Alí Chumacero, poeta

Alí Chumacero, poeta

Conocí a Alí Chumacero hace unos cuarenta años. Somos amigos desde entonces. Nuestra amistad ha resistido lo mismo a los codazos, pellizcos, dentelladas y zancadillas de la vida literaria que a las lejanías, las ausencias y los silencios. Incluso ha resistido a la Ciudad de México, este gigantesco molino que sin cesar muele afectos y reputaciones hasta volverlos polvo desmemoriado. Al principio, cuando Alí llegó a México con José Luis Martínez y Jorge González Durán —los tres venían de Guadalajara, aunque Alí es de Tepic— lo veía a menudo, casi todos los días. Ahora nos vemos muy poco. Pero no lo siento lejos: aunque nos separan las distancias, los tropeles de autos y su fragor de motores jadeantes, el polumo y las otras devastaciones urbanas, sé que está cerca. A veces sin necesidad de verlo ni de llamarlo por teléfono, hablo con él silenciosamente y releo Responso del peregrino, Los ojos verdes, Salón de baile, Alabanza secreta o algún otro poema de sus tres libros: Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo.

Libros breves, intensos y perfectos. En cada uno de ellos hay poemas que me seducen por su hechura estricta y por las súbitas revelaciones que entregan al lector, como si el poema fuese un objeto verbal construido conforme a las leyes de una geometría fantástica y que, al girar en el espacio mental, se entreabriese hacia territorios vertiginosos, masas de obscuridad y precipicios por donde la luz se despeña. Poemas memorables pero también versos y líneas que nos suspenden, nos entusiasman o nos obligan a recogernos en nosotros mismos, como esa Pastora de esplendores o esa Petrificada estrella frente a la tempestad o ese tigre incierto en cuyos ojos un náufrago duerme sobre jades pretéritos o ese estanque taciturno (admirable conjunción: el adjetivo transfigura al substantivo y le da una tonalidad saturnina).

Los poemas de Alí Chumacero son sucesos de la carne o del espíritu que ocurren en un tiempo sin fechas y en alcobas sin historia. Es el tiempo cotidiano de nuestras vidas cotidianas recreado por un oficio estricto que, en sus mejores poemas, se resuelve en un diáfano equilibrio. No encuentro mejor palabra para definir a este arte exquisito que la palabra cristalización. Alí Chumacero se sirve de los artificios más rigurosos y refinados para expresar situaciones que en otros poetas son meramente realistas. Su tentativa recuerda a las de dos poetas mexicanos que son dos polos de nuestra tradición. Uno de ellos es Ramón López Velarde, al que además se parece por la religiosidad —con frecuencia aguda conciencia del pecado— y por la predilección con que usa imágenes que vienen de la Biblia y de la liturgia católica. El otro es Salvador Díaz Mirón, al que lo une el culto a la forma cerrada, la afición por asuntos no poéticos y, en fin, la reserva orgullosa. Pero estos parecidos, apenas los examinamos de cerca, se disipan. Lo mismo sucede con otras afinidades. Todas ellas definen no tanto una influencia como un linaje poético. La obra de Alí Chumacero, como la de todos los poetas mexicanos de valía, es única, irrepetible y, simultáneamente, se inserta en una tradición.

Sus imágenes se bifurcan en asociaciones complejas, encadenadas en largas frases sinuosas, aunque bien vertebradas. Sus versos tienen la misma solidez y flexibilidad. Como casi todos los poetas de su generación, sus metros preferidos son los de once y siete sílabas, sin rima y libremente combinados. Huye de los versos rotundos y la música de su poesía es una monodia más cerca de la liturgia que del canto. La figura geométrica que podría representar tanto a su sintaxis como a su prosodia es la espiral. Poesía hecha de la ‹‹conspiración›› –como decían los estoicos– de los cinco sentidos, singularmente los de la vista, el tacto y el olfato. Pero Alí nunca cierra los ojos: cada una de las imágenes de sus poemas ha sido sometida a una crítica lúcida. Doble y difícil lealtad: amor a la perfección y fidelidad a lo vivido. Estas dos notas, más que definir a su poesía, la acotan: dibujan el recinto cerrado que es cada poema suyo, crean el espacio secreto del rito. Los oficiantes son el sexo y la reflexión solitaria, las soledades juntas y la soledad de la mente poblada de fantasmas.

Extraordinaria revelación (extraordinaria y universal pues todos la hemos experimentado): hablamos siempre con fantasmas y nosotros mismos somos fantasmas. Sin embargo, Chumacero no viene del budismo sino del cristianismo: lo fascina la encarnación de las imágenes, no su disolución. Su cristianismo es el cristianismo desesperado de la conciencia moderna, en la que la ausencia divina hace más punzante la presencia del mal. Sólo aquel que ha perdido la certeza de la eternidad puede saber realmente el significado de la palabra mortal. Somos nosotros los modernos, no los condenados de la alegoría de Dante, los que hemos perdido la esperanza. La maestría de Alí Chumacero para expresar algunos de estos estados extremos se revela así como algo más que un rigor estético: su verdadero nombre es heroísmo moral. Metafísica de la ceniza, breve llamarada del alcohol, vegetaciones sexuales de la penumbra, espejo desierto —¿adónde cayeron las imágenes? ¿No queda nada? Quedan los monumentos cristalinos. Los fantasmas se han resuelto en formas que giran, pequeños sistemas solares hechos de ritmos y de ecos. Quedan las palabras en reposo.

OCTAVIO PAZ. Sombras de obras. Seix Barral / Biblioteca breve. 1983

Antes del fin / Ernesto Sabato

Antes del fin / Ernesto Sabato

Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi conciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina.

He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes, pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una poderosa euforia.

Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y carnal al cual pertenece el hombre concreto.

Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que anualmente otorgaba la Asociación para el progreso de las Ciencias, enviándome a trabajar al Laboratorio Curie.

Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión acompañado de Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes vivía en un cuartucho en la rue du Sommerard.

El periodo del Laboratorio coincidió con esa mitad del camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por las mañanas me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dome y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.

Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio pero muy barato, donde acostumbraba almorzar con Matilde. De pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo, señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel excepcional pintor: Wilfredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo surrealista de Breton: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara.

Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato. Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta, con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando, aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson.

Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo dionisíaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se encontraba ahora azorado entre la forma más extensa del racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta forma de la irracionalidad.

Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones demenciales como el Informe sobre ciegos, y, finalmente esos cuadros terribles que me surgen del inconsciente. En la mayor parte de los casos, sobre todo en este periodo de mi existencia, me es imposible explicar a los que me interrogaban qué quise decir, o qué representaban. Es lo mismo que uno se pregunta cuando ha despertado de un sueño, sobre todo de una pesadilla; tanta es su ilogicidad, sus contradicciones. Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira.

