas. Un amigo mío llamado Devlin (hermano de sangre de Delaney), me dijo una vez con cierto arrepentimiento que si durante los días de su noviazgo hubieran existido la televisión y las comidas en lata, nunca se hubiese casado. Hay la suficiente verdad en su afirmación para hacerme creer que desearía no haberse dejado atrapar jamás.

El muy tonto no comprende que, prescindiendo de cuantas comidas en lata tragara o de cuantos televisores tuviera en casa, seguiría estando solo. Las comidas en lata son un invento maravilloso, pero no pueden reemplazar a una mujer enamorada que cuida de su marido. Si tuviera que definirlo con una sola frase, tal vez utilizaría ésta: el mejor banquete del mundo no merece la pena de ser comido a menos que se tenga alguien con quien compartirlo. Y lo mismo ocurre con todas las experiencias compartidas. La mitad del placer que supone ver la televisión en casa, es que uno puede volverse hacia el compañero y comentar los programas infames que las emisoras producen con toda deliberación. No hay nada más espantoso, que sentarse solo en un cine, sin nadie con quien hablar. Durante mis retiradas de la vida matrimonial, con frecuencia experimenté esta desagradable sensación.

Tal vez sea un caso excepcional, pero encuentro casi imposible ver una película a menos que pueda lanzar a mi compañero, hombre o mujer, preguntas como: ‹‹¿No habíamos visto el año pasado a ese gordo en Aquí está la pubertad?›› o ‹‹ He olvidado quién ha dirigido esta porquería; ¿cómo se llama?›› o ‹‹Crees que ella es verdaderamente culpable?›› Comprendo que esta clase de charla puede ser enloquecedora para mi compañero, para no mencionar a los espectadores que nos rodean, pero es un impulso que, por desdicha, no puedo dominar. Y ése fue el origen de una aventura horrible.

 

Un fin de semana sombrío, sintiéndome con ánimo romántico, viajé hasta Palm Springs. Cuando llegué estaba lloviendo. Había reservado una habitación en un destacado club de tenis y, según tengo por costumbre, andaba en busca de una compañía femenina. Aquel año, el tiempo había sido desusadamente malo (según la Cámara de Comercio), y en el club casi no había elementos del sexo opuesto. Cené solo. Con excepción de mi respiración profunda, la única distracción que había en el amplio comedor era el aterrorizador sonido que producía un viejo caballero situado en un rincón lejano. Estaba deshaciendo una tostada en su sopa de almejas con la esperanza de que este aditamento haría potable aquel mejunje.

Después de tragarme apresuradamente la cena, recorrí los salones en busca de una mujer joven, o incluso de mediana edad. Finalmente encontré a cuatro mujeres mayores en la sala de juego (y cuando digo mayores, me refiero a la abuela Moses y a sus contemporáneas), que estaban allí sentadas entreteniéndose con una canasta. Por fortuna, me había traído un buen libro (Almas muertas), y decidí que si esto era lo mejor que podía ofrecerme el club, más valía que me retirase a mi habitación a leer.

Era una noche fría y húmeda, de modo que puse unos cuantos troncos en el hogar. Aparentemente, algo iba mal en el tiraje porque en lugar de aquellas llamas alegres y cálidas que debían haberse alzado hacia la chimenea, la habitación y yo empezamos a llenarnos de humo.

Me coloqué el sombrero y desplazando un poco mi úlcera hacia un costado, decidí que antes de convertirme en un verdadero salmón ahumado era preferible dirigirme al cine local. No recuerdo lo que se proyectaba. Sólo me sentía atraído hacia ese cine por un anuncio que decía: ‹‹Se permite fumar en la sala››.

Al entrar, el empresario me saludó con toda la deferencia debida a un gran artista. Dijo:

—¡Hola Groucho! Quedan muchas localidades buenas ¡Ja, ja, ja!

Su risa se convirtió en sollozos mientras yo penetraba en la sala.

La platea estaba vacía, con excepción de un hombre viejo que se sentaba en el tramo central, absorto en lo que ocurría en la pantalla. Me encaminé directamente hacia él. Como había entrado después de empezar la película, no tenía idea de lo que ocurría ni de quienes eran los artistas. En consecuencia, le lancé una serie de preguntas en rápida sucesión. Me respondió con otra serie de respuestas breves y guturales. Después de esperar unos cuantos minutos, le hice otra pregunta. En cuyo momento el recogió ostensiblemente su gabardina y su sombrero y se trasladó al extremo más alejado de la sala. Como no tenía a nadie más con quien hablar, muy pronto salí del cine y regresé a mi humoso refugio.

Abrí rápidamente todas las ventanas y me zambullí en la cama. Mientras yacía en ella, tembloroso, un pensamiento terrible se me ocurrió, ¡Supongamos que el hombre del cine hubiese acudido al empresario a quejarse de que un tipo excéntrico, que había desaparecido apresuradamente, había tratado de molestarlo! ¡Qué bonito titular hubiese hecho! GROUCHO MARX DETENIDO POR MOLESTAR A UN ANCIANO EN EL CINE LOCAL.

Supongo que si eres joven y soltero, una cita con una chica resulta más divertida. Pero la última vez que estuve soltero era de mediana edad y me encontraba entre dos matrimonios. En el caso de que no te hayas visto nunca en esa situación incómoda, puedo asegurarte que ya no es lo mismo.

Permíteme darte un ejemplo concreto. Un día conocí a una muchacha atractiva. Tenía ojos azules, cabello rojizo, piel blanca, medias negras y estaba en esa edad que todo se ha desarrollado ya adecuadamente. Parecía una ganadora de un concurso de belleza. Después de una conversación preliminar a base de vaguedades y de insinuaciones, convinimos una cita para aquella noche.

—¿Le parece bien a las siete y media?— pregunté.

Ella dijo:

—De perilla.

Confié en que su inteligente respuesta no fuese un anticipo de lo que iba a ofrecerme la velada. Pero no dije nada y esperé los acontecimientos.

Habiendo pasado toda la vida en un ambiente teatral, siempre he sentido un profundo respeto por el reloj y por las virtudes de la puntualidad. En el mundo del espectáculo, pese a todas las tonterías que se dicen acerca de la fidelidad del teatro, si no estás allí a la hora de levantar el telón, la representación sigue adelante. Además, a menudo descubren que, sin tu presencia, el espectáculo ha mejorado considerablemente. De modo que como la muchacha había estado de acuerdo en la cita a las siete y media, yo estuve ahí a la hora en punto, rezumante de loción de afeitar. (Una loción de las que bastaba una aplicación, garantizaban los anuncios, para convertir una estatua femenina de piedra en una tigresa apasionada. Eso no está mal por un dólar y cuarto. En mis tiempos llegué a pagar hasta cinco dólares sin poder lograr ese efecto.)

Repleto de propósitos inmorales, aunque exteriormente tranquilo, fui admitido en la casa por una arpía gorda y vieja embutida en un vestido sucio que estuvo a la última moda durante la guerra de los bóers. Se presentó inmediatamente como ‹‹la madre de Margarita››, lo que demostraba sin lugar a dudas que Margarita era bastante estúpida. Una chica lista que se propone casarse es, por lo general, lo bastante astuta para ocultar a su vieja hasta que ha tenido oportunidad de sonsacar un Buick y un anillo de compromiso a su víctima elegida.

Ignoro de dónde sacarían el mobiliario, pero un decorador lo describiría como Repugnante Primitivo. Estaba compuesto por muebles de gran tamaño tapizados con una imitación de terciopelo y parcialmente ocultos por una cretona floreada. Uno no se habría sorprendido en absoluto si, al entrar, hubiese descubierto al general Grant sentado en una de las sillas.

Un olor peculiar impregnaba el apartamento. Es un olor que he encontrado a menudo en mis búsquedas románticas. Parece formar parte integral de ese tipo de escenario. No puedo describirlo con precisión, pero es como si alguna forma invisible de descomposición tuviera lugar en la vecindad inmediata. Yo lo llamaría una esencia de desesperación, de licor barato y de alimentos fritos.

La señora Suciedad me indicó con la mano una de las recargadas monstruosidades, y se fue a informar de mi llegada a su retoño. Regresó al poco rato y aseguró que Margarita bajaría ‹‹en un abrir y cerrar de ojos›› Luego, deseosa de mejorar nuestras relaciones, la vieja me preguntó si quería beber algo.

—Oh, gracias, desde luego —dije—. Un vasito de whisky no me vendría mal.

—Lo siento, señor Ritz…

—¡Marx, si no le importa!

—…pero no tenemos ningún licor fuerte en la casa. Hágase cargo, formo parte de la junta de los Rosacruces y, como usted sabe, son adversarios acérrimos de las bebidas alcohólicas. —Y añadió rápidamente—: Mi pequeña bebe un poquito, pero sólo fuera de la casa, en algún club nocturno. Dice que le hace parecer más sofisticada.

(Lo que ella no sabía y yo descubrí más adelantada aquella noche, fue que su ‹‹pequeña›› bebía como un verdadero cosaco.)

—Lamento no tener whisky —prosiguió la vieja—, pero, si le parece, podría ofrecerle una botella de cerveza dulce.

Había comido pescado ahumado en el almuerzo y tenía sed suficiente para beber hasta agua del fregadero.

—Muy bien —dije—, tráigame la cerveza.

—Bueno —replicó ella, dudosa—, no sé si le gustará. Tenemos estropeada la nevera y estará caliente.

—En tal caso beberé agua sola.

—Creo que será lo más conveniente. Esa cerveza dulce está cargada de azúcar. Mi doctor me ha dicho que si no dejo de beberla me volveré diabética en un abrir y cerrar de ojos.

Durante ese movido diálogo, mamá fue entrando y saliendo del salón, asegurándome que Margarita estaría lista en un santiamén. El ‹‹santiamén›› se alargó hasta tres cuartos de hora. Finalmente apareció mi pareja. Tenía un aspecto adorable, y cuando su perfume se mezcló con el mío, las chispas empezaron a brotar. En aquel instante lamentaba ser treinta años más viejo que ella. (De hecho, lamentaba ser treinta años más viejo que cualquiera, pero no era momento para lamentaciones.)