Es lo que todos los hombres hacen con su doble existencia: la diurna y la nocturna. Un pobre oficinista sueña de noche con asesinar a puñaladas al jefe, y durante el día lo saluda respetuosamente. El ser humano es esencialmente contradictorio, y hasta el propio Descartes, piedra angular del racionalismo, creó los principios de su teoría a partir de tres sueños que tuvo. ¡Lindo comienzo para un defensor de la razón!

Algo parecido es el caso del desdichado Isidore Ducasse, uno de los patronos del surrealismo, que en uno de sus primeros Cantos, ya convertido, quién sabe por qué irónico impulso, en el Comte de Lautréamont, hace el elogio de las matemáticas a las que se acercó con indiferencia o quizá con desprecio:

 

Oh, matemática severa, yo no te olvidé, desde que tus sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una onda refrescante; yo aspiraba instintivamente, desde la cuna, a beber de tu fuente, más antigua que el sol, y aún continúo recordando cómo osé pisar el atrio sagrado de tu solemne templo, yo, el más fiel de tus iniciados.

 

Son muchos los que en medio del tumulto interior buscaron el resplandor de un paraíso secreto. Lo mismo hicieron los románticos como Novalis, endemoniados como el ingeniero Dostoievski y tantos otros que estaban destinados finalmente al arte. A mí, como a ellos, la literatura me permitió expresar horribles y contradictorias manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales. Visiones que luego expresé en novelas que me representan en sus parcialidades o extremos, a menudo deshonrosas y hasta detestables, pero que también me traicionan, yendo más lejos de lo que mi conciencia me reprocha. Y ahora, desde que mi vista deteriorada me ha impedido leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece que el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.

En medio de la espantosa inestabilidad de esa época conocí a un personaje extraño, el gran pintor español, en realidad canario, Oscar Domínguez. En los frecuentes encuentros en su taller, me insistía para que abandonase las “pavadas” del Laboratorio y me dedicase por completo a la pintura. Pasábamos largas horas literalmente delirando, entre el olor a la trementina y la botellas de cognac o de vino que no cesaba de correr por nuestras manos. La instigación al suicidio, por momentos aterradora, era una presencia constante luego de acabar cada botella. Sugerencia que me reiteró un domingo lluvioso, a la vuelta del Marché aux Puces. Yo le respondí: “No Oscar, tengo otros proyectos”.

Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en medio de la estrechez del mundo cientificista. Su desenfreno era capaz de promover las ocurrencias más disparatadas. En un tiempo, se había dedicado a la investigación, dentro del dominio de la escultura, para obtener superficies “litocrónicas”. Como yo venía de la física, inventé esa palabra que significa “petrificación del tiempo”, broma que se me ocurrió basándome en la conocida yuxtaposición, hecha por Oscar, de la Venus de Milo con un violín. Le sugerí entonces la posibilidad de forrar la escultura con una fina y elástica tela para luego desplazar el violín en diferentes formas, y lograr así lo que él denominó en su jerga “anquietanz”.

El texto completo salió publicado en Minotaure, y quedó para mí como testimonio de un tiempo de crisis. Sin embargo, Breton lo elogió con su acostumbrada solemnidad, sin advertir que era una mezcla de disparate y humor negro; lo que prueba, por otro lado, la ingenuidad de ese gran poeta que, en una delirante mezcla de materialismo dialéctico y Lautréamont, pretendía disimular su falta de rigor filosófico.

En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de su amigo, un muchacho más bien bajo y menudo, que me mostró sus cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del conocimiento de matemáticas superiores para comprender el fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de mi exposición en el Foyer del Centre Pompidou, reencontré con profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la generosidad de participar en un hermoso homenaje que se me hizo.

Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas montañas de medialunas y brioches que se veían en los mostradores de cualquier café de barrio. Pero, sobre todo, la mayor tristeza fue ver a Breton, que no se resignaba a dejar en paz el cadáver de su movimiento.

Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida. Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser auténtico.

Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre un caballete.

Fragmento de

I Primeros tiempos y grandes decisiones

ERNESTO SABATO. Antes del fin. Seix Barral / Memorias, 1999.

Entre el río y el mar

Entre el río y el mar

No sé si es la edad, pero ahora me fijo más en política y otras cosas por el estilo. Tampoco es que México sea un país progresista o liberal, pues es sabido que todos los días hay muertos y violencia policiaca y desaparecidos.

Pero cuando vives en una geografía supuestamente progresista y te enteras que hay un rapero en la cárcel por hacerle un rap al rey de España o que en Alemania te quieren meter a la cárcel por decir una frase que en inglés comienza con “desde el río hasta el mar…” Es entonces cuando te das cuenta que en todos lados se cuecen habas, que el sistema está igual de torcido porque al usar ciertos logos en tu ropa y el echar ciertas porras en la calle te procesan como terrorista o como un individuo que apoya y fomenta crímenes contra la humanidad.

Supuestamente habrá un proceso judicial, dicen que se investigará el contexto, la causa y la intención y de esta manera un aparato legal decidirá las consecuencias, pero de momento —si por ejemplo— te compras una playera negra y le dibujas una frase o un logo, automáticamente te conviertes en enemigo de la sociedad; una sociedad que se opone a las dictaduras, autocracias y supuestamente a la opresión, te conviertes en enemigo bajo una ley que crea un espacio de excepción dentro del derecho humano a la libre expresión con el argumento de que lo que dices o vistes o cantas es un delito contra la humanidad. Se siente como si lo que se propusieran es detener a un joven Hitler antes de que manipule a las masas y con ello detener la propaganda en infraganti. Es la justificación de la ley en este caso.

Pero yo aún no entiendo como un logo, una frase pueden llevarte a tres años de prisión, ¿se supone que si lo dices con mucho, mucho odio te conviertes en un terrorista?

O sea que si usas esa playera negra con los garabatos prohibidos en una manifestación, te toman la foto y te ganas una estancia pagada en una prisión del primer mundo (y adiós visa). Pero los personajes que de verdad tienen el poder de manejar a las masas, los que están sobre el aparato que redacta las reglas de la libre expresión o que de hecho son a veces los mismísimos personajes que definen estas reglas, esos personajes se pueden santiguar con una mano y proclamar que están defendiendo a una sociedad y liberándola de las garras de la perdición, de todo lo que es malo y de lo que no deseas que te suceda, por ejemplo: ser pobre, no tener internet, trabajar muchas horas y no poder comprar nada; en otras palabras son los que nos defienden de todos los cuentos chinos (y rusos y árabes y de todo lo que da miedo y está mal).

Justo ahora estoy leyendo un libro sobre el guión cinematográfico y la filosofía de lo que significa ser un producto en un mercado global, del sistema que crea narrativas para cada individuo en la sociedad. Nosotros elegimos (de los guiones disponibles) nuestro guión para vivir, y podemos ser felices, y debemos ser felices porque en otros guiones hemos aprendido a temer (probablemente con buenas razones).

Pero el hecho de que las sociedades occidentales de primer orden criminalicen una frase pegajosa, la verdad da coraje. Da coraje que los ministros (secretarios de gobierno) de esas mismas sociedades salgan a decir que se quieren salir de las Naciones Unidas porque el resto de las naciones quieren algo que a ellos no les gusta. El coraje pasa y queda la decepción y un pasaporte expirado y las noticias lejanas de las manifestaciones locales de otra geografía lejana con sus playeras y sus frases, otra geografía con sus ríos y sus mares.

Texto e imagen de Röf

Thanathopia

Thanathopia

—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en su gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó)

—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.

No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aún las más amargas torturas, a causa de vuestras risas… Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en las horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad donde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que nombrar: de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver… Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues temía quizás que algún día revelase lo que el pretendía tener oculto… Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. El ordenó mi secuestro, porque… Poned atención.

(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de las famosas cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso para conmigo, me iba a visitar a Londres una vez al año al establecimiento de educación donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.

Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna… ¡oh, cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreces… ¿por qué había cipreces en el colegio?… y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector… ¿para qué criaba lechuzas el rector?… Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os juro, una voz: «James». ¡Oh voz!

Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él; alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese él.

Llegó más amable que otras veces; y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad para conmigo. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluído mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza… Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo,

—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además —quería decirte—, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba  noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía… ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable blue-stoking, o una cruel sabionda, o una bruja… Perdonad las palabras: A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado…

No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición, tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente, no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes.

Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban sustituídos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rosetti, cubierto de un largo velo de crespón.

Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía.

—La verás luego… Que la haz de ver es seguro… James. mi hijito James, adiós. Te digo que la verás luego…

Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevásteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a cenizas por la llama de un relámpago…

Fue esa misma noche, si. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego ví que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación.

Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos: apareció mi padre: ¡Por primera vez, por primera vez!, ví sus ojos clavados en los míos, os lo aseguro, unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban…

—Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

Ella…

Y mi padre:

—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano… Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: «!James!»

Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó.

Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría… Y la mujer no me miraba. Balbucié un saludo, un cumplimiento.

Y mi padre:

—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es tu hijo también.

Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor… ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor… no os lo quiero decir… porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún; me eriza los cabellos.

Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliera de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca…

—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto; que me saquen de aquí!

Oí la voz de mi padre:

—¡Cálmate James! ¡Cálmate hijo mío! Silencio, hijo mío.

—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—.Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

 

RUBÉN DARÍO. Cuento incluido en El libro de los vampiros (Antología), Fontamara 1982.

 

El proceso de las artes: 1910-1970

El proceso de las artes: 1910-1970

Por Jorge Alberto Manrique *

En más de un sentido la cultura de México parece estar compuesta por sucesivos momentos en que se alternan épocas de apertura y épocas de cerrazón. Parece constitutiva de la cultura mexicana su ambivalente situación respecto a la cultura europea u occidental, de la misma manera que, en mayor o menor grado, ese fenómeno ambivalente es propio de toda la América Latina. Nuestros países pueden ser entendidos como pertenecientes —así sea marginalmente— al ámbito de la cultura occidental, como contradictorios o como más o menos ajenos a ella. Para el caso de México, esta ambivalencia, que se refleja en la doble posibilidad de interpretación, se ha resuelto en el tiempo como una sucesión de momentos contradictorios, que se sustentan en complejas situaciones históricas: nos hemos postulado alternativamente como iguales o como diferentes a Europa, al Occidente; saltamos del regodeo en lo propio, la búsqueda y complacencia en lo que nos hace diferentes, que se presenta como un valor precisamente por diferente y exclusivo nuestro, a —en el momento histórico siguiente— el susto por quedarnos atrás, por perder el paso con respecto al mundo. Las dos posibilidades de interpretación se han presentado de manera diversa cada nueva vez que hacen su aparición: no se trata precisamente de un corso e ricorso, sino simplemente de que en determinadas circunstancias prevalece y se impone una de las posibilidades interpretativas sobre la otra. Por eso mismo, porque el hecho constitutivo no ha resuelto su contradicción, no puede extrañar tampoco que en una época de “apertura” (o susto) persistan, aunque sin llegar a imponerse, elementos que serían más propios de la “cerrazón” (o regodeo), y viceversa.

Para fines de la época porfiriana, así como el sentido de un régimen surgido de la lucha liberal se habían alterado notablemente, también se había modificado el sentido de las manifestaciones culturales. México se encontraba, para el caso, en lo que podríamos llamar época de apertura con respecto al exterior. Lo cual se manifestaba en el deseo pregonado de ser “un país civilizado”, “a la altura de las naciones cultas del mundo”. Atrás habían quedado los ideales de los prohombres de la cultura nacionalista de la Reforma, que habían insistido en la necesidad de crear un arte nacional, una “escuela mexicana”, todavía en los primeros años de régimen tuxtepecano: Ignacio Manuel Altamirano, López López, Olaguíbel o el mismo José Martí. También había quedado atrás en ideología —aunque esporádicamente se practicara aún— el arte más o menos fallido a que había dado lugar aquel entusiasmo: pinturas como El tormento de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre, o esculturas como el Cuauhtémoc de Noreña. Y si José María Velasco, el talentoso paisajista que (ajeno a la ideología liberal) había dado una vuelta sutil a la interpretación nacionalista reflejando en sus obras hitos históricos del país, seguiría pintando hasta 1912, no iban a él los entusiasmos de la joven cultura mexicana de los primeros años del siglo.