Mientras nos encaminábamos a la puerta, su madre le lanzó una última advertencia.

—Vigílalo, Margarita. ¡Ya sabes la reputación tan terrible que tiene la gente del teatro!

Esta observación terminó con la vieja y, a medida que salíamos, el ruido de sus suspiros pudo oírse hasta que llegamos al coche.

 

Pronto estuvimos en el club nocturno, donde el maitre nos escoltó hasta una mesa frontal con todas las reverencia y sonrisas debidas a mi posición. Para asegurarme de que esta falsa deferencia no se evaporaría con excesiva rapidez, le entregué a regañadientes tres pavos.

Antes de que el camarero pudiese abrir la boca para desearnos las buenas noches, Margarita encargó un whisky solo, sin hielo, sin agua, sin soda, sin corteza de limón, sólo whisky.

–Y póngalo doble—añadió.

Yo me lo tomé con soda.

Después del segundo whisky doble, mi encantadora compañera soltó la lengua y empezó a obsequiarme con la historia de su vida. A lo que parecía, procedía de Moline, Illinois. Después de llegar a Hollywood había trabajado como camarera, pero a la tercera semana el propietario la había despedido.

—Me dijo que llevaba pantalones Capri tan estrechos que los parroquianos perdían todo interés por la comida —explicó ella—. Además, estaba en vías de ascender.

Ella había dicho a su jefe que lo único que intentaba era parecer atractiva, pero él le replicó que había un lugar para aquella clase de pantalones, y que ese lugar no era un restaurante. A continuación había trabajado en otros dos restaurantes, pero, a causa, de su insistencia en llevar los pantalones Capri, siempre había sido despedida. Finalmente decidió que la única profesión en la que carecía de importancia la clase de pantalones que uno llevara era la industria cinematográfica. Aparentemente, sabía más cosas del cine que yo mismo.

Se aproximó un poco y prosiguió:

—¿Sabe?, no hace mucho conocí al ayudante del director de reparto de uno de los mayores estudios. Era un hombre muy agradable. Mientras nos dirigíamos al hotel me explicó que con un poco de práctica podría convertirme en una segunda Kim Novak. —Volvió hacia mi sus grandes ojos azules y echándose hacia atrás el cabello, me preguntó—: Dígame, encanto. ¿Qué tiene Kim Novak que no tenga yo?

—Con franqueza —le dije—, no sé. Pero te prometo una cosa. Si alguna vez salgo con la Novak trataré de descubrirlo y ya te lo diré. Bueno, veamos —proseguí—. Dices que quieres trabajar en el cine. ¿Tienes alguna experiencia teatral?

—Bueno, no, es decir, no profesionalmente. —Luego sonrió satisfecha—. ¡Pero cuando estudié en la escuela elemental interpreté a la protagonista de Rumpelstiltskin durante dos años consecutivos!

Debí de mirarla de un modo extraño, porque se apresuró a añadir:

—Oh, ya comprendo que necesito más práctica que ésa para convertirme en una gran estrella. Pero admitirás que ya es algo; además, todo el mundo dice que lo único que necesito es un pequeño empujón y creo que si te colocases detrás de mí —y se me acercó todavía más—, podría dar el golpe.

Había una serie de respuestas evidentes a tal afirmación, pero decidí mantener la boca cerrada. Permanecí sentado, aturdido por su charla insustancial. Mientras seguía hablando y hablando, me puse a pensar: ‹‹¿Qué diablos estoy haciendo aquí, escuchando esto, cuando podría estar jugando al póquer en casa de algún amigo, presenciando un partido de base-ball o incluso tomando un baño en White Sulphur Springs? ¿Por qué, a mi edad, insisto en meterme en estas situaciones absurdas?››

El tiempo transcurrió lentamente. ¡Oh, cuán lentamente! Nada de pies de plomo, el tiempo se arrastraba ahora de rodillas. Ya no era un muchacho, y después del segundo whisky me sentía somnoliento. No importaba el tema que plantease cuidadosamente, Margarita necesitaba sólo unos pocos minutos para desviar de nuevo la conversación hacia su carrera. ¿Has oído hablar de las variaciones sobre un tema de Haydn? Bueno, pues aquella chica inventaba variaciones con las que Haydn ni siquiera había soñado.

Transcurrieron tres horas largas y mortales mientras mis tímpanos se petrificaban lentamente. Supongo que sólo era debido a mi imaginación, pero tenía la impresión de que incluso sus atractivos empezaban a volverse opacos. Su rostro se hacía tan aburrido como su conversación, y por lo que a mi respectaba el sexo se había ido de vacaciones. En lo único que ahora pensaba era en irme a dormir. No quiero decir con ella, no. Yo solito. Margarita había establecido una marca que duraría bastante tiempo. ¡En tales horas me había convencido de las bondades del celibato!

No te figures que este episodio con Margarita constituyó una experiencia excepcional. Siempre me ocurría lo mismo. Otros hombres conocían a muchachas ricas, bien educadas, cuyos padres poseían grandes almacenes, pozos de petróleo o fábricas. Por lo visto esas hijas de los ricos no tenían interés en la carrera teatral. Todo lo que deseaban era casarse, una familia y un porcentaje razonable de los ingresos de su padre. Pero en cuanto a mí, siempre cogía las Margaritas.

1 En Akron, Ohio se manufacturan más artículos de goma que en cualquier otra ciudad del mundo. (N. del A.)

GROUCHO Y YO. Groucho Marx, Tusquets Editores. Col. Cuadernos Ínfimos 79. Décima edición, 1982.

 

 

 

 

 

El valor del coste

El valor del coste

Una explicación a manera de introducción (nadie la ha pedido) pero como que siento que la debo. Y sino, es que sólo quiero explicarme.

Primero: estaba sin trabajo, y me pasaba todo el tiempo disponible buscando y aplicando a trabajos que pensaba podía realizar; aplicaba y me entrevistaban pero nunca era yo el elegido.

El trabajo anterior lo dejé por una pierna lastimada, que se me lastimó durante las horas de trabajo: un poco mi pie plano, un poco las condiciones contextuales y tal vez (más que nada) el rechazo interno a dicho trabajo.

Los accidentes siempre traen consecuencias, éste me trajo una visita al medico (de hecho 4), un salario sin trabajar, un pago de seguro y un viaje a México. Al regresar, mi mayor inquietud era pagar la renta y todo se reducía a un lento intercambio de correos electrónicos y llamadas de teléfono.

Un día, por fin, se dio una video-entrevista con un par de supervisores para un trabajo de escritorio. Dos semanas después de la entrevista, un correo con la oferta final llegó a mi dirección electrónica, un cálculo rápido, una frase de agrado y aceptación, un compromiso inventado de último momento y la fecha más conveniente para iniciar labores, fue la respuesta que daba carpetazo a cuatro meses de prueba y error.

Nunca había entendido muy bien lo que es la INFLACIÓN, era un término que le escuché a mis papás alguna vez en los 90’s, no lo recuerdo en la escuela, tal vez se mencionó alguna vez pero no entraba en el universo de mi interés profesional. Durante toda mi vida, simplemente tenía dinero o no lo tenía, lo que si sabía es que la inflación era la razón por la que cada año todo subía de precio. Nunca me interesó, siempre había una marca que era mas barata que las demás o simplemente dejaba de comprar algo que subía demasiado de precio.

Veinte años después, me la topo en mi casa. La susodicha inflación me ha puesto a hacer cuentas; hace tres meses me subieron el sueldo, con lo que ya pagaba la renta y un poco mas, me imaginé que el extra bien podría usarse para no llegar al final del mes en ceros, pero algo pasó en enero, siguió pasando en febrero y el extra apenas si paga la renta y un poco mas. En el supermercado el queso es lo más caro, en la tienda de enfrente sólo lo que está por caducar cuesta lo que costaba antes.

La inflación, ya entendí, es la parte de un sistema económico que re-configura el precio de las cosas para que el costo de traer las cosas a la tienda siga cubriéndose con el aumento en el precio de la cosa en cuestión. Por eso cuando el pan ya no se vende y se tiene que tirar, sabemos que hay un problema de inflación.

Esta vez, el problema es global, pero siempre hay quien no se entera y quien no se quiere enterar. La pesadilla no es ir al supermercado y que no alcance para el espagueti, la pesadilla es que el único trabajo disponible sea el de seguridad privada. ¿Para qué me disculpo? Simplemente cada quien tiene sus propias pesadillas.

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Sueños a la carta de María José Lavín

Sueños a la carta de María José Lavín

Luis Ignacio Sáinz *

El arte es el perfeccionamiento de la naturaleza. (…) todas las cosas son artificiales, pues la naturaleza es el arte de Dios.

Thomas Browne: Religio medici, 1643.

María José Lavín es fiel a la imaginación de la materia. Se expresa en esos ires y venires de unos sólidos en proceso de serlo. Van y vienen en búsqueda de su identidad las formas y sus sentidos, sometiéndose a la creadora que, con pasmosa naturalidad, ejerce su ministerio desde la nada, convocando a las intuiciones para que se materialicen y vayan, con cadencia sinuosa e inquietante, habitando el mundo, apoderándose de él mediante sus representaciones. Seres, entes, artilugios, urgidos de manifestarse.

Despliegue que nos remite a una zaga repetida hasta la saciedad en el arte: la lucha por la expresión, ya no el oficio que está más que conocido, domeñado, sino a la significación y sus interrogantes: ¿qué? ¿cómo? ¿para qué? ¿por qué? Sentimientos que son volúmenes e ideas que son volúmenes. La imaginación constructiva desborda y hasta rechaza la mímesis, no se sujeta al mundo como tal, esa physis (Φύσις, en griego crecer o brotar) que conocemos con la voz natura naturata (ser creado) 1.

Artificio de la estética que perfecciona, justo, la naturaleza. Fijar en el tiempo, disponer en el espacio, energías propias del crear y el parir que son o pueden devenir condición biológica, cualidad simbólica, preferencia deseada, elección voluntaria. Nuestra hacedora de imposibles está atrapada en su propio laberinto: el de la concepción. Es fértil aún si no lo desea; en su ADN está depositada tal lógica de la fragmentación. Y vaya que desde dentro le brotan hechuras sin fin, extravíos de la conciencia en tropel…

Cronista de gozos y agravios, anhelos y desasosiegos, a través de la bondad de los sólidos. Los materiales que, en su flexibilidad y dureza, protegen la impronta de sus percepciones, emociones o simplemente de sus raptos reflexivos. Escultora aferrada a los elementos que permiten estabilizar su cosmovisión, esa su beatífica intuición de lo real: acaricia la luz, acecha los átomos, obedece el dictado de la piedra, el metal o la madera. Todavía más: invoca y convoca el movimiento de soportes tan caprichosos. Esos que provienen casi de la nada en aparente desafío a la divinidad. Todo en esta mujer imparable es presagio y profecía, mientras flota en su elegancia, refugiada en una lejanía que la blinda de las asechanzas de la vida cotidiana. Belleza incandescente. Espejo que deglute las imágenes. Cuenta cuentos, agorera de su leyenda íntima. Eso son sus testigos del amanecer y el crepúsculo. Maquinaciones volumétricas que abran y clausuran el tránsito de los días. Lo sabe el poeta: “La luz es médula de sombra” 2.

En Las zahúrdas de Plutón Francisco de Quevedo asevera desenfadado: “Los sueños las más veces son burla de la fantasía y ocio del alma”. Su heredera lejana en el tiempo, próxima en el humor y a ratos la angustia, María José Lavín, entre la pluma 3D y filamentos en miscelánea, el corte laser aplicado a un desfile de materiales, la porcelana, el mármol blanco y el papel, la cerámica de alta temperatura, un bronce extraviado, la felpa y las vendas de yeso, más el tropel de las resinas, teje flotando, contra la gravedad, a favor del vuelo, inmersa en un vaho de la conciencia, ese batiboleo de estar y la ausencia…

Allí se encuentra a sus anchas esta tremenda autora de aventuras inconcebibles. Mujer onírica y sus partos, díscola por momentos, exigente de almohadas suaves y recias, níveas y hechas de luces anuladas… Necio, el de las antiparras a las que bautizara su apellido en plural, el espadachín con las hojas afiladas y también los versos filosos insiste en abrumarnos con su locura exacta, su lujo constante, sus ansias nunca apagadas. Y lo hace hermanado con la mujer en tránsito de perfección, su alma gemela, la que se ahorró el del nazareno en su propio nombre:

 

A fugitivas sombras doy abrazos;

en los sueños se cansa el alma mía;

paso luchando a solas noche y día

con un trasgo que traigo entre mis brazos.

Cuando le quiero más ceñir con lazos,

y viendo mi sudor, se me desvía;

vuelvo con una fuerza a mi porfía,

y temas con amor me hacen pedazos.

Voyme a vengar en una imagen vana

que no se aparta de los ojos míos;

búrlame, y de burlarme corre ufana.

Empiézola a seguir, fáltanme bríos;

y como de alcanzarla tengo gana,

hago correr tras ella el llanto en ríos.

 

María José Lavín, triunfante y gozosa, pone fin al tormento del insomnio porque: “La esperanza es el sueño de los despiertos”, en la poética apreciación de Aristóteles… Ansiedad escapista que nos induce a la evocación de la materia a un tris de animarse, en la geografía insólita de Xavier Villaurrutia:

 

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera

y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,

querer tocar el grito y sólo hallar el eco,

querer asir el eco y encontrar sólo el muro

y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Hallar en el espejo la estatua asesinada,

sacarla de la sangre de su sombra,

vestirla en un cerrar de ojos,

acariciarla como a una hermana imprevista

y jugar con las flechas de sus dedos

y contar a su oreja cien veces cien cien veces

hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño” 3.

 

María José Lavín otea en sus aguas profundas, se sumerge en los intersticios de su conciencia y biografía, los carea con las realidades del orbe de significados que urden el planeta donde habita; y sin embargo, tal densidad intelectual y emocional no le impide sumarse al humor sorpresivo, casi narrativo, del poema. También a ella a ratos la vence la molicie, el tedio, el sueño… y en este vasto continente sigue haciendo de las suyas.

Ocupada y preocupada, en esa su naturaleza inteligente y sensible por igual y simultáneamente, María José Lavín encuentra su identidad en el onirismo: en términos de la filosofía náhuatl 4 cumple ser temiquiximatli, “conocedora de los sueños», y temicnamictiani, “intérprete de los sueños», pero además irrumpe hermanada con ser tonalpouhqui, “narradora del destino”. Nada mal. Y todo al alcance su mente ágil, siempre alerta. Empero, hasta el bueno de Motolinia calificó los sueños de “embaimientos”: ejercicios para “ofuscar, embaucar, hacer creer lo que no es”, a según la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Aprovecho para hacer una aclaración. Hombres y mujeres, y las opciones que se construyen entre estos polos simbólicos y por ello artificiales, crean por igual, producen por igual, están dotados de las mismas potencialidades por igual; si bien ello no obsta para que definan sensibilidades e intenciones propias, diferentes, a veces complementarias y equivalentes, y en otras situaciones o contextos hasta enfrentadas. Tal es el sello de la equidad y las elecciones que prohíja. Figuras en bulto que son vaivenes, desde las ideas hasta las emociones, atravesando las voluntades, exhibiendo sus vocaciones en favor de la armonía quinestésica, percepción y movimiento.

Y en este concierto por encima y más allá de los géneros, María José Lavín lanza por doquier trozos de materia que se identifican con sus orígenes: los Sueños a la carta, las promesas como advertencias de edenes vencidos, de paraísos recuperados, de resurrecciones imaginadas. Eso terminan siendo sus esculturas: crónicas de batallas casi olvidadas por la incuria del tiempo, la desmemoria de los seres, la incomprensión de los elementos: agua que no fluye, aire estancado, tierra volátil, fuego extinto. Bellezas poderosas que nos allanan los escollos de la existencia.

* Texto para el cierre de la exposición de la artista en el Seminario de Cultura Mexicana. Ciudad de México 2023.

1 En oposición o tal vez complemento de la natura naturans que refiere a lo que es en sí, la idea misma de dios creador. Abundo, para Baruch Spinoza la natura naturans es la sustancia infinita, lo que es en sí y se concibe por sí: Deus sive natura o principio creador; en tanto que la natura naturata es todo lo que se sigue de la naturaleza divina y los modos de sus atributos. Corolario: la natura naturata se aloja en la natura naturans.

2 Este verso de Antonio Gamoneda forma parte del poema “Viene el olvido”, en Arden las pérdidas, Barcelona, Tusquets Editores, Colección MarginalesSerie Nuevos Textos Sagrados, 2003, 128 pp

3 “Nocturno a la estatua”, poema dedicado a Agustín Lazo, que forma parte de Nostalgia de la muerte (Buenos Aires, Editorial Sur, 1938). Su libro más celebrado, el verdadero espinazo del corpus literario de tan aristocratizante miembro del “archipiélago de soledades” que fuera “el grupo sin grupo” de Contemporáneos, que conviviera alrededor de la revista del mismo nombre fundada y dirigida por el propio Villaurrutia y Salvador Novo (1928-1931), al igual que antes hicieran con otra publicación, Ulises (1927-1928). Este tributo a la muerte y la angustia tendría una edición mexicana, revisada y ampliada, en 1946 por Ediciones Mictlán.

4 Fray Toribio de Benavente, el franciscano mejor conocido como Motolinia (en náhuatl, “el que es pobre y se aflige”), uno de los primeros cronistas de la civilización mexica, escribe que: “Había entre estos naturales cinco libros como dije de figuras y caracteres: el primero hablaba de los años y tiempos: el segundo de los días y fiestas que tenían en todo el año: el tercero que habla de los sueños y de los agüeros, embaimientos y vanidades en que creían: el cuarto era del bautismo y nombres que daban a los niños: el quinto es de los ritos, ceremonias y agüeros que tenían en los matrimonios”. (Las cursivas son mías). Véase: Memoriales o Libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella, Nueva transcripción paleográfica del manuscrito original con inserción de las porciones de la historia de los indios de la Nueva España que completan el texto, Edmundo O’Gorman editor, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1971, CXXXI, 591 pp.

 

Pop Art — Un movimiento de los años sesenta

Pop Art — Un movimiento de los años sesenta

Pop: ¿Un juego de palabras, un estilo de vida, un término generacional, un nuevo concepto artístico? Pop Art ¿ La esencia de un extenso movimiento cultural de los años sesenta?

Pop Art no es un término estilístico, sino un término genérico para fenómenos artísticos que tiene que ver de forma muy concreta con el estado de ánimo de una época. Como adjetivo de arte, pop establece asociaciones con los diferentes elementos superficiales de una sociedad. El Pop Art mantiene el equilibrio entre las eufóricas perspectivas de progreso de una época y las catastrófico-pesimistas. Los términos de los valores, ‹‹hermoso, bueno, auténtico››, se convierten en palabras huecas intercambiables e inflacionarias ante la creciente comercialización dentro de la realidad social. Las reglas de la civilización condicionan las imágenes de los hombres y las casas, la naturaleza y la técnica. Pop es una consigna ingeniosa, irónica y crítica, una réplica a los slogans de los medios de masas cuyas historias hacen historia, cuya estética condiciona los cuadros y la imagen de la época, y cuyos clichés ‹‹modelo›› influyen en las personas.