Éstos iban, en cambio y precisamente, a aquellos artistas que —independientemente del talento de cada uno— encajaban sin mayor problema dentro del tipo de arte propio de la Europa de fin de siglo. Gente más joven, que había viajado a París o a las ciudades alemanas del último romanticismo y del simbolismo, y que había asimilado no sólo los estilos, sino aun el modo “bohemio” de vivir. En México pintaban, grababan o dibujaban como lo habrían hecho en Europa, y arrastraban por cafés, cantinas, cervecerías y burdeles su vida bohemia: quizá más esta imagen de su arte que la inversa. La Revista Moderna (casa, club y órgano, precisamente, de los “modernistas” literarios) les encargaba viñetas y festejaba cada vez que atravesaban el océano. Los más notables de entre ellos son Julio Ruelas y Jesús Contreras. Ruelas, pintor, dibujante, grabador, es el caso más claro del artista simbolista; su obra no por su cercanía con sus contemporáneos de allende el mar carece de personalidad ni de fuerza ni de firmeza. Asimiló y fue uno de los importantes exponentes de las formas decorativas que forjaba el entonces novísimo art nouveau; su pintura, inmersa en esa especie de marasmo enfermizo del paso entre los dos siglos, resulta pasto apetecible para las interpretaciones psicológicas; al fin de su vida realizó grabados de muy alta calidad, entre los que destaca La crítica. Jesús Contreras participa de semejante sensibilidad afilada y quebradiza; aunque su fama lo llevó a aceptar encargos civiles (Monumento a la Paz, en Guanajuato), aflora mucho más su personalidad en obras más íntimas: Malgré tout, figura femenina en mármol, realizada cuando había perdido ya un brazo, resume su actitud sentimental.

La estirpe de Ruelas y Contreras subsistió todavía con el escultor Enrique Guerra (1871-1943), que sin embargo busca un sentido heroico y monumental, procedente de los nuevos aires que Maillol y Bourdelle hacían soplar; en el pintor simbolista Germán Gedovius; y alcanzó incluso a un joven que después recorrería eclécticamente medio siglo de la historia del arte en México: Roberto Montenegro.

Julio Ruelas (autorretrato)

Al mismo tiempo que eso sucedía, ignorados en todo y por todo de la alta cultura, trabajaban en la ciudad de México dos grabadores extraordinarios, cronistas natos de la realidad y la fantasía de un ambiente urbano de medio pelo para abajo, que tenía el descaro de —inconscientemente— restregarles en la cara a los señores de la cultura que México, a pesar de lo que ellos quisieran, no era París. Manuel Manilla y Guadalupe Posada serían los representantes de una “contracultura” porfiriana, de la misma manera en que los son los corridos y juguetes teatrales que publicaba en ediciones baratísimas Vanegas Arroyo, ilustrados precisamente por ellos. No son verdaderamente artistas populares, sino hombres formados en los aledaños de la cultura oficial, que toman el partido del artesano. Creadores de las “calaveras”, pregoneros de los héroes populares, relatores de horrores reales e imaginados; Posada, el mayor, alcanza un estilo personalísimo en la simplicidad de su trazo, en la fuerza expresiva, la capacidad de ternura y el humor chocarrero.

José Guadalupe Posada

La ciudad de México que se había mantenido casi inalterable en su fisonomía durante el siglo de la independencia, empezó a resentir mutaciones y mutilaciones al triunfo del liberalismo: destrucción de capillas, derrumbamiento de viejos conjuntos conventuales para abrir calles más o menos útiles. Antes, la carencia de dinero había reducido los deseos de borrar el pasado colonial a enjalbegar paramentos de tezontle o alterar vanos de puertas y ventanas. Para fines del porfirismo, en cambio, se dio la posibilidad de levantar nuevos y fastuosos edificios públicos, que son un reflejo —no despreciable, por cierto— de la ecléctica y confusa arquitectura que privaba en la Europa de entonces. Los arquitectos de esos palacios civiles suelen ser extranjeros, porque entre los mexicanos lo que faltaba no era imaginación, sino preparación técnica para obras de una envergadura desconocida en la Academia de San Carlos, con la excepción quizá de Rivas Mercado. Adamo Boari levanta el plateresco-veneciano Palacio de Correos e inicia el ambicioso Palacio de las Bellas Artes. Silvio Contri el Palacio de Comunicaciones y Emilio Bernard hace el proyecto del nunca concluido Palacio Legislativo. El monumento a la Independencia, proyecto muchas veces acariciado y otras tantas abandonado, fue obra de Rivas Mercado y pudo inaugurarse, simbólicamente, en las celebraciones del Centenario.

El Angel de la Independencia de Rivas Mercado

Si el exotismo es recurrente en la arquitectura de ese tiempo se hace notar sobre todo en la construcción de los pabellones de las ferias internacionales a que México empieza a acudir asiduamente; más que como un temprano brote nacionalista, los proyectos de pabellones neoaztecas o neomayas se inscriben en ese exotismo general, junto con pabellones moriscos o góticos. Un tímido estilo neocolonial aparece en las ampliaciones o reformas a los viejos edificios públicos barrocos. En las últimas décadas del siglo XIX la ciudad empieza a salirse de su centro, y el movimiento se acrecentará en las primeras décadas de este siglo. Surgen los nuevos barrios —que desde entonces tomarán el curioso nombre de “colonias”— alrededor del viejo casco citadino; su arquitectura será de palacetes o chalets muy a la francesa la mayoría de las veces; pero la imaginación y prepotencia de los ricos que los construyen, secundada por los arquitectos, favorecerá más aún los exotismos y dará entrada a la gran novedad arquitectónica del momento: el art nouveau, que, con su incesante movimiento curvilíneo, su típica interpretación de las formas de la naturaleza y su abandono de los cánones clásicos, producirá obras verdaderamente notables.

En las ciudades de provincia el movimiento es similar, aunque más pausado y en cierta forma más conservador, las nuevas fachadas se acomodan más fácilmente, por lo general, al contexto urbano dado en el que se inscriben. Algunas ciudades que conocen bonanza minera, mercantil o industrial en el paso entre los dos siglos (Zacatecas, Guanajuato, Guadalajara, Puebla, Aguascalientes) tiene una importante actividad constructora.

Por lo que toca a la arquitectura, la Revolución de 1910 no produce una censura notable: se sigue construyendo igual —aunque ya no obras públicas— en los barrios que crecían por éxodo del campo inseguro a la ciudad. En otros campos, en cambio, y especialmente en la pintura, se sentirán desde temprano vientos renovadores.