La cultura pop y el modo de vida se enlazaron estrechamente en los años sesenta. El Pop caracteriza la reacción de una época que se extendió a la existencia, tanto en el proceso social como en el ámbito privado; un estado de ánimo que refleja su programa en el arte. En la historia del arte no ha existido antes —quizá un comienzo en la decadente exuberancia creativa de los años veinte— una superposición semejante, una proximidad entre vida y arte tan evidente para todos, tan palpable y tan general. Los temas, las formas y los medios del Pop Art muestran los rasgos esenciales que asociamos con el ambiente cultural de los años sesenta y el estado de ánimo de la gente.

El Pop es una manifestación cultural absolutamente occidental que ha ido creciendo bajo las condiciones capitalistas y tecnológicas de la sociedad industrial. América es el centro de este programa. Por tanto se produce una americanización de la cultura de todo el mundo occidental, en especial la de Europa. El Pop Art analiza artísticamente esta situación, visualiza un sismograma de nuestras modernas conquistas industriales y su absurdo, los límites de una sociedad de masas y medios de comunicación que estalla por los cuatro costados. El Pop Art vive de las grandes ciudades. En sus comienzos, fueron Nueva York y Londres los nuevos centros artísticos del mundo occidental, en su desarrollo durante los años sesenta se incorporaron otros centros europeos secundarios. Pero los artistas en los países comunistas de Europa del Este sólo captan destellos y vestigios.

Para entender la importancia de este cambio cultural y el impulso del arte de una nueva era, hay que aludir a algunos aspectos generales que mostrarán la multiplicidad de los cambios en el ánimo artístico, social e individual. La estabilización política y económica en la época de postguerra condujo a una revaloración de aquello que en general se suele designar como ‹‹pueblo›› o ‹‹popular››. El término inglés para el pueblo como masa es ‹‹populace›› (populacho) y ‹‹popular›› es algo que cuenta con la aceptación general; aquí se pone de manifiesto el origen de ‹‹Pop Art››.

Los hábitos de conducta y consumo de la sociedad de masas fueron estudiados por los sociólogos y utilizados en un sistema de marketing. Para aprovechar comercialmente los deseos de los clientes, el productor no tenía ninguna estrategia general más que pudiera tener éxito, salvo una acomodación a las modas y actitudes de la masa. Este acercamiento a los consumidores y compradores supuso para la demanda de productos de consumo y los programas de los medios de comunicación, una reestructuración trascendental que también repercutió en los modos de comportamiento individuales y en las relaciones interpersonales. Cualquiera podía adorar el mal gusto, coleccionar baratijas, leer cómics, comer salchichas, beber Coca-Cola… Los científicos —en zapatillas de deporte y cazadoras de cuero— investigaron lo trivial. Los catedráticos y los profesores de las escuelas superiores y elementales podían incorporar los análisis en los programas educativos, apoyados por una política cultural progresiva. A partir de entonces un concepto más amplio del monumento incluyó también los edificios industriales, las fábricas y las urbanizaciones. Lo trivial se convirtió en objeto del interés general, admitido por todas las capas sociales. En esto se basaba esencialmente el acercamiento entre la cultura recreativa y la de alto nivel. Como era evidente, a continuación se pusieron en tela de juicio los conceptos precedentes de cultura y arte. El arte ‹‹elitista›› del subjetivo expresionismo abstracto, de los años cuarenta y cincuenta, se vió confrontado con una exigencia general de cultura.

Los temas pictóricos del Pop Art están motivados por la vida diaria, reflejan las realidades de una época, refuerzan y reflejan el cambio cultural. La predisposición de una nueva generación a ver el ‹‹ímpetu y la presión›› del ‹‹underground››, que se articulaba abiertamente como un condicionante de la cultura que transformaba el estilo y el arte, iba unida al arraigo del lenguaje expresivo en el nuevo espíritu de la generación. La conducta heterodoxa y provocativa, la conmoción y la alteración de lo cotidiano, la ruptura de los tabúes y el final de la mojigatería formaban parte de esa contracultura. Este proceso puso en marcha la inversión de los valores en las relaciones humanas y cuestionó el tradicional reparto de papeles: la educación antiautoritaria, la emancipación de la mujer, las nuevas estructuras profesionales y la liberación de la sexualidad, se desarrollaron con arreglo a esta ‹‹revolución cultural››, se acabó el jugar al escondite con los pósters de chicas y las revistas dudosas (Playboy): Un nuevo sistema de comunicación surgió a través de los periódicos marginales, los fan-magazine, los pósters, los carteles, las octavillas, etc.

Los ‹‹hippies›› asimilaron el movimiento de los ‹‹beatniks›› nacido en los años cincuenta. El escritor Allen Ginsberg ejerció en los EEUU una fuerte influencia en algunos sectores de las nuevas generaciones, cuya nueva conciencia se manifestaba en el deseo de suprimir los valores culturales establecidos, la jerarquía social y la tutela moral. Elvis Presley y James Dean fueron ya en los años cincuenta ídolos de una emancipación —también sexual— de la juventud, de una liberación del culto a las estrellas que se abandonaba a los tópicos de las películas de Hollywood. La revuelta se produjo en una sociedad de la sociedad, de la riqueza la disponibilidad de las cosas y las personas. Condujo a comportamientos y costumbres visuales radicalmente distintas, a un concepto nuevo del objeto y el arte.

Con la comprometida politización de la juventud y su crítica al sistema capitalista —sobre todo del lado de las izquierdas— se sometieron a discusión nuevas formas de vida y estructuras culturales y sociales alternativas; los provocativos conceptos de las ideologías alternativas condujeron a nuevas modas y formas de expresión de un efecto inusitado. Tan solo resultaba aparentemente absurdo que los artistas, críticos, profesores y catedráticos se rodearan de la cultura trivial; se atestaron sus casas con arte pseudopopular y nostálgico, con reliquias, objetos de mal gusto y símbolos publicitarios; que jugaran son banalidades y se abandonaran a los cómics, la literatura de ciencia ficción, las novelas baratas y la telemanía.

La revalorización de los trivial se efectuó a muchos niveles. Lo kitsch y los souvenirs, las imágenes de la industria de consumo, los envoltorios y las ‹‹stars y stripes›› de los medios de masas, no sólo se fueron convirtiendo en el contenido del arte y en temas de la investigación, sino también en objetos coleccionados por los museos. Los temas históricos del teatro se trasladaron al ambiente de las banalidades actuales; es decir, se extrajo a la historia de su contexto histórico originario, se la liberó de modelos y esquemas convencionales y fue reactualizada. En movimientos de evasión surgidos de la inquietud, los jóvenes intentaban alcanzar la autorrealización orgiástica y sensual en comunidades abiertas estructuradas como comunas. La industria del ocio prosperó con la música pop. La música y los textos de los Beatles y los Rolling Stones tradujeron en los años sesenta el estado de ánimo, la euforia (‹‹high››), la fuerza (‹‹power››), las ansias y las realidades de la juventud. Artistas como Peter Blake, Richard Hamilton y Andy Warhol diseñaron carátulas de discos para grupos de música pop; Blake y Hamilton para los Beatles y Warhol para Velvet Underground (underground de terciopelo). Los medios de masas favorecieron la internacionalización de los estilos y las formas de expresión, así como la accesibilidad global de todas las marcas y todas las artes. La elevada participación de lo trivial en el arte y el fuerte interés del arte por lo trivial hizo que aumentara el número de  aquellos que querían producir arte. Este proceso fomentó slogans divulgados de forma equívoca como por ejemplo ‹‹El arte es vida›› y ‹‹Todos somos artistas›› (Beuys y Warhol), programas que popularizaron también los programas educativos en las academias de arte. Los museos y las galerías se abrieron a lo trivial (exposiciones interdisciplinarias y multimediales) y se pusieron en duda las estructuras de los museos. Puesto que la inversión de valores, la limitación de las jerarquías y la crítica de los límites entre arte y vida, entre lo trivial y el arte, también debería traer consigo —según esta argumentación— un análisis autocrítico de los métodos de colección, organización y presentación en los museos.

Un movimiento artísitico neoyorquino, apoyado por Roger Rauschenberg y Jasper Johns, opuso una nueva objetividad a la subjetividad y la obsesiva autorrealización artísitica del expresionismo abstracto y el action painting (del mismo modo que los expresionistas alemanes fueron sustituidos en los años veinte por el neorrealismo). El Pop Art rebatía el desasosiego interior de los expresionistas con la claridad intelectual y el orden en la concepción, los artistas oponían a la firma individual los métodos representativos impersonales, respondían a la representación subjetiva del estado psicosomático interior con reflejos objetivos del mundo exterior, como signos externos de lo vivido. Sustituyeron la mezcla espontánea del mundo de las formas y el color por la claridad de las relaciones compositivas que hacían referencia a niveles temáticos o formales. A la desmaterialización del cuadro —como portador de sugestiones e ideas contemplativas— le siguen aspectos materiales como el contenido y los medios de la representación. El Pop Art se opone a lo abstracto mediante el realismo, a lo emocional mediante el intelectualismo y a la espontaneidad mediante una estrategia compositiva.

El componente objetivo e intelectual del Pop Art hizo realidad aquello que por entonces se llamaba la ‹‹relevancia social›› del arte (a finales de los años ochenta este concepto condujo en algunos casos al lamentable malentendido de que el arte introvertido no tenía importancia social, es decir, que era irrelevante). Los mismos artistas del Pop Art se declararon expresamente partidarios de la despersonalización y el anonimato en la producción de arte —incluso del suyo propio—, definiendo el papel del artista en la sociedad de masas no de un modo subjetivo sino objetivo, justificándolo así teóricamente. Para entender su espejo sincero del presente, a lo que el público de aquellos años sólo estaba dispuesto de un modo vacilante y dentro del mundillo establecido del arte, al principio sólo personalidades aisladas —Lawrence Alloway, Henry Geldzahler, Richard Bellamy, Leo Castelli, Ivan Karp y otros— estaban preparados para la necesidad de interpretar el Pop Art. Era difícil transmitir la idea de que la adhesión a lo objetivo y la expresión artística de procesos intelectuales también respondía a una actitud subjetiva, incluso la ley del azar, la posibilidad aparentemente arbitraria de intercambiar los signos de la vida diaria, exige una reacción individual; el elegir y el decidir también son una expresión de la voluntad. Así pues, para la Action Painting (pintura de acción) la casualidad podía formar parte del concepto y la actividad, convertirse en el desencadenante del ‹‹happening›› que rompe con las convenciones y en el que las imágenes, los colores, los espacios, los objetos, las personas, las actividades y las artes se escenifican como una ‹‹performance››. El happening se desarrolló paralelamente a las imágenes de la vida diaria del Pop Art, tal como se manifestaban en la pintura, la escultura, la música, el cine, la fotografía y la literatura. Por otro lado, muchas pinturas de artistas pop llevan una firma personal. En especial Jasper Johns y Robert Rauschengerg difuminan y analizan lo trivial a través de la pintura —casi con rasgos impresionistas o tachistas, emborronan y estructuran, dibujan y analizan lo real de tal manera que vuelve a acercarse a lo abstracto.

El aspecto artístico de esta época sólo ofrece una impresión acabada cuando queda patente que las raíces del Pop Art arrancan del arte del os años cincuenta. Y todavía hay algo más que debe ser precisado: la intelectualización y la objetividad caracterizan también a otras corrientes artísticas paralelas cronológicamente al Pop Art, pero que surgen a otros niveles diferentes: la Colourfield Painting, el Hardedge y el Minimal Art parecen provenir, en cuanto a lo temático y lo creativo,  de un mundo ajeno al Pop Art. La claridad y la firmeza de su lenguaje formal, lo objetivo de su expresión de base teórica, la concentración de los niveles creativos en el ‹‹punto›› decisivo de un efecto, así como el propósito de la concepción, son reconocibles en la conciencia de una época y una generación comunes. Artistas como Robert Morris, George Brecht y en cierto sentido también Joseph Kosuth, responden a la relación entre Pop Art, Minimal Art y Arte Conceptual, también cercano al happening. Andy Warhol y Frank Stella (incluido en la colección de objetos de arte de Warhol) crearon al mismo tiempo sus primeros cuadros provocativos, ambos llevaban dentro de sí la fuerza revolucionaria de la época que terminaría por emancipar el contenido y la forma. Una descripción más precisa del escenario del Pop Art mostrará que, tanto  a nivel semántico como a nivel formal, no sólo existen variantes, sino claros extremos y rupturas. Los antagonismos y las contradicciones incómodas se justifican en las posturas artísticas individuales, en el origen de las ‹‹artes›› a partir del medio ambiente de un espíritu materialista estructurado social e individualmente.

Tilman Osterworld. POP ART. Ed. Taschen, 2007

Joaquín Clausell y los paisajes

Joaquín Clausell y los paisajes

Tratemos de imaginar a Joaquín Clausell.

Su vida

 

En el movimiento que la constituye, toda biografía traza una gráfica determinada por sus altas y sus bajas, sus ascensos y caídas, los momentos en que la vida parece detenerse contenida en un aparente estancamiento anterior para, recogida sobre sí misma, tomar fuerzas e iniciar un nuevo despliegue mediante el que se señalará otro punto más alto o más bajo, hasta que esa suma de intensidades siempre aisladas y solitarias, que simula dispersar la personalidad, negando su carácter único, fragmentándola en diversas direcciones, se detiene y fijando su dibujo reconstituye la unidad perdida, enmarcando su sinuoso desarrollo dentro de los límites en los que se muestra la totalidad de un yo. Entre nacimiento y muerte, la biografía se nos entrega así como la imagen de sí mismo que el yo ha ido construyendo incapaz de prever su configuración, dueño de su unidad tan sólo cuando él la ha perdido, saliéndose de ella para que, en su vuelta al silencio, se encuentre el rumor de la vida. En Joaquín Clausell esa vida se despeña, fijando definitivamente su trazo, en el punto más alto de la gráfica, estableciendo los límites del yo en una pérdida que se reintegra a la totalidad, mostrando más claramente que de ordinario el movimiento de las intensidades y el sentido que nos revelan.

 

Clausell nació en la ciudad de Campeche el 16 de junio de 1866. Sus padres fueron don José Clausell, de origen catalán, y doña Marcelina Franconis, mexicana. México tenía nada más cuarenta y cuatro años de vida independiente en la fecha de su nacimiento. El niño Clausell era un mestizo en una época en la que todavía debería ser bastante ambiguo e indeterminado, dentro de la vida quieta, exteriormente inmóvil, de una lejana ciudad de provincia en el sureste de la reciente república, resultar dueño de una nueva nacionalidad. Ignorantes tal vez del motivo de esa costumbre, en Campeche, hasta hace muy poco, los hombres iban al mercado porque durante  siglos no era conveniente que las mujeres salieran a la calle en una ciudad expuesta a los intempestivos ataques de los piratas. ¿Podemos imaginar una infancia que transcurre dentro del ámbito que fijan las pesadas piedras de unas murallas construidas durante la Colonia, bajo un sol radiante que hace resplandecer las torres herrerianas y barrocas de la Catedral, de San Francisco, de San Juan, frente a un mar tranquilo que se acerca y se aleja prodigiosamente de acuerdo con el ritmo de sus amplias mareas, en el umbroso espacio de altas habitaciones, largos corredores y patios profundos?

Luego, el joven Clausell estudia leyes, tiene un temperamento violento y decidido, y agudas inquietudes políticas. En 1884 viaja a México para continuar sus estudios. Otra plaza, otra catedral, las que deberían verse como largas avenidas, el casi desaparecido centro colonial de la que ahora es la ciudad. Pero Clausell es de ideas liberales y conoce también la agitada vida que le abre su participación en las luchas políticas y las cárceles como inevitable escenario final de esas luchas. Tiene que salir del país. A partir de 1892 y durante cerca de un año, vive en Europa. Debe haber tenido ocasión entonces de conocer la pintura impresionista. Era dejar el tiempo convulsionado de luchas, agudas diferencias sociales , rebelión y exacerbado sentido de las injusticias, a las que había que enfrentarse, un México en el que todo estaba por hacer, bajo la estricta voluntad de crear un orden y una estabilidad imposibles del porfirismo, para encontrarse en el escenario exteriormente siempre luminoso de la Belle Époque. ¿Hasta qué punto podía encontrarse a sí mismo el joven Clausell en ese escenario? La gráfica de intensidades en su biografía debe de haber sufrido una detención. O tal vez, más exactamente, un desplazamiento. El movimiento en ella tiene que trasladarse, interiorizándose, del campo de la acción al de la reflexión. No es forzoso que Clausell advirtiera el momento en que se produce esta transformación. En su biografía, ningún signo exterior permite deducir el nacimiento de una nueva vocación. Esto hace el movimiento aún más significativo y fija la que más adelante sería la relación, exteriorizada en sus cuadros, de Clausell con la pintura. Sabemos que el nunca se inscribió en ninguna escuela de arte, sabemos que nunca estudió pintura, sabemos, también, por su obra visible, hasta qué extremo esa obra es ajena, dentro de la evolución general de la pintura, a la temporalidad de los estilos, a lo que podría considerarse la historia de la pintura, su transformación al desplazarse en el tiempo. La mirada de Clausell se ha quedado fija, inmóvil, dentro de una sola visión, una única posibilidad, que es una forma de relación con el mundo exterior y que es la que, mucho más adelante, se manifestaría en sus cuadros, determinada para siempre por esa primera impresión, la que haría inevitablemente de Clausell un pintor anacrónico, situado fuera del tiempo, que obedece sólo a su voz interior, y por esto mismo, un pintor por necesidad.

 

En 1892, entonces, en Europa, la mirada de Clausell, poblada por el recuerdo de luchas, cárceles y el abandono del escenario de esas intensidades, se detiene en las obras de Monet, de Sisley, de Pissarro. La relación con el mundo, con la naturaleza, con el paisaje, se expresa y se muestra en términos de una posibilidad hasta ese momento desconocida para él: en términos de color. Éste es el resultado de una evolución que puede definirse muy exactamente dentro del motivo de los movimientos de la estética; pero no es esto lo que importa en relación con la biografía de Clausell. Importa que, para él, en estos términos, en los términos de la pintura impresionista , se realiza el descubrimiento de la pintura. Por eso el hallazgo se queda fijo en el instante de la revelación. Pero, ¿qué es la pintura vista de esa manera? Es una forma de relación con el mundo, es el lazo de unión entre un sentimiento interior y su manifestación exterior, es el medio a través del cual el color permitiría objetivar una impresión subjetiva surgida de la confrontación entre la conciencia y el mundo. En última instancia, en el origen de la necesidad de convertir en la acción que le permitiría exteriorizarse un sentido interior, que justificara lo que Clausell ve en los cuadros de Monet, de Pissarro, en ese año de 1892, no se encontraría un motivo diferente al que lo llevaba antes a convertir en acción política su sentimiento de injusticia social, colocándolo fuera del orden establecido, haciendo de él un proscrito y obligándolo a trasladarse a ese otro mundo en el que realizará su personal descubrimiento de la pintura. Son las impulsiones interiores, los demonios privados, las urgencias personales que configuran el carácter de nuestro mundo anímico, las que, a su vez, determinan la forma que tomará nuestra relación con el mundo, con la realidad exterior en la que el mundo se constituye como realidad.