Una fecha importante, y con sentido político, es 1911, en que los estudiantes de la Academia de San Carlos hacen una larga huelga. Se trataba de destituir al director Rivas Mercado. Había fermentos de novedad, en buena parte instigados a los muchachos por el Dr. Atl (Gerardo Murillo), que había vuelto de Europa con el ánimo de que se necesitaba sacudir el ambiente artístico de México. Ya desde 1910 los estudiantes encabezados por él habían exigido una exposición mexicana paralela a la que se había proyectado de pintura española. La huelga no traería resultados muy espectaculares, pero finalmente, la llegada a la dirección de Alfredo Ramos Martínez y su creación de las escuelas de pintura al aire libre (Barbizon en Santa Anita), no por ingenuas dejaban de significar nuevos rumbos. Fuera de la Academias esos nuevos rumbos los marcaba un pintor callado y tímido, Joaquín Clausell, que iniciaba una especia de impresionismo local, no muy cercano al original francés y si en cambio muy rico en colorido y en su transmutación simbólica y sentimental de la naturaleza. Los estudiantes más talentosos se habían dispersado en medio de los acontecimientos políticos, unos para siempre. José Clemente Orozco como dibujante en la prensa y después en Orizaba, donde había seguido al Dr. Atl. David Alfaro Siqueiros con el ejército constitucionalista. Mientras, Diego Rivera estaba en Europa, donde había sido desde 1907 becado por Teodoro Dehesa, gobernador de Veracruz; había estudiado con Chicharro y los modernos españoles y después se había contaminado de lo último de la vanguardia, en contacto con el grupo cubista de Braque, Picasso y Gris.

Un artista más o menos solitario, Saturnino Herrán, recogió por esos años el viejo y ahora renovado ideal de una pintura mexicana que representara las aspiraciones y el carácter nacionales. De alguna manera estaba claro que el péndulo regresaba y México volvía a tratar de entenderse a sí mismo como diferente y no como igual a Europa; el ideal estaría en lo propio y no en el reflejo del Viejo Mundo. Herrán resulta un moderno en su momento, abandona el academicismo, con su dibujo naturalista y su colorido convencional; del impresionismo ni se entera, porque no proporcionaba elementos útiles en la tarea que él se había destinado; parte, en cambio, de lo que proporcionaba Zuloaga, Chicharro y los españoles de esa hora: un sintetismo formal con buena carga expresionista, un colorido seco pero variado y novedoso. Pinta criollas, tehuanas, chinampas llenas de flores, preanunciando la dimensión épica que no mucho después daría a esos temas la pintura mexicana. En El cofrade alcanza una tensión expresiva muy relevante. En sus dibujos para un gran friso destinado al Palacio de Bellas Artes (Nuestros dioses) muestra toda la aspiración de su pintura como una manera de dar razón a la realidad histórica mexicana; ahí, la figura central, Coatlicue con un Cristo superpuesto, resume su intención; y de alguna manera anuncia lo que vendría después.

Saturnino Herrán

Lo que vendría después se haría presente, en forma entusiasta y exaltada, a partir de 1921. El primer régimen revolucionario estable, el de Álvaro Obregón, lleva a la rectoría de la Universidad y después a la nueva Secretaría de Educación Pública a José Vasconcelos, dotado de poderosa imaginación y de indudable capacidad para hacer las cosas. José Clemente Orozco diría mucho más tarde en su Autobiografía (1943) que la pintura mural se encontró en 1921 “con la mesa puesta”, haciendo con esto una alusión a que las ideas y los ensayos para una pintura nacional y monumental eran moneda corriente entre los jóvenes de entonces. Pero no cabe duda que la poderosa personalidad de Vasconcelos, el apoyo del general Obregón y el ambiente en ebullición y de gran optimismo del México revolucionario de entonces, fueron todos factores decisivos en el surgimiento de lo que se llamaría “escuela mexicana”.

Vasconcelos hace venir de Europa a Rivera y a Montenegro, recoge a los que aquí estaban recogibles, y les ofrece los muros de los edificios públicos para llevar adelante un programa ambicioso y de hecho sin precedente. Rivera empieza a pintar a la encáustica en el Anfiteatro Bolívar de la Universidad, y Montenegro en la exiglesia de San Pedro y San Pablo. Al ir haciendo camino, ellos y quienes estaban alrededor toman conciencia de su tarea, se agrupan en un Sindicato de Artistas Revolucionarios; surge así el programa explícito del movimiento: el Manifiesto del sindicato, dirigido, significativamente, a los campesinos, a los obreros, los soldados de la Revolución, los intelectuales no comprometidos con la burguesía. El manifiesto proponía un arte público, para todos y por lo tanto monumental; descalificaba como inútil a la pintura de caballete; reconocía como fuente inspiradora al arte popular mexicano, el que pregonaba “el mejor del mundo”; y pedía un arte para la Revolución, que actuara sobre el pueblo para encaminarlo a adelantar el proceso revolucionario. Si bien el manifiesto fue contradicho por la práctica de los pintores al día siguiente de haberlo firmado, no por eso dejó de ser la piedra de toque para todos ellos, y el gran documento programático que de alguna manera sustenta el movimiento pictórico muralista.

Durante los casi treinta años siguientes a su aparición, la pintura mexicana “muralista” conoció un éxito nunca antes logrado —ni remotamente— por ningún movimiento artístico de este lado del Atlántico, y produjo un buen racimo de obras maestras que por sus méritos quedan inscritas en la historia del arte universal. Obtuvo un reconocimiento más allá de nuestras fronteras y llegó a influir a los movimientos artísticos de no pocos países latinoamericanos y a causar impacto en Estados Unidos.

A parte del genio de sus mayores creadores, hay varios elementos que es importante tener en cuenta para entender su éxito. En primer ligar, que independientemente de las características personales de cada artista —diferentes y aun en más de un sentido contradictorias— existió una noción de grupo, de ahí lo legítimo del término “escuela” aplicado al movimiento: todos participaron en un primer momento de un entusiasmo común y de ideales similares. Esto dio la cohesión que haría posible más tarde llamar al fenómeno el “Renacimiento mexicano”. Por otra parte la escuela, a contrapelo de los que significaban los movimientos parisinos, al proponer un arte público traía el viejo problema de volver al arte una función específica en el medio social; y en este sentido es uno de los esfuerzos más estructurados que se han hecho en este siglo. Desde su aparición hasta nuestros días ha sido lugar común entender la pintura de la escuela mexicana como producto directo del movimiento revolucionario; pero si bien la coyuntura del régimen de Obregón y el general entusiasmo del país son factores nada despreciables, sería muy limitado explicar las cosas por sólo esa circunstancia. De hecho los pintores al iniciar su aventura tenían entre pecho y espalda asimilada buena parte de las novedades que habían arrojado los movimientos europeos de las dos primeras décadas del siglo, lo importante es la manera en que se sirvieron de esa experiencia asimilada para los requerimientos de la gran decoración mural y de los programas didácticos, filosóficos o históricos que ésta implicaba. Y en eso reside su grandeza, en haber podido recoger la experiencia de la vanguardia europea y reproducirla en otro contexto: por primera vez América no produjo buenas copias, sino que dio resultados originales que incluían los modelos presupuestos.