 

En cualquier forma, ese descubrimiento se exterioriza de inmediato y queda subyacente dentro de Clausell sin que él sienta la urgencia de hacer actuar las potencialidades que ha abierto. Allí, en su interior, sus presiones permanecen agrupadas, latentes. Se desconoce la fecha exacta en que Clausell empezó a pintar, pero es muy poco probable que esto ocurriera en el curso del siglo XIX todavía. Anacrónicamente, fuera del tiempo, contrariando a su tiempo —¿pero hay un tiempo exterior más “real” que ese tiempo interior en el que su visión primera, su auténtico encuentro con la realidad, o sea lo que para él sería la realidad de la pintura, quedó para siempre fija en su ánimo, en su ánima?— Clausell sería, en toda su obra de caballete, un pintor impresionista del siglo XIX en el siglo XX. Y este anacronismo, que desde un posible punto de vista de historiador de la pintura ilegitima la positividad de su figura dentro de ella, es precisamente el que lo legitima como personalidad y explica el lugar de esa personalidad dentro de la pintura. Clausell pertenece a la categoría de las excepciones, de los casos únicos que hacen historia contrariando la historia. El centro de su obra no se encuentra en un tiempo exterior sino en él mismo, en el tiempo —sin tiempo— de la expresión de las fuerzas en cuya exteriorización se configura su personalidad visible.

 

Clausell regresa a México no a hacerse pintor —nunca lo sería “públicamente”, “profesionalmente”— sino a continuar sus estudios de leyes y recibirse de abogado. Obtiene su título en 1896. Una fotografía nos lo muestra ese mismo año. Estamos en 1896: el tiempo parece tener otro ritmo, mostrar su paso en cada fisonomía de manera distinta a la de nuestra época, como si la vida tuviera trazos más firmes, como si adentrara, antes de lo que lo hace ahora, en una seriedad de las formas en la que se afirma la todavía segura validez con que esas formas descansaban en sí mismas. A los treinta años, la figura de Clausell es la de un hombre maduro. Robusto, severo, algo en su imagen recuerda a la de Salvador Díaz Mirón. Las mismas sensualidad y violencia, la obstinada incertidumbre de carácter, la fuerza de la pasión que apenas puede contenerse en los límites de una fuerza austera. Clausell vive de frac; el poblado bigote y las cejas firmes enmarcan y hacen más  prominentes las líneas de una nariz gruesa, sensual; el pelo negro, abundante, abre y limita el noble trazo de la frente. Son las formas del mundo establecido las que contienen y encauzan la impulsiones instintivs que no pueden dejar de mostrarse en esa imagen. Clausell es un hombre de acción que tiene el campo de la Ley para que actúe dentro de él su necesidad de justicia.

 

La biografía tiene que detenerse también en el campo de los afectos. Antes de que termine el siglo XIX, en 1898, Clausell se casa con Ángela Cervantes, descendiente de los Condes de Santiago, con quien procreará cuatro hijos: Dolores, Adela, Carlos y Joaquín. ¿A qué parte de la gráfica que crea su biografía corresponde su matrimonio? Clausell es abogado, esposo y padre de familia: formas institucionales todas ellas. Tal vez nos diga más su vida profesional, su actuación pública en el mundo que le ha tocado vivir, aunque también sabemos que , por su matrimonio, vivió en la hermosa casa colonial de los Condes de Calimaya, “la casa de los cañones”, situada en el centro de la ciudad, en lo que ahora son las calles de Pino Suárez, que actualmente es la sede del Museo de la Ciudad, y en cuya azotea —dato que resultará significativo— Clausell instaló su estudio de pintor.

 

Sin embargo, es poco probable que el licenciado Joaquín Clausell fuese ya también pintor en aquel entonces. La secreta y siempre cambiante relación entre el esplendor de las formas naturales, del paisaje, y la libertad del color para entregarnos su reflejo en las que quizá sean las últimas imágenes de un mundo que se desvanece en la historia de la pintura, es un conocimiento oculto en él todavía: la visión que permanece presente pero callada y que han dejado atrás, interior, en alguna parte, los cuadros de los pintores impresionistas que él conoció cuando en la misma Europa un solitario al que tomaban por loco, llamado Cézanne, aislado en su retiro de Provence, enamorado de las montañas, las rocas, los estanques, el tembloroso rumor de los pinos y eucaliptos, aspiraba a reconstruir una vez más su apariencia fragmentándola y dispersándola tal vez para siempre en una explosión definitiva, producto del amor y la fidelidad.

 

Clausell trabaja durante algún tiempo en la Secretaría de Justicia, donde ocupa un alto puesto. Después se dedica a litigar, ya se sabe, no en favor de la Justicia, la de los ministerios, secretarías y juzgados, sino en nombre de los desfavorecidos, los que necesitan justicia y no tienen justicia. En esta tarea, la pasión se impone  muchas veces a la razón. No se trata de seguir las leyes a la letra sino de imponer la letra a las leyes. Nos lo cuenta el Dr. Atl: “Clausell, muchas veces, ante un juez estúpido o malévolo se vio obligado a pasar del campo jurídico a un campo de batalla. La discusión se salía de las páginas del Código Penal para entrar al terreno de los golpes”. Defensor y defendido terminaban en la misma celda.

 

Muy posiblemente fue el mismo Dr. Atl, que regresó a México de Europa en 1904 y al que unió a Clausell una invariable amistad, quien llevó a la superficie la otra vía en la que Clausell pondría la fuerza de su temperamento, encerrando su pasión en la belleza de la forma, convirtiendo esa pasión en pintura. Es la pintura y es la naturaleza. No el mundo de las leyes y los hombres, sino el inmutable escenario del mundo en cuyo vibrante rumor se encierra, dejándose escuchar a través  de los resplandores de la luz en la opacidad de la materia, la voz del silencio. La pasión de Clausell se interioriza y se convierte, sin perderse, al contrario, mostrándose en la transformación, en armonía.

 

Hay una serie ininterrumpida de viajes, sin fecha que los señale, viajes que son parte de una sola experiencia, a distintas partes de la República: Michoacán, aquel Acapulco, Mazatlán, Yucatán; y el altiplano de la meseta central está siempre presente: el mar, las tierras áridas, el llano, la montaña, los bosques, canales, arroyos y estanques; no un paisaje sino la multiplicidad de los paisajes y en ellos, sobre ellos, abriéndolos, transformándolos, mostrándolos en la fija materialidad de su cambiante apariencia convertida en color, la multiplicidad de los reflejos: la antigua visión, viva siempre en el presente para Clausell, de la pintura impresionista. Monet, Manet, Pizzarro, Renoir en México, si; pero también México en Monet, Manet, Pizzarro, Renoir. O en todos ellos, Clausell. La imagen es la que importa. En la biografía de Clausell el ascenso que fija su entrega a la pintura se queda en ese grupo de cuadros, de imágenes, que también fijan la última reverberación de un mundo cuyo sentido está a punto de hacerse inalcanzable. ¿Excéntrico, pintor del siglo XIX en el XX? La historia de las excepciones en la historia hace otra historia. La pintura es la pasión privada, el mundo secreto, en la biografía de Clausell. “¿Cómo es posible que yo pueda pintar un paisaje para una gente que no sea yo?” nos dice el Dr. Atl que Clausell le decía. Para él la pintura es entonces el vínculo, la relación entre el yo y el paisaje, entre el yo y el mundo; pero ¿qué queda de ese mundo en el mundo de nuestro tiempo fuera de los paisajes que Joaquín Clausell entre los últimos pintores impresionistas, junto con los pintores impresionistas, nos ha dejado?¿Y en qué otras cimas y abismos se encuentra la cifra de ese yo?

Joaquín Clausell,Atardecer en el mar, la ola roja ca. 1910, Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

La vida de Clausell pasa entre una serie de movimientos definitivos en la vida de México. Las estructuras que durante treinta años habían fijado la estabilidad política del porfirismo sobre un principio de inmovilidad semifeudal, estallan finalmente  en un brote incontenible de violencia. La Revolución transformará al país. Durante más de una década, el extremo movimiento sucede a la extrema quietud. A partir del triunfo presidencial de Madero y su pronto asesinato, podrá tomar la forma exterior de una feroz anarquía cuyo sentido político inmediato es difícil de determinar, pero detrás de todo ese movimiento hay una misma necesidad de justicia. La intensidad de las batallas cubre la vida en el campo. El ritmo de esa misma vida se hace absolutamente inestable en la ciudad. La Decena Trágica, la insurrección en el Sur, en el Norte. Zapatistas en la Casa de los Azulejos. Villa y Zapata en el Palacio de Gobierno. El triunfo del Ejército Constitucionalista de Venustiano Carranza. México es el México Insurgente. Una nueva estabilidad irá surgiendo muy lentamente de todos esos indispensables rompimientos, que durante años llevaron también la biografía histórica del país a una continua cima en el juego profundo de las intensidades. De la suma de todos esos movimientos sale una verdad incontrovertible: la Revolución hace de México una nación moderna. Con todas las detenciones, los retrocesos, los saltos hacia el futuro, las caídas hacia atrás que pueda experimentar, el punto de partida nunca volverá a ser el mismo. Se ha producido un inevitable desplazamiento que coloca el centro de la vida nacional en otro lugar: nación moderna: nación cuyo destino está ligado al progreso. El signo de la modernidad es el de la transformación. Esa transformación implica una desaparición de ciertas estructuras sociales y políticas, por supuesto; transformación bienvenida que debe acercar las posibilidades de justicia; pero también desaparición de una cierta apariencia del mundo. Más tarde o más temprano, indesplazable, el progreso deja atrás, en el olvido, la detención sobre el paisaje de los cuadros de Joaquín Clausell.

 

Culturalmente, en México, la Revolución abre las puertas a la gran aventura educativa de José Vasconcelos. El muralismo determina la fisonomía pública del arte en México. Hay un redescubrimiento del pasado indígena oculto en el subsuelo del país pero siempre vivo y latente. Y al mismo tiempo, la apertura hacia la modernidad ha abierto las fronteras. El pasado sólo puede volver a vivir en el presente. Imposible pensar en Orozco sin recordar el expresionismo. En sus orígenes como pintor, para hacer vivir otra vez la tradición precortesiana, la magia y los conjuros de su propio pasado indígena. Tamayo se vuelve hacia la lección del solitario loco de Provence: tiene que ver las montañas y los árboles en los términos de Cézanne y a través de él, llega a Braque. Los pinos y los eucaliptos se han salido de la pintura si hemos de atender a su inevitable evolución. Tamayo nos entregará la imagen del grito y la soledad del hombre moderno en su mundo de máquinas volviendo el rostro angustiado hacia la inmensa noche estrellada, buscando en el girar de los astros y la ocre inmovilidad de la tierra envejecida la recaptura del secreto de la consagración. Pero Clausell no es “públicamente”, no lo es ni siquiera para sí mismo, un pintor. Su trato con la pintura es la expresión de una cierta relación privada con las apariencias de un mundo que desaparece, que va a desaparecer en nuestro mundo y descansa en su derecho al anacronismo, en su decisión de pagar el precio de la soledad que exige el hecho de habitar un espacio personal. Su vida pública sigue siendo la del abogado que busca la justicia y al que sus clientes casi nunca pueden cubrirle sus honorarios. En una época se llamaba a sí mismo “el abogado gallinas” porque, en el mejor de los casos, sus clientes le pagaban así, con gallinas. También se sabe que daba clases de dibujo a los niños en humildes y apartadas escuelas primarias, cerca de Xochimilco. En tanto, en el antiguo y suntuoso palacio de los Condes de Santiago y Calimaya, la vida de Clausell se ha ido haciendo marginal. El centro de la casa ha sufrido un desplazamiento. Para él está en la azotea, donde se encuentra su estudio de pintor. Es fácil comprobarlo ahora viendo el diario secreto de su vida interior, vida que se expresa en términos de pintura, como configuración de los fantasmas que se mueven y habitan en el ánimo del artista, con cuyo despliegue ha ido poblando los muros de ese estudio. Es una habitación vasta —14 metros de largo por 6 de ancho—, a la que se llega venciendo dos pisos de hermosas escaleras coloniales, cuyas ventanas abren un panorama de cúpulas y azoteas en las que se guarda el recuerdo de una ciudad desaparecida casi por completo. En ese estudio Clausell recibe a sus amigos artistas. Allí, muy probablemente, se bebe en abundancia. De allí se va el pintor en busca de la naturaleza, del campo abierto que completa el círculo de su relación con el mundo; allí regresa a fijar definitivamente, en cuadros generalmente pequeños, sus encuentros con el paisaje. Esos cuadros y los muros de su estudio profusamente, desordenadamente, decorados por el artista, dejan fijos los que sin lugar a dudas forman los más altos momentos de la biografía de Clausell, las cimas en las que se hace visible una intensidad interior que es finalmente la que determina el sentido de esa biografía. Es un periodo que cubre un largo número de años. Por lo general, Clausell no fechaba sus obras: son un continuo movimiento, un ininterrumpido ir y venir del paisaje a sí mismo y la exteriorización en su estudio de sus obsesiones y sus fantasmas; de sí mismo y el espacio instintivo y secreto determinado por sus impulsiones, al escenario del mundo del que encierra en el color la multiplicidad de los brillos y reflejos. Inmóviles dentro de su fijación como belleza y armonía en un obra colocada fuera de las transformaciones que provoca la historia, esos años le permiten a Clausell mostrar por última vez quizás en la historia de la pintura el resplandor de un mundo que se convierte cada vez más en recuerdo, y en la verdad de ese mundo se deja aparecer, poco a poco, surgiendo entre los colores, el trazo en el que se halla la cifra de su figura.

 

Tenemos una fotografía de Clausell a los 68 años, poco antes de morir. Las características de su primera madurez permanecen, pero se han profundizado, suavizándose en unas partes, agudizándose en otras. De algún modo, su imagen ya no es la de un abogado que se dispone a enfrentar el mundo, sino la de un artista que ha hecho suyo el mundo, guardándolo en su interior. Clausell  tiene todavía una figura robusta, vigorosa, y la sensualidad sigue viva. Se muestra sobre todo en las manos, que vemos ahora, una sobre la otra, cruzadas bajo su vientre: manos anchas, con dedos gruesos y firmes. El bigote ha desaparecido y podemos ver el trazo largo, sensual a pesar de los labios delgados y unidos, de la boca. Una cabeza asentada sobre un cuello extraordinariamente firme, digno remate de la grave pesantez del cuerpo. Y sin embargo, a pesar de que la nariz, de anchas aletas, es la misma, las arrugas a los lados de ella y de la boca señalan una nueva ironía, quizás amarga, que en los ojos, ocultos casi por los gruesos lentes redondos, se transforma ahora en profundidad y comprensión. La frente se ha hecho más amplia. Clausell tiene abundantes canas en las sienes y la sensualidad vuelve a encontrarse en el alargado lóbulo de la oreja. Un hombre de 68 años, firmemente descansando en sí mismo, su figura entera dibujándose delante de uno de sus cuadros, que aparece al fondo. ¿Hasta dónde está ya él por completo en esos cuadros?

 

Durante un año más todavía, Joaquín Clausell seguirá saliendo frecuentemente de excursión al campo. Las Fuentes Brotantes en Tlalpan, el Canal de Iztacalco, el valle abierto que cierra el levantamiento de los volcanes. Del campo a su estudio, de la mirada contemplativa a la fija exteriorización de esa mirada en sus cuadros, en las paredes de ese mismo estudio, donde, impulsivamente, las imágenes se suman al torrente que constituye su vida secreta, compartida sólo por los amigos que pueden admirar esas paredes en las que se expresa la exacta y compleja cifra de su personalidad, se cierra un periplo en el que el artista se muestra y se nos entrega.

 

Luego, un día, el círculo queda abierto: el pintor abandona sus obras, las deja vivir su vida fuera del tiempo. Es el 28 de noviembre de 1935. Han pasado casi setenta años desde la entrada al mundo de Joaquín Clausell, en Campeche. En esos setenta años el mundo es otro. Tal vez hasta ese paisaje que él mira ahora en las Lagunas de Zempoala desaparecerá o por lo menos se transformará hasta hacerse irreconocible muy pronto. Pero  ahora, en noviembre de 1935, Clausell puede ver el suave temblor de los verdes pinos erectos que se recortan contra el limpio azul del cielo, en uno de cuyos lados se agolpan, se mueven cambiando de forma, algunas nubes blancas. Abajo, más allá de las peñas ocres y grises, el profundo verde del lago. El viento riza ligeramente sus aguas. El verde de los pinos, el azul del cielo, el blanco de las nubes, la luz dorada que brilla en las rocas, se repite, se refleja, se mueve en el agua. El cielo y la tierra: arriba y abajo confundidos; el color de los colores; el espacio sin fondo en el que todas las formas se encuentran. Seguramente, Clausell ha bebido; bebe mucho, siempre: la necesidad de salirse de sí mismo, la búsqueda del éxtasis. Luego, de pronto, la mirada desaparece. El pintor se ha despeñado en una de las rocas ribereñas.

 

Un accidente: despeñado. Su cuerpo, el garante del yo, perdiéndose en el paisaje, abandona ese yo y lo entrega al paisaje. Una anécdota cuenta que Joaquín Clausell perdió la vida al caerse en seguimiento de una botella que él había tirado al vacío, desde la ribera, en las Lagunas de Zempoala. Es sólo una anécdota. Pero, ¿lo que hace verosímiles las leyendas no es su inmediata identificación con la esencia de la persona a la que se atribuyen? El éxtasis se alcanza finalmente en el delirio, a través de la disolución en el objeto del éxtasis. Joaquín Clausell se pierde en el paisaje;  el paisaje se encuentra ahora en sus cuadros. Allí están, reverberantes, convertidos en color, el mundo y sus reflejos: el reflejo del mundo. Además, en las paredes de su estudio, Clausell también nos ha dejado la suma de signos que constituyen la imagen de su delirio y terminan de configurarlo como artista. Su biografía se cierra en su punto más alto y nos deja solos, frente a su obra.

Joaquín Clausell,Fuentes brotantes (Bosque azul),s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

Su obra

 

  1. La naturaleza

Es poco lo que hay que decir y mucho lo que hay que ver en los cuadros de Joaquín Clausell. ¿Puede convertirse el ilimitado espacio del mundo en el campo cercado dentro del que se inscribe una forma de reflexión? Los pintores impresionistas lo enseñan: lo que la pintura nos permite reconocer ya como la sensibilidad impresionista nos lleva a advertir el carácter de esta reflexión, su forma, en los términos de las imágenes en las que se hace visible. Para la pintura impresionista se trata de que los elementos mediante los que se constituye la representación plástica no se centran alrededor de la manera en que se puede crear la ilusión de que se reproduce un determinado aspecto del mundo, sino de que la manera en que se representa ese aspecto del mundo nos entregue el pensamiento de la sensibilidad que lo contempla. Pero este pensamiento es un sentimiento. No se muestra en términos de conceptos, de ideas, sino de intensidades sensuales que encuentra su posibilidad de expresión, de convertirse efectivamente en pensamiento visible, a través de la percepción e interpretación de los efectos que la luz revela al actuar sobre la materia, o sea, a través del color.

 

Joaquín Clausell ya lo sabemos, entendía la pintura, lo que quiere decir que sentía la necesidad de la pintura, en estos términos. Su urgencia interior, conservada siempre dentro del marco de una pasión privada, de convertir en cuadros su visión de la realidad del mundo en el que se mueve, nace como una forma de reflexión que se concreta en la obra. Su oficio aparece como producto de su necesidad. Él nunca estudió con Landesio ni con Clavé; no tuvo ningún gran maestro académico; o aprendió nunca a realizar frías y transparentes composiciones panorámicas en las que, como había logrado hacerlo Velasco, el espacio abierto actuará por sí mismo mostrando siempre su independencia de cualquier intensidad de la mirada. A esa transparencia opone una lucidez opaca, tamizada por las inflexiones en las que se muestran todas las particularidades que animan su mirada. Por eso, su contemplación se entrega en sus cuadros como una inflexión; no es un recorrido exterior sino un proceso de interiorización de lo inmediato que nos regresa al campo de lo inmediato exteriorizando ese proceso. Con justicia, Xavier Villaurrutia puede decir de Clausell:

 

Pintor sensual en el más puro y directo significado de la palabra, sus cuadros hablan sin elocuencia, poéticamente, a los sentidos del espectador. Y si todos son un deleite para la vista, de algunos es justo decir que podemos respirarlos como una emanación; o bien tocarlos, por la magnífica calidad de su materia, y aun oír en ellos el silencio de sus lagos y canales, o el rumor de sus bosques, o la precipitada fuga del oleaje en sus marinas, o el hervor de sus caídas de agua.