Un componente central de la escuela es su nacionalismo. Buena parte de su éxito local y aun algo del internacional dependen de él. Por fin se había logrado el acariciado sueño de crear una escuela nacional, por fin se había conseguido forjar un arte que, siendo propio, se expresara en un lenguaje universal. Por fin un país americano había creado una escuela propia. Este componente, de mayúscula importancia en el contexto mexicano y americano, ve desdibujada su importancia si se contempla con más perspectiva. En efecto, en tanto que nacionalista (incluso dispuesta a incorporar formas históricas o del arte popular) la escuela se convertía en hito romántico, en el último romanticismo posible. En ese sentido fue el punto más alto, pero final, de un largo proceso iniciado por lo menos desde mediados del siglo XIX; resultaba así el fin de algo y no el principio de otra cosa, y vería —como vio— seriamente comprometido su futuro.

El sentido unitario de la escuela, sobre todo en sus inicios, no impide que las grandes individualidades que la forjaron tuvieran personalidades diferentes y las manifestaran en su obra. Rivera es el artista de temperamento clásico, en el que predomina el sentido analítico del dibujo. Su cercanía al grupo de cubistas y admiración por Cézanne lo llevan al sintetismo de formas geometrizantes especialmente patente en sus primeras obras murales (Anfiteatro Bolívar, Secretaría de Educación). Es quien más de cerca sigue los dictados del Manifiesto de 1922, lo que es patente en su deliberado estudio de formas prehispánicas y populares, en su evidente sentido didáctico. En su obra entroniza el nacionalismo —y el indigenismo— como una verdadera religión, más sagrada que su ideología marxista. Su inagotable imaginación y la grandeza de sus concepciones se hacen patentes y consiguen salvar su obra, o por lo menos una gran parte de ella, del arqueologismo y el didactismo simplista que podrían asediarla. Obras como la Secretaría de Educación, la escalera de Palacio Nacional, el Palacio de Cortés en Cuernavaca y la capilla de Chapingo tienen una grandeza indudable, y sólo en los últimos años de su vida parece disminuir notablemente su fuerza creadora.

Los «tres grandes» Siqueiros, Orozco y Rivera

Orozco muestra desde sus obras más tempranas un sentimiento trágico y una visión “al sesgo” de la realidad, que le permite descubrir realidades no aparentes. No es en su caso el racionalismo cezaniano el que le da apoyo, sino la experiencia expresionista. Dibujante excepcional, no es sin embargo el dibujo analítico el sustento de su obra pictórica, sino que ésta se construye a base de pinceladas de color y obtiene de ello y de sus composiciones en diagonales todo su dinamismo. Desde el incio de su actividad como muralista (Preparatoria) no canta el éxito de la Revolución, sino que llora la fatiga de la lucha. Orozco parece no tener respuestas dadas sobre la historia de México y sobre el hombre cuando pinta, sino que se diría que su pintura es precisamente una interrogación sobre estos y otros problemas fundamentales. “Pintura filosófica”, ha dicho de él Justino Fernández, en el sentido de que su pintar es un filosofar. Se muestra iconoclasta y satírico desde la Preparatoria, crea la figura monumental del Prometeo de Pomona College, y alcanza las grandes síntesis de su pensamiento pictórico en los frescos de Guadalajara (Universidad, Palacio de Gobierno, Hospicio Cabañas), en el Palacio de Bellas Artes, en la Iglesia de Jesús o en el Palacio de Justicia. Al contrario de Rivera, su capacidad creadora y su búsqueda de nuevas formas expresivas no menguan hasta el día de su muerte.

Siqueiros se inicia en el muralismo en los primeros años veinte, en la Preparatoria, pero su actividad en ese sentido sería más o menos escasa durante los primeros veinte o veinticinco años. No así la pintura de caballete, que produce obras de primer orden desde temprano, como la Madre campesina o el retrato de María Asúnsolo. Es el gran teórico del movimiento muralista y su obra artística no sólo está en relación con su actitud y actividad política sino que puede entenderse como función de ellas. Convencido de que el muralismo mexicano no era una anécdota histórica, sino un hecho metahistórico que adelantaba el porvenir, estuvo siempre preocupado por las nuevas posibilidades de percepción de la obra (de ahí los escorzos brutales, el movimiento incesante de las figuras) y por el empleo de los materiales. El taller que construyó en Cuernavaca en los últimos años de su vida puede ser considerado, tanto o más que una obra en particular, cifra de su actitud frente a la actividad artística.

La escuela muralista mexicana no se agota en los “tres grandes”, aunque sea indudable que la personalidad de ellos fue predominante. Junto a ellos, más o menos destacados, aparecen Xavier Guerrero, Alva de la Canal, Fernando Leal, Fermín Revueltas y muchos más, incluso algunos participantes-disidentes como Manuel Rodríguez Lozano. Después vendrían epígonos, desde Juan O’Gorman, O’Higgins, González Camarena, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y tantos otros…

Juan O’Gorman

De pronto aparece una especie de subcorriente de la “escuela mexicana”, no ajena totalmente a ella, pero desprovista tanto de su grandilocuencia como de sus mafias aparentes. Se trata de espíritus finos, que produecen una obra como en sordina, acallada pronto por el estruendo de los demás. Entre ellos están Julio Castellanos, Carlos Mérida, Agustín Lazo, el Corzo Guillermo Ruiz, Alfonso Michel. Afectos al “arte fantástico”, encontrarían afinidad cuando en 1940 la Galería de Arte Mexicano presenta la gran exposición internacional del surrealismo. También para esos años empezaron a llegar a México artistas extranjeros —y entre ellos no pocos surrealistas—, tránsfugas de la guerra, como Wolfgang Paalen, Horna, Leonora Carrington. Unos y otros desarrollarían una labor callada y ajena a todo reconocimiento oficial. Sólo más tarde se podrían apreciar sus efectos. Mientras tanto el círculo del nacionalismo seguía cerrándose.

Tanto Orozco como Rivera hablaron —tardíamente— de la emoción que en su juventud les producían los grabados de J.G. Posada, pero lo cierto es que el artista permaneció desapercibido hasta que lo “descubrió” Jean Charlot, francés que había venido atraído por los entusiasmos de la Revolución y que desde 1921 pintó un importante fresco en la Escuela Preparatoria. Charlot venía enterado de la reciente obra gráfica de Maillot y de los expresionistas alemanes y nórdicos, y fue la simiente de la escuela mexicana de grabado. Entusiasmados por él, se dedicaron a estudiar las técnicas de la estampa, y a darles una utilización moderna y adecuada a la circunstancia Francisco Díaz de León y Gabriel Fernández Ledezma; después vendrían Carlos Alvarado Lang y el mayor de todos: Leopoldo Méndez. El grabado de “escuela mexicana” es un movimiento paralelo al de pintura, con el mismo tipo de preocupaciones sociales y nacionales. Prefirió pronto abandonar las técnicas complicadas del metal y encontró su medio expresivo más propio en el grabado en hueco, en madera de hilo o en linóleum, que permitía un trabajo rápido y fácilmente reproducible. En ese medio casi elemental, los grabadores lograron reproducir obras de gran importancia, especialmente Leopoldo Méndez, que consigue aunar con maestría insuperable la fuerza expresiva del mensaje explícito deseado, la riqueza imaginativa y la inmensa ternura.

Grabado de Leopoldo Mendez

Es un fenómeno curioso que en un país de tan rica tradición escultórica en el pasado, como México, el florecimiento de la pintura no haya sido acompañado por otro similar en la escultura. Quizá parte de la pobreza escultórica deba explicarse por la pobreza general, que después de la Revolución limitaba la posibilidad de encargos onerosos por parte del medio oficial. Los tiempos parecían propicios para aprovechar el inmenso caudal de enseñanza de la gran estatuaria precolombina, pero las obras se quedaron hablando solas en los museos. Apenas cabe hablar de la rudeza primitiva de algunas tallas en madera de Mardonio Magaña o de la monumentalidad geométrica de las obras de Fidias Escobedo; pronto el campo quedó en manos de escultores como Guillermo Ruiz y especialmente Ignacio Asúnsolo, que, habiendo aprendido de Maillol la pesadez de la figura, le pusieron cara de india con trenzas y la pasaron por representante de la quintaesencia nacional. A contrapelo, poco y mal oídos —y no muy activos— dos escultores más conscientes pudieron hacer ensayos interesantes: Germán Cueto y Ortiz Monasterio.

Escultura de Luis Ortiz Monasterio

Al día siguiente de la Revolución, las primeras obras públicas que se hacen bajo el régimen de Obregón responden a una clara intención nacionalista, lo que no sorprende a nadie. Hubo ensayos de arquitectura “indigenista”, pero por obvias posibilidades mayores de adaptación a las necesidades del momento, fue el neocolonialismo el que privó (Escuela Benito Juárez, de Obregón Santacilia, Biblioteca Cervantes) aunque no dejaron de subsistir intentos clasistas (Banco de México, del mismo Obregón Santacilia). Para los años treinta, sin embargo, se fueron imponiendo otras formas, procedentes del estilo francés art-déco que especialmente el arquitecto Suárez adaptó y “mexicanizó” en forma muy interesante. Después, tras violentas polémicas, terminaría ganando la partida el escueto funcionalismo, preconizado por Villagrán García en la Escuela de Arquitectura y puesto en práctica por él y por Juan O’Gorman. La muy refinada sensibilidad de Luis Barragán conseguiría un estilo personal e íntimo, que recoge la simplicidad funcionalista pero la enriquece de contenido propio. Lo colonial, en este caso “colonial californiano”, tendría su revancha en algunos barrios ricos, donde los ricos propietarios exponían su riqueza en complicadas labores de piedra, torreones, ajimeces, galerías y escalinatas.

La arquitectura seguía siendo moderna, aunque había abandonado la adustez de los primeros tiempos (y la funcionalidad no parecía, ni antes ni después, muy clara por ninguna parte). Ningún conjunto de edificios públicos, ni la Escuela Normal, de Pani, ni el multifamiliar Juárez, pudieron compararse con la Ciudad Universitaria; ahí, bajo el mando audaz de Carlos Lazo, según un plano de distribución concebido por estudiantes de arquitectura y los arquitectos Pani y Del Moral, se reunieron los mejores arquitectos mexicanos del momento; no bastando eso se llamó a los pintores a que decoraran los edificios: Diego Rivera, Siqueiros, Chávez Morado y el desconocido Eppens; una horrible escultura de Alemán por Asúnsolo coronaba el escenario. Suma y cifra del “Renacimiento mexicano”. Verdad es que si Ciudad Universitaria no corresponde a los elogios que se prodigaron, y si en lo particular algunos edificios son muy defectuosos como forma y como función, el conjunto es un logro indudable, hay edificios de primer orden y el resultado sigue siendo un esfuerzo de gran importancia.

Ciudad Universitaria

La pobreza del medio musical anterior a la Revolución, que encontraba su cifra en uno que otro vals, mazurca o chotis inspirado y de éxito (Sobre las olas, de Juventino Rosas) o en ensayos orquestales u operísticos que, aunque raramente con una intención nacionalista (la ópera Atzimba, de Castro), no logran ser más que trasunto leve de la brillante música europea, empieza a sacudirse con la entrada en escena de Manuel M. Ponce. Ponce realizó una investigación en la música tradicional mexicana, y es sobre todo por eso reconocido, pero más importante que tal aventura es seguramente el hecho de que pertenecía a una generación mucho más sólidamente formada que las anteriores, lo que le permitió componer a un nivel de modernidad y de calidad excepcionales. Julián Carrillo, si no poseía su mismo refinado temperamento, en cambio tenía una mente teórica que lo llevó a replantearse problemas musicales fundamentales. La hora de volver los ojos a la realidad nacional había sonado, y en ese camino anduvieron Candelario Huizar y sobre todo Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, que llegaron a entenderse en el medio mexicano como la contrapartida, en términos musicales, del movimiento muralista.

Manuel M. Ponce

Revueltas, muerto muy joven, suele ser considerado el músico más dotado que haya producido el país. Con su temperamento casi romántico, se sirvió del nacionalismo sin quedar apresado en esquemas simplistas, como lo muestran, entre muchas otras, sus obras Janitzio, Redes, Ocho por radio u Homenaje a García Lorca. Chávez, tal vez de inspiración menos brillante, tiene en su haber una obra más conscientemente realizada, más sólidamente estructurada, que le da un sitio verdaderamente excepcional en el panorama de la música mexicana. Desde un principio su nacionalismo incorporó las novedades que ofrecía la música europea a partir de Stravinsky, como en H.P. y Sinfonía india; pero fue pronto consciente del peligro de un nacionalismo indiscriminado, y éste está ya en un muy segundo plano en la Tocata para instrumentos de percusión o en la Quinta sinfonía para cuerdas, y el proceso de una investigación constante de la forma sigue en él hacia adelante lo mismo en las obras de cámara que en aquellas para gran orquesta. Por otra parte, su condición de pivote del movimiento musical mexicano es indudable: él dio a conocer en México gran parte de la música contemporánea, y cercanos a él estuvieron el grupo de músicos nacionalistas como José Pablo Moncayo (célebre por su Huapango), Hernández Moncada, Blas Galindo (Sones de mariachi) o Jiménez Mabarak; e incluso él propicio, en buena medida, la aparición de una nueva generación de compositores, ajenos ya a la preocupación nacionalista que les parecía agotada, como Joaquín Gutiérrez Heras, Julio Estrada, Leonardo Velázquez, Héctor Quintanar…