 

Las palabras de Villaurrutia nos dan un catálogo casi exhaustivo de los temas de Clausell. Es siempre el mismo encuentro con un determinado paisaje, con el paisaje, pero ese encuentro subraya precisamente sus cualidades sensibles. De pronto, en la múltiple variedad de sus reflejos, el mundo se pone a hablar, deja escapar apenas, casi silenciosamente, dejándonos escuchar su voz sólo desde adentro, un rumor incesante, hecho de lentas emanaciones intermitentes, de efluvios que confunden nuestros sentidos de tal modo que, como nos lo sugiere Villaurrutia, no sabemos si esa voz se dirige al oído, al tacto, al olfato, o a la vista. Y sin embargo, se trata siempre, inevitablemente, de ver. Es el placer de la pintura. Ante los cuadros de Clausell siempre llegamos al puro placer de la pintura. Pero ese encuentro sobre el que nuestra mirada se detiene, en el que nuestra mirada se queda, habiendo encontrado la densidad de una materia que la seduce y en la que puede descansar, es al mismo tiempo una meta y un punto de partida.

Joaquín Clausell, Canal de Santa Anita, s/f. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

Clausell ha convertido en pintura un mundo que lo seduce. Sus cuadros nos hablan, se quedan como impresiones, de sus viajes y excursiones por México. Pero en esos cuadros ya todo es color y la meditación sobre el mundo se transforma en meditación del color sobre sí mismo y a través de esa meditación, en capacidad que la pintura nos otorga para reflexionar sobre la personalidad que ha elegido definirse a través de la vida que el color nos muestra. En sus pequeños, grandes cuadros, Clausell es ya un paisaje. Para pensar en él, pensemos en ese paisaje. Él nos habla de las Fuentes Brotantes de Tlalpan y del Canal de Iztacalco; del mar embravecido estrellándose en los acantilados de Mazatlán o aquel Acapulco del mar incesante, agitándose sin fin en inagotables ondulaciones, con toda su profundidad convertida en superficie, o extendiéndose sobre la arena hasta parecer perderse en ella antes de regresar a sí mismo; el agua quieta o murmurante de lagos y arroyos en los que se repiten las vibrantes siluetas de los árboles y el agolparse de las nubes en el cielo; el árbol que en un riguroso primer plano enmarca y abre el espacio en el que finalmente se unen la tierra y el cielo, la hierba y las nubes; de las altas, nevadas montañas, cuya lejanía muestra la profundidad del llano y que de pronto se yerguen al final de éste, y una y otra vez, siempre de nuevo, de las nubes, el cielo, el agua, la tierra, el mar, la temblorosa y esbelta silueta de los árboles. Sin embargo, todo eso no es más que el azul, el amarillo, el rojo, el verde, los juegos, los reflejos, las repeticiones de la luz y la sombra en el azul, el amarillo, el rojo, el verde. Y así, el color crea u espacio mágico, el lugar en el que todo aparece y desaparece, se muestra y se queda fijo en su continua capacidad de transformación.

Joaquín Clausell, Camino al bosque. Óleo sobre tela Museo Nacional de Arte, INBA

Hay dos cuadros de Clausell que separamos arbitrariamente, tan sólo para ilustrar una verdad que corresponde al conjunto de su obra. Se titulan Camino en el bosque y Claro en el bosque. Son dos paisajes encantados. La naturaleza parece contener el aliento en ellos, suspendida en un suspiro desde cuya momentánea detención, antes de precipitarse en el instante siguiente, se contempla a sí misma. Los azules, esbeltos troncos de los árboles cercan un espacio en el que nada ocurre. La hojas, amarillas, verdes, aletean y vibran, quietas. La luz entra, tamizada por los colores entre los que se filtra, hasta ese sendero oculto cuyo camino los árboles señalan, hasta ese claro que los árboles abren, creando su lugar. La pintura ha establecido una zona vacía, pero esa zona aparece a través de la existencia de la pintura, del mundo de color que al cercarla la obliga a manifestarse. La ausencia se ha convertido en una presencia. ¿No podemos ver en esta imagen un símil de la existencia presente-ausente del pintor en los paisajes que crea? Él ya no está, le ha dado su voz al paisaje, pero esa voz en la que se pierde es suya, y recogiéndolo, ocultándolo, el paisaje lo encuentra y lo muestra.

 

  1. El delirio

 

El estudio de Joaquín Clausell, en la azotea de la antigua casa de los Condes de Santiago y Calimaya, que hoy es el Museo de la Ciudad, nos propone otra imagen del artista que le da un giro inesperado a la proyección de su figura y termina de constituirla en toda la riqueza de sus contradicciones. Clausell no es sólo el que, indirectamente, encontramos en sus paisajes, o mejor dicho, nada más lo es cuando a esta imagen le agregamos la de la expresión de sus sueños y pesadillas tal como los ha dejado, exteriorizados también, en las paredes de su estudio.

Estudio de Joaquín Clausell. Museo de la Ciudad

A lo largo de su vida de pintor, Clausell fue pintando en desorden, sin ningún propósito público, las paredes de su estudio. No lo animaba la intención de realizar una obra en ellas, y en efecto, lo que encontramos en su estudio no es una obra en el sentido tradicional del término: es más bien un diario íntimo en el que el artista iba anotando todas las figuras que lo obsesionaban, alimentaban y constituían su yo. Por eso, como ocurre con todos los diarios, sólo la muerte de su autor, al cerrar la posibilidad de continuarlas, le da un final a esas anotaciones y las convierte en obra marcando sus límites, cerrándolas definitivamente. Es un estudio que nos cerca, nos rodea, dejándonos contemplar como desde el interior y hacia fuera el alma de Clausell. Allí no hay más orden que el desorden que crea el libre movimiento de intensidades en las impulsiones. Pero el alma que así se expone a la contemplación es el alma de un pintor. Aspectos sorprendentes de las zonas de expresión que ese pintor puede tocar y hacer visibles se agolpan en el estudio. Una tras otra se suceden las imágenes, muchas veces esas imágenes se superponen una a otra, se borran en parte, desaparecen una en la otra. Su conjunto se contradice, contrapone las figuras hasta formar un abigarrado mapa del lúcido delirio a través del cual, en la pintura, Clausell salía al encuentro de sus fantasmas. Hay una interminable sucesión de pequeños cuadros. En ellos encontramos las marinas, las montañas, los bosques, las playas, los cielos que ya conocíamos a través de las obras de caballete. Y de regreso de esas montañas, esas playas, esos bosques, a solas consigo mismo, ¿qué encontraba el pintor? La serena belleza de los paisajes se puebla de figuras humanas, de emblemas, de signos. Sobre la naturaleza, en el espacio de la naturaleza, aparecen los deseos, los sueños, los delirios diurnos cuya cifra secreta surge del reino de la noche.  Entonces, el estilo de Clausell sufre la transformación a la que lo obliga y lo somete la urgencia de dar libre curso a la expresión de sus impulsiones instintivas. El pintor impresionista cede el paso a un poderoso intérprete del “Nuevo Estilo”. Los innumerables desnudos, los rostros de mujer, las emblemáticas cabezas de leones, los misteriosos caballos blancos inmóviles en medio de un campo al que baña la luz lunar de Clausell ya no nos conducen hacia Monet o Pizzarro sino hacia Gustave Moreau, hacia Klimt, algunos aspectos de Ensor, hacia Odilon Rendon. No se trata de clasificar, sin embargo, sino de penetrar en esa obra sin centro cuyo único centro posible es el propio Clausell.

Estudio de Joaquín Clausell, Museo de la Ciudad de México

A través de la multitud de desnudos, siempre fascinantes, siempre perturbadores, figuras mórbidas, yacentes, con el cuerpo quebrado en distorsiones incitantes e imprevisibles, de piel blanquísima en la que se refleja la muerte y la vida; a través de esa multitud de escenas en las que intervienen monjes, asesinos, cadáveres, animales, charros, figuras populares, y que no están regidas más que por la loca libertad de la imaginación que alimenta los sueños; a través de los emblemas y signos que presiden el obsesionante despliegue de esas escenas entre las que una y otra vez reaparece el paisaje, el callado e inmutable escenario del mundo , dejándose llevar, mover, sacudir por los mandatos de una fantasía a la que nada limita, Clausell ha convertido en razón su delirio dándole forma, obligándolo a mostrarse como obra, una obra que tiene entre sus exigencias la imposibilidad de que el propio artista la rigiera, pero que en la libertad de su movimiento sin fin, movimiento que es el de impulsiones irracionales en las que se expresa la fuerza de la vida, lo encierra y nos lo dona. En las paredes del estudio de Clausell, los límites de esa obra sin orden consciente van trazando un perfil que en sus altas y bajas semeja el de una lejana cordillera que se diluye, se hace imprecisa en la distancia. Sin reparar en los detalles de cada composición, dejando flotar la mirada por las abigarradas paredes del estudio, los colores se difuminan, se funden uno en el otro, van creando una imprecisa tonalidad roja, azul, verde, amarilla. Y de pronto, es sólo el color el que nos rodea, estamos inmersos en el color. La totalidad de las paredes del estudio, encerrando el delirio de Joaquín Clausell, forman también un paisaje.

JUAN GARCIA PONCE. Imágenes y visiones. Editorial Vuelta, primera reimpresión 1991.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

JOAQUÍN CLAUSELL   (1866 – 1935)

Canal de Santa Anita

Fecha:s/f

Técnica:Óleo sobre tela

Crédito:Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982

 

 

 

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