Silvestre Revueltas

El hecho es que para los principios de los años cincuenta, mientras más orgulloso de sí mismo estaba el “Renacimiento mexicano” y más apoyo y reconocimiento tenía en el mundo oficial, muchos jóvenes artistas sentían fatigada la estrecha senda nacionalista y encontraban el ambiente irrespirable. La época de “cerrazón” había alcanzado su ápice y entraba en crisis: se anunciaba el sucesivo momento de “apertura”. El regodeo en lo propio se había exacerbado. La tan cantada vuelta a lo propio, aventura indudablemente provechosa en su momento, que en más de un sentido había abierto a los ojos de los mexicanos un México nunca antes mirado por ellos, había desembocado en un estrecho callejón sin salida. La cerrazón se propiciaba por el gran éxito del arte nacionalista mexicano, especialmente por su pintura y por la fuerte personalidad de los “tres grandes”, y se había beneficiado del aislamiento de Europa que era consecuencia de la guerra, en un momento en que Estados Unidos no tenían aún nada importante que ofrecer en materia de arte (hasta la aparición del expresionismo abstracto).

Los jóvenes inconformes como Manuel Felguérez, Alberto Gironella, Vicente Rojo, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, encontraron un rechazo absoluto en los medios oficiales: no en balde las esferas gubernamentales habían entendido inteligentemente el arte de “escuela mexicana” como un magnífico instrumento de propaganda, especialmente al exterior, y no en balde la “escuela” había conseguido hacerse de un mercado importante entre el medio de funcionarios enriquecidos y la burguesía surgida al calor de contratos oficiales. En cambio se sintieron naturalmente ligados a aquella subcorriente de tono menor a la que se había permitido vivir al lado del arte grandilocuente, así como al grupo de extranjeros residentes en México: Leonora Carrington, Wolfgang Paalen, Matias Goeritz, Remedios Varo. La insurgencia aprovechó muy ampliamente el polémico regreso al país de Rufino Tamayo, que, contrario a los dictados retóricos de la “escuela”, había alcanzado por su magnífico arte un reconocimiento muy grande en los Estados Unidos; y también cerró filas con Carlos Mérida, el mexicano guatemalteco que calladamente había seguido rumbos completamente ajenos. Antes de la insurgencia colectiva, tres artistas importantes habían iniciado su propio rumbo aparte de la “escuela”: Gunther Gerszo, Juan Soriano y Pedro Coronel.

Obra de Lilia Carrillo

Tamayo, que se había iniciado por el camino de los muralistas, pronto se desencantó de lo que consideraba retórica vacía y cifró su arte en una búsqueda de la forma sintética y del color como elemento sustentante, que lo alejó bien pronto del naturalismo en que buena parte de la “escuela” iba cayendo naturalmente. Su promiscuidad con las corrientes europeas del arte contemporáneo le permitió aprovechar en modo muy personal no pocos avances formales. Su obra se inscribe mundialmente entre la de los restauradores de la forma, después de los embates que ésta había sufrido en los años veinte en Europa. Una pintura como las Músicas dormidas (precisamente de 1950) es uno de los grandes cuadros del siglo. Tamayo permanece como un gran clásico, quizá como el último de los grandes clásicos. Cuando se le atacaba por no hacer una pintura mexicana, contestaba que la suya lo era, y en una medida mayor que la de los muralistas, pues éstos se quedaban en la superficie de la realidad nacional y caían en el folclorismo, mientras que él bajaba en profundidad a las esencias de lo propio. Cuando llegó a pintar en el Palacio de Bellas Artes unas grandes composiciones murales echó de cualquier manera su cuarto a espadas, dando él también razón —aunque con sus propios recursos expresivos—de su idea de la realidad nacional. Su gran campo de acción, sin embargo, sigue siendo el cuadro de caballete, donde su maestría es inigualada.

Cuando hacia mediados de los años sesenta el mundo oficial llegó a aceptar la existencia y la vigencia de la nueva pintura mexicana (exposición Confrontación 66 en Bellas Artes) y la aceptó de plano en las exposiciones llevadas al exterior (Expo ’67, de Montreal) se creó una situación curiosa para el arte mexicano. Los epígonos de la escuela subsistieron y subsisten, con un público formado y no alejados de encargos oficiales; por otro lado, la nueva pintura mexicana se había constituido al calor de la oposición a la vieja escuela, y en más de un sentido ése era el único elemento de unión entre caminos artísticos muy diferentes entre sí: fue en buena medida una pintura de “frente de batalla”, pero se resentía de la carencia de un antecedente formativo más lógico y coherente. Y, a pesar de todo, a distancia el peso de los “tres grandes”, el más cercano de Tamayo permaneció como un punto de referencia inevitable.

Músicas dormidas de Rufino Tamayo

De tal modo, el panorama de la nueva pintura y el nuevo grabado mexicano no ofrece tendencias fácilmente discernibles, sino que es más bien un aglomerado de esfuerzos individuales casi aislados. Roto el círculo vicioso, la presencia de la vanguardia europea, y con mayor peso en los años recientes de la vanguardia neoyorquina, se hacen sentir en pleno; sin embargo, la situación mexicana no parece —como la bonaerense, por ejemplo— ser campo muy propicio para cultivo de las vanguardias más delirantes, salvo en casos marginales y pobres en general. Lo que puede verse es un puñado de muy buenos artistas, que van desde la búsqueda la exacerbada tensión espiritual de un Goeritz o un Gerszo, al geometrismo “tamizado” de Rojo o de Sakai, o de la investigación gestática de un Felguérez hasta el lirismo contenido de Fernando García Ponce, la afectada monumentalidad de Ricardo Martínez, el expresionismo iconoclasta de Gironella, la mítica imaginación de Toledo… y suma y sigue…

*Tomado de Daniel Cosío Villegas (coord.), Historia general de México, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 3a. ed., 1986, pp 1357-1373 [1a. ed., 1976].

JORGE ALBERTO MANRIQUE. Arte y artistas mexicanos del siglo XX. Primera edición enLexturas Mexicanas: 2000. CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

